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Un pedacito de la selva en mí, un pedacito de mí en la selva

Por Adriana María Cañón Domínguez

Una vez que has estado en la selva, parte de ese lugar se queda para siempre en ti. No puedo evitar que la melancolía se refleje en mi mirada, viví la selva en la dualidad de su belleza y destrucción, llevándome a explorar partes de mi ser que antes desconocía y a ser más consciente de la forma en que me relaciono con lo que me rodea. La selva tiene magia, un espíritu invisible que nos habla, su eco se replica en el paisaje; la vida y la muerte se manifestaron en mi paso por ese lugar. «Has vuelto distinta, te veo ausente», me dijo mi madre, al encontrarme en uno de mis largos silencios en la madrugada sentada escribiendo en mi laptop, cubierta con mi ruana y tomando una taza de café. Le devolví una sonrisa, abrazándola le susurré: «He decidido escribir sobre mi viaje a la selva».

Agradezco a mi madre y a mis hijos que me brindaron su comprensión para hacer este viaje, después de cinco meses de encierro en un apartamento de cuarenta y nueve metros cuadrados, conviviendo día y noche con mi madre, mis dos hijos, dos sobrinos y mi hermana; la mayoría del tiempo creyendo como Sid el perezoso de la película La Era de Hielo que «vamos a morir», con la diferencia de que no fue un desastre natural inmediato el causante de la incertidumbre y el miedo; sino que fue un enemigo invisible, el coronavirus, el que limitó la vida, desestabilizó la cotidianidad y cambió las relaciones humanas.

Si bien es cierto que los seres humanos podemos vivir situaciones sorpresivas para las cuales casi nadie está preparado, la pandemia del COVID-19 representó para mí, y tal vez para muchos otros, un suceso que viene de repente, sacude y cambia la manera de percibir, apreciar y relacionarnos con el entorno. Aquellos que logramos sobrevivir, estamos llamados a rehacernos, a reinventarnos y sentir solidaridad por los menos favorecidos, pues siempre habrá formas tangibles o intangibles de ayudar y servir.

Mientras duró la cuarentena, fui alguien vital en mi núcleo familiar e intenté que todo marchara bien. Salía, como la mayoría de personas en ese tiempo, estrictamente a lo necesario, que en mi caso era hacer las compras, pagar algunas cuentas y reclamar los medicamentos de mi madre. En las tardes le daba clases a mis sobrinos y ayudaba a mis hijos con sus tareas. Para no caer en el aburrimiento y el tedio, jugábamos Monopoly, ajedrez, parqués o dominó, apostando de a doscientos o quinientos pesos para ponerle algo de emoción. En ocasiones dormir ayudaba, otras veces, con la intención de calmar la ansiedad, saltaba lazo o practicaba aeróbicos con mis sobrinos. Preparaba los alimentos, desde que aprendí a cocinar es algo que disfruto hacer, y realizaba los oficios de la casa. Hubo momentos en los que sentía tristeza, desesperanza, irritabilidad y lloré en la intimidad de mi cama, cobijada por la oscuridad; en un determinado momento opté por no ver noticias, que solo hablaban sobre el coronavirus, noticias que representaban una apología a la catástrofe y el pesimismo.

A mediados del mes de agosto del año 2020, al enterarme de que ya se podía viajar fuera de la ciudad de Bogotá, grité, lloré, salté, bailé y abracé mi madre, mis hijos y mis sobrinos, que ya están acostumbrados a mi efusividad. Los otros miembros de mi familia no podían viajar por distintos compromisos, mis hijos por sus clases virtuales y mi mamá por cuidar a sus nietos más pequeños, hijos de mi hermana, Milena. Después de sobrellevar el estrés del encierro, casi hacinamiento,  quedarme sin trabajo, tener que retractarme de la compra de mi apartamento propio y llevar una vida rutinaria; empacar un morral de mano, hacer una planeación de gastos para  un mes de ausencia (que terminaron convirtiéndose en cinco meses), disponer de algunos ahorros para los gastos de la casa y de mi familia (que dependen económicamente de mí)  fueron acciones que me salvaron de perder la cabeza. Sentía necesario y casi obligatorio escapar, tomarme un tiempo para mí, en todos mis años de vida no lo había hecho y tuvo que haber una pandemia en curso para decidirlo. Esta pandemia me hizo replantearme la existencia y darme cuenta de la fragilidad de la vida.

Partí el veinte de agosto de 2020 hacia la Sierra de la Macarena, en el departamento del Meta, a la finca de un tío materno. Ya había ido de vacaciones y me gusta el lugar, ahora territorio de paz y sustitución de cultivos. Los primeros veinte días me divertí cogiendo café, cerezándolo, secándolo, tostándolo y moliéndolo para al final disfrutar de ese elixir mañanero, que para muchas personas es un elixir a cualquier hora. La casa está situada en un lugar estratégico, una loma entre dos montañas, está hecha de tabla y teja de zinc, cuando llovía ese arrullo de la lluvia cayendo en el tejado me permitía dormir plácidamente. Al costado oriental hay dos palmeras de coco, las cuales la brisa mece, y ellas se dejan mecer. El clima es muy agradable, ni tan frío ni tan cálido, producto de esa serranía bonita que guarda tesoros, un río de siete colores y cascadas bellísimas. Desde allí se tiene una amplia vista de las montañas, seguidas por el valle, que finalmente se funde con la planicie. Se puede apreciar el río Guapaya, donde iba a nadar en las tardes, sus aguas cristalinas me daban confianza, pues lograba ver el fondo del río y las piedras de distintas formas y colores.

Generalmente, estaba con mi tío, lo acompañaba a revisar los cultivos, traer leña, recoger los aguacates y algunas pepas de chocolate. Él le dedica la mayor parte del tiempo a su cultivo de café, es un hombre tan sabio como prudente, al cual los años y su padre le heredaron la habilidad de construir casas en madera, desde pequeñas cabañas hasta grandes casas de hacienda, además de todos los secretos del monte; compartimos charlas amenas, me sentía tranquila. Él convive con su esposa y el hijo menor de cuatro que tiene.

A mediados de octubre, en una de esas charlas a la luz de la vela cuando la familia reposa de la jornada diaria, mi tío me propuso que lo acompañara a un viaje al que requería ir, pues lo habían contratado para construir una casa y marcar unos linderos; él me dijo que eran seis horas de camino desde donde estábamos, no tanto por la distancia, sino por el clima, las lluvias ya habían llegado y la trocha no se mostraba amable. El viaje iba a ser en carro hasta cierto punto y después en moto. Acepté por la aventura que se representaba en mi mente: era revivir en tiempo real las infancias de mis padres, significaba sobrevivir con condiciones mínimas, alejada de la tecnología, pues teníamos que estar incomunicados, no había luz ni tiendas cercanas; en tiempos del auge de la coca existían caseríos con negocios que movían la plata, los cuales ahora son pueblos fantasmas. Mi tío se aseguró de dejar cuadrados los obreros y trabajos que en su ausencia se debían realizar en su finca. Yo llamé a mi madre y a mis hijos para comentarles el asunto, mi madre, como buena madre, no estuvo tan de acuerdo, terminó cediendo, puesto que conoce a su hermano y sabe que él haría todo para que su hija estuviera segura.

Fue un largo viaje por carretera destapada en un campero, de esos que se ven viejos pero son resistentes. Pasamos por un pueblo llamado Piñalito, en el Meta, por uno de sus costados pasa el rio Guejar, mi tío dice que en el verano se hace una playa de arena finita, amarilla, donde se reúnen las familias a hacer paseo de olla o asados;  más arriba el río pasa por medio de rocas inmensas donde se forma el Cañón del Río Guejar, aguas cristalinas, buenos pozos para nadar; prometió llevarme algún día. Desde allí continuamos el viaje en moto, sobre el mediodía llegamos a un punto que se llama Puerto Chorizo, mi tío saludó al dueño de manera muy cercana, un señor como de sesenta años, el cual me dijo que llevaban siendo amigos desde hace más de cuatro décadas, antaño fueron vecinos en ese lugar; almorzamos ahí chorizos recién hechos de pura carne de cerdo, bastante cebolla larga y ajo, acompañado de yuca cocinada, ají y una cerveza fría, su sabor tiene fama en el territorio, de ahí el nombre de ese pequeño caserío.

Al llegar al pueblo que tiene por nombre La Cooperativa, mi tío me dijo: «Compre lo que considere que pueda necesitar en las siguientes tres semanas, pues de aquí en adelante no va a encontrar ni una sola tienda». Estaba serio, me dio la impresión de que quería que tomara en cuenta la advertencia. Realicé unas últimas compras de aseo personal, algunos medicamentos básicos y repelente de zancudos. Cuando reanudamos el viaje me despedí de eso que llamamos «civilización». Tuvo razón cuando me dijo que iba a encontrar pueblos fantasmas,  me impresionó mucho un pueblo que se llamaba Laureles, en el lugar aún quedaban algunos ranchos de tabla en pie, incluso el esqueleto de la escuela que en su momento debió tener dos salones, al pasar imaginé la risa de los niños y las niñas, los gritos, los juegos y las tiernas promesas de amor. Pero allí no quedaba nadie, pues el rastrojo ya trepaba las paredes; donde alguna vez funcionaba un bar de renombre únicamente había una mesa de billar, llena de humedad por las goteras que se colaban por el techo de tejas rotas, estaba anclada al piso de tierra amarilla, anclada como los recuerdos de todas aquellas almas que por ahí pasaron.

De ahí en adelante la vegetación se tornaba distinta, más espesa, verde en todas sus tonalidades, se sentía el olor a bosque húmedo, a troncos y hojas descomponiéndose, el clima era cálido y a la vez fresco. Pasamos algunos caños pequeños, donde se habían improvisado puentes rudimentarios con troncos y tablas,  íbamos a paso de tortuga por el exceso de barro en el camino, afortunadamente calzaba unas buenas botas, puesto que en varias ocasiones tuve que bajarme y caminar, iba tranquila, esa lentitud me permitía admirar la vegetación y algunas mariposas amarillas, naranjas, negras con puntos, manchas y rayas blancas y rojas. Ya empezaba a escuchar algunos sonidos extraños que me causaban curiosidad y me obligaban a preguntar a mi tío «¿Qué hace ese ruido?», menos mal que su paciencia parece infinita. En algún momento me adelanté un poco, de repente, en la quietud de los árboles, comenzaron a sacudirse las ramas con desenfreno, escuché unos aullidos aterradores, como si salieran de una cueva profunda, me devolví corriendo y antes de que le preguntara, mi tío me dijo: «Tranquila, solo es una manada de araguatos o monos aulladores que van de paso».

Seguidamente, llegamos a un terreno de tala o tumba,  como lo llaman los pobladores del lugar, estaba situado al lado izquierdo del camino, se extendía por más de un kilómetro. Árboles frondosos e inmensos yacían como yacen los abuelos sabios al morir, sus hojas color marrón, tendiendo a negro, se rendían perdiendo su clorofila. Esta tala o tumba no fue la única que vieron mis ojos esa tarde, esta escena se repetía, como se repite una pesadilla cuando tenemos fiebre y no podemos evitar volver a soñar lo mismo una y otra vez. Esta primera tala ya llevaba varias semanas, a medida que avanzábamos iban siendo más recientes, hasta llegar al punto donde empecé a escuchar a lo lejos zumbidos de cucarrones, estilo Jumanji, solo que no eran cucarrones, eran motosierras o sierras que aniquilan la vida, produciendo estruendosos sonidos, como truenos en el cielo en una noche de gran tormenta. Cuando cruzamos por el sitio de la tala de ese día, había un grupo de cinco hombres, sudorosos y cansados a la orilla del camino, tomando guarapo en un momento de receso. Dejan entre tala y tala unos metros de selva para poder controlar el fuego a la hora de quemar. El infierno debe parecerse mucho a este sitio, pensé en ese momento, pues a medida que avanzábamos, evidenciando todos esos árboles caídos, el calor resultaba insoportable, distinto al clima que se siente  donde la selva aún está intacta.

Mi ceño estaba fruncido, mi silencio era profundo, mi mente daba muchas vueltas, el ambiente en sí estaba tenso. Mi tío lo evidencio cuando dejó de escuchar mi voz. Para hacerme charla,  me fue indicando el nombre del dueño de cada finca, así como los linderos de cada predio. Hasta que por fin llegamos a un lugar llamado El Torno —nombre que le dieron los lugareños, porque allí funcionaba la fábrica de armas, balas y demás instrumentos para la guerra de las FARC—, años atrás bombardeado por el ejército. Lugar escondido en la selva virgen y repleto de fauna libre, para ese entonces  protegida  por los antiguos habitantes. Desde que empezamos a ver las talas o claros de tumba, fuimos transitando por la orilla del río llamado Caño Yamu. Estando allí, supe que desde hace un tiempo estas tierras se delegaron a algunos colonos decididos a talar y quemar hectáreas y hectáreas de extensión de selva, para hacer sus fundos o fincas. Estar en ese lugar era como estar en otra república con sus propias leyes y sus nuevos terratenientes o aparentes ganaderos, que tenían como objetivo sembrar pastizales. O eso decían.

Encontrarnos en una situación con la cual no estamos de acuerdo nos confronta con los recuerdos, los principios y las enseñanzas de nuestros padres. Mi infancia transcurrió en otros tiempos y en otro lugar, fue en el campo rodeada de árboles frutales que encontraba en el patio de mi casa, mangos, naranjos, mandarinos, pomarrosos y guayabos. Al adentrarnos por los caminos en el monte, mi padre solía decirme que un árbol es el mejor amigo del hombre, nos da oxígeno, comida, agua, techo, muebles y puede servir de refugio. Teníamos un almendro especial donde nos sentábamos a descansar cuando íbamos a la quebrada a bañarnos y a cazar cangrejos, él alistaba su machete y quebraba la corteza del fruto de las almendras para que yo las disfrutara, esos momentos seguirán siendo un bello recuerdo que me hace sonreír; él me enseñó lo que demora un árbol en crecer, la importancia de la selva y que las tierras de pastos se demoran décadas en recuperarse para algún día volver a ser productivas y permitir la vida.

Puedo decir que mi paso por esa selva me enseñó algunas lecciones acerca de la vida y amplió otras. Comprendí que el canto triste y lastimero de la danta o tapir no es porque se le perdió un hijo como me dijo mi tío, no. La danta sabe que la están arrinconado y la dejan sin su hábitat. Al parecer, la danta también sabe que alrededor de esa autonombrada república hay otra más grande con una constitución, gobernantes y aproximadamente cincuenta millones de ciudadanos que callan y no defienden su hogar. A los pocos que lo intentan los silencian para siempre. Tal vez por eso la danta hace su triste canto en las noches cuando ya todos duermen.

Durante mi estadía en El Torno, uno de mis mayores desafíos fue dormir, mi tío me guindó una hamaca con su respectivo toldillo, o mosquitero, y me explicó que siempre debía alumbrar con la linterna antes de bajar los pies. Que, siempre siempre, debía sacudir las botas antes de calzarlas y que era muy recomendable andar todo el tiempo con la linterna y el machete en la mano. Otra de las recomendaciones era sacudir la ropa antes de vestirla. En las primeras noches cualquier ruido me despertaba, hubo noches muy claras por la luna y otras muy oscuras por su ausencia. Era la primera vez que dormía en esas condiciones, definitivamente mi cama fue lo que más extrañé. En ocasiones, hacía siesta en la tarde bajo los árboles, trasladando mi lecho improvisado, pues la brisa, estando a la sombra de ese manto verde,  hacía más soportable el calor.

En mi primer día, hice un reconocimiento del lugar y sus alrededores, lo primero de lo que me aseguré fue de saber de dónde salía el agua, ese líquido vital para la supervivencia de cualquier ser vivo. Solo cuando se tiene ausencia prolongada de agua es cuando se entiende su valor. Para el mes de octubre en que llegué al Torno aún era temporada de invierno y cerca al rancho había un nacedero de agua cristalina, un riachuelo coqueto, refrescante y sinuoso; este avanzaba por entre los árboles y sus raíces. Quedaba como a cien metros, allí se improvisó un tanque con una caneca, donde se lavaba la ropa encima de una tabla apoyada en un tronco que a su vez era sostenido por dos horquetas firmes enterradas. De ese mismo lugar, unos metros más lejos, se recogía en galones el agua para cocinar, todos los días hervía en una olla grande el agua para beber.

Fueron varias las sensaciones y emociones que me acompañaron a lo largo de mi viaje, llegaba a sentir añoranza por mi familia, tristeza por mi patria y por la gente seducida por la  codicia tumbando esa selva virgen. ¿En qué punto de la historia se habrá perdido todo rastro de conciencia, amor y respeto por el territorio, la flora y la fauna? Varias veces intenté pensar  estrategias que permitieran concienciar a las personas de que la selva es de todos, que influye en el equilibrio ambiental. No obstante, esa tarea iba más allá de mi alcance. A veces entraba en días de ociosidad, experimentaba un estado de quietud física; mientras divagaba en pensamientos sobre quién era yo, cuál era mi papel como mujer, como madre, como profesional, qué sentía, qué anhelaba ,cuáles eran mis metas. Terminaba por ordenar mis ideas o descartar algunas, enumerar mis prioridades, desdibujar viejos prejuicios, miedos y ataduras.

Un día cualquiera en ese lugar se resumía a levantarme a las cinco de la mañana, mi tío prendía el fogón de leña, mientras yo iba al pozo y me aseaba un poco, pues disfrutaba tanto el momento del baño que prefería dejarlo para la tarde con más tiempo y toda la calma.  Preparaba el desayuno, arreglaba la loza, me mecía en mi hamaca, caminaba en las cercanías y observaba todo, el clima, el cielo, los árboles, los animales, las formas y los colores que ofrecía ese paisaje exuberante, que tarde o temprano dejaría de existir. En algún momento de la media mañana iba al pozo a lavar mi ropa, volvía, preparaba el almuerzo, almorzaba, recogía leña y en la tarde, a eso de las cuatro, me iba al pozo a bañarme, podía quedarme en el agua hasta que mis dedos se arrugaban como uvas pasas. Cenaba y tenía largas conversaciones con mi tío, acerca de la familia, la vida, las costumbres, el período de violencia y cómo se llega a viejo en medio de ese ambiente hostil, el auge de la coca, la zona de despeje, la firma de los acuerdos de paz, la sustitución de cultivos, la escasa paga por sus productos agrícolas a los valientes campesinos que se acogieron a los programas gubernamentales, la dificultad de comercializar o sacar a vender sus productos por la falta de vías apropiadas, en fin, escuchaba atentamente esas otras interpretaciones de una realidad presente, quería entender el porqué de las acciones que se llevaban a cabo en ese lugar. Finalmente, él me decía que estaba cansado, sus canas y líneas de expresión son testigos de la vida que ha llevado, solo quiere vivir tranquilo en su casa de la loma sembrando café, chocolate y aguacate, así sea solo para comprar lo necesario para vivir;  piensa morir allí. Me dijo que esta es la última vez que acepta esa travesía por la selva y  me agradeció el haberlo acompañado. Un agradecimiento que es mutuo. Lo admiro por su sabiduría, respeto y sentido del honor. Esas tres semanas pasaron muy rápido, regresamos a su casa, para volver en dos meses a terminar el trabajo.

Volvimos a El Torno a principios de enero, esta vez solo íbamos por dos semanas, el clima me sorprendió, era más agreste. El agua empezó a escasear, hasta el punto de secarse el riachuelo, el cual un día de repente desapareció. Esto me entristeció, fue como si ese pedazo de selva me quisiera mostrar el futuro a través de un espejismo real, un futuro apocalíptico y desesperanzador. Me costó entender que meses atrás me metía al riachuelo y el agua me llegaba por encima de las rodillas, hasta la mitad de mis muslos. El agua, que muchas veces limpió mi cuerpo y tranquilizó mi alma, que al estar bajo la sombra de los árboles permanecía fría, ahora no estaba, se había secado. Mi tío, viendo mi desconcierto, me explicó con su tierna sonrisa que en verano pasaba así, el agua se escondía mágicamente. Ese día entre los dos cavamos, en el lugar donde anteriormente se hacía el pozo para lavar, un hueco de un metro de diámetro y aproximadamente un metro y medio de profundidad. De repente el hueco comenzó a llenarse, al principio de agua turbia y después de un tiempo el agua se tornó cristalina, lista para alimentar la vida. Al igual que el caño en verano se esconde bajo tierra para preservarse, aferrándose  en las raíces profundas de los árboles, yo estuve en el corazón de esa selva que me permitió  reconocerme como una mujer fuerte y a la vez frágil, en constante aprendizaje.

Una tarde fui con mi tío a la casa  de un vecino llamado Fabio, un hombre alto, de contextura delgada, ojos vivaces y sonrisa amable. Nos ofreció algo de tomar, para la ocasión tinto o agua. La charla comenzó hablando de las lluvias y el verano en curso, novedades de los demás vecinos y las hectáreas que se han tumbado. Fabio no podía evitar mirarme disimuladamente, creo que le causaba curiosidad mi tranquilidad, mis modales propios de alguien que viene de otras tierras, y que estaba vestida con ropas que me cubrían de tal manera que solo se me veían las manos y el rostro, Fabio debió suponer que era para protegerme de los zancudos, pues era raro aquella vestimenta con semejante bochorno. Estando allí,  me ofreció algunas maracuyás que colgaban de la mata; le agradecí infinitamente, como si ese hombre me hubiese entregado el tesoro más valioso que poseía, allí mismo abrí una y la devoré, extasiándome y disfrutando cada molécula en mi paladar.

La llegada de la noche se confirmó con la ausencia del  zumbido de los insectos, como zancudos, moscas, avispas y abejas. El anfitrión, sintiéndose a gusto con la compañía y la posibilidad de diálogo, nos invitó a la cena, no pudimos o no quisimos negarnos, el plato fuerte prometía ser un manjar, era una porción de pescado asado recién sacado del caño, yuca cocinada y café.  Al parecer este hombre llevaba mucho tiempo sin hablar con otras almas vivientes,  la conversación fluía de manera espontánea, él narraba sus años de juventud, de cuando comenzó a trabajar en esas tierras y lo agradecido que se sentía ahora de poseer un terreno propio. Hubo un instante en que sus palabras y semblante manifestaron temor de perder esta oportunidad de tener su fundo, pues corría un rumor, de esos rumores que el aire lleva y trae, afirmando que a los colonos que no trabajaran la tierra los iban a sacar. Razón por la cual le urgía conseguir quien lo financiara para hacer los trabajos que requería en su predio.

En algún momento, para cambiar de tema, Fabio me preguntó si no me daba miedo quedarme sola en ese campamento, un rancho improvisado con plástico y palos, mientras mi tío realizaba los trabajos para los cuales lo contrataron. Muy tranquila le contesté: «¿Miedo de qué?» se hizo un silencio incómodo, pensé, «si es de los jaguares, siempre mantengo el fuego encendido. Si es de las serpientes, siempre camino con mis botas y el machete en mano». Yo sabía que una mujer en medio de esa selva cuenta con la autorización previa para entrar y mi tío no me hubiese llevado si supiera que corría peligro; más allá de los que ofrece la selva. En esta ocasión la selva fue indulgente conmigo, quise perderme del mundo para encontrarme a mí misma. Entonces no había nada que temer ahí. Finalmente, agradecí la cena y la gentileza, nos despedimos y regresamos al rancho.

Caminando de regreso pensé que aquel hombre no se refería a esos peligros, en ese momento el comentario hacía referencia a los muertos del bombardeo y las almas en pena que aún deambulan por ese lugar llamado El Torno. No ahondamos en la charla, previamente mi tío me había explicado que los pobladores cuentan historias de espíritus que habitan por ahí. De regreso al rancho guardamos silencio para que los sentidos pudieran estar alerta a los peligros, como cuando lo acompañaba a marcar las balizas o linderos de las fincas para evitar conflictos entre los pobladores.

Aprendí a caminar en silencio, puesto que sabía que de eso dependía evitar la picadura de un enjambre de avispas. Cuando escuchaba el crujir de las hojas secas, era asombroso ver a mi tío identificar el tamaño y la clase del animal de acuerdo con la intensidad del ruido. Todo fue un universo nuevo de conocimientos allí. En aquella selva me identifique aún más con la frase de Sócrates cuando dijo: «Solo sé, que nada sé».

El desconocimiento puede llevar fácilmente a caminar sobre arenas movedizas, así me sentí una tarde después de una caminata de cuatro horas sin parar. Muriendo de sed, en medio de esa selva, se me dio por cortar una palma verde, de 1.20 de altura, parecida a la mata de plátano. Viendo que de su interior brotaba agua clarita y su corazón era parecido a un palmito de considerable tamaño, me pareció conveniente chupar esa agua y morder ese palmito. A mi tío casi le da un infarto y, como estaba a una considerable distancia, me gritó: «¡Escupe, lo que acabas de morder es veneno!». Se acercó corriendo, con su rostro desencajado y en más de una ocasión me preguntó si había alcanzado a tragar algo de ese fruto venenoso, a lo cual asustada respondí que no. Aprendí la lección de ese día, la Palma de Turriago es venenosa, aunque según mi tío la utilizan para contrarrestar el veneno de la mordedura de una serpiente, en dosis mínimas, el paciente en muchas ocasiones logra salvarse.

Amé los silencios previos al amanecer y posteriormente interrumpidos por distintos sonidos. El sonido de aquellos árboles frondosos que aún sobrevivían a la deforestación incontrolable, mecidos por el viento y, dependiendo de la hora, el canto de los grillos, las ranas y los micos; también de distintas aves como las pavas, los panjuiles, los loros, las guacamayas, y el canto triste de la danta que calaba en mi alma, aún me siguen sorprendiendo en mis recuerdos. Durante mi estancia en ese lugar, no pude comer carne de monte, no por alguna creencia o condición que me lo impidiera, simplemente quería ser coherente con el respeto hacia los animales, aquellos ya tenían suficiente con perder su hogar y morir quemados o asesinados, como para que además de eso, una forastera, como yo, llegara a comérselos.

La decisión de omitir la ingesta de carne se debió a un suceso que ocurrió una tarde. Salimos con mi tío a caminar, él dispuesto a cazar, yo simplemente a disfrutar de una caminata en esa selva tropical. Cuando ya habíamos caminado cerca de unos mil quinientos metros  saliendo del rancho, el aire se tornó almizclado, mi tío hizo la señal de alto, con su puño cerrado de la mano derecha arriba, enseguida se empezó a escuchar el sonido del rastrojo y el crujir de dientes de algunos animales salvajes. Frente a nosotros pasaba una manada de aproximadamente treinta jabalíes; sigilosos, desconfiados, con rumbo fijo, uno de los últimos se paró a morder hojas a la orilla del camino, cerca de donde me encontraba. Permanecí inmóvil, no tanto por sugerencia de mi tío, sino por el verdadero temor que sentía. Crecí escuchando hablar de cacerías, incluso había visto películas sobre cacerías, pero jamás había imaginado lo que se pudiera sentir en medio de una cacería. En un principio el miedo que paraliza, seguido de angustia y finalmente la tristeza; tristeza profunda que sentí al ver que le disparaban y caía muerto aquel animal indefenso. Ese acto inmisericorde quebró mi espíritu, me costó días reconciliarme y aceptar que la práctica de la cacería es un acto de supervivencia por aquellas tierras. Después de esa tarde le dejé en claro a mi tío que no quería volver a ser parte de eventos que implicarán cazar y mucho menos quitarle la vida a algún ser vivo. Estando allí, preferí seguir alimentándome de yuca, arroz y café.

Una de tantas tardes meciéndome en mi hamaca, cavilando en mi estadía, en mi porvenir y lo que quería  hacer cuando regresara a mi hogar, vi un ave muy linda que volaba y se posaba en un tronco cercano al rancho. Sin dudarlo decidí acercarme para ver y saludar a mi visitante. Una preciosa  águila arpía, fuerte, joven y misteriosa. Como era de suponerse, ella salió volando, desplegando sus gigantes alas, me pareció un hecho fantástico de ver, pues sabía que era una especie amenazada, en vía de extinción, tiempo atrás había leído un artículo en una revista sobre aquella especie y cómo trataban de salvarla. Así pude reconocer qué clase de águila era. Algunos espíritus vivientes están destinados a cruzarse, para aprender mutuamente o simplemente ofrecerse compañía y deleite.

Siempre he amado las águilas y lo que me representan: libertad, amplitud de vista, fortaleza y esa capacidad que tienen para cambiar su plumaje e incluso su pico y garras. Todos los días llegaba aquella águila y se posaba en un tronco, donde le dejaba día a día mi ración de carne. Nuestra amistad se forjó con paciencia, confianza y poco a poco al águila arpía le dejó de molestar que me quedara cerca. Con los días empezó a escuchar mis monólogos reflexivos; fue mi amiga y confidente, me escuchó atentamente, como si pudiese comprender lo que sentía en mi corazón, lo que revelaba en mis palabras, un amor profundo por mis hijos, ese amor que es mi fuerza interna.

El águila arpía fue percibiendo la  sensibilidad que afloraba en cada una de mis acciones; viéndome regar las matas de ají y cilantro cimarrón que sembré con amor y esmero, en medio de aquella ausencia de plantas ornamentales y otras que brindan alimento. O el día que mi corazón se entristeció al ver varias abejas muertas que habían caído en una olla que dejé con agua, tal vez aquellas abejas cansadas de su viaje, en medio del verano agobiante, cayeron y se ahogaron. Esto me enseñó que un acto simple y sin intención puede perjudicar un ecosistema.

Vivir es un arte, cada persona está llamada a cuestionarse y comprender desde el ser y el hacer las distintas maneras de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros y en general con el entorno. Definitivamente mi estadía en la selva me  permitió observar y no solo mirar, entender cómo influimos en el dinamismo de la vida. De seguro aquellos cuestionamientos me traerán cambios en mi devenir.

Llegado el momento de partir, me despedí con mi ofrenda habitual y el águila arpía con un vuelo pausado y sublime; observando desde lo alto un espíritu más libre que llevaba consigo una fragancia de serenidad y a la vez una fuerza vital. Vuelvo a mi hogar con la esperanza de que algún día ambas podamos encontrar un lugar más gentil que aquella selva violentada, donde dejé un pedacito de mi corazón. Regresé con la certeza de que la naturaleza es la mejor maestra que puede tener cualquier ser humano. Un año después, aún me cuentan que el águila arpía sigue llegando al tronco.

Y una vez más amé cada paso que di. Llevo grabados en mi memoria y en mi corazón cada cosa y animal que vi, cada sonido de la selva que oí, unos descifrables y otros místicos. Estoy agradecida por el tiempo que transcurrió de manera más pausada que en la ciudad, sin afanes y sin presiones. La selva fue un lugar que me acogió de manera sutil, permitiéndome aprender de ella y reflexionar.

Fotografías aportadas por la autora.

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