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Esa ausencia que no termina

Por Aura Milena Upegui Olaya

Esa tarde no llegó sola. Nunca llegaba sola. Esta vez llegó con la desgarradora muerte de mi hermano, aquella que quedó registrada en mi memoria con el color rojo de su morral escolar ensangrentado, como el anuncio más vívido de ese momento que marcaría mi vida. Nuestras vidas.  

Sergio, mi único hermano, había  muerto. A mis seis años no entendía la muerte. No alcanzaba a entender que ella partiría mi vida y la de mi familia en dos. En la tarde de ese día yo estaba en el balcón jugando, mi padre estaba trabajando en casa, mi madre se encontraba estudiando en la universidad y mi hermano no tardaría en llegar de la escuela.  Sin embargo, en su lugar, se asomó a la calle una caravana encabezada por dos patrullas motorizadas de la policía y varios carros. No me pareció extraño, esa calle era un camino obligado a la cárcel de mujeres, era cotidiano ver patrullas transitar por allí, pero esta vez los vi estacionarse justo en frente de mi casa. Se bajaron varias personas y tocaron la puerta, entre ellas la profesora y un compañero de la escuela de mi hermano el cual llevaba en su mano izquierda un morral rojo. Era el morral de Sergio goteando sangre, como si se estuviera deshaciendo. Entendí que algo no estaba bien, mi padre acudió a la puerta y de un momento a otro mi casa se inundó de personas. Recuerdo la policía, el ruido de las mil palabras al tiempo, el olor a sangre, el ambiente pesado, el llanto y el rostro de mi padre pálido y desconsolado. 

Desde hacía unos años los muros de esa casa gris escuchaban los tensos pasos de mis padres y nuestro corretear infantil. Era una casa grande, fría y cuadrada. En el primer piso funcionaba una fábrica de papitas, que distribuían luego a escuelas y tiendas. Cada espacio de ese primer piso se destinaba al procesamiento, empaque y venta de las papitas. Podía escuchar el ruido de las máquinas y las conversaciones de los trabajadores, proveedores y vendedores durante el día. Y en la noche, sentir el silencio de ese espacio vacío. Por eso mi casa, esa casa fría y gris, olía a bultos de papa y aceite. En ese primer piso, después del salón, había unas amplias escaleras blancas que conducían al segundo piso. Ese segundo piso era nuestro espacio familiar, estaban los cuartos, la sala, el comedor, la cocina, el baño y un balcón, era una típica casa de familia de clase media de la época. De aquel ambiente pesado, cambiábamos los fines de semana a uno más amable y verde, en una casa campestre de tapia que mis padres tenían en una vereda fría de un pueblo a las afueras de Medellín.

Yo era una niña ajena a todo lo que pasaba en aquella Medellín de la época. Una Medellín violenta en la que explotaban bombas, asesinaban policías y Pablo Escobar mandaba. Mi Medellín llegaba hasta mi calle, habitada por los vecinos pertenecientes a unas cuantas familias, por mis padres, mi hermano y yo. Mi calle era una calle de barrio, ligeramente curva, corta, estrecha e inclinada. Era una calle marcada por dos espacios distintos: empezaba con un primer espacio residencial de casas grandes de dos pisos y extensos patios y terminaba en un segundo espacio, enigmático y misterioso, que se encontraba donde terminaban las casas. Este último iniciaba con extensos solares y terminaba en unos grandes muros de cemento, que encerraban los secretos de una institución de reclusión de mujeres administrada por una congregación religiosa, todo esto dentro de un mismo y gigantesco espacio. Más allá, se encontraba un cementerio. Estas construcciones, grises como mi casa, databan de principios de siglo. Subiendo, entre la zona verde y el inicio de los muros, en la mitad de la calle, había una pequeña rotonda con un pedestal de cemento en el centro y en lo alto se erguía una estatua blanca religiosa, la que daba aviso al inicio de este reservado espacio. 

Era la época de los juegos de calle, de acera, jugábamos golosa, cargábamos muñecas, tirábamos trompos y yoyos, montábamos en bicicletas y triciclos. Y ese espacio vedado solo lo tocábamos  en dos circunstancias: una era bajo el permiso colectivo de jugar  en los inmensos solares supervisados por un adulto y la otra era los domingos de catecismo con las religiosas. 

En ese espacio fúnebre yo era invisible ante todos los adultos, quienes lloraban y gritaban. Realmente no comprendía nada. Se preguntaban, se respondían, se decían y murmuraban “¡el niño está muerto! ¿Pero qué significaban aquellas palabras? Y peor aún para mí ¿Dónde estaba mi hermano que aún no llegaba de la escuela? Yo no lloraba, no entendía lo que la muerte significaba y no entendía la relación entre esa palabra, las personas que estaban en casa y mi hermano. En un momento mi mirada estaba perdida en la pequeña maleta roja que yacía en el suelo del segundo piso. Fue entonces cuando levanté la cabeza y vi acercarse su maestra, mirarme fijamente y llorando me tomó de los hombros, me movió bruscamente y me gritó: 

—¿Es que no entiendes que tu hermano acaba de morir? 

Ella logró que yo empezara a llorar, pero no por la muerte  —aún así no entendía la muerte— lloré por su maltrato. Pero mis lágrimas se perdieron en medio de la situación, así como quedé perdida e invisible por muchísimos años después de esa tarde de la muerte de mi hermano. 

Mi madre llegó. Llegó y enloqueció. Todos éramos culpables. Lo decía una y otra vez a mi padre y a las maestras de mi hermano. Y por segunda vez esa tarde —después del grito de la maestra— volví a dejar de ser invisible, cuando mi madre, en medio de su mirada perdida, me encontró y me dijo: 

—¡Debiste morir vos en lugar de Sergio! 

Yo bajé la cabeza, guardé silencio y sentí mi pequeño mundo derrumbarse. Esa noche sería una muestra de los próximos años de mi vida. Mientras que a mi padre lo invadía un mar de lágrimas por dentro, a mi madre la recorría un río de lágrimas por fuera. Yo lloraba de las dos maneras. El mismo día había perdido a mi hermano y a mis padres. 

—¡Mataste a mi hijo! —gritaba mi madre.

Según ella, el principal culpable era él, mi padre. Mientras tanto, él callaba absorbiendo su pena. A simple vista era un hombre impecable, sus principios estaban tan marcados como las líneas de sus pantalones, alto, delgado, de tez blanca, de mostacho, ojos verdes, cabello oscuro que ya empezaba a canear y elegante. Era el único hombre en una familia de tres hermanas y podía ser tan malhumorado y seco como podía, pero tan dulce y cariñoso como quería. Y había decidido hacía ocho años comenzar una familia con mi madre, justo cuando su vida empezaba a declinar. Él había estudiado contaduría pública y se dedicó a los negocios, siendo la fábrica de papas fritas su último emprendimiento al que destinaba su tiempo, esfuerzos y dinero. 

Los gritos de ella, mi madre, eran desgarradores, alaridos dolorosos y difíciles de soportar, se metían debajo de las entrañas y recorrían de manera escalofriante cada rincón de esa casa gris. Yo solo quería sanarla o desaparecer. 

Ella, la mamá, era la tercera de una familia de once hijos, reconocida por su inteligencia y su rebeldía, quien no se cansaba de hablar de los maltratos sufridos en su infancia en el seno de una familia muy católica. Ella era una mujer pequeña, de tez blanca, cabello liso negro, ojos oscuros y de muchas palabras. Una contadora de cuentos e historias. Una combinación  de recuerdos y fantasías salían armoniosamente de su cabeza, creando un mágico encanto cada que hablaba. Sin embargo, su dureza y rebeldía crecían cada vez más y le era difícil ubicarse en un mundo tosco, que no tenía consideración con nada ni nadie. Mi madre era una mujer treinta años menor que mi padre y sus jornadas las pasaba estudiando enfermería en la universidad. 

Ese día no hubo noche. No hubo noche porque nadie durmió. O quizás sí hubo noche, una noche que se extendería por muchos años en nuestras vidas. Al día siguiente de la caravana, en el primer piso de esa casa gris, el ruido de las máquinas de papitas cesó para dar paso a una estampida de personas de la familia, amigos y vecinos que llenaron la casa para la última despedida de Sergio. 

Yo caminaba perdida e invisible, veía zapatos, pantalones y faldas, y escuchaba a los adultos murmurar, llorar y preguntarse los unos a los otros cómo y por qué había pasado. Este oscuro escenario terminó de nublarse cuando la cordura abandonó a mi madre de nuevo y ella comenzó a vomitar su rabia —acumulada durante años— a algunos de los asistentes, les gritaba cuanto esas personas habían aportado para su desdicha y les decía: 

—¿Vinieron a burlarse? ¿Vinieron a mirar mi desdicha? ¿Están contentos de verme sin mi hijo? 

Las personas guardaban silencio, trataban de consolarla, pero nadie frenaba esa furia enloquecida que la poseía y la controlaba. Ese espacio fue justo de recuerdos y culpas.  

Toda esa escena era demasiado para mí, sollozaba y me escondía en el gran armario azul, tratando de que no me llegaran más esos desgarradores y despiadados gritos de angustia y dolor, los cuales no comprendía, pero su solo sonido me llenaba de emociones tristes que no quería sentir más. Ese armario azul donde me escondía era el mismo que durante años sirvió de trampolín y de escondite en los interminables días de juego con mi hermano. Todo parecía una pesadilla, era una interminable pesadilla. Salía al balcón y lo único cierto era que Sergio con su gran sonrisa había partido en la mañana del día anterior y no había regresado. Yo todavía lo esperaba. Yo soñaba el momento en el que él entrara por la misma puerta por donde había salido. Su ropa, sus juguetes y yo lo esperábamos. 

Sergio era mi hermano, mi par, mi compañero de juegos, el primogénito, justo un año mayor que yo. Desde que me recuerdo en el mundo siempre estábamos juntos. Los amores y desamores entre nosotros, propios de la infancia, eran constantes. Había rivalidades y celos, era quien me jalaba las trenzas, no me prestaba sus juguetes y no me dejaba jugar con sus amigos. Pero yo lo amaba profundamente. En el interior de nuestro hogar éramos inseparables, salíamos a jugar bajo sol y lluvia. Pero cuando comenzó su etapa escolar nos separamos, yo me quedé en casa y él debía ir todos los días a la escuela, luego regresaba después de la jornada, casi siempre acompañado de mi padre. 

Sergio era claramente un niño con magia, un niño que brillaba. Era inteligente, inquieto, curioso, conversador, alegre, dulce y sonriente, su presencia permitía disminuir las olas de amargura y llevar las penas de cada miembro de mi familia. Era el centro de nuestro núcleo familiar, de la familia extensa, del vecindario y de sus clases, no había persona que no se sintiera conmovido ante su presencia. 

Al final de aquel ritual, la casa gris fue bajando su estruendo, la estampida fue pasando, uno a uno de los visitantes fue partiendo, cada uno con sus tristezas y los recuerdos que traía la muerte, cada uno con sus nostalgias y dolores, cada uno con sus penas y sus culpas, cada uno cargado con los gritos de mi madre y los silencios de mi padre. Quedamos nosotros tres, perdidos en  los sollozos de aquella casa gris. 

De pronto, me vi jugando sola con mis muñecas de trapo, como cuando Sergio no estaba. Les quitaba sus trenzas, las peinaba, les cambiaba de ropa, les cantaba y viajaba con ellas por mis mundos imaginarios, tratando de borrar la tristeza de las horas anteriores. Yo me sentía como una de ellas, vestida con uno de los vestidos que mi padre me compraba. Yo era muy tímida, introvertida, sensible y escurridiza, casi transparente a los ojos de los otros, incluso de mi misma madre. 

Las fibras de cada uno de nuestros sentimientos danzaban y se entrelazaban inconscientemente entre nosotros, se tejían y nutrían de las memorias pasadas, tejidas durante años, durante décadas y culturas. Las relaciones familiares eran tan tristes como todo el contexto de esa casa gris. Había una marcada separación de la familia, un estrecho lazo de amor entre mi madre y Sergio y otro entre mi padre y yo. 

De esta manera el cariño, cuidado y protección de cada uno de mis padres eran brindados por ellos de manera diferente a mi hermano y a mí. Por tanto, todo el ambiente familiar estaba marcado por esta división, en la comida, los juegos y las peleas podía verse y sentirse una predilección. 

Sergio era el primer hijo, varón como lo sueñan muchos padres, quizás como lo soñó también mi padre, quien lo miraba todos los días asombrado de esa luz que solo Sergio tenía. Veía a un niño blanco, de un cabello negro espeso, de grandes y brillantes ojos negros, curioso, hablador y activo, un hijo que había llegado para iniciar el sueño de una familia como la que él soñó toda su vida. 

Pero para mi madre, Sergio era más que eso. Sergio era su representación de la libertad, de la vida y del amor. Había llegado para sacarle aquello que estaba guardado, la ternura, las ganas de vivir, de luchar y él la había iluminado. Añoró su primer hijo y cuando llegó lo abrazó tan fuertemente que no concebía una vida sin él, a tal punto que logró una simbiosis perfecta. Mi padre quedó desplazado ante las diferencias que día a día se iban marcando de manera más profunda en la pareja después de su unión. Mi padre dejó de ser para mi madre ese sujeto de amor para darle paso a mi hermano. Sergio era tan parecido a ella que no podía hacer otra cosa que celebrar día a día su existencia. 

Un año después llegué yo, abrí los ojos y me vi en esa familia, una familia donde las emociones corrían en diversas direcciones, en la que no había ni reglas acordadas, ni una armonía marcada, una familia de diferencias y choques, tratando de sobrevivir a aquello que inicialmente los unió. A mi llegada, mi padre me tomó en sus brazos y me pintó de rosa, me compró vestidos de boleros y me llenó de mimos y cariños, entendí su soledad y me refugié en él para consolarme de las pequeñas —y para mi madre insignificantes— exclusiones, vacíos y ausencias que ella dejaba en mí. 

Sergio era ese puente colorido y luminoso que ingenuamente unía esas islas familiares.  Así yo sentía, en mi inocencia, que si yo estaba a su lado podía ser vista por mi madre. Cuando estábamos juntos se armonizaban las relaciones  entre nosotros dos, con nuestra corta diferencia de edad, con nuestros parecidos físicos, nuestra misma sangre y esos apellidos que llevábamos en común. Claramente yo estaba en la sombra, pero no me importaba, las pequeñas angustias y miedos, convertidos en monstruos, los guardé en saquitos de papel debajo de la almohada para que nadie las viera. Yo intentaba ser feliz, tenía una familia y eso para mí lo era todo. 

Hacía seis años que yo había llegado a esa familia y al interior de nuestra casa gris era normal escuchar las incómodas y tensas conversaciones políticas entre un padre conservador y una madre revolucionaria que inundaban la cotidianidad de nuestro hogar, cotidianidad que esa tarde se vio interrumpida por la llegada de aquella lúgubre caravana. 

En la mañana de ese día de semana, la familia se despertó muy temprano como era habitual. Se puso en la estufa el café y el chocolate, se amasaron las arepas y se cortó el quesito. La mantequilla y el pan reposaron en la mesa mientras yo sentía los apuros de mi familia con el baño de Sergio, los pantalones bien planchados de mi padre y la preparación de la maleta de mi madre con sus libros de cuidados de salud y anatomía.  

De pronto sonó afuera el camión de la leche, un mágico momento para mí donde  se paraban todas las actividades y salíamos al encuentro lechero todos los vecinos de la calle, un momento de saludo colectivo que quedó grabado en la memoria de la época. Era un gran camión con un simpático señor que lo abría y se veía una carga gigante de canastas de leche. Cada canasta de metal con sus botellas de vidrio donde se empacaba la leche y cada una de ellas era finamente cerrada con tapas de aluminio algunas simplemente plateadas y otras venían de colores. 

Con la leche ya en la casa, por fin nos sentamos en la mesa, cada uno en su lugar de siempre y, cual ritual de cada mañana, empezó la conversación entre mi madre y Sergio. Las palabras los poseían y salían tan naturalmente de sus bocas que simplemente mi padre y yo dejábamos que fluyera. Mi madre paraba de vez en cuando para  hacerle alguna  pregunta a mi padre y él, masticando con su boca cerrada, simplemente respondía con gestos. 

Se levantaron rápido de la mesa y los trabajadores empezaron a llegar, se prendieron las máquinas, mi madre cogió su maleta con libros y Sergio cogió su maleta roja con su lonchera, su cartuchera y sus cuadernos, mi familia partió.  Yo con mi piyama, desde el balcón los despedí, sin saber que era el último desayuno que tendríamos juntos, sin saber que era la última vez que veríamos a Sergio. 

Sergio pasó la jornada en su escuela que quedaba en otro barrio, aquella de la que hablaba todos los días cuando llegaba a casa, aquella que lo hacía feliz. Al final de la jornada sonó la anhelada campana, era el momento del desenfreno por salir. Al frente de la reja los padres y madres estaban esperando entre las ventas de mangos, obleas, algodón de azúcar, chicles y dulces, y el típico alboroto a la salida del colegio. Sergio y otro niño, que vivía cerca de nuestra casa, esperaban a mi padre, giraban sus cabezas de lado a lado esperando verlo en su poderoso Renault cuatro amarillo. Mientras tanto, contaban monedas para comprar dulces. A los diez minutos, la escuela estaba casi vacía. Mi padre no llegó a tiempo ese día, como no había llegado a tiempo otros días, era normal. Entonces Sergio debía decidir si esperarlo o caminar hasta nuestra casa. Toda una aventura para un niño de tan solo siete años. Decidido, como solo él era, emprendió camino con su compañero. 

Al mismo tiempo, alejada de la concepción del tiempo, yo esperaba en casa. Bajaba para ver el acelerado movimiento del primer piso, vi las empleadas con sus delantales y gorros blancos, al fondo bultos gigantes de papas y hacia la puerta, enormes mesas metalizadas con millones de papitas listas para empacar en pequeñas bolsitas. Yo aprovechaba para comer algunas recién hechas. Vi a mi padre inundado de facturas, llamando a proveedores y esperando compradores, colmado de responsabilidades. Él esperaba el momento de salir por Sergio. Sin embargo, el tiempo pasó más rápido de lo que él hubiera querido y el momento de recoger a Sergio se fue diluyendo. 

Caminar solo de su escuela a la casa hacía sentir a Sergio grande. Al principio del trayecto, debía caminar por un barrio tranquilo, familiar, seguro, plano, arborizado, de  casas grandes y calles amplias. Luego, llegaría a una gran y transitada avenida donde debía caminar unos minutos en línea recta, atravesarla, subir por nuestra calle y ya estaría en casa. 

Empezó su camino, primero despacio, contando cuentos y mirando cada pájaro que lo acompañaba en su recorrido, cuando llegó a la gran avenida, observó que estaba más congestionada de lo normal. Era medio día y los rayos del sol caían imponentes. El paisaje cambiaba drásticamente, el ruido se intensificaba, el sonido de las bocinas se hacía más fuerte y el olor a neumático y a polvo se tornaban casi insoportables. Había que pasar rápido por ese desagradable escenario urbano.  Aceleraron sus pasos mientras seguían contando historias y planeando el día escolar siguiente. 

Parpadeó y vio rápidamente un joven en una moto acercarse. El joven había perdido el control de su máquina y dejó la calle para montarse a la acera. Sergio volvió a parpadear y de un segundo al otro sintió las vibraciones de la moto tocarlo, no podía dar un paso más, ya la moto estaba encima, su cuerpo fue cayendo. El otro niño, a unos centímetros de él, veía como esa moto enorme y oscura se posaba sobre Sergio. El golpe fue rápido y fuerte, mi hermano cayó sobre su espalda, sobre su morral rojo, con sus ojos muy abiertos, en silencio, su cabeza estalló contra el cemento y ahí quedó su último respiro. Sergio había muerto. 

La moto, luego de pasar por el cuerpo de mi hermano, continuó en desequilibrio y sin fuerza y cayó.  El otro niño, perplejo, vio al joven de la moto caerse sin ningún golpe. Solo el golpe que deja el remordimiento de haberle quitado la vida a un niño.

Aquella gran y asfaltada avenida se quedó inmóvil. Transeúntes y vehículos quedaron frenados en el tiempo, el reloj paró su marcha viendo la escena de un niño de maleta roja desangrarse mientras moría por una moto que acababa de pasar sobre su cuerpo. En segundos, el tiempo se descongeló y empezó a llegar la gente que había visto el accidente. Interrogaron  al otro niño, quien dio los detalles para ubicar a la escuela. 

A los minutos llegó la ambulancia y la policía, tiempo después sus profesoras retiraron la maleta roja de su cuerpo y se la entregaron al niño. Fue cuando se montaron en sus vehículos y se dirigieron hacia mi casa a dar la noticia. Y la caravana a los minutos llegó a mi casa. 

El cuerpo de Sergio fue recogido, nunca llegó a la casa y nunca supe de él, eran cosas de adultos, a los niños se nos niega vivir esos momentos de muerte, pero no verlo, generó esa esperanza de vida que quedó perpetuada en el tiempo.  

Las palabras cargadas de tragedia salían de las bocas de familiares, vecinos y amigos que llegaron a reunirse a mi casa el segundo día del accidente. Yo aún no tenía sino imágenes, la claridad de las palabras y la realidad de la vida, era casi oculta para nosotros los niños. Parecía que hubiera una regla universal de no hablarnos de la vida y la muerte, una cláusula en el contrato de existencia que impedía a los niños saber acerca la verdad de estos asuntos. “Son cosas de adultos” decían, y no podía quedarme expectante ante la reunión de dolores en la que me encontraba. Como piezas de rompecabezas, entre palabras rumoreadas y frases difusas  fui armando la escena de lo que estaban hablando. Un joven en una moto “enmarihuanado” había saltado de la calle a la acera, provocando un accidente que  dejaría sin vida a Sergio, quien venía de la escuela caminando.  

Yo pensaba mil cosas, entre ellas que estaban hablando de otro niño, que estaban hablando de una historia pasada, que era una pesadilla, que no decían la verdad, que se estaban equivocando y que todo estaba en su imaginación. Yo subí al balcón de nuevo y lo seguía esperando, estaba segura de que él llegaría, no creía que alguien pudiera partir así para nunca más volver. Así que independiente de todos los cuentos de los adultos, de los gritos de mi madre, del malestar de los asistentes, del silencio de mi padre y de todas las lágrimas que caían en la casa gris, yo creía que Sergio volvería. 

Entre el tercer y quinto día entendí que la partida de Sergio nos había fragmentado y aquella casa gris terminó de apagarse día a día por completo. Así empezaron a transcurrir los años siguientes. Nada quedó intacto, el dominó comenzó a tumbar sus fichas. 

Mi maleta fue armada esa misma semana para enviarme de “paseo” donde mi tía Luz. Luz era la mejor amiga desde la infancia de mi mamá y el hada madrina de mi cuento, una mujer de casi dos metros, quien llenaba de presencias todas mis ausencias y desde mi nacimiento me hacía menos invisible. Estuve unos días allá y después me llevaron a mi casa. Cuando regresé, después de saludar a mis padres, empezaba a buscar a mi hermano, lo buscaba inicialmente en el armario azul, luego en todos los rincones de la casa y terminaba en el balcón sentada esperándolo. 

Pasaron unos días y me volvieron a armar la maleta esta vez para donde otra tía y volvía a mi casa y volvía  abrir el armario azul y luego subía al balcón a seguir esperando. Esto se volvió rutina, mi maleta se armaba una y otra vez, pasaba en una casa y otra y volvía a la casa gris. Cada vez regresaba esperanzada, lo buscaba en el armario azul y me sentaba en el balcón a esperarlo. 

Unos meses después, recuerdo salir de la casa con mi madre, en silencio, caminamos unos minutos y llegamos a un lugar de muros altos y una inmensa reja de hierro carcomida por los años. Subimos unas escaleras y entramos. Era un enorme lugar abierto, circular, blanco, tétrico, frío y silencioso de amplios corredores externos, sus espacios estaban delimitados por muros con muchos cajoncitos y cada uno de ellos marcados con nombres, fechas y flores. Inmóviles, lúgubres y vigilantes, estatuas de santos y ángeles volteaban sus ojos hacia nosotras, sentí mucho miedo y seguí los pasos de mi madre cogida de su mano. 

Subimos más escalas, volteamos a la derecha y caminamos casi hasta el fin del amplio corredor circular, mi mamá frenó su marcha, paró en uno de los miles de cajoncitos blancos era uno lánguido, discreto, simple, desnudo de flores y marcado con el nombre de mi hermano. Ella se quebró de nuevo, rompió el silencio de días y meses, pues después de la partida de Sergio había perdido la magia del habla y comenzó a gritar el nombre de mi hermano. No recuerdo con exactitud sus palabras, solo recuerdo esos alaridos inolvidables que solo hablan de ese gran dolor que salía de las entrañas. 

Yo lloré también, todo aquello era extraño para mí, impactante, doloroso y muy lejano a la felicidad. Estuvimos solo unos momentos allí, las lágrimas cesaron paulatinamente, lentamente fuimos dejando el lugar donde viven los que mueren y el tiempo nos retornó a nuestra casa. 

Cada que regresaba a la casa, después de mis estadías en otras casas, buscaba los álbumes familiares, allí estaba la historia, nuestra historia, esas fotografías me mostraban cómo era mi hermano para no olvidarlo. Sin embargo, cada que los miraba entendía cómo cada hora me alejaba un poco más de todo lo que había sido la casa, mis padres, los vecinos, los juegos, todo me mostraba los nuevos vacíos y los viejos recuerdos. La fábrica se fue congelando y la casa se fue cubriendo de polvo y telarañas. 

Con los días, los trabajadores de la fábrica fueron disminuyendo, las máquinas de la fábrica se fueron apagando y oxidando, mi padre dejó de hacer cuentas, la fábrica fue cesando su actividad hasta que un día llegaron unos señores, mi papá los atendió y los llevó por toda la casa. Yo, tímida, permanecí escondida pero atenta a aquella visita. Al otro día mis padres empezaron a hacer las maletas, la fábrica y la casa gris habían sido vendidas, así como también había sido vendida la casa de tapia en el campo. Debíamos partir.  

Una nueva casa y algunos esfuerzos de mis padres por una nueva vida no impidieron que la enredadera de la nostalgia cubriera nuestra familia para siempre. La polución, que ya nos habitaba, intensificó con los días los amargos desencuentros y mis padres pasaron de discusiones incómodas a agresivas batallas, donde volaban de un extremo al otro objetos y malas palabras. 

Los años pasaron y el carácter de mi madre se alzó como un alto muro de rencor y dureza, la poesía que llevaba dentro se fue marchitando y sus ojos se cristalizaron para siempre, sintiendo todo lo externo como un ser sombrío que crecía y se esparcía por el suelo hasta llegar a sus pies, subir hasta su cabeza, hasta poseerla por completo y oscurecerla para siempre. 

La culpabilidad que sentía mi padre era alimentada diariamente con los reproches de mi madre. Eso lo hacía más infeliz, se le empezó a secar su cuerpo y su alma como una estatua olvidada, corroída por la intemperie. Envejeció aceleradamente y dentro de él la tristeza se volvió cáncer, lo invadió y, después de cinco años, finalmente, la muerte regresó y se lo llevó. 

El día de la partida de Sergio sentí la pesada culpa de existir, las palabras de mi madre me marcaron para siempre, añoraba que mágicamente se cumpliera su deseo. Fue así que la niña que fui dejó su maleta armada, no sabía para dónde, no sabía para cuándo. Los movimientos eran constantes, pasé horas, días, meses y años en la casa de familiares y amigos de mis padres. 

Temerosa ante los monstruos de mi infancia y todos los dolores de aquella etapa, me acostumbré a meter mi pequeña cabeza en los buenos momentos, seguí escondiendo los monstruos en saquitos de papel debajo de mi almohada y continué el camino alimentándome de los pequeños y bonitos detalles. Me nutrí de otros abrazos, de otros juegos, de otras palabras, de otros aromas y momentos que se fueron acumulando. 

Nunca dejé de esperar a Sergio, ya no en el balcón de la vieja casa gris, lo esperé en las nuevas casas, en otros balcones, en otras calles, en los columpios de todos los parques, en las montañas. Lo vi crecer en mis fantasías, lo imaginé viviendo otros mundos, otras historias, otras familias quizás más felices que las nuestras. Pero por más que durante años cerré mis ojos con fuerza y apreté los puños de mi pequeño cuerpo esperando que mi hermano apareciera de nuevo, él nunca apareció. 

En esos días  lúgubres y fríos mi casa gris fue habitada por decenas de personas que mencionaban la muerte, yo no entendía qué era eso de la muerte, el armario azul y yo sentíamos el vacío que deja la ausencia  una ausencia que se extendió en el tiempo y nos enredó en su agobio. Ni esa noche ni ninguna otra noche Sergio volvió a nuestra casa. Después de muchos años entendí, que esa ausencia que no termina, era la muerte. 

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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