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Vuelve a girar la ruleta de la vida

Por Juan Carlos López Salgado

Enlaces a los anteriores textos de Juan Carlos:

https://linotipia.com/desperte-y-aun-estaba-borracho/

https://linotipia.com/aquel-ser-divino/

El amor, Eros desde la perspectiva de la mitología griega, “es una vaina fregada, mi hermano, eche, no joda”. Es algo que se nos mete en la cabeza, en el alma, en las vísceras, por todos los orificios del cuerpo mortal; que llega y se va por largos o cortos plazos. Es algo difícil de entender y aún más cuando una persona realmente nos atrae. Y no se entiende, porque en esos casos el amor no es razón. El amor, para mí es sólo pasión, descontrol, locura, lujuria, desenfreno; es sin asepsia. Es decir, es sucio, fuerte, doloroso, desgarrador, oloroso. Si no te gusta nada de eso, por favor no te fijes en mí, no te enamores de mí. Si no serías capaz de morir por mí, como yo moriría por ti, por amor, ni me mires.

Por eso, después de ese domingo de media maratón de Bogotá, sentí que en mi existencia física y espiritual algo había pasado. Los siguientes dos días, lunes y martes, no salí del apartamento porque el guayabo que tenía era espantoso. Hasta el miércoles fui a clases en la Nacho y me vi con Yulihet. Ella estaba medio emputada conmigo por no llevarla a la casa el domingo y porque, ese día de resaca, en la calle 26 se subió a un colectivo que la dejó en un sector de Fontibón que no conocía y que estaba lejos de la calle 13, por lo cual le tocó caminar por un barrio no muy agradable ni seguro.

—Discúlpame, Yuli, de verdad que estaba re paila. Es más, apenas hoy pude levantarme de la cama y salir del apartamento, todavía ando con la maluquera del guayabo. Vi tu mensaje de texto del domingo en la noche diciéndome que ya estabas en tu casa, y estos días no te llamé porque cuando ando así de mal no me dan ganas ni de usar el celular.

Después de clases la acompañé a tomar la buseta y, mientras caminábamos del salón a la salida, nuevamente le pedí disculpas y también le dije que yo sabía que esa tomadera me estaba fregando, pero que gracias a la rumba del sábado había pasado lo que pasó entre nosotros el domingo en la mañana, que Dios sabe cómo cuida y quiere a sus borrachitos y que “te ocurrió la mala experiencia del colectivo por andar en la vagancia, ja”. 

Ese último apunte le causó risa, ya estaba menos mal geniada y nos pusimos hablar de aquel asunto íntimo. Llegamos a la conclusión de que bebimos mucho, que nos dimos garra besándonos en la chiva, que a los dos nos gustó mucho la pichadita del domingo en la mañana y que obviamente tocaba repetirlo en sano juicio.

Después de ese día, la relación con Yulihet empezó a ser más de novios que de amigos, ya nos veíamos más tiempo e iniciamos con lo típico de toda relación: conocer a nuestras familias y parceros. No obstante, yo le dije que no quería una relación formal, que por ahora fuéramos “open mind”, que todo bien, que amigos con derechos y sin ataduras. Ella estuvo de acuerdo y así fue por un buen tiempo, pero a mí cada día me gustaba más estar y compartir con ese ser divino. Empecé a sentir eso que llaman amor por Yulihet.

En esa misma época, después de que me saqué solito de la empresa donde trabajaba,  el único que me brindó la mano laboralmente fue Edwin, quien me ayudó a conseguir un trabajo como jefe de talento humano en una empresa de transporte público urbano de pasajeros en la que me pagaban las quincenas con billetes de mil y de dos mil pesos, pues eran los billetes que más recibían los conductores o choferes de los buses.

Nuevo trabajo en el cual giró otra vez la ruleta de la vida. Allí laboraba una dama joven, “chirriadita la niña, ala”. Estábamos en la misma área y en medio de las actividades laborales resultamos hablando de música y de cine. No obstante su juventud, le gustaba la salsa clásica de la Fania All-Star y el cine de gangster de Estados Unidos de los 80s y 90s. 

Una tarde, después del almuerzo, o sea, a la hora del tintico de las 2 p.m., estábamos en mi oficina trabajando y echando carreta sobre música y cine. Entre charla y charla, salió con esta perla:

 —Mi película preferida de ese género es “Carlito´s Way”, protagonizada por Al Pacino y dirigida por Brian De Palma. 

—¿En serio te gustan ese tipo de películas? Si sumercé es apenas una bebe de 21 añitos. Entendible lo de la salsita clásica que se escucha un resto en Bogotá. ¿Pero que te guste “Carlito´s Way? ¿Y eso? Por favor cuénteme cómo fue esa vuelta.

—Nada del otro mundo. Mi papá, como buen “rolo”, desde niño escucha salsa y además ve películas donde ponen esas canciones, especialmente las de mafiosos gringos. Entonces a cada rato las pone en el VHS de la casa y me invita a verlas. 

—Qué bacano, me sorprende, pues qué se va uno a imaginar que alguien de tu edad le guste ese género de películas. 

—¿Tú ya la viste?   

Antes de contestarle, pensé que esa era la oportunidad para invitarla a tomar algo después de finalizar el horario laboral. Además, desde unos días antes, yo sentía una buena vibra entre los dos. Entonces me animé:

—Te contesto tomándonos un café, o una cervecita, ya que hoy es juernes.

—Mmmm, no puedo. Tengo clase a las siete de la noche y a las seis quedamos con una amiga de vernos en la biblioteca de la universidad para estudiar, tenemos un quiz a las ocho.

Pensé: “Mierda, el viejo truco de ‘no puedo, tengo clase’. Ah, qué cagada. Y yo todo tramado con dizque ‘buenas vibras’. Pailas, ni modos. ‘Yucas’, perdí. Tome pa que lleve, eso le pasa por hueva, por estar echandole los perros a una hembrita de 21 años”. 

Creo que yo tenía cara de “looser” y de vergüenza. Seguí en silencio y super achantado, cuando de repente me dijo:

 —Pero si te parece vamos mañana. 

“Huy qué rechimba. Claro que me parece”, pensé. 

—De una, listo.

—Lo único es que tendrías que ir por mí a la universidad, tengo clase hasta las 9. Nos tomamos el cafecito, me respondes si ya viste o no “Carlito´s Way” y después vamos por una cerveza. Cerca de la “U” hay un sitio en que solo ponen salsa de la viejita.

Salí ese viernes del trabajo, me subí al “Cucarrón”, un VolksWagen escarabajo modelo 67 de mi hermana, y arranqué al apartamento para cambiarme de ropa. Me quité el uniforme de corbata y me puse la pinta de rumba: jeans, tennis, camiseta y chaqueta.

Estacioné el Cucarrón en la carrera 8 con calle 52 mientras esperaba a “La Flaquis” y aproveché para echarme un motoso. De repente golpearon en mi ventana, abrí los ojos y ella estaba riendo por el susto que me pegó al despertarme. Me hizo señas de que bajara la ventana y susurró entre risas: 

—¿El señor ya dormido tan temprano?

—Nooo, qué susto tan tenaz. Casi me infarto, ja, ja. ¿Cómo estás? ¿Ya saliste de clases? Sube que está haciendo frío. 

Nos saludamos de pico en la mejilla y de una percibí el olor de perfume mezclado con splash de frutos rojos. Juventud divino tesoro. Estaba contenta porque le fue bien en el quiz del jueves en la noche. Cambió la emisora que yo tenía en Radioactiva y la puso en Tropicana, “la más bacana”. No era de mi gusto esa emisora, pero ni modos, en ese momento La Flaquis ya era la comandante del Cucarrón y podía hacer lo que quisiera. Me dijo que por el frío sería chévere un café, que fuéramos al sitio cerca de la universidad donde preparaban uno bien deli y ponían salsa clásica.

Ella pidió un “tinto” clarito con azúcar y un pastel de pollo, de los que tienen figura de triángulo. Yo sólo pedí un café bien oscuro y sin azúcar. En el lugar, además de productos de cafetería también vendían pola y trago. En el fondo del establecimiento se podía bailar la salsa que nos gustaba. Nos pusimos a hablar cháchara del trabajo, de música y de cine.

—Aún no me has dicho si ya te viste “Carlito´s Way”. 

—Sí, la vi en cine en el año 1994. Es de mis preferidas. A mí me traman mucho ese tipo de películas. 

—Yo la vi con mi papá en la casa. Lastima que el final sea tan triste. 

—Pero la última escena, la de los créditos, es muy bacana. Todos felices en la playa. 

—Sí, pero era un sueño. Ojalá nunca me pase eso.

—Por eso es mejor no enamorarse, ¿para qué?, ¿para después uno perder? No aguanta.

—Uich, tan exagerado, no pues tan sufrido, ja.

Hablar de esa película nos dio la pauta para que ella me contara que no tenía novio, que tenía apenas un tinieblo pero que el man era medio casposo, medio malandro, y que por eso no tenía nada serio con él. Le conté que recientemente había terminado un rollo que había sido complicado porque nos quedaba difícil vernos, que hace unos cinco años había terminado un noviazgo que me marcó un resto y el despecho había sido muy amargo, y que por eso no tenía nada en serio con nadie, aunque por esos días estaba empezando a salir con una compañera de la universidad. 

Yo le solté todo esa información sin miedo, lancé los dados y, mientras esperaba su reacción, ella se levantó de la mesa, de fondo empezaba a sonar “El Watusi” de Ray Barreto, y solamente me dijo:

—¿Qué, bailamos? 

Noté que me hizo esa pregunta mirándome con ojos coquetos y con una sonrisa que me insinuaba e invitaba a que no fuera a decir que no.

—Listo. —Y como ella dejó a un lado el tema de la conversación, yo también le propuse un cambio—: ¿Qué, nos pasamos a cerveza? 

—Sí, pero para mí una Aguila Ligth.

Mientras caminábamos al fondo de la cafetería le pedí a la mesera las dos polas y el favor de que las llevara a una mesa cercana a la mini pista de baile. 

Qué rico que se movía esa pelada. Como la canción es algo lenta, le gustaba alejarse y acercarse al bailarla. Cuando se acercaba, se quedaba bailando un momento pegada a mí y yo la juntaba un poquito más con mi mano derecha sobre su cintura. Qué delicia sentir como nos rosabamos por segundos y volvía a alejarse. La canción no dura mucho pero para mí fue una eternidad, y al regresar a la mesa ya empezamos a flirtear mutuamente. 

Después de un par de polas, ya estábamos algo entonados. Le pregunté que si nos pasabamos a diésel, a ACPM, o sea que si nos tomábamos un guarito. No me contestó nada. Como no dijo que no, fui a la barra y pedí media de Nectar verde. Regresé a la mesa con ese guaro, acompañado de limón y maní.

—Huy no, eso es mucho. Mañana tengo clase de siete de la mañana. Mejor pide que te la cambien por un cuartico de Antioqueño sin azúcar, bien frío, y pide más limón.

—Pero solo es mediecita, apenas para hablar otro ratico. 

—No, eso es mucho. Y tienes que manejar. Entonces mejor no.     

—Vale, ya la cambio por el cuartico. 

Regresé a la mesa con menos guaro, más limón y con la emoción de que ya estábamos más en confianza. Después de un par de guaros, que estaban bien deli, fríos, que a mí me bajaron en patineta al estómago, ya estaba sentado al lado de ella. Nos hablábamos al oído por el volumen alto de la música. Cada vez nos acercabamos más para hablar. Cuando ya estaba prácticamente besándola debajo de la oreja, me dijo que bailaramos. Sonaba la canción “Mambo Batiri” de Nacho Sarabia. 

Empezó a bailar alejada de mí, después, como el ritmo de la canción lo permitía, bailamos nuevamente juntos, muy juntos, nos rozamos la entrepierna bailando muy despacio, rozandonos y frotandonos bien deli. Empezó a darme piquitos en el cuello, más bien a pasarme la puntica de la lengua muy despacio hasta llegar a mi mejilla, terminando en mi boca. Qué rumbeada tan bacana la que nos pegamos con el ritmo salsero de fondo. 

El aguardiente se terminó y enseguida me dijo que nos fuéramos porque tenía que levantarse temprano. Yo no le insistí de seguir bailando o tomando y tampoco le dije que fuéramos a otro lugar porque me daba embarrada ir a cagarla en la primera salida. 

Comimos perro caliente callejero cerca de la séptima con calle 53, me tomé un par de tintos y pedí coca-cola y chiclets para llevar, y así disimular el tufo mientras conducía. Fuimos por el Cucarrón y arrancamos para llevarla a la casa. En cada semáforo en rojo nos besábamos intensamente. Antes de alejarnos más de chapinero, no aguanté y le insinué que pegaramos a la caracas con calle 64, a la zona de los moteles.

—No, hoy no. Ya te dije que mañana tengo clases temprano. Después vamos, sin afán, bien relajados.

No le insistí, no quería embarrarla. Además ya estaba hecha la promesa por parte de ella de ir después. Entonces, en las paradas en los semáforos en rojo, los besos y la tocadera se hicieron más profundos, más íntimos. Si ese Cucarrón hablara, tocaba matarlo. Así como dijo mi amigo Edison una vez refiriéndose a una carpa que compramos con Edwin y Julito en 1997,  la cual tocó matarla “porque sabía mucho, ja, ja”. Qué loqueras.

Después de ese viernes, ya estábamos en el plan de amigos con derechos pero sin que nadie supiera; cuando teníamos oportunidad de estar solos, nos rumbeamos, es decir, nos besábamos bien deli. Si estábamos trabajando en mi oficina, había poca gente en la empresa y sabíamos que nadie iba a entrar, cerrábamos la puerta con seguro y jugábamos al jefe y a la secretaria: ella se sentaba en mis piernas, actuabamos como que escribía atenta nota de mis dictados laborales y después nos besabamos en pleno éxtasis causado por la emoción de estar haciendo lo prohibido a escondidas. No nos atrevimos a tener sexo en la oficina porque siempre nos faltaba un condón y porque pensabamos que sería una super cagada que nos fueran a pillar. Entonces nos calmábamos, nos acicalábamos, abríamos la puerta y seguíamos camellando con la complicidad y la picardía del caso.

Un sábado en que habíamos quedado de salir a comer en la noche, me llamó al celular como a las cuatro de la tarde a decirme que no podía; pero que si yo estaba solo en el apartamento, ella me caía un rato aprovechando que estaba cerca, en Galerias. Al rato llegó y unos minutos después de estar en mi cama hablando carreta, empezó la faena de besos y caricias. Le dije que tenía condones en mi mesita de noche y nos quitamos la ropa mientras seguían los besos y la tocata. 

En el momento en que ella solo tenía puesto un hilito blanco con rayitas rosadas, me quedé concentrado mirándola… Esa flaquita era muy hermosa, estaba bien talladita, tenía el pelo corto, como a la altura de las orejas, teñido de color rubio, y en su piel de durazno fresco, cada curva de su cuerpo era una señal de advertencia de caer en los abismos de la seducción y la sexualidad. Pero cuando empecé a quitarle el hilo ella me frenó con su mano derecha y con la izquierda se cubrió sus pequeños senos.

—No sigas, porfa. Te deseo mucho pero tengo un enredo en mi cabeza muy tenaz.

Luego me dijo que me había cancelado la salida a comer porque se iba a ver esa noche con el tinieblo. Que el man había aparecido de repente, después de unos meses de no saber nada de él. Que se había perdido porque lo andaban buscando “pa’ joderlo”. Y que ella quería hablar con él para decirle que no la siguiera buscando. Que esa noche le había puesto cita en la casa de ella y que el papá, la mamá y los hermanos iban a estar para acompañarla mientras ella hablaba con el tipo. 

“Noooo, qué visaje tan áspero”. Enseguida yo me imaginé tirado en cualquier calle todo sicariado a manos de ese man por causa de haberme metido con su hembrita. Qué susto tan hijueputa, la enfierrada que tenía, o sea, la parola, se desinflamó en cuestión de milésimas de segundos y hasta ahí me llegó la arrechera y la de ella también. 

No lo hicimos, no hubo penetración, aunque ya con las manos y la lengua nos habíamos explorado el uno al otro cada milímetro de nuestros cuerpos. Nos vestimos, hablamos un rato más sobre el rollo de ese man, que según lo que ella me contaba por los laditos eran vueltas raras de atracos y de droga. Antes de llamar desde su celular al “taxi” que la iba a recoger, lo cual en esa época no era usual porque los taxis se llamaban mediante teléfono fijo, me dijo que el lunes me contaba cómo le había ido en la “reunión” con el “supuesto malandro” y que teníamos pendiente la salida a comer y la quitada del hilo.

El lunes la noté muy diferente cuando me saludó. Desde ese día cambió totalmente y en una oportunidad que tuvimos de hablar en mi oficina, rápidamente me dijo que para bien de los dos era mejor dejar así y que lo menos que ella quería era que se fuera a enterar alguien de la empresa del cuento que habíamos tenido. Sí, conjugó el verbo en pasado y desde ese momento no ocurrió nada más con La Flaquis: no más charlas de música ni de cine, y no más exploración profunda de cuerpos. 

Con esa nena, unos años después, nos escribimos un par de mensajes por Facebook. Me escribió que andaba haciendo política en la campaña de un candidato a la Alcaldía de Bogotá, o algo así le entendí porque la redacción era confusa. Desde el día de ese “chat” ni más de La Flaquis peli teñida, pero me acuerdo muy bien cuando aquella noche de viernes me dijo: “¿Qué, bailamos?” “Well, he walked up to me and he asked me if I wanted to dance”, como dice la canción “Then He Kissed Me” de The Crystals, que hace parte de la Banda Sonora de la película “Goodfellas” del año 1990, protagonizada por Ray Liotta, Robert De Niro, Joe Pesci y dirigida por Martin Scorsese.

De esa empresa de transporte urbano de pasajeros no salí echado, me retiré porque me llamaron de una de vigilancia en la cual había presentado mi hoja de vida y, como el salario era mejor, agradecí en la transportadora la oportunidad que me brindaron y me abrí a trabajar en el sector de la seguridad, en la industria de los héroes, de los “watchimanes”.  

Le conté a Yulihet de ese nuevo trabajo y ella se puso contenta, me deseó mucha suerte y me dijo que para adelante. Nosotros seguimos en nuestro cuento, hacíamos lo que hacen un par de novios, pero no éramos novios; yo seguía con mi idea de nada de ataduras, de estar así bien sin compromisos y ella estaba de acuerdo, aunque cada día sentía que me gustaba más y que aumentaba mi sentimiento de amor por ella. Respecto a la parranda, yo le bajé un montón a ese cuento, pero de vez en cuando yo rumbeaba con mis vampiros de la fiesta, puesto que la necesitaba para evadir el dolor y el sufrimiento.

El primer día que fui a la empresa de seguridad, a la entrevista de trabajo, todo estaba saliendo normal. Llegué temprano, bien vestido, perfumado con Fahrenheit de Dior. Me senté en la recepción de la empresa y de ahí me hicieron seguir a otra área en la cual me indicaron que me sentara y que esperara un momento mientras llegaba el jefe para entrevistarme. Todo normal, me senté a esperar, mirando el movimiento de las personas trabajando. 

De repente, volvió a girar la ruleta de la vida. Apareció a lo lejos una mona que me tramó resto. Estaba como embolatada organizando unas carpetas que dejó sobre una mesa, sacó unas hojas y empezó a caminar hacia mí. Entre más se acercaba, más me gustaba: el pelo, el color de la piel y el estilo que tenía: el color del maquillaje combinaba con el color de la ropa, toda gomelita, bien bonita. Llegó a la sala de espera donde yo estaba y en la que había una fotocopiadora. Sacó unas fotocopias con afán y, mientras hacía eso, tome su escaneada de los pies a la cabeza, muy linda, y, además, tenía una silueta bien bacana. Se devolvió un par de veces por las carpetas a sacar hojas y a fotocopiarlas, mientras tanto yo la miraba disimuladamente y cada vez me fascinaba más. Cuando terminó esa labor, se fue al fondo de la oficina y no la volví a ver, entonces me dije: “Si me sale este camello, le caigo de una a esa nena”.

La entrevista salió bien y me dieron el puesto, salí de la oficina del nuevo jefe y me dirigí a talento humano a recibir las indicaciones para la vinculación laboral. Cuando llegué a esa dependencia… “Huy zonas, sopas”, ahí estaba la monita gomelita, pero era bien picada la pirobita, bonita pero picadita, paila. Después de recibir todas las instrucciones de la jefe de talento humano, salí de esa oficina con camello, pero con la desilusión de pensar que esa mona no me iba a dar ni la hora.

Días después, inicié a trabajar. Me hice el propósito de estar bien juicioso, de no cagarla con el trago. Me había servido mucho haber conocido a Yulihet para controlar algo el tema del alcohol, por lo menos para evitar llegar enguayabado a camellar. Yulihet me decía que yo valía mucho como persona y como profesional, y me dijo algo que significó mucho para mí: que me valorara, que entendiera la dimensión de eso, que el día que me valorara realmente iba a mejorar en todos los aspectos de mi vida. Las cosas iban bien y mejorando con Yulihet.

Dejé de tomar entre semana y empecé a bajarle a la rumba, sólo me tomaba mis copas los sábados y poquito, porque me empezó a gustar no llegar maluco los lunes a trabajar y hasta me empecé a sentir mejor de salud. Por supuesto que no vi la luz ni me poseyó el espíritu santo, pero la rumba bajó mucho. Ya no extrañaba tanto a los vampiros de la fiesta, pero tampoco los olvidaba, de vez en cuando los invocaba y aparecían estos malparidos casposos. Y siguen apareciendo hoy en día a mis 47 años, pues esta lucha contra el alcohol, contra las ganas de conocer hembritas y contra las ganas de tirarlo todo a la mierda es de todos los días, esta guerra interna diaria no ha terminado y nunca acabará.

Respecto a la mona, preferí echarle tierrita a ese tema, esa nena ni volteaba a verme. No existía para ella, hasta una mañana que entró a mi oficina y me saludó. 

—Hola, qué tal. Me llamo Adriana, soy de seguridad industrial, del plan de prevención de accidentes laborales. —Estaba hecha una mamasota, yo creo que se me notaba lo mucho que me gustaba.

—Hola, Adriana, mucho gusto, soy Juan Carlos, el nuevo jefe jurídico. 

—Ni tan nuevo, ya casi va a completar el mes y aún no ha diligenciado varios formatos de seguridad industrial. —Me brindó la respectiva información, me dejó la documentación a diligenciar y se fue, ni se despidió, solamente dijo que pasaba por esa información a las 4 de la tarde.

A mí se me olvidó hacer esa pendejada y además estaba muy ocupado coordinando una conciliación laboral con unos extrabajadores ubicados en Yopal, por lo que cuando Adriana ingresó a mi oficina a las 4 pm en punto, le dije que me esperara un momento mientras terminaba de hablar con la inspectora de trabajó de Yopal, y a la par que hablaba por teléfono diligencié los formatos. “Pum, tome pa que lleve, mona picada”. Pero ella, en lugar de enojarse, se empezó a reír y habló mirando hacia el techo:

 —Estos abogados son la embarrada. —Me quitó las hojas y saliendo de la oficina me dijo—: Yo termino de llenarlas. Mañana paso para que me dé una información sobre riesgos profesionales.

Al día siguiente entró a mi oficina y me pidió la información de la ARP y saliendo me indicó:

—Mañana paso para que me informe cómo es el tema del COPASO. 

Así fue, al día siguiente,  saliendo de la oficina me dijo:

—Mañana paso para que me indique jurídicamente cómo es el tema del reglamento de higiene y seguridad industrial.

 Y así fueron otros dos días más, hasta que un viernes, después de darle la información de algún tema, me reclamó: 

—Oiga, Dr. López, ¿es que a usted nunca se le va ocurrir invitarme a almorzar?

No fuimos solos a almorzar ese medio día. Ella me dijo que íbamos con el grupo con el que ella salía. Y como Dios los hace y el diablo los junta, pues paila, era el grupo de los vagos de la empresa. Qué vaina. Además de almorzar, también empecé a ir a rumbear con ellos los viernes en la noche. Sigue girando la ruleta de la vida.

En esas salidas a bailar, empezamos a botarnos los puntos o las miradas con Adriana. Ella me coqueteaba, pero de una me frenaba diciéndome que yo tenía novia: “¿Y Yulihet qué?”. Le respondía que con Yulihet no éramos novios, que sí salíamos, pero no era nada formal. Es decir, la verdad.

Yulihet se las empezó a pillar que algo estaba pasando, que los viernes me le perdía, que otra vez había vuelto al farro los viernes y que volví a llegar enguayabado a trabajar los sábados. Ella descubrió todo rápido. Eso le emputaba, hasta que una vez me dijo que ya no más, que dejáramos así, pues yo prefería la parranda, y que en últimas no teníamos nada en serio. Entonces que no más. Yo no era capaz de decirle que listo, que nos abriéramos, pero seguía en mi parranda de los viernes. Entonces la cuestión con Yulihet se bajoneó resto. No nos abrimos, pero sí nos distanciamos algo.

Después de tantos viernes de rumba, terminamos besándonos con Adriana. Lo cual fue prácticamente una proeza para mí, pues de verdad que me atraía bastante su forma de ser, su inteligencia y seriedad en su desempeño laboral, bien pila en su profesión de ingeniería industrial, y su estilo de vestirse toda bien gomela con ropa de moda. Todo eso me tramaba toneladas, además era joven y hermosa. 

También fue una hazaña que nos besaramos porque esa nena era una caspista, bien terrible, salía con sus vainas que a la final me hacían reír. Una vez me dijo: “López, ya me mamé de estar acá, ya no quiero tomar ni bailar más, vámonos para mi casa”. Ya ambos estábamos prendos, salimos del sitio y nos fuimos a la carrera novena con calle 72 por un taxi. Nos paró un “amarillito”, yo como buen caballero le abrí la puerta, ella se subió primero, cerró la puerta y me hizo pistola con el dedo. Pailas, me dejó en la calle tirado y mamando a las dos de la mañana. 

Otras veces me dejó plantado en la carrera 13 con calle 65, un par de sábados que me sacó el cuerpo después de haber quedado en ir a almorzar al salir de trabajar. Simplemente no llegaba, me llamaba al celu diciéndome que le había dado pereza, que para después. El caso es que la nena era así de cambiante, a veces bien conmigo y después una total mierda, entonces decidí no insistir ni molestar más ahí.

De esa empresa de vigilancia me retiré como al año. De Adriana no supe nada más, qué embarrada. A mí esa gomelita me gustaba montones. Cuando me botaba los puntos y me coqueteaba, me daba tres vueltas la cabeza, me volvía loco. En últimas, también me encantaba lo casposa que era y su buen sentido del humor.

En todo caso, en ese momento yo pensaba que por las embarradas que ella me había hecho, como la de dejarme plantado esperándola para invitarla a almorzar, quizás no convenía seguir con ese rollo. Otro aspecto por el cual creí que era mejor no seguir insistiendo, era que ella tenía 23 años y yo 31, aunque en realidad eso me hubiese valido muy poco de haber tenido algo serio con ella. O sea, me gustaba tanto que a pesar de las embarradas que me hizo y del tema de la edad, creo que el rollo de “open mind” que teníamos con Yulieth en esa época seguro se hubiera terminado para cuadrarme con la mona gomela. 

Renuncié a la empresa de vigilancia porque me salió otro trabajo en una que se dedicaba a la actividad de asistencia legal, parecida a la que realizaba en donde me habían echado por borracho y mentiroso. Llegué a dirigir el tema jurídico en accidentes de tránsito. Laboralmente me fue muy bien, el salario no estaba mal y la experiencia que tenía me sirvió para organizar y coordinar, desde cero, a un grupo de abogadas y abogados jóvenes, recién graduados, que asistirían presencialmente o “in situ” a los clientes de una aseguradora en los casos de accidentes de tránsito sin heridos ni muertos, es decir los “choques simples”, y en las audiencias de conciliación respecto a los daños de los vehículos o de “latas”, en el argot de ese campo. 

Una vez se inició la implementación del servicio, nos fue muy bien, la aseguradora estaba complacida con mi trabajo y todos contentos, bacano. Yo estaba muy orgulloso de mí porque desde el primer día que empecé a trabajar ahí me hice el propósito de no tomar ni vagar, y lo cumplí. En esa nueva empresa me porté muy bien: nunca llegué enguayabado.

Pero volvió a jugar la ruleta de la vida. “Qué vaina, ala”. La ruleta empezó a girar cuando iniciamos a flirtear con una integrante del área administrativa. Las cosas se fueron dando poco a poco con ella. Íbamos a almorzar en grupo fuera de la oficina, o a veces en la cafetería de la empresa cuando llevábamos la comida en “coca”, y aprovechabamos para hablar y conocernos más. Ella era soltera y yo le conté sobre la relación abierta que tenía con Yulieth. En las noches hablábamos carreta por celular hasta que nos vencía el sueño y el gusto mutuo fue “in crescendo”. El coqueteo era a escondidas porque en la empresa no estaban permitidas las relaciones afectivas entre los trabajadores, pero ese riesgo constante creo que fue el ingrediente picante que a los dos nos sirvió para atraernos más. Recuerden que a veces lo prohibido nos genera cierto gusto, fetiche o morbo.

Nos sentíamos muy atraídos el uno por el otro, sin embargo, ninguno se atrevía a dar el paso siguiente. Una tarde de viernes los abogados a mi cargo organizaron una reunión para celebrar los cumpleaños de varios. A ellos desde el principio les dije que en horas laborables estaba prohibido hacer celebraciones y planear salidas a bailar después del trabajo. Pero la juventud es la juventud y los pelados salían a farrear fuera del horario laboral, lo cual ya se salía de mi control. 

Entonces, a pesar de esas restricciones, dos de ellos me invitaron a la reunión que iban a hacer en un bar cerca de la oficina, para cantar los cumpleaños, compartir un ponqué y bailar un rato. Fue la primera y última vez que me invitaron. De entrada les dije que no, pero ellos insistieron. Para convencerme me dijeron que también iban a ir personas del área administrativa y ahí fue cuando me animé y les dije que listo, pero que solo iba para que no me insistieran más. Sí, cómo no moñito, ja.

Cuando llegamos al bar, ya estaban los del área administrativa, inclusive la hembrita en cuestión. Después de partir la torta y al cabo de un par de horas la gente se empezó a ir. Yo no tomé esa noche,  pero sí fui con los que se pusieron de acuerdo para seguirla en otro bar, incluyendo la “beibi”. Pegamos a un sitio de rumba vallenata y me puse a bailar con la nena, pero como no podíamos amazizarnos, ni mucho menos besarnos en presencia de personas del trabajo, acordamos irnos de ahí, con el pretexto de compartir el taxi, ya que las casas donde cada uno vivía quedaban en la misma ruta. Dejamos el sitio vallenato y nos pusimos a caminar por la séptima desde la calle 50 hacia el norte. Ella se sujetó de mi brazo izquierdo y yo de una la tomé de la mano y nos besamos. Seguimos caminando y, al llegar a la séptima con calle 63, le propuse ir a uno de los moteles de la Avenida Caracas, me dijo que sí y estuvimos allá hasta el día siguiente al mediodía. Salimos, fuimos a almorzar, la acompañé al transmilenio y salí para el apartamento a descansar, ya que la noche anterior, a pesar de que no hubo trago ni cigarrillo, sí trasnoché.

De ahí en adelante empezamos a salir más seguido con ella, nos gustaba ir al cine aprovechando que había uno cerca al trabajo. Todo iba bien, relajado, hasta que una noche que salimos de ver una película y preciso la sapa de la oficina nos vio de frente caminando tomados de la mano. Paila, qué cagada. Apenas la pirobita se las pilló nos abordó y nos saludó: “Hola, doctor López. Hola, compañerita”. Luego, despidiéndose nos dijo, con una sonrisa socarrona: “chao, que estén bien”. Malparida.

Como a los diez días de esa pillada tan pendeja, me llamó el gerente administrativo, me indicó que me esperaba en la oficina de él a las 2 de la tarde. A esa hora llegué y para resumir el asunto, la gonorrea esa me comunicó que se habían enterado de mi relación afectiva con la persona del área administrativa y que nos iban a echar a los dos por esa causa, a menos, oigan bien, de que yo firmara mi carta de renuncia voluntaria y así no la echaban a ella. Perro triplehijueputa, además todo picado el malparido.

Yo firmé esa mieda de carta de renuncia y procedí a la entrega del puesto. Cuando les conté a las y los abogados que estaban a mi cargo que ya no seguía trabajando, todos se sorprendieron y algunos se pusieron tristes, hasta lloraron. Me dijeron que yo había sido buen jefe con ellos y que habían aprendido mucho de mí, tanto de temas jurídicos como laborales. Les agradecí, les dije unas palabras en el sentido de echar para adelante, que pa’ las que sea y que para atrás ni para tomar impulso. Me despedí y me abrí de la oficina como a las ocho de la noche, después de entregar el puesto, dejando todo listo y organizado. Antes de salir de ahí, recuerdo muy bien que cada uno de los abogados y abogadas que estuvieron a mi cargo me abrazaron y me expresaron su afecto. Todos menos una: la sapa remalparida que nos pilló a la salida del cine. 

El día que fui a esa empresa por mi cheque de liquidación del contrato, me di cuenta de que la nena con la que tuve el cuento todavía trabajaba ahí; pero no me saludó, ni siquiera me  miró, lo cual es entendible. Yo me quedé nuevamente sin camello y nunca más volví a hablar con ella.   

Para esa época la relación con Yulieth no iba bien por las cosas que yo hacía, entonces decidí tomarla en serio. Una tarde la llamé y le dije que nos viéramos en la calle 76 con Caracas. Mi objetivo en esa reunión era decirle a Yulieth que le dieramos un nuevo rumbo a nuestra relación, siendo novios oficiales a partir de esa noche, dejando a un lado toda esa carreta del “open mind”. Nos encontramos a las siete de la noche. Ella estaba resuelta a no seguir conmigo. Únicamente le dije: “Por favor, no me saque el culo, hagámosle, cuadremonos, seamos novios, vamos pa’ adelante”. Y así fue. 

Retomé el propósito de no tomar y de dejar el vacile con las hembritas. Las cosas empezaron a ir bien con Yulihet. Tanto que decidimos irnos a vivir juntitos los dos cerquita de Dios, o más bien en Cota, pues allí le quedaba más fácil y rápido llegar a Suba, donde trabajaba. Pero en esa ocasión le quedé mal a Yulihet, no fui capaz de salir de mi casa, del apartamento de mi mamá, y la dejé embalada pagando sola el arriendo.

Por supuesto que Yulihet se puso muy brava conmigo por hacerle eso, pero es que salir del “Hotel Mama” es muy complicado, o por lo menos así fue para mí en esa época. Pues, por la vagancia, mi patrimonio era mínimo o nada: apenas la ropa, un par de guitarras, unos CDs, libros y unos pocos ahorros. 

Yulieth apenas vivió en Cota unos cuantos meses, por supuesto yo iba a hacerle la visita los fines de semana y yo veía que ella, a pesar de mi embarrada, estaba contenta por haber dado el paso de salir de la casa de sus padres. Definitivamente una guerrera, todo eso hacía que me gustara y la admirara cada vez más. Entonces un día le dije seriamente y, esta vez de verdad, que ya estaba decidido a vivir con ella. En esa ocasión sí fui serio y le cumplí. 

No empezamos a convivir en Cota, pues ella había mandado a construir un apartamento en el segundo piso de una casa ubicada en Mosquera, y nos pusimos de acuerdo en pasarnos allá en plena obra para que ella no siguiera pagando arriendo. Yo la acompañé a hacer el trasteo de sus corotos y unos días después llegué con mis libros y ropa.            

Ya era el momento para mí de no joder más en la vida con el trago,  las hembritas y los vampiros de la fiesta. Ya era el tiempo de valorar y amar realmente a Yulihet. Por lo tanto, en septiembre de 2007 tomé la firme y sincera decisión de irme a vivir a Mosquera con ella, bajo el mismo techo en construcción y después de haberle sacado el cuatro letras en Cota, pues como ya les dije, en ese momento no fui capaz de dar el salto de salir de la casa de mi mamá y le salí a Yulis con un chorro de babas. Ese paso también yo lo debía dar y decidí retirar mis cachivaches de mi casa materna.

La tarde que llegué al apartamento de mi mamá a sacar mis cosas, ella estaba ahí, la saludé y le comenté que ya había alquilado una camioneta para llevar mis corotos a Mosquera y que me iba a vivir con Yulihet. Ella se quedó mirándome como con cara de “sí cómo no, tan huevón, ya le creí”. Salió del apartamento como a las 5 p.m. a hacer unas compras en un Carulla cercano, yo mientras tanto seguía empacando mis cosillas. Mi mamá regresó como a las 7 p.m. y noté que se sorprendió cuando vio que ya tenía todo listo. Al rato, me dijo que pasara buena noche y se fue a dormir. Yo, como siempre en esa época, me quedé viendo televisión en el sofá café que mi mamá había comprado en el año 1987, cuando ya tuvimos la oportunidad de dejar de vivir en piezas o cuartos en casa de inquilinatos y mi mamá pudo arrendar un apartamento en el barrio Santa Cecilia, cerca de Villa Luz.

Seguí viendo televisión acostado en el sofá. Cuando tipo 11 de la noche, mi mamá salió de su habitación y me dijo: “Mire, Juan Carlos … (ella con cariño solo me dice Carlos o Mijo, cuando está seria o brava me dice Juan Carlos), yo sé que se tiene que ir, que ya tiene que salir de debajo de mis naguas, porque así es la vida, pero no se imagina el dolor que eso me da.  Llévese todo lo que necesite, pero deje un par de mudas de ropa y la guitarra eléctrica”.

Y lloró, no a grito herido, pero sí lloró. Eso a mí me conmovió, y me causó mucha tristeza saber que salía de su protección y amparo después de 31 años y que ella iba a estar sola. Qué dolor tan hijueputa, pero ella, tan sabia como siempre, tenía razón, ya era hora de enfrentar la vida y al mundo. Hasta ahora aún no sé por qué no me dejó sacar la guitarra eléctrica, que ahí sigue dentro del closet del cuarto de ella.     

Al día siguiente, llegué a Mosquera con mi pequeño trasteo, me amarré bien los pantalones y, como ya les dije, me hice el compromiso de dejar la vagancia. De esa manera, inició la unión marital de hecho entre Yulis y Juan k.  Empezamos a echar para adelante. Yo dejé de tomar bastante y también me hice el propósito de mejorar el trato con mi mamá y mi hermana.

Inclusive empecé a acompañar más a mi mamá, tanto que el día de velitas del año 2007, en lugar de estar tomando con los vampiros de la fiesta, fui con mi mamá a Ricaurte, un pueblito muy caluroso. Allí estuvimos casi todo el día. Yo estaba muy animado porque con Yulihet habíamos logrado comprar unos muebles y enseres que nos estaban haciendo falta en la casa y porque mi mamá nos ayudó económicamente con una parte para hacer la compra. 

Como a las 4 de la tarde de ese 7 de diciembre, y antes de regresar a Mosquera, pues con Yulihet también encenderíamos las velitas, estaba en el carro esperando a que mi mamá se despidiera de unos vecinos cuando me sonó el celular y contesté: 

—Aló.

—Hola, López, lo extrañé y quería escucharlo. —Era Adriana.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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