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Por una generación más sensata

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Sé que es una tendencia natural de los padres orgullosos magnificar las capacidades de nuestros hijos pequeños. No es extraño atribuirles que caminaron a los seis meses de nacidos, que hablaron fluidamente antes del año y que al año ya eran diestros patinadores, o sugerir, con algo de exageración, que ya son capaces de derivar e integrar ecuaciones de cálculo a sus tiernos tres años de edad. Aunque no quiero caer en atribuirle poderes sobrenaturales a mi hijo menor, esta columna la voy a escribir con base en una conversación desprevenida en el desayuno de ayer que tuve con él, próximo a cumplir los ocho años.

La conversación comenzó con una pregunta sencilla, inocente, propia de un niño: “Papá ¿Qué crees que hay después de la muerte?”. Casualmente, esa fue la misma pregunta que le hice a mi padre un par de meses antes de que muriera, porque yo quería auscultar un poco si él tenía miedo de lo que se le venía en poco tiempo, porque ya estaba muy enfermo. Mi padre respondió que él creía que después de la muerte no había nada, que era sencillamente el fin, que con el cuerpo se iban el espíritu, el pensamiento y el alma. Es decir, que la muerte simplemente era el final de todo, una muerte en el sentido amplio y holístico de la palabra. Me causó curiosidad esa respuesta, teniendo en cuenta que mi padre era un católico funcional, que sin ser fanático, compartía las creencias de esa religión, cuya interpretación de la muerte es mucho más ambiciosa, nutrida y enriquecida con un más allá plagado de castigos y recompensas, que fueron hábilmente manipulados por la Iglesia Católica en el más acá, para someter a sus fieles. Ese día supe que mi papá ya no le tenía miedo a la muerte y creo que su respuesta nos dio tranquilidad a los dos. En contraste, a mi hijo le respondí que no sabía, que todo lo que se dijera sobre lo que sucede después de la muerte era mera especulación y que, como creencia, todo era válido, porque así como nada se podía comprobar, nada se podía refutar.

Dicho esto, la conversación entró en el campo de la religión, porque es la religión quién mejor administra la concepción metafísica de la muerte, atribuyendo un destino a ese evento incierto y al temor que lo desconocido provoca en la humanidad. Como hijo de padres católicos, fui formado en esa fe de la que me fui desprendiendo poco a poco con el pasar de los años, hasta que apostaté completamente un día que no recuerdo, sin notificar al Vaticano. Pero seguro fue un día antes de que naciera mi hijo menor, porque él no fue bautizado en religión alguna, con la esperanza de que descubra por sí mismo su camino espiritual. Sin embargo, la religión no es un tema ajeno para él, porque pregunta con curiosidad científica y da sus propias opiniones al respecto. Por ejemplo, salió con esta reflexión de una manera tan espontánea que me causó gracia: entre sorbo y sorbo de chocolate, me dijo que para él Jesús era un señor normal, que lo crucificaron, se murió, y después de eso lo hicieron famoso. “Demasiado famoso”, sentenció. No profundizó mucho más, pero me dio a entender que la fama de Jesús, “un señor normal”, era algo exagerado para nuestros días, y que más de dos mil años después, no comprendía muy bien por qué esa fama persistía. Quedé mirándole entre admirado y asombrado, no tanto por la profundidad de su reflexión, sino porque me recordé a los siete años yendo sagradamente cada domingo a la iglesia y asistiendo diario a un colegio católico en donde cuando decían “palabra de Dios” yo solo respondía de manera automática, inmediata y casi que con culpa “te alabamos Señor”, sin cuestionar, ni siquiera por equivocación, si la fama de Jesús era exagerada. Además, no me cabía la menor duda de que era el salvador de la humanidad y parte de una trinidad muy poderosa que incluía a su papá barbudo sentado en el trono de una nube y a una paloma radioactiva a la que llamaban espíritu santo. A mis siete años no tenía dudas, preguntas ni reflexiones, y por supuesto, creía que Jesús no solo era famoso, además estaba convencido de que iba a volver porque no se murió del todo. Con todo y las perforaciones de los clavos en la cruz en sus pies y manos, un día iba a volver para seleccionar quiénes se iban con él para el cielo y quiénes se irían con el diablo para el infierno. De niño me aterraba este encuentro y me avergonzaba imaginar cómo iba a hacer para disimular la impresión de sus heridas, aparte de que me angustiaba saber si reunía los requisitos para irme con él al cielo, porque para ser un niño de siete años decía las mentiras y las groserías suficientes para que Satanás me tuviera en algún lugar de su lista.

Después de esa conversación, me quedó la tranquilidad de que mi hijo no tiene esos temores y que para él permanecen todas las dudas, que las irá resolviendo con las respuestas que le dé la vida, sus propias necesidades del alma y la proclividad tan natural del humano para llenar vacíos espirituales y existenciales. También me quedó la tranquilidad de que no tiene intención alguna por defender a muerte ninguna causa religiosa y que jamás alzaría un arma en nombre de Alá, Jesús, Yahvé, Ganesha, Mahoma, Buda o Jehová y que jamás participaría de un genocidio para apropiarse de una tierra prometida. Con esto no quiero decir que no cree en nada y que es un ateo radical. Siento que está en esa búsqueda y que por eso hace preguntas y saca sus propias conclusiones, que quizás para él lo que más se parece a un salvador es MrBeast, un pelado de Kansas quien a sus 25 años se hizo billonario haciendo videos en youtube y que puede ser tan trivial regalando dinero porque sí o tan altruista que puede abrir cientos de pozos de agua potable en las zonas más desérticas de África.  Esto lo sé porque mi hijo me lo cuenta y se le iluminan los ojos cuando lo hace. Sin duda, mi hijo comprende mejor la fama de MrBeast que la de Jesús.

Entonces, percibo que mi hijo hace parte de una generación más sensata, en donde dudar incluso de asuntos que para mí eran incuestionables, les permite ser más reflexivos, menos apasionados, fanáticos y temerosos de esas verdades absolutas que nos inculcaron aún en nuestra generación, que ya se venía zafando de prejuicios de una manera casi subversiva, en donde nos preguntábamos en voz baja si la homosexualidad era una enfermedad o un pecado, porque así nos lo hacían ver los curas. Con el tiempo comprendimos que para muchos de ellos esta pregunta no solo era una cuestión teológica, sino que era un drama, una tragedia que vivían a diario reprimidos por el celibato y que, incapaces de explorar su sexualidad de manera abierta, terminaron desahogando sus más bajos instintos contra niños indefensos y vulnerables que jamás superarían el trauma de verse atacados sexualmente en nombre de dios, sin saber siquiera si era su derecho defenderse, porque vieron en muchos sacerdotes una figura de autoridad divina, porque así se los habían inculcado.

De niños nos enseñaron a burlarnos de los nativos precolombinos que adoraban al sol y a la luna como dioses y a admirar a los españoles que nos evangelizaron para creer en un dios imaginario, intangible y todo poderoso del que se deriva toda autoridad, una autoridad irrefutable que puede disponer hasta de nuestras vidas. Con el tiempo he comprendido que se puede vivir sin ese dios pero no sin ese sol, y la verdad prefiero que mi hijo le tema al sol que lo puede quemar, que al dios que jamás ha visto, aunque le digan que está en todas partes y que lo ve como una cámara de vigilancia oculta tomando nota de todo lo que hace para pasar la factura al final.

Dicho todo esto, después de esa conversación profunda y desprevenida que tuve con mi hijo menor, siento que mi deber es contribuir a la gestación de una generación más sensata, menos ligada a la religión, abierta a las opciones y que tenga selección múltiple a la hora de responder la pregunta “qué hay después de la muerte”. Creo que las verdades absolutas que se derivan de la religión nos han vuelto crueles como humanidad y que querer imponer nuestras creencias, convicciones y credos ha desatado los conflictos más sanguinarios, dolorosos e injustos de los que se tenga registro. No es vaciar a nuestros hijos de espiritualidad, pero sí permitirles que cuestionen, pregunten y refuten sin que se sientan culpables por no compartir nuestras creencias o nuestras ´no creencias´ por decirlo de alguna manera, sino permitirles encontrar su propio camino y resolver sus propias inquietudes espirituales a medida que la vida se los vaya exigiendo, porque estoy convencido de que las creencias son necesarias para explicarnos lo inexplicable, pero nadie merece morir y nadie tiene el derecho a matar en este camino. 

Nuestros hijos desprovistos de prejuicios y verdades absolutas podrán descubrir por sí mismos qué hay detrás de los hilos de la religión, que hábilmente manejan los mismos que manejan las grandes chequeras, para quienes es supremamente funcional que no haya cuestionamientos y que cualquier suspicacia se zanje con un “te alabamos Señor”, porque ellos son la palabra de dios.

Si bien las preguntas de mi hijo no son sobre física cuántica ni cálculo diferencial, sus preguntas filosóficas me dan mucha tranquilidad. Está cuestionando la naturaleza misma del ser humano sin darse cuenta y de esta manera está construyendo su propio criterio. Que piense que Jesús era un señor al que crucificaron y lo hicieron famoso no lo hace un hereje sino alguien capaz de aportarle inquietudes a un mundo que necesita debatir con argumentos, en donde hay que quitarle la razón a quienes asesinan en nombre de cualquier dios y que se debe edificar sobre la necesidad de cohabitar un planeta con recursos escasos a pesar de las diferencias.

Confío en que podamos sembrar semillas de reflexión en la generación de la sensatez para que sean ellos los que nos den un mejor mundo, ya que nosotros no pudimos dárselos a ellos.

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