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Un despertar de esperanza en medio de la guerra

Por David Leonardo Rincón Peña

«“¡Qué bella es usted, mija!”, fue la última frase que mi madre utilizó para dirigirse a mí, antes de que la violencia la arrebatara de mis brazos», expresó Dayana Zulay Aguirre durante la ceremonia de su graduación como bachiller el 08 de diciembre de 2022. «A mis nueve años fui testigo de como luces incandescentes que brotaron como relámpagos de un par de fusiles me arrebataron al único ángel de cuya existencia pudiese dar fe». 

Por instantes, su mente divagó y se apartó del salón para revivir lo acontecido el 26 de noviembre de 2015. Eran las 09:20 p.m. de aquel día, si mal no recuerda Dayana; era una noche cálida, pero con vientos refrescantes. En su casa, los intermitentes ladridos de Perla y Sultán (sus perros) se mezclaban de fondo con la narración de un partido de fútbol que había atrapado la atención de su padre y hermanos; quienes, como los más experimentados conocedores de la ‘pecosa’, comentaban, alegaban y madreaban cada jugada a través de aquel viejo televisor de marca Sanyo que su papá le había comprado al tío Manuel, meses atrás, por 100 mil pesos. Entre tanto, Dayana compartía y se entretenía junto a su madre, mientras (al estilo de una misión imposible) hallaban la manera certera de dormir a su hermanita: «Porque ya es tarde y mañana hay que madrugar al colegio», repetía constantemente su progenitora.  

De repente, y como si Saturno se hubiese alineado con Plutón, los ladridos de los perros, así como las voces chillonas de los comentaristas deportivos, se apagaron de sopetón en el instante en que dos pistoleros encapuchados irrumpieron en casa de Dayana y, sin mediar palabra, buscaron y hallaron a su madre en uno de los cuartos quien se encontraba en compañía de ella y de su soñolienta hermana. Luego de halarla y arrastrarla hacia uno de los costados de la cocina, los dos matones la ajusticiaron con cuatro disparos, causando que su cuerpo cayera desplomado sobre el terroso piso de la casa. «Esto le pasa por sapa y metida, vieja malparida», dijo con desdén uno de ellos mientras abandonaban el lugar, recuerda Dayana que de manera vivida amaba a su madre como la más querida amiga sobre la tierra. Triste, consternada y perpleja, como si toda esa escena se tratase de una horrible pesadilla, se acercó de rodillas al cuerpo yaciente de su madre y, sin aliento, se despidió para siempre de esos hermosos y consoladores ojos, aquellos que siempre habían significado para ella un refugio de amor. 

Dayana Zulay Aguirre Barrera nació un 18 de septiembre de 2006 en la vereda La Esperanza del municipio Puerto Libertador, ubicado en el nororiente de Colombia; un lugar bañado por imponentes ríos y adornado por verdes llanuras que desde siempre han estado armonizadas por agudos acordes de arpas sonoras. En ese lugar, y abrazando de manera desconsolada el frío cuerpo de su madre, Dayana no lograba comprender ni confrontar el desolador misterio de la muerte. Entre lágrimas, y con su rostro reflejando temor y desesperación, Dayana se preguntó: ¿Qué va a ser de mí sin ella? ¿Cómo continuar en esta vida sin el regocijo y cuidado que mi mamá me daba? ¿Cómo seguir viviendo en un lugar llamado Esperanza cuando, con la partida de mi madre, de esperanza no queda sino el nombre de este polvoriento e impasible pueblo?

Al nombre de María del Carmen Barrera respondía aquella mujer cuya vida se apagó porque a alguien no le gustó que ella hablara de derechos, de garantías y de distribución igualitaria de tierras para las 80 familias que vivían en La Esperanza. Era esposa de Emiro Aguirre. También era madre de José Julián, de 17 años; de Estiben José, de 14; de Dayana Zulay, de 9, y Melany Juliana, de 5. María del Carmen era una mujer amorosa y poseía un temple y un  carácter innatos, por eso algunos vecinos suyos la reconocían y llamaban como «María, la líder berraca».

Aquel 26 de noviembre, María del Carmen no escapó, ni pataleó, ni pidió clemencia a sus justicieros. Sabía que las amenazas que había recibido meses atrás podrían ser serias, pero viviendo en un país en el que amenazar a quienes hablan de paz, igualdad y derechos se ha vuelto tan rutinario, decidió no prestar mayor atención a las intimidaciones: «Perro que ladra no muerde», solía responder María del Carmen cuando su esposo e hijos mayores buscaban, inútilmente, la forma de persuadirla para que desistiera de continuar convocando a las personas de la vereda a hablar de ese asunto de ‘tierras’ y más aún considerando que en abril de ese año dos encapuchados la habían intimidado advirtiéndole fríamente: «María, quédese sana con ese tema de la Finca Aurora. No se meta en problemas. No se lo vamos a repetir».

A la entrada de la casa de la familia Aguirre Barrera, empezaron a agolparse algunos vecinos quienes, con temor, pero arrastrados por una profunda curiosidad, se acercaron al lugar mientras murmuraban y se preguntaban entre sí: «¿Qué pasó? ¿A quién mataron? ¿Quién fue?». La silenciosa noche en la que se encontraba La Esperanza se vio interrumpida con el ensordecedor ruido de los cuatro balazos que cobraron la vida de María del Carmen Barrera. Al interior de la casa, y con el cadáver de su esposa aún tendido en la cocina, Emiro Aguirre se desquició, se desgonzó y se retiró hacia la parte trasera de la morada para con rabia en su llanto maldecir y cuestionarle retadoramente a Dios por qué le había arrebatado a su esposa, jurándose, al mismo tiempo, que movería cielo y tierra para vengarse de esos «desgraciados hijueputas». Emiro exclamó aquellas palabras con la vehemencia suficiente para saciar, de a poco, su apetito de justicia, consciente de que en un país marcado con el sello de la impunidad hallar justicia se convierte en toda una quimera.

Cabizbaja y aturdida, y aún sin soltar el cuerpo de su madre, los ojos de Dayana apuntaron hacia su hermano mayor, José Julián, quien no hacía nada más sino agarrar impávido con fiereza el crucifijo que colgaba de su cuello, mientras que su mirada, sin parpadeo alguno, seguía fija en el cuerpo de su asesinada progenitora. ¿Qué pasaba por su mente? ¿Qué sentimientos envolvían a aquel adolescente hermético? Nadie lo supo con certeza, José Julián tan solo se mantuvo allí, de pie, firme, como una viga de acero en medio de la tragedia que esa noche había devastado a su familia. A Estiben José, aún apesadumbrado, le correspondió estar bajo el cuidado de Melany Juliana. El llanto de la menor de los Aguirre Barrera se prolongó incesantemente durante el pasar de la noche. Ninguno de sus hermanos quería que la pequeña retuviera en su memoria la imagen atroz del homicidio de su mamá, así que Estiben José cargó, consoló y envolvió tan fuerte a Melany Juliana como si a través de ella pudiese darle a su madre el abrazo de despedida que las balas le privaron.

Esa noche, una profunda y angustiosa nostalgia embargaba la casa de los Aguirre Barrera. En medio del tumulto creado por los chismosos a la entrada de la casa, surgió la imagen del tío Manuel, quien, junto a su esposa, la tía Rosa, se abrió paso entre la gente para ingresar al interior de la vivienda. Qué escena fúnebre y dolorosa encontró allí el tío Manuel: cuatro huérfanos, su hermano viudo y el cuerpo tendido de su cuñada inerte, silenciado por la implacabilidad de las armas. La tía Rosa fue la encargada de dar consuelo a los hijos de María del Carmen, mientras que el tío Manuel, con voz entrecortada, expresó: 

—Emiro, debemos cubrir el cuerpo. Mañana me encargaré de gestionar lo necesario con el pastor y el sepulturero para darle a mi cuñada una cristiana sepultura, porque pa´qué llamar policía si aquí ni llega.

El tío Manuel, Emiro y  José Julián fueron los encargados de sacar de las camas sábanas blancas y como pudieron envolvieron el cuerpo de María del Carmen, dejándolo en medio de palas y bultos de cemento, en la parte trasera de la casa; allí mismo donde Emiro le había jurado al mismísimo Dios que vengaría la muerte de su esposa.

—Si quieren, quédense esta noche en mi casa —dijo el tío Manuel, propuesta a la que Emiro tajantemente respondió: 

—No, hermano, gracias. Pasaremos la noche aquí, en la casa, por última vez en compañía de ella. —Luego, rascándose la nuca con la mano izquierda, mientras que con la derecha apartaba las lágrimas que aún brotaban de sus ojos, dijo con tono fuerte a sus hijos—: Vengan, digan todo lo que quieran a su mamá porque ya no van a verla más. 

Como era de esperarse, José Julián se mantuvo en su lugar, no se movió ni titubeó. Congelados en el tiempo, Estiben José, aún con Melany Juliana en sus brazos, junto a Dayana se acercaron a su madre tímidos y temblorosos, para luego tirársele encima a llorar sobre su pecho repitiéndole una y otra vez cuanto la amaban y cuanto extrañarían su bondad, amor y alegría.

Esa noche, Dayana, su padre y sus hermanos descansaron, pero no durmieron. Resultó inútil para los cuatro conciliar el sueño y más aún cuando las sombras y la zozobra de la muerte se apoderaban de su cuerpo y mente. Su padre tenía revueltas diferentes imágenes: el lugar donde la conoció, el día de la boda, el parto de sus cuatro hijos, así como el beso que le dio cuando finalmente lograron tener su rancho propio. Con el pasar de las horas, Dayana y sus hermanos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, metieron la cabeza en las almohadas que olían a lo mismo de siempre, solo para recordar las alegrías de la normalidad junto a su madre. 

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Al siguiente día, durante la ceremonia de sepelio, el pequeño y sencillo templo de La Esperanza se desbordó. Uno a uno, fueron llegando desde diferentes sectores y también desde veredas aledañas, familiares, amigos, vecinos y conocidos de María del Carmen Barrera para darle un último adiós a quien por mucho tiempo había sido su voz, su protectora, su líder. Con su partida, todo un pueblo se quedaba sin quien fue por mucho tiempo un recuerdo en medio del olvido y también sin la persona que sintió y vivió como propias las necesidades, demandas y angustias de un territorio abandonado por el denominado Estado y en el que la voz de las armas era la que prevalecía.

Aquel era un día caluroso. Un sol radiante se alzaba en el firmamento sin nubes a su alrededor. Dayana, junto a su padre y hermanos, acompañados por todo un pueblo, caminaron y cargaron hasta el cementerio el cuerpo de la lideresa social en un cajón de madera improvisado que Simón, el carpintero del pueblo, había donado a la familia. Al llegar, Dayana se amilanó por lo lúgubre del lugar, luego pensó en lo milagroso que le resultaba que aquellas paredes blancas y cuarteadas, de las cuales colgaban cruces astilladas y deterioradas, se mantuvieran en pie luego de tantos años, para finalmente dejarse embriagar por el pavor que le producía desprenderse por siempre de su madre. Mientras el cajón desaparecía en medio de llantos, oraciones y cánticos religiosos, Dayana oyó a su padre quejarse de dolor: «¡Perra vida!», se dijo Emiro, quien desconsolado entendía que con la partida de su esposa la vida de su familia ya no sería la misma.  

Desde el día de la partida de María del Carmen fue evidente que la rabia, el dolor, la tristeza y la zozobra cobraban vida de manera autónoma al interior de la familia. Un silencio sepulcral se mantuvo con el pasar de los días; Emiro y sus cuatro hijos sintieron que la vida les pasaba de lado sin motivo y entusiasmo alguno. A Dayana y a Melany no se les volvió a ver por el colegio; Estiben José se convirtió en una sombra de su padre y juntos se mantuvieron desde el amanecer hasta el anochecer realizando labores de campo en la finca; mientras que a José Julián se le vio iracundo, de un lado a otro, lejos de casa, aceptando cualquier trabajo que por tres pesos le resultara suficiente para huir del sufrimiento que albergaba su hogar pero sobre todo su alma.

Una tarde calurosa, la familia Aguirre Barrera escuchó un seco y fuerte llamado a su puerta. «¿Quién puede ser?», preguntó Emiro. En el interior, él se encontraba en compañía de Estiben José y de sus dos hijas. Dayana alcanzó a fantasear con la posibilidad de que fuera el tío Manuel o la tía Rosa, a quienes no veían desde el entierro, celebrado dos semanas atrás. Pero, al abrirse la puerta, se encontró con la sorpresa de ver a dos hombres acuerpados, bien vestidos, con revólver en el cinto. Uno de ellos dijo en tono amable: 

—Emiro, necesitamos hablar con usted. —Luego, y sin preguntar, entraron a la casa y cerraron la puerta. 

—Tenemos un problema —añadió el  otro hombre. 

Emiro sintió un fuerte escalofrío y en lo más profundo de su ser supo de inmediato de qué estaban hablando, pero no estaba dispuesto a demostrarles temor alguno y menos en su casa y en frente de sus hijos.

 —María del Carmen estaba involucrada en temas que van en contravía de nuestra organización y que no le hacen bien al pueblo. No queremos alborotar avisperos innecesarios y debemos tomar acciones… —subrayó uno de los hombres.    

Los dos hombres llamaron traidora, embustera y escoria lideresa a María del Carmen; también la acusaron de aliarse con el gobierno para beneficio propio. Según ellos, estos eran hechos incuestionables. Por ende, ella no merecía continuar con vida y su familia tenía que cargar con el peso de esa ‘lucha’. Todos tenían que abandonar de manera inmediata La Esperanza.

—Se hace urgente enviar un mensaje y no podemos arriesgarnos a que esto vuelva a ocurrir —sentenció uno de los dos hombres. Emiro trató de alivianar el asunto: 

—Pero cómo nos vamos a ir. ¿A dónde? Esta casa, este pueblo, es todo lo que tenemos y lo único que mis hijos conocen, es el lugar donde nacieron y en donde por decisión de ustedes enterraron a su mamá. 

En ese instante, tanto para Emiro como para sus hijos, no había nada por hacer, no había tiempo y la sensación de resignación se hacía cada vez más evidente.

 —No hay nada más que agregar, Emiro, tienen 24 horas —dijo finalmente con voz amenazante uno de los dos hombres segundos antes de salir de la casa.

Después de que los verdugos de su esposa abandonaran su hogar, Emiro notó por fin que no había alternativa. Sabía que de no cumplir con las exigencias de aquellos hombres no solo pondría en riesgo el bienestar de sus hijos, sino la memoria y el legado de su esposa, y ello significaría que su muerte habría sido en vano. Así que sollozante y con voz temblorosa, pero al mismo tiempo con temple y vigor, dijo a sus hijos: 

—Este será un camino largo y arduo, y debemos atravesarlo con determinación. A partir de hoy ya no podremos volver la vista atrás.

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En la víspera de su partida, Emiro contó a José Julián lo que había sucedido. La reacción del iracundo e intransigente joven no se hizo esperar. Entre patadas y puños contra las paredes maldijo su vida y una y otra vez expresó a su familia que él no abandonaría la casa, sin importar el costo que acarreara esa decisión. Emiro, quien había sido siempre un campesino noble y sincero le dijo: «Mijo, entienda una cosa, si nos quedamos nos matan y si usted se queda, lo matan, y creo que esta familia ya ha sufrido suficiente, ¿no cree usted?». Con aprensión, José Julián recibió las palabras de su padre y, como quien no quiere tragar un sorbo de sopa hirviendo, asimiló el hecho de que su lugar en el mundo quizás no era ya La Esperanza y había que tomar rumbo desconocido cuanto antes.   

Los cinco integrantes de la familia Aguirre Barrera no hacían sino sollozar aterrizando el hecho de que aquella sería la última vez que dormirían en su casa. Mientras que Emiro ponía al tanto de lo sucedido a su hermano Manuel y a su cuñada Rosa al tiempo que les explicaba, con más dudas que certezas, algunas de las ideas que se le venían a la cabeza sobre qué hacer con su vida y la de sus hijos. José Julián y Estiben José seleccionaban con detenimiento objetos y pertenencias que les resultaran útiles allá a donde sea que fueran, para luego empacarlos en maletas y en costales, siendo conscientes de que era imposible llevarlo todo. Entre tanto, Dayana, en compañía de su hermana, no paró de jugar y de divertirse con Perla y Sultán, sus perros. Si había algo en el mundo que le resultara muy doloroso a Dayana Zulay Aguirre Barrera era el hecho de separarse de esos caninos con los que había compartido desde que era una bebé y quienes con el tiempo se habían convertido en amigos fieles que le brindaron siempre amor, refugio y consuelo.  

Esa noche ninguno durmió bien. Al día siguiente todos estaban afuera con las primeras luces de la mañana, tratando de despejar la cabeza en el aire matutino cálido y húmedo que arropaba a La Esperanza. Como pudieron, metieron lo que les alcanzó en el Land Rover Santana amarillo, modelo 1.979, de Emiro y, ante la mirada sollozante del tío Manuel y la tía Rosa, emprendieron rumbo hacia el municipio Frontera, ubicado a dos horas de La Esperanza, donde los recibiría Ana Barrera, media hermana de María del Carmen, con quien no había mucha relación, pero podría brindarles apoyo, por lo menos, de manera inicial.  

Todo estaba definido para la familia Aguirre Barrera, su llegada a Frontera se hizo en total calma y silencio. En el municipio, ya empezaba a asomar la Navidad: era una época en la que el jolgorio, la pólvora, el baile y el licor eran ingredientes que no podían faltar. Y allí, en medio de ese marco de celebración, asomó aquel Land Rover amarillo que, en contraste, traía en su interior tristezas, amarguras, expectativas y cóleras reprimidas.

Emiro estacionó el vehículo en el parque principal del municipio mientras aguardaban por la llegada de su cuñada Ana. Al ver rostros extraños, calles desconocidas y ademanes que no le resultaban para nada familiares, Emiro se dio cuenta de que no le quedaba nada aparte de sus hijos: el trabajo de toda una vida, su rancho, su esposa, sus sueños e ilusiones parecían haberse esfumado sin dejar rastros. Luego de un rato, Ana Barrera llegó al encuentro. Uno a uno, fue saludando a los integrantes de la familia y cuando llegó a Emiro le preguntó:

—Emiro, cómo le va. Qué tal el viaje.

—Ya usted se imaginará. Todo ha ocurrido muy rápido. Sé que usted no era muy cercana a María del Carmen, y por ello le agradezco que pueda recibirnos y darnos una mano en medio de esta difícil situación —respondió Emiro.

—Mi hermana nunca supo cómo mantener la boca cerrada y ahí están las consecuencias —dijo ella. Luego añadió—: Los hijos no deben pagar por las culpas de sus padres. Le voy a ser clara, Emiro. Este pueblo es muy pequeño y aquí todo se sabe, incluso, es probable que algunos amigos de los hombres que los sacaron de allá ya sepan que ustedes están aquí, esa gente controla toda la región, así que hay que saber qué se dice, cómo se dice y a quién se le dice. ¿Lo entiende, Emiro? 

—Sí… lo entiendo —respondió entrecortadamente Emiro.

Después de este breve, pero diciente recibimiento, Emiro escuchó atentamente las palabras de su cuñada, quien le advirtió que los podía recibir en su casa durante dos días mientras les conseguía un espacio para vivir en Nuevo Frontera, un asentamiento en el que habitaban diferentes familias que, como los Aguirre Barrera, habían sido desplazadas por el conflicto o no contaban con los medios económicos que les permitieran darse una calidad de vida diferente. En este lugar, los predios no estaban legalizados, algunas viviendas carecían de servicios públicos y prácticamente cada quien construía de acuerdo con sus posibilidades.

Fue así como Emiro, en compañía de Ana, emprendió durante los dos días siguientes la misión de hallar un lugar para vivir junto a sus hijos durante los próximos meses mientras se estabilizaban y lograban ubicar ‘algo mejor’, de acuerdo con las expectativas de Emiro. Entre tanto, José Julián, Esteban José y Dayana Zulay estaban a cargo de apoyar los quehaceres de la casa de su tía, ante la mirada y compañía permanente de Melany Juliana, la menor de la familia.

«Encontramos un lugar», expresó Emiro en un tono serio y a la vez desganado porque en el fondo sabía que aquel lugar no era lo que él y su esposa hubieran querido para sus hijos. Pero no había nada que hacer y tenía que avanzar en la misión que los había traído hasta ahí. Fue así como Emiro y sus hijos se trasladaron, con mucha expectativa, hacia su nuevo hogar. Al llegar al lugar, Dayana se sintió emboscada y empezó de inmediato a lamentar ese viaje. Aquella era una pequeña casa construida con madera y zinc que tenía dos habitaciones, una (la más grande si puede decirse) en la que dormirían su padre y las dos mujeres y otra para los dos varones; así como un baño, que más que baño parecía letrina. Lejos parecía estar en sus mentes la imagen de su casa en La Esperanza: grande, extensa y florecida.

Los días pasaron así como las resacas que a su paso dejaban las fiestas decembrinas. Al interior de su nuevo hogar, hacía un calor tan húmedo que pegaba la ropa a la piel y estando allí fue que los hermanos Aguirre Barrera, sin mayor entusiasmo, pasaron uno tras otro los últimos días de aquel año. No había nada que celebrar, no había nada por qué orar ni nada por qué dar gracias. Ese diciembre fue un mes interminable de confinamiento forzoso en el que sintieron escalofríos y espasmos, en el que sintieron que estaban solos en ese pueblo de gente desconocida, y en el que, por más esfuerzos que Emiro hiciera, los ahorros se iban acabando, puesto que aquello de conseguir empleo se había convertido en una tarea imposible.   

Avanzaba el inicio del año 2016 y en Frontera la familia pasaba por días críticos. Los ahorros se habían esfumado y para Emiro no alumbraban oportunidades de empleo. Los cuatro hermanos siempre fueron conscientes del esfuerzo de sus padres para poner comida sobre la mesa. Ahora el hambre había comenzado a ser un problema de todos los días. Cada trozo de pan que les correspondía caía como bajado del mismo cielo. Con esta situación, Dayana se dio cuenta de que nunca en su vida, hasta entonces, había conocido el hambre.

Más allá de que la tía Ana les ayudaba con lo que podía, la situación no mejoraba y fue ahí cuando Emiro le pidió a sus cuatro hijos que no tuvieran miedo, que tuvieran paciencia y que confiaran en él así fuera por última vez. Cuando todos se reunían, casi siempre alrededor de la pequeña mesa que había en el lugar, ninguno contaba su día, buscando quizás, en el silencio, pasar el sabor amargo que les producía el destierro. Fueron días complejos sin escuela ni obligaciones ni horarios. 

«No es justo que estemos aquí, aguantando hambre», dijo un día José Julián. En cierto sentido, los cuatro hermanos sabían que el estar allí era algo que no habían decidido solos: era como si todo esto ya hubiera sido escrito por alguien más.  Así pasaron tres meses. Tres meses de discusiones y lamentos en aquella parcela sumergida en una nube de ácaros. Una noche, el cielo estaba cerrado y brisaba tan fuerte e incesantemente como si el clima estuviera anticipando la tormenta que estaba por desatarse.

—¿Papá, qué vamos hacer? No podemos seguir viviendo así —confrontó José Julián a su padre.

—No sé, no sé, no he podido dejar de pensar en lo mucho que podamos hacer y en el hecho de que no podemos hacer nada —respondió Emiro.

—Pero, papá, nuestra vida es cada vez más difícil. Me cansé, yo me voy… —agregó exaltado el joven.

—¿Qué? Usted no se va para ningún lado. De aquí lo sacan o se va, pero muerto —sentenció Emiro, quebrándosele la voz.

—Que así sea entonces, pero yo no pienso seguir viviendo así. Me siento andando en la oscuridad y por eso me iré a buscar otras opciones para ayudar a mis hermanos —le gritó José Julián a su padre.

Los demás hermanos no dijeron nada durante unos minutos, aguardando el instante en que el momento de tensión volviera a la calma. Pero ocurrió todo lo contrario, padre e hijo se pusieron cara a cara como si el uno le fuera a morder los ojos al otro.

 —Me voy, papá… —dijo José Julián con ira y en ese instante dio media vuelta, recogió un morral que tenía en el piso con algunas de sus pertenencias, abrió la puerta y se marchó. El portazo penetró los oídos de Emiro y de sus otros hijos, y fue así como José Julián se marchó habiendo dicho lo que tenía que decir y haciendo lo que tenía que hacer.

Todo se estaba viniendo abajo para la familia Aguirre Barrera y Emiro lo sabía, mas sabía que no podía hacer nada al respecto. Con los ojos aguados miró fijamente la puerta por la que minutos atrás había salido su primogénito con rumbo desconocido y en ese momento comprendió que su vida y la de sus hijos ya no estaban bajo su control y ahora estaban a la deriva. Sintió repugnancia por sí mismo. 

Entre tanto, y en medio de la bruma de las lágrimas, Dayana se asomó por una ventana y observó como su hermano se alejaba de la casa y también de su vida. En ese momento, sintió como el destino le daba una violenta bofetada y la traía de regreso a una realidad que ella no había decidido y que para ese momento la tenía con toda su familia dividida.

En el rostro de Dayana se leía una angustia viva por todo lo que estaba sucediendo. Sabía que la violencia tenía la culpa del sufrimiento de su familia y del hecho de que hubieran tenido que salir de su casa. Sin embargo, su alma albergaba un absurdo sentimiento de felicidad que le producía convencerse de que todo lo que estaba viviendo junto a su familia era transitorio y que en algún momento la suerte iba a virar a su favor. 

Una mañana, semanas después de la partida de José Julián, Emiro recibió la llamada de Ana, quien le contó que tenía un ‘conocido’ que estaba buscando una persona que trabajara vendiendo jugos de naranja en un puesto de venta ambulante ubicado en el parque principal del municipio. Además, le dio la buena noticia de que en la institución educativa del pueblo autorizaron recibir a sus hijos para que continuaran con sus estudios.

Extasiado de felicidad y júbilo, Emiro dio gracias a Dios por la oportunidad y sin pensarlo dos veces aceptó el trabajo. Además matriculó inmediatamente a sus hijos en el colegio. Para Emiro fueron días agotadores: no solo por el trabajo físico que demandaban hasta doce horas de jornada ni por la tensión de hacer correctamente lo que su rol le pedía, sino por el esfuerzo mental que suponía su voluntad de mantenerse firme en su deseo por garantizar que sus hijos no pasaran por más necesidades ni angustias. 

Los días pasaron y Emiro sentía que su desempeño en el trabajo mejoraba;  ello se reflejaba también en los ingresos económicos que recibía. Él estaba entusiasmado y trataba de contagiarles el entusiasmo a sus hijos. Dayana fue quien dio un paso al frente y desde ese momento se volvió inseparable de su padre. Ella lo acompañaba después de clases al puesto de naranjas y le ayudaba tanto a vender como a seleccionar las mejores frutas. Si de algo sabían los Aguirre Barrera era sobre este tipo de alimentos. Eran momentos para recordar como en su finca en La Esperanza tenían la facilidad de sembrar árboles que daban diferentes clases de mango, naranja y también de limones. Dayana resultaba ser la asistente idónea para el entusiasmado padre.

Tiempo después, y tras veinticuatro meses viviendo en Frontera, la familia recibió un trascendental mensaje que marcaría un antes y un después en la vida de todos. Al otro lado del teléfono, estaba el tío Manuel quien, con voz llena de gozo dijo: «Hermano, ya pueden regresar. Todo se ha calmado y el momento ha llegado».

Resultó que el país que había estado acostumbrado a la guerra, a las víctimas, a los heridos y a los desplazados había pasado la página y estaba empezando de nuevo. De esta manera comenzaba a implementarse paulatinamente un acuerdo de paz firmado entre el gobierno y uno de los grupos armados históricos del país. Este ambiente brindaba facilidades para que familias como la Aguirre Barrera tuvieran la confianza y posibilidad de volver a sus territorios y empezar un proceso de reconstrucción de sus vidas.

Al margen de ello, Emiro se había acostumbrado durante cada noche, de cada semana, de cada mes en Frontera, a encriptar cualquier esperanza que hubiese de volver a su rancho. Así que el regresar le evocaba de cierta manera la realización de un pacto con el diablo. Esa noche, al volver a la casa desde el trabajo, tuvo tiempo para pensar: pensó en lo que haría su esposa si estuviera viva; pensó en el esfuerzo invertido para construir su rancho; pensó en perdonar a quienes le habían arrebatado a su mujer, para poder vivir en paz;  hasta que se avergonzó de su egoísmo si privaba a sus hijos de la oportunidad de crecer en el que siempre fue su hogar. 

Aquella fue una noche memorable, con su corazón ensanchado de gozo, pero al mismo tiempo de incertidumbre, Emiro expuso a sus hijos las razones para volver al que siempre había sido su hogar. Para ese momento, Dayana ya estaba cerca de los 12 años; Estiben José navegaba por los 16, y Melany Juliana alcanzaba los 7. Los tres habían crecido y aprendido a vivir y a sobrevivir en Nueva Frontera, así que al principio la noticia de regresar les resultó absurda, pero no dudaron en apoyar de nuevo a su padre y emprender el camino de retorno. Había en ellos una sensación de propósito que no habían conocido hasta ahora.

Con los primeros días de 2018, comenzaba un nuevo capítulo en la vida para los Aguirre Barrera, una familia remendada como una porcelana que se había roto. Luego de despedirse de la tía Ana y de agradecerle por la ayuda brindada, Emiro y sus tres hijos se pusieron en marcha hacia La Esperanza, tras haber pasado más de dos años viviendo en el exilio. Al llegar, y tras un breve recibimiento con brazos abiertos por parte del tío Manuel y la tía Rosa, se dirigieron con gran expectativa a su rancho. Al ver el estado en el que se encontraba la casa, un profundo desconsuelo se apoderó de los cuatro. No había rastro del lugar que solía ser y aquello era un remedo de un hogar que algún día fue. La fachada de la casa y su interior eran irreconocibles, además, las plantaciones que alguna vez habían tenido las había carcomido el tiempo. 

En ese momento, los Aguirre Barrera descubrieron una nueva emoción: el desarraigo. A esta altura, tantas situaciones adversas ya habían golpeado el espíritu de toda la familia. Durante dos años, la familia había estado cayendo poco a poco en su propia melancolía. Esa noche, nadie logró conciliar el sueño y los cuatro atravesaron por un desequilibrio espiritual que los condujo de repente a no sentir vínculo emocional alguno con aquellos muros porosos que los rodeaban.

«Una sola chispa puede incendiar una pradera», se cita en un viejo manifiesto. Para la realidad por la que atravesaba la familia, la chispa tenía nombre propio: Dayana Zulay Aguirre Barrera.  A la semana siguiente, Dayana, siendo consciente de la relación que había forjado con su padre en La Frontera, se atrevió a decir: «Papá, vendamos esta casa. Este ya no es nuestro hogar. Ninguno de nosotros quiere estar acá». Dayana llevaba varios días buscando la manera de comunicarse con su padre y de transmitirle que el tiempo había hecho su trabajo y que estaban volviendo a una casa extraña que les resultaba azarosa y desconocida y que los hacía sentir cada vez más alejados de todo lo que un día habían llamado suyo.

Emiro, a quien los últimos dos años le habían abonado el terreno para convertirse en un hombre entregado a sus hijos, sabía que las mejores oportunidades ocurrían de la nada, así que atrapó la idea de Dayana al vuelo y no demoró en empezar los trámites para vender la finca. Alejados por el fantasma del homicidio de su madre y esposa, y de su posterior desplazamiento, los cuatro sintieron el deseo visceral de cortar con todo y volver a empezar. Con el dinero obtenido de la venta, Emiro logró trasladarse junto a sus hijos desde la ruralidad de La Esperanza hacia el casco urbano del municipio. Gracias a un contacto que el tío Manuel tenía en la administración municipal, Emiro logró adquirir y administrar la tienda escolar de la Institución Educativa Puerto Libertador, lugar que le brindaría sustento a su familia y también una oportunidad de estudio a sus hijos.

Detrás de la rutina diaria de aquel plantel educativo, transcurrieron para la familia los siguientes tres años. Dayana, ya con 15 años y empezando a cursar el grado noveno, conoció en el colegio a Fabián Soto, un profesor de sociales que era un hombre alto, delgado y de gafas a quien todos los estudiantes querían. Desde su llegada, el docente había empezado a organizar diferentes actividades culturales sobre paz, conflicto y reconciliación buscando que los estudiantes se interesaran por conocer a profundidad el contexto en el que vivían, ya que ellos podían ser un instrumento de transformación para una sociedad ávida de una juventud pensante, reflexiva y propositiva.  

Por su pasado, Dayana no lo pensó demasiado y empezó a vincularse en estos espacios bajo la guía y el acompañamiento del amable profesor. Este recorrido le permitió a ella descubrir un fervor por el estudio que no había sentido antes. Se había convertido en una estudiante sobresaliente y pasaba largas horas del día leyendo todo tipo de libros, así como investigando sobre la historia de su pueblo, de su región y de su país. Dayana entendía que el futuro comenzaba desde el ahora y se construía entre todos, así que con el pasar de las semanas se convenció en dar ese primer paso.

En tanto el tiempo transcurría, Dayana adquiría nuevos conocimientos y con ello florecía en su interior un ferviente deseo por trascender, por creerse capaz de olvidar todo lo ocurrido en esos años anteriores y de sentirse libre de odio, resentimiento, culpa y resignación. Extasiada por el mágico mundo que le brindaban los libros y que le permitió estimular su imaginación, creatividad y concentración, Dayana inició su último año escolar con un único objetivo en su mente: lograr una beca de educación superior que le permitiera expandir su vida, atravesar las barreras impuestas por su territorio y alcanzar sueños jamás pensados para alguien que ha sufrido de cerca las secuelas de la guerra.

Fue por entonces, que el profesor Fabián Soto, conocedor de las habilidades y del deseo de Dayana por convertirse en una mujer dispuesta a enderezar la vida que la violencia torció sin avisar, le manifestó lo siguiente: «Dayana, mire, póngale cuidado. El Estado ofrece becas en educación superior a los estudiantes que alcanzan las mejores calificaciones en las pruebas escolares nacionales que se realizan anualmente. Así que, si su verdadero deseo es escapar de la carga molesta de su pasado, esta es una oportunidad. Recuerde que la suerte favorece a los osados».

Dayana, que ya para ese tiempo había aprendido que todo el mundo era libre de perder oportunidades únicas, no estaba dispuesta a darse ese gusto. Por lo tanto, cuando escuchó las directas y sensatas palabras de su profesor, no pestañeó y entre ceja y ceja se propuso prepararse con la dedicación, el compromiso y la disciplina requeridas para obtener una de las tan apetecidas becas.  

Los meses transcurrieron y Dayana se mantuvo entregada al estudio bajo la mirada y guía atenta de su abnegado profesor. Sabía que el desafío era grande, pero estaba preparada para lo que fuera: se lo decía su mente y cuerpo, que había cuidado y preparado con gran determinación desde su regreso a Puerto Libertador. Cuando por fin llegó el día de la prueba, resultó extraño para Dayana darse cuenta de todo lo que sabía, de todo lo que había estudiado y de lo preparada que se sentía no solo para el examen sino para todo aquello que llegaría detrás de este.

No supo cuánto tiempo había pasado, podía ser un mes, podían ser dos, esperando pacientemente los resultados del examen. En ese instante, Dayana tuvo la certeza incómoda de que la espera habría sido distinta para ella, menos angustiante y solitaria, si su madre hubiese estado a su lado. Ocurrió que Dayana se había convertido en una adolescente con la imagen presente de María del Carmen en su cabeza: su carácter, su determinación, pericia y osadía ya hacían parte de ella y la habían conducido hasta ese sublime momento.

Finalizando el mes de noviembre de 2022, el profesor Fabián fue el encargado de dar la noticia primero a Emiro, para que él reuniera a la familia y, en compañía del rector y otros docentes de la Institución Educativa Nuevo Libertador, comunicara la solemne noticia a Dayana, una noticia que cambiaría su vida de una forma muy diferente a como cambió en el instante en que la guerra le arrebató de los brazos a su madre. Cuando escuchó que había obtenido en el examen uno de los mayores puntajes del país y que con ese hecho podría acceder a una de las becas, Dayana lloró lágrimas de adolescente agradecida, satisfecha e ilusionada. Sabía que su sueño de estudiar medicina se transformaba de ilusión a realidad.

Emiro, Estiben José y Melany Juliana sintieron orgullo y felicidad por Dayana. Pocos años atrás, aquella joven estaba en la penumbra del escondite que resultó ser para ellos su casa en  Nuevo Frontera. Ahora tenían ante sus ojos a una mujer que había atravesado el velo de la muerte y del destierro y se encontraba ad portas de virar hacia una nueva realidad que traería consigo un notable impacto no solo para ella, sino también para su familia, su municipio y su colegio. Fue así como el profesor Fabián propuso que el discurso de cierre de la ceremonia de graduación lo hiciera Dayana, como un modelo para los demás estudiantes de perseverancia, resiliencia y esperanza en una región donde escasean las oportunidades para jóvenes como ella.

Atrayendo su consciencia de nuevo al aula múltiple de su colegio y ante la mirada atenta de su familia, y de los estudiantes y docentes de la institución, Dayana continuó con el discurso que había iniciado hace un momento y que por fracciones de segundos interrumpió para luego proseguir y agregar: «Mi mamá fue una gran mujer. Ella defendió sus ideas y los intereses de toda una comunidad, incluso con su vida. Su historia, su esencia, me invitó a creer en una sociedad más justa, más sana, y por lo tanto más feliz y próspera, a la cual estoy dispuesta a servir de corazón, imaginándome en unos años como una de las mejores médicas de este país y, por qué no, del mundo». En ese instante, lágrimas brotaron de los ojos de Emiro, el orgulloso padre, y también de sus hermanos José Julián (quien había venido desde La Frontera a presenciar este evento único en la vida de su familia), de Estiben José y Melany Juliana… «Todos podemos contribuir a cambiar el mundo. Por qué no empezar ahora por nosotros mismos dejando a un lado miedos, odios, resentimientos, tristezas, egos y rivalidades».  Tomando aire profundamente Dayana concluyó: «¿No debería todo lo que hacemos estar al servicio de la gente?»

Desde la muerte de María del Carmen Barrera transcurrieron siete Navidades y ninguna se disfrutó ni celebró tanto como aquella de 2022. Para la familia, fue un momento para reencontrarse, para hacer memoria, para perdonar y también para reír. Ninguno recordaba cuándo había sido la última vez que sonrieron tanto. Que se sintieron tan unidos y tan vivos. Inmersos en ese ambiente, todos aprovecharon para despedir a Dayana, quien se preparaba para empezar un nuevo episodio de su vida.

Durante las primeras semanas de 2023, el bus con rumbo hacia la capital del país arrancó y su familia quedaba atrás, igual que se quedaba atrás una vida maquillada por la tragedia, la ira, la impotencia y la desesperanza. Allí sentada, ya no iba la hija de una lideresa social asesinada, la niña a quien la violencia le había destrozado la vida y a quien la impunidad podía mirar por encima del hombro. No, allí iba Dayana Zulay Aguirre Barrera, la joven que se había ganado el derecho de vivir sin miedo, aferrada a la idea de que sus tristezas y desazones no eran razones suficientes para condicionar su destino. Dayana viajaba en aquel bus sintiendo que la vida, tal como ella la imaginaba, estaba por fin al alcance de su mano. Con el corazón alterado se dijo a sí misma: «Hoy comienza mi nueva vida. Adiós, familia. Adiós, amigos. Adiós, La Esperanza. Adiós, Puerto Libertador. Llegará el momento en que nos volvamos a ver».

*Fotografía aportada por el autor.

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