LiteraturaReflexiones

La cortina

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Estoy una vez más acá, luchando contra mis demonios, contra mis tristezas, contra mi falta de inspiración que quedó sepultada en una avalancha de lágrimas y restos de pasado. Quisiera escribir alguna historia, pero no es mucha vida la que se ve con las cortinas cerradas. Desde hace tiempo estoy peleado con las letras, como me ha pasado antes. Pero antes las enfrentaba, las sometía si era necesario o conciliaba con ellas algún momento de paz por cualquier pedazo de párrafo. Ahora parece que les huyo.

Mi pensamiento se ha vuelto frágil y difuso, son apenas espasmos de oraciones buscando algún sentido, como los latidos o las respiraciones, que están ahí solo para mantenernos vivos, pero que no dependen de la consciencia. La pantalla me aterra y los dedos se me entumecen mientras tecleo acá cualquier cosa, como para sentir que aún hay universo adentro o afuera, como retando a las letras para que me hablen. ¡Malditas sean! al menos mírenme.

Escucho golpes secos en el parque que queda al pie de mi casa. Gritos entrecortados, quedos. Corro la cortina con disimulo y veo a un entrenador animando a un muchacho enclenque para que le pegue con sus guantes a unas almohadillas que lleva en sus manos. El muchacho se esfuerza. No sé en qué está pensando pero golpea con rabia, con fuerza, y el entrenador lo anima a hacerlo así, como si la rabia fuera el motor para que lo haga mejor. Algo está recordando ese chico, esas almohadillas en su imaginación son más que simple espuma. Ahora está exhausto. Se sentó. El entrenador lo mira con pesar y se ríe de él (o con él, no lo sé).

Vuelvo a cerrar las cortinas que son lo suficientemente livianas para no tener que encender la luz. Me concentro de nuevo en este texto que ya va por el tercer párrafo de diatribas. De fondo vuelven los golpes, las indicaciones del entrenador, los gemidos del muchacho mientras azota a sus propios demonios convertidos en almohadillas. Mientras tanto, yo azoto estas teclas, como si fueran mis propios tormentos.

Antes, la tristeza me inspiraba, me arrojaba en el pasto húmedo de cualquier parque o de cualquier potrero para que mirara hacia el cielo buscando entre las nubes o las estrellas las palabras que describieran mejor lo que sentía, mientras exhalaba suspiros profundos. Ahora la tristeza me paraliza, me encierra, me aísla, y los suspiros se vuelven sollozos, deambulo entre las paredes de mi casa como alma en pena.

Sí, me cuesta escribir. Me cuesta mucho. Me agobia organizar las palabras de manera más o menos coherente. Y me desalienta ir tirando frases de cualquier manera como quien solo está corriendo el desorden de un lugar a otro, sin ordenar nada. Los borradores se van acumulando entre principios confusos que no van para ninguna parte, dos o tres ideas deshilvanadas que se quedan estancadas en un charco de babas.

Siento el peloteo de un balón y vuelvo a correr un poco la cortina para observar por una rendija. Veo a otro chico apuntándole con su pelota a la canasta de básquet. Soy el voyeur del parque, mirando a la gente común en su cotidianidad de domingo. No se quita el tapabocas, aunque está solo y no hay nadie cerca. Celebra cada canasta como si hubiese público a su alrededor. Parece que en su mente se bate a muerte en un clásico de la NBA.

Una mamá acaba de llegar con su pequeño y tendió un mantel sobre el pasto. Los vecinos van sacando a sus perros. Veo que el chico que jugaba básquet se acomodó el tapabocas y se fue. Parece evitar la gente, como yo.

La mañana se me va entre la pantalla y la ventana. Hago esfuerzos sobrehumanos para mantener la coherencia en estas frases que se sostienen como platos de malabarista chino. Trato de reconciliarme con las palabras y con el idioma para que me lleguen a la cabeza las ideas que necesito para no desfallecer. No sé cómo estará saliendo esto, pero no me importa. Al menos ahora veo la pantalla llena. Eso es algo.

Estoy más cansado que el muchacho que le pegaba a las almohadillas. He liberado también mi rabia. He apuntado a la canasta sin éxito en todos estos párrafos, pero no importa, nadie me ve. He hecho lo que he podido, he escrito con lo poco que me ha llegado detrás de la cortina. Quizá sea mejor llevar mi tristeza a la calle y esconderla detrás de un libro mientras parece que lo leo. Quizá estando más cerca de esas historias sin la ventana en medio llegue la inspiración que me ha sido tan esquiva porque también me ha dejado encerrado y solo.

No sé. No sé nada. Solo sé que tengo que salir de este encierro así sea arrastrando conmigo a mis demonios. Voy por mi libro encubridor para ver qué pasa en ese parque que me invita a llenar una banca con sus sonidos y sus historias. Voy a confiar una vez más en el aire, en el pasto y en las nubes. Voy a salir de mi caparazón por un momento para ver qué pasa. Quizá mañana me anime a ir a un café. Quizá por fin entienda que hay más mundo detrás de mis cortinas. Quizá. No sé. No sé nada. Solo sé que voy a salir.

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