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Una heroína de carne y hueso

Por Johanna Bazurto

Son las cinco de la mañana. En la casa de la tía la oscuridad es espesa e imperturbable, porque el ranchito se encuentra metido entre las montañas y es el único vestigio de humanidad que hay en kilómetros a la redonda, en esas hectáreas de terreno baldío y naturaleza.

Los días de la tía empiezan a esa hora. Cuando tiene gas en la pipeta, enciende la estufa y se prepara un tinto, esa costumbre la heredó de mis abuelos y es el único vicio, dice ella, que no ha podido corregir. Cuando el gas se acaba, se prepara el tinto y todas las comidas en un fogón de leña que tiene detrás de la cocina y que evita prender, porque ya no hay leña cerca, y con sus malestares, le cuesta traer palos secos hasta la casa para luego picarlos con el hacha, y que así quepan en el fogoncito improvisado.

Mientras se toma el tinto, se sienta en una butaca frente al patio y mira fijamente hacia las montañas que quedan por el lado occidental de la casa. Ese ritual lo repite cada día hasta casi las seis de la mañana o hasta que se asoma el sol y el día reemplaza la noche. Para la tía, que es una mujer más buena que el pan, esa es su recompensa diaria, es su premio y la vitamina que la recarga para iniciar sus largos días de labores de campo, que de por sí, son muy pesadas para una mujer de 69 años, así ella sea mi versión mejorada de la mujer maravilla.

La última vez que la visité, la acompañé a tomarse su tinto y me contagió de su emotivo agradecimiento por los amaneceres en esa primera fila de su patio. Ella se proclama privilegiada por tener esa vista cada mañana, porque puede admirar la creación de ese Dios en el que cree fielmente, y al que se aferra como un niño a la teta de mamá -¿mija  o dígame, usted en esa ciudad que vive puede admirar así la perfección de nuestro Señor?- me pregunta . Yo me termino el tinto con los ojos perdidos en el magenta del cielo que ilumina las flores del patio y hace que las gallinas empiecen a cacarear, los pajaritos se alboroten, los gatos merodeen cerca de nosotras y ella diga “¿Qué quiere de desayunar mija, porque me tengo que ir a recoger el cacao”.

Yo visito a la tía cuando estoy urgida de paz y equilibrio en mi vida desordenada. Pero de un tiempo para acá llego peor que cuando me fui, llena de culpas, de vergüenza conmigo, es como si me trajera todas las penas de la tía, al menos para mí lo son, porque para ella Dios le provee lo que necesita para vivir y debemos ser agradecidos. No sé cómo hace para ser tan mágica y vivir en un mundo paralelo que es tan real como les cuento, pero que solo me creerían si la visitarán en el cagadero ese donde vive, donde yo nací y del que pocos recuerdos gratos tengo.

Ella es la hija número ocho de 16 que tuvo mi abuela. En esa época era normal que las familias fueran numerosas. Nació y creció en la finca de mis difuntos abuelos, que ahora es territorio en guerra entre sus hermanos por la dichosa sucesión. A los quince años de edad mi abuela la mandó para Bogotá con una familia conocida de la región como empleada interna – como siempre, la tía aceptó con buena disposición -. La dejaban salir cada mes y, mientras fue menor de edad, la plata se la entregaban directamente a mi abuela. Cuando cumplió la mayoría de edad el pago de la mensualidad lo recibía ella, y cada mes bajaba a la finca como una mamá Noel cargada de regalos para los hermanos menores y para los abuelos. Mi mamá dice que ella siempre fue maternal, de hecho, a mi madre la crío prácticamente mi tía, pues mi abuela siempre estaba en dieta, pendiente de los trabajadores de la finca o solucionando los problemas en los que se metía mi abuelo los domingos cuando bajaba a gallos al pueblo.

Poco a poco fue aprendiendo a moverse en Bogotá. Trabajó en varias casas de familia con gente muy adinerada de donde se iba porque la humillaban, no le pagaban lo justo o no le daban comida – y eso sí, la tía es noble y respetuosa, pero es una mujer sin pelos en la lengua para exigir sus derechos y no dejarse maltratar de nadie -. Para ella la igualdad no es una utopía moderna, es un derecho de nacimiento que debemos honrar y que, seguramente a ella, le permite vivir en ese mundo bonito que habita. Así que de donde la maltrataban, iba de entrada por salida.

Conoció y trabajó con gente con la que entabló amistades sólidas. Llegaron a quererla tanto, al punto hacerla parte de su familia. Por ejemplo, un día me contó  que trabajo con un señor muy importante del gremio de las flores a quién su esposa había abandonado con un niño pequeño de tres años, el muchachito no hablaba, no comía y el pobre hombre, a pesar de pagar muy bien, no conseguía a alguien que satisficiera sus necesidades, pero sobre todo, las de su pequeño. Entonces, llegó la tía con su bondad arrolladora y en dos meses el muchachito comía, caminaba, tenía hábitos saludables y hasta soñaba. Porque quién no es capaz de soñar a su lado.

Lo cierto es que en esos ires y venires de su vida, desde Bogotá al cagadero, conoció a Don Bernardo – así le digo, porque desde que lo conocí para mí siempre fue Don -. En unos meses ella construyó una sólida relación epistolar con él que terminó en matrimonio, un viernes 6 de julio de 1976. Por don Bernardo la tía dejó el trabajo con el buen señor de las flores, que le lloró, le suplicó y hasta le triplicó el sueldo para que se quedara con ellos, pero ella ya había tomado su decisión – el día que me contó la historia sentí algo de nostalgia en sus palabras, porque el señor le dijo que cuando quisiera regresar iba a estar esperándola, y tal vez, con tantos acontecimientos tristes, ella algún día quiso volver. Pero ese es un secreto que no querrá compartir -. A mí  me gustaría juntar algún día  a todas las personas que ella ha tocado con su magia para que la visitarán, pues ella dice que nadie diferente de mi mamá  y yo la visitamos, y que la gente de afuera siempre la alegra con su presencia y sus historias.

Con Don Bernardo Reyes tuvo cuatro hijos, tres mujeres y un hombre, y se fue a vivir con él en la finca familiar. Los Reyes eran personas desagradables, que se ufanaban de ser descendientes de los reyes de España. La mamá de don Bernardo siempre estuvo en desacuerdo con que mi tía fuera la esposa de su hijo, porque ella era una muchacha de familia campesina. Él fue el primer y único hombre en su vida, se acompañaron durante 38 años, hasta que él enfermó y se volvió un hijo más que la tía debía cuidar, junto a sus dos hijas menores. Resulta que a las dos hijas menores un día les dio una fiebre tan alta, y ellos en ese pueblo tan lejos de todo, que no las llevaron al hospital. Así que a las dos las atacó la meningitis y la tía se dedicó a criarlas como si tuvieran once años para siempre.

Don Bernardo nunca fue un hombre de trabajos de campo, así que cuando murieron sus padres, la tía se puso al frente de la finca. Pero entre la enfermedad de las muchachas, y después la de él, se le fue yendo la juventud. La voz de doña para dirigir, la ligereza de los pies para andar entre la lejanía de la finca, el municipio y la ciudad, llevándolos a citas médicas y trayéndoles medicamentos; apenas le permitía estar al frente de la casa, por lo que el resto de la finca se fue enrastrojando. La tierra por esos lados se desliza mucho y los caminos reales se perdieron, los mangales se llenaron de gusanos y poco a poco la casa fue quedando en la mitad de las montañas, lejos de los vecinos, de la civilización,  del gobierno y del corre-corre  de la gente, dice ella, siempre viendo el vaso medio lleno.

Cuando la plata empezó a acabarse y la tierra a secarse, ella se puso a hacer envueltos para vender en el pueblo más cercano – cada vez que pienso en los envueltos que hace la tía se me llena la boca de agua, porque son los envueltos más ricos del mundo, llenos de queso, a veces les pone bocadillo, los envuelve en hojas de plátano pasadas por el fogón y de verdad que ni mamá le da al tobillo a mi tía con el sabor de esos envueltos, que por supuesto, si son hechos por ella, también llevan mucho amor-.

Todos los sábados una de las hijas se iba al pueblo, a las seis de la mañana, con un canasto lleno de envueltos y, sobre las dos de la tarde, ya estaba en la casa con el canasto vacío. En la venta de envueltos duró al menos dos años, pero cuando empezó el alza de precios en el maíz, el queso y la leña, se fueron acabando alrededor de la casa. Hubo que subirles el precio, como en este país es moda ponerle precio al trabajo ajeno, la gente del pueblo quería seguir pagándolos a como a ellos les parecía. Entonces en la casa empezaron a comer envuelto al desayuno, al almuerzo y a la comida, y la tía dejó de hacerlos y se fue a trabajar en oficios varios a la huerta de don Javier, que era de los pocos lugares prósperos que quedaban por esos lados del municipio.

Uno se cansaba de solo verla cuando iba a visitarla, nos atendía con una dedicación de enamorada que ni para qué entrar en detalles, dejaba el almuerzo hecho en la casa, a don Bernardo bañado, organizado y alimentado, porque para ese entonces la enfermedad ya lo había vuelto un niño inconsciente de dos años al que había que bañar, cambiar y alimentar – las que somos madres sabemos lo agotador de esa tarea -. A las muchachas les daba indicaciones para que no dejaran morir las gallinas de hambre ni secar el jardín de alrededor de la casa, y sobre las siete de la mañana, se iba a la huerta.  Allá cocinaba, lavaba, planchaba y le quedaba tiempo para hablarle  de Dios a la señora de la casa. Regresaba casi a las 6:30 de la tarde, porque de la huerta a la casa, a pie por la carretera, es casi media hora caminando pausadamente. Para ese entonces la tía ya pasaba los cincuenta años y el cansancio de la edad la había alcanzado ya hace meses.

Don Bernardo cada día empeoraba, las muchachas con su leve retraso aprendieron a sacar provecho de su condición para volverse más inútiles y no colaborar con los quehaceres de la casa, y la tía debía sacar permiso tras permiso en la huerta, además de que el cansancio se le notaba a simple vista. Un día la señora de la huerta le dijo que mejor ya no fuera a diario, sino que ellos la llamaban cada vez que la necesitaran. Como se imaginarán, no la volvieron a llamar, y entonces la pobre tía tuvo que poner la marcha el plan R, me imagino yo, porque ya estaba cerca de acabársele el abecedario armando planes para sobrevivir.

Don Bernardo falleció – y no es que me alegre, pero el viejito era el trabajo más pesado para ella -, lo lloró como llora uno cuando le rompen el corazón la primera vez, pero así mismo, a la semana, se levantó con la fuerza que solo ella tiene y se puso al frente de su vida y de las muchachas, porque de recuerdos no se vive, dice ella.

Ya no había finca, ni envueltos, ni la huerta de don Javier. Entonces, la tía con azadón en mano y botas de caucho se puso a limpiar el pedazo de tierra alrededor de la casa. Abonó los naranjos y los mandarinos, desyerbó el rastrojo del café y lo fumigó, sembró cacao, sembró yuca, hizo un corral gigante y encerró las gallinas para que no le dañaran la mini huerta. Habló con algunos vecinos cercanos para que le vendieran plátano y lo que tuvieran en cosecha a buen precio, y empezó a irse al casco urbano del municipio todos los sábados. Buscó un lugar en el parque principal, se llevó una de esas sillas armables que yo le regalé, y empezó a vender comida los fines de semana en un minimercado campesino que permitió la alcaldía.

De eso se ha mantenido los últimos años. Yo no entiendo como le alcanza la plata para comer, comprar el gas, el mercado, ropa y las cosas que se van necesitando para ella y las dos muchachas, pero ella la hace rendir. En el puesto del mercado a veces la reemplaza una de las hijas, porque a ella el reumatismo la tiene invadida y la caminada desde la casa hasta la carretera donde pasa el único transporte para el pueblo, la deja exhausta. Además, no es cualquier camino, es un camino empedrado y liso especialmente en la mañana en el que la suela de los zapatos resbala como caminando sobre jabón.

Ella, sin embargo, baja con calma a esperar el bus, va a la iglesia, hace el mercado y se devuelve llena de maletas desde el pueblo. La hija que siempre está en la casa sale a esperarla a la orilla de la carretera, y suben todo hasta un matorralito a mitad del camino, donde esconden las cosas bajo un plástico negro del que hacen al menos unos tres viajes hasta que llevan todo a la casa.

Cualquiera que lea pensará “pobre señora, qué vida tan terrible” pero para la tía no es así. Ella siempre sonríe, tiene un tono de voz pausado, diáfano y consistente, jamás se autocompadece y siempre está agradecida por cada amanecer, por vivir como vive y tener lo que tiene. Es un contraste que se sale de mi entendimiento; es increíble y no solo lo pienso yo, he ido con algunos amigos a verla y ellos coinciden en que allá uno se recarga, se olvida de los problemas, se reinicia y se devuelve sintiéndose miserable por ver la vida dura que lleva la tía y que, para un citadino como nosotros es aterradora, pero para ella es un regalo de Dios que se disfruta al diez mil por ciento.

La magia se siente desde que se llega a la zona urbana del municipio y se coge carretera adentro. Hacia la finca, todo va cambiando: se pierde la señal del celular, se borra la contaminación visual, se apagan los ruidos de la ciudad. La paleta de colores del camino es verde, amarillo, ocre y naranja. Los escasos ranchitos a la orilla de la carretera son como de otra época, artesanales, con humo saliendo de los techos, hay olor a leña y a río. Solo se escuchan pájaros, grillos y chicharras tostándose por el sol. Cuando finalmente se llega al cagadero, es como llegar a un caserío abandonado, las calles viejas y ajadas están vacías, las casas cerradas, uno que otro curioso se asoma por las rendijas de las ventanas para poder tener tema de conversación al día siguiente. Y es que un citadino en ese pueblo del olvido es todo un acontecimiento. A unos doce minutos, carretera arriba, está la entrada a la finca por entre una montañita, un camino apenas perceptible que lleva a la casa de la tía.

El carro hay que dejarlo literalmente abandonado, a la orilla de un camino que lleva a la casa del vecino más cercano, debajo de unos mandarinos, a la buena de Dios. Son casi otros diez minutos por un sendero estrecho de piedras, es oscuro por la abundancia de árboles viejos y frondosos, que no se pueden podar porque son como de unos treinta metros. Mientras uno camina por ahí, seguro piensa, ¿cómo hay gente que aún vive así? El terreno casi siempre está húmedo, pareciera el camino a un santuario. Finalmente, se divisa un portón verde oxidado y una casita de esas que pintan en los libros de cuentos de hadas, y ahí está la tía: con los ojos brillantes y una sonrisa contagiosa que hace que uno sienta que llegó al paraíso.

Siempre hay limonada fresca y fría o jugo de Arazá en agua – porque ella tiene naranjos y arazás alrededor de la casa – mantiene agua enfriando en las botellas de gaseosa recicladas que deja la gente de la cuidad que la visita. La nevera poco enfría, porque la luz allá llega a halones, hay semanas enteras que se va y tienen que alumbrarse con velas, además la nevera debe tener más años que la tía, tanto, que la puerta la sostienen con unas cuerdas amarradas alrededor, porque el caucho imantado hace mucho se desgastó.

La casa es fresca y huele a limpio, el piso es en baldosa de cemento, de esas que tenían figurillas abstractas, las paredes dan la sensación de que alguna vez fueron azules. Hay tres habitaciones con las camas perfectamente tendidas y todo emana una limpieza casi que de sala de cirugía. Todo huele especial, como si se le pudiera poner olor a la tranquilidad, tiene jardín sembrado en todas las ollas y trastes viejos que ha dejado de usar. Alrededor, solo hay montañas, nubes e inmensidad.

El agua llega por una manguera desde un nacedero que hay montaña arriba. Cuando se llena de hojas, es una prueba de vida subir a limpiarlo – una vez se me ocurrió ir a conocer, es tan aterrador, que no se puede subir caminando con  un pie al lado del otro, sino que lo correcto es hacerlo con un pie atrás del otro, por lo angosto del camino. Hay que agarrarse de lo que se pueda, y si uno se llega a resbalar, la rodada puede ser de al menos unos ochenta metros monte debajo, de los que tal vez uno no viva para contar el cuento –, eso sí, cuando finalmente se llega al nacedero de agua, el que no cree en Dios se antoja de creer. Es algo inefable, no sólo por la pureza, el olor y sabor del agua, sino por el horizonte que se vislumbra desde esa parte de la tierra. Uno se antoja de tocar la nubes y volar, de quedarse ahí  para siempre. En ese  momento vale la pena el vértigo y el susto tan intenso que se sufre para poder llegar. La tía, por supuesto, ya no puede subir, así que cuando llueve y se revuelve el nacedero, la tía le pide el favor a un hermano para que vaya y le ponga el agua.

En el ranchito la naturaleza tiene la batuta, el silencio es imperturbable, se escucha el aire acariciando los árboles, los pájaros se disputan el eco entre las montañas, el sol se proyecta sobre todo el rancho, el aire es tibio y aterciopelado, la paz se materializa y uno simplemente siente que la vida tiene sentido, y sin programarse se empieza a reiniciar, a recargar como si se inyectara dosis de felicidad.

En la casa solo hay tres aparatos eléctricos: la nevera, el televisor y una grabadora viejita que solo coge una emisora, a propósito, como si fuera pensada para ella, porque suena música de antaño y nunca hay un locutor. La licuadora se le dañó con tanto bajonazo de la luz, el televisor se quedó de adorno sobre una mesita vieja porque por más intentos y experimentos, nunca entró señal. Y de todas maneras a la tía le parece una pérdida de tiempo sentarse en frente de un aparato a ver “pendejadas” que nada aportan, dice ella.

Es como si en ese rancho no existiera el tiempo, no hay un solo reloj. La tía tiene el reloj biológico bien sincronizado. Son un poco más de doce horas de extenuante trabajo de campo, sin espacio para preocupaciones banales y mundanas. Vivir su rutina como espectador o como actor, al menos un día, equivale a innumerables dosis de paz, pero también de culpa.

Conocer a la tía irremediablemente sugiere a una introspección profunda y una necesidad de querer cambiar el mundo, al menos el de ella, así ahí no haya nada para cambiar sino para aprender.

A mí me llena de nostalgia verla envejecer con la certeza de que pronto su cuerpo no seguirá el ritmo de su mente, verla vivir un viacrucis diario para suplir las necesidades básicas y saber que no hay quién cuide de ella como ella cuida de todos, pues dudo mucho que alguien pueda persuadirla de salir de su rancho a un lugar más fácil a terminar su vejez, no sólo por su profunda abnegación al campo, sino porque quién la va recibir con sus muchachas, que solo son especiales para ella.

Me limito a visitarla con más frecuencia  porque  veo que le está pesando la soledad, le ayudo con cosas en la medida en que mi bolsillo me lo permite, invito a amigos a visitarla para que ella se deleite con  sus historias y nunca habiendo hecho una, me obligué a escribir esta crónica  en su honor, es mi forma de inmortalizarla, de honrarla y de permitir que unas cuantas personas más se enteren que en esta tierra existe un ser humano  excepcional, que le devuelve a uno la gratitud por la vida y le enseña que más allá de nuestra burbuja de drama, hay heroínas de carne y hueso que nos salvan, sin proponérselo y sin reconocimiento alguno.

*Fotografías aportadas por la autora.

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