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Por un progresismo decolonial y secular

Por Andrés Felipe Giraldo L.

El comunismo ha muerto. Murió incluso antes de que Nietzsche matara a Dios. Nació muerto o mejor, nunca nació. Y murió porque nunca dejó de ser utópico, aunque los filósofos ya lo hubiesen dividido entre lo utópico y lo científico. Porque, al final, lo científico también puede seguir siendo utópico. Y el comunismo lo fue, a pesar de la genialidad de Marx, que tuvo tan pésimos intérpretes como ver a Kanye West cantando Bohemian Rhapsody. No vale la pena ahondar en ello, porque los muertos, aunque sean millones, no hablan. Y en nombre del comunismo sí que los hubo, solo para cambiar a la clase dominante de la burguesía feudal fraccionada y débil por la de una burocracia estatal omnipotente, omnipresente, absolutamente cruel y arbitraria.

Pero gracias al comunismo, aunque irreal, por fin la humanidad tuvo conceptos fuertemente elaborados para comprender que el azul de la igualdad en la bandera de Francia tenía un sentido más allá de cortarle la cabeza al rey. Porque después de cortarle la cabeza al rey, los revolucionarios se dedicaron a cortarse las cabezas entre ellos mismos, en nombre de la igualdad. Quizás no hay nada más igual en la humanidad que los hombres sin cabeza. Igual, cruel, innecesario e inútil. Magro legado le dejó Robespierre a la Revolución; tanto, que arrojó a Francia otra vez a los brazos de un emperador: Napoleón.

Con el tiempo y la experiencia, el socialismo por fin emergió en el mundo como la base ideológica de lo posible. Un socialismo que, sumado a la democracia, establecería nuevos desafíos para el pensamiento elaborado sobre la idea de una humanidad más justa y solidaria. Así nacieron las socialdemocracias del mundo, permeadas por la necesidad de una igualdad posible, que no cortara cabezas. Y las socialdemocracias funcionaron (y han funcionado) para lo que se conoce como el primer mundo, pero a los países en vía de desarrollo les ha quedado mucho más difícil. Para implementar una socialdemocracia sólida, primero hay que ganar el terreno en lo social, algo muy complicado en países que arrastran los lastres del colonialismo, que es, por definición, discriminatorio, segregador, arbitrario e injusto.

Es difícil ganar en lo social cuando en las sociedades emergentes hay ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría (en el mejor de los casos), dependiendo de los apellidos, el abolengo y los títulos nobiliarios que aún se heredan, aunque formalmente no existan. Esto sucede en países en donde las castas de la nobleza española siguen viendo con desdén (y hasta repulsión) los apellidos indígenas, que poco a poco se meten en las ciudades, huyendo de las selvas que destruye la civilización. Por eso América Latina se aferra al progresismo, que no es más que el camino que nos lleva a una socialdemocracia propia, autóctona y auténtica, ligada a nuestra historia y nuestros principios.

Así pues, el principal objetivo del progresismo latinoamericano es lograr una decolonialización total, estructurada y duradera. Acabar con los rezagos de los virreinatos es imprescindible para construir una sociedad más justa. Porque en el colonialismo está la raíz de los privilegios de unos pocos, que creen que las prerrogativas sociales con las que han vivido son derechos adquiridos que nadie puede desafiar. Por ejemplo, el plutócrata cree que su derecho es gobernar porque siempre ha gobernado, y esa es una regla social afianzada por el tiempo y la costumbre. Por eso, en América Latina, a las clases altas les ha dolido tanto la incursión de las izquierdas gobernantes: se sienten usurpadas y desplazadas por la plebe, a la que siempre dominaron con todos los recursos de un Estado que les pertenecía. Emmanuel Sieyès, uno de los inspiradores de la Revolución Francesa, en su obra Ensayo sobre los privilegios, describe con asombrosa precisión cómo los privilegiados han incorporado la dominación sobre los demás como algo natural y deseable para mantener el orden social. Explica cómo esto ha desnaturalizado la interacción social entre los privilegiados y los no privilegiados, creando una división rígida, artificial, absurda, inmerecida e injusta que, a juicio del abad francés, es el origen de la desigualdad, muy en la línea de otro gran filósofo de la época, J.J. Rousseau.

Por eso, el reto del progresismo en América Latina está en derrotar los privilegios que por siglos unos pocos han asumido como sus derechos: derecho a dominar, gobernar, poseer, acaparar, reprimir, segregar, discriminar… y un larguísimo etcétera que, además hunde sus raíces en esa mitología llamada religión, que le ha dado soporte místico y filosófico a esos privilegios. Porque, ante falta de razones reales para que unos se impongan sobre otros, la metafísica cumple ese rol sobre supuestos totalmente arbitrarios, en donde un tal Dios juega un papel preponderante para que unos se impongan sobre otros con base en una “ley divina”, a la que nadie tiene acceso real, pero que unos administran con total maestría para manipular los temores de la gente sobre los confines de lo que no conoce, eso que algunos han llamado fe.

Entonces, el avance del progresismo no solo pasa por la decolonialización, sino por un profundo proceso de secularización. Mientras los privilegios se sigan explicando a través de un dios que nadie ve, pero que los más ricos manipulan a su favor mediante la ignorancia y el miedo, será imposible convencer a un pueblo sumiso y tremendamente religioso de que su pobreza no es buena ni será recompensada en ninguna parte, porque esa parte solo existe en la imaginación de quienes disfrutan de enormes riquezas en este plano. La manipulación de la religión sobre el inconsciente colectivo es asqueante, porque perpetúa estos modelos de dominación a través del temor que le genera a la gente no saber qué hay más allá de la muerte. Y tan aceitado está este sistema, que la mayoría de la educación sigue atravesada por la doctrina religiosa, que convence al pueblo desde muy temprana edad de que su miseria es la llave del Reino de los Cielos.

El progresismo en América Latina no tiene que cortarle la cabeza al rey, pero sí tiene que cortarle el vuelo a los rezagos de la colonia, incluyendo el lastre inmenso que dejó la religión católica, para que el pueblo recupere su dignidad. La extrema derecha finca sus esperanzas en mantener a la gleba sumisa a partir de estos dos pilares: colonialismo y religión. Por eso no es extraño ver a Uribe arrodillado en una iglesia, mientras evade el juicio penal que lo tiene al borde de una condena. Porque la gente ve mucho más fácil al santo que se arrodilla que al delincuente que se esconde. Y así van y votan. El reto es fuerte y el camino es largo. Pero se ha dado un paso enorme hacia adelante. Quizás en 2026 venga un retroceso, porque las máquinas mediáticas están a todo vapor, infundiendo miedo con los mismos argumentos de hace dos siglos, confundiendo al progresismo con el comunismo que jamás existió ni va a existir, porque sencillamente es inviable, imposible e indeseable para una sociedad por esencia desigual.

El desafío no es acabar con el capitalismo, que se ha mostrado como la única forma concreta de supervivencia humana dentro de la naturaleza humana, que es mucho más hobbesiana que aristotélica. El hombre seguirá siendo lobo para el hombre, pero a esto hay que ponerle reglas concretas, que hacen del Leviatán una necesidad imperativa. Un Leviatán capaz de eliminar los privilegios de unos pocos para hacer valer los derechos de todos. Un Leviatán capaz de hacer respetar las creencias de todos, para que unas creencias perversamente manipuladas no se conviertan en el fundamento metafísico de una dominación irracional, arbitraria y cruel. Un Leviatán amaestrado desde las libertades, que van hasta donde empiezan los derechos. Un Leviatán progresista, que acabe de raíz con las réplicas del colonialismo que somete a los más vulnerables sobre supuestos falsos y abusivos que parten de mitos sin fundamento real.

El progresismo nos obliga a repensar el continente y sus matices. El progresismo debe ser altanero y combativo. El progresismo debe instalarse en la base de la conciencia social a través del diálogo, el debate y la deliberación popular. Estos temas tienen que tomarse la agenda pública sin temor y sin descanso. A diario tenemos que infundir en la gente la certeza de que los derechos no son concesiones inmerecidas, y que los privilegios no son dones dados por un dios que no sabe de hambre, necesidades y pobreza. El progresismo nació para quedarse, expandirse y afianzarse, porque es la ideología que da soporte a la justicia social, tan amenazada por los grandes gendarmes de la economía mundial, por esta proliferación de gobernantes locos que creen que el mundo y su gente les pertenecen, por estos malditos que han hecho del dolor humano mercancía, y de los recursos naturales su caja menor.

El progresismo apenas comienza en la historia, y es nuestro deber impulsarlo, despetrificarlo y darle perdurabilidad sin reparar en personalismos mesiánicos. La decolonialización y la secularización son el primer paso para avanzar hacia una socialdemocracia sana y robusta. Empecemos, pues, sin pensar exclusivamente qué nos deparan las urnas, que van y vienen. Pensemos en las bases de este proyecto para el mediano y largo plazo, porque no solo Latinoamérica, sino el mundo, nos necesita. Porque necesitamos menos privilegios y más derechos. Necesitamos menos religión y más humanidad. Necesitamos más equidad, más justicia social y más libertades para expresarnos sin miedo.

Necesitamos que el progresismo crezca, y esa es nuestra responsabilidad. Este es mi aporte, desde lo que me nace de una mente que clama por un mundo sin dueños, sin miedos construidos por los mitos y sin cortarle la cabeza a nadie. Porque la cabeza la necesitamos para pensar. Y hay que pensar en el bienestar de todos. Ese es el progresismo: simple y llanamente, un socialismo que se abra paso en la democracia, aunque imperfecta. Y acá estamos para hacerlo crecer.

Porque Marx no nos dejó un sistema que se pudiera implementar, o al menos no con esta humanidad, pero sí nos dejó las bases de una conciencia social que se tiene que adaptar a nuestros tiempos, nuestras necesidades y nuestros desafíos. Por eso hay que replantear la propuesta que en algún momento de la historia se llamó comunismo. Hoy tenemos una versión aplicable, viable, tangible y consistente. Hagámosla valer. Larga vida al progresismo en América Latina y el mundo.

*Imagen tomada de la página web del Partido Comunista Colombiano (PACOCOL).

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