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Pies de barro

Por Ana María Mónica Vargas

Al final recaerá sobre ustedes toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre la tierra…”. Mateo: 23,35.

Una sensación de poder inundaba su razón. Necesitaba dar orden al caos que se cernía sobre su cabeza. Desde que murió su marido, sentía que iba a la deriva. Cada decisión se convertía en un martirio, no solamente porque le recordaba su ausencia, sino porque necesitaba una señal, una indicación, una mirada de aprobación, un gesto de paz en el rostro de Carlos que le permitiera hacer, dar el siguiente paso o simplemente no hacer nada. No era que le faltara determinación. Desde muy niña había cumplido en todo y con todos. Había sido buena hija, estudiante, trabajadora y madre cumplidora. Pero hoy despertó con la premonición de que esa sensación de estar deambulando sin norte ni piso desaparecería, junto con esa opresión permanente y lacerante en el pecho que se había incrementado con el duelo. Había encontrado eso que tanta falta le hacía y sabía que algo nuevo estaba por comenzar.

No se sentía propiamente desconcertada, sabía que esa mañana era nueva de una manera prometedora. El caos lo percibía como una especie de desbarajuste o tal vez de enorme desacomodo, haciéndole pensar que su vida iba a cambiar sin saber exactamente cómo. Las emociones no le permitían racionalizar el nuevo rumbo que iba a comenzar, aunque esa desorientación sí que le era familiar. Recordó cuando en la niñez, luego de cumplir siete años, sus padres la enviaron a un internado de monjas prometiéndole que allí iba a ser feliz, que encontraría nuevas amigas para divertirse mucho y que los días finales del mes volvería a casa donde mamá le prepararía sus postres favoritos y muy probablemente irían al cine.

Sin embargo, al cruzar la entrada del colegio, su corazón de niña fue apresado por una oscura tristeza junto a ese pesado desconcierto que en los años sucesivos crecería a medida que la vida le mostraba todo su repertorio de decepciones. “Al fin y al cabo la vida es eso, una decepción continua con diferentes caras… cada ilusión se desgrana de un golpe o sucesivamente en pequeños pedazos que quedan sobre el suelo como un cristal roto que se debe recoger y tirar a la basura”, se dijo Paula.  “Pero ahora llega una promesa y esta vez no habrá más decepción”.

Había sido una niña tímida y obediente que evitaba las discordias escolares, dándoles a todos la razón porque lograba entender los motivos de cada cual, y por lo tanto le costaba adoptar una postura. De alguna manera creía que siendo dócil y un poco inexistente encontraría en los demás la aceptación que necesitaba y tal vez su cariño. Ese fue su modo de sobrevivir o más bien el paliativo para su desarraigo infantil. Adaptarse a un entorno de poco afecto, además de sentirse una más en una multitud sin que nadie se interesara genuinamente por ella, fue para la niña como una marca hecha con fuego en el alma de la que nunca se podría librar. Y como todo en la vida se repite, así sobrevivió en su juventud y en la adultez, siempre cumpliendo, callando y asintiendo.

“Él dijo que ve en mí el aura de un ángel. ¿Por qué Carlos nunca me lo dijo? Lo único bonito que me decía y, la verdad, pocas veces, era que me quería”. Mientras pensaba esto fue en busca del espejo y sonrió. “¿Por qué dice que soy como un ángel? El Maestro debe haber visto algo en mí que yo nunca habría sospechado tener”.

Imaginó a su alrededor un aura blanca, como las que se ilustran en los dibujos de los ángeles y recordó a los arcángeles de la biblia, uno justiciero y terrible, Miguel, jefe de las milicias divinas, y otros protectores y amables, Rafael y Gabriel. 

“Él logra percibir más allá de lo que yo puedo… y me hace sentir bien”, pensó con cierto alivio y una tímida alegría. 

En medio de su ensimismamiento no se dio cuenta de que Pepe, su hijo, había entrado en la habitación.

—Buenos días, mamá, ¿dormiste?

—Sí, Pepe, dormí profundamente, como hace tiempo no lo hacía. ¿Y tú?

—También, mamá. Salgo para la universidad y ya desayuné. No quise despertarte. ¿Necesitas algo hoy?

—Quiero comenzar a organizar la casa, pronto vendrán mis hermanos de la congregación. Tenemos la casa revuelta y no he estado de ánimo para nada desde hace tiempo. Tú siempre estás ocupado. Lo haremos poco a poco.

—Claro, mamá —respondió Pepe—. Solo me dices y comienzo por donde quieras.

—Creo que puedes comenzar por la biblioteca. Tu papá y tu hermano guardaron allí unos libros que no me gustan, no está bien tenerlos, es más, me causan malestar. No me preguntes por qué.

—No te entiendo, mamá. Son solo libros, ni siquiera necesitas leerlos. A mí me gustaría leer algunos.

—Yo he leído varios y sé de qué te estoy hablando. Solo obedéceme. “La obediencia es la puerta de oro”.

—¿Qué? —increpó Pepe con extrañeza.

—No voy a discutir contigo sobre la ‘Verdad’ que ha sido revelada… tienes que creerme, al fin y al cabo soy tu madre y solo quiero lo mejor para ti. Debes confiar.

—Está bien, como quieras. Hasta la noche, mamá —concluyó Pepe con resignación.

Pepe besó a Paula en la frente mientras pensaba que hoy estaba distinta, tal vez ya comenzaba a salir del oscuro e insondable agujero del duelo que le impidió tantas veces levantarse a una hora fija. Muchas noches la escuchó hablando entre sueños y deambulando hasta la ventana de la sala. A veces la espiaba y veía a Paula mirando a través de la ventana, como esperando el retorno cotidiano de Carlos, pero nunca se atrevió a preguntarle. Su madre era una mujer de muchos silencios. Ese silencio era como una alta muralla antigua y muda que ha presenciado la historia del mundo. A su vez, el mutismo se había convertido en una regla no escrita e inexorable en su hogar. Y este día no sería la excepción. Sus razones tendría para ingresar a esa congregación y no se lo iba a preguntar porque su respuesta invariablemente le ofrecería muy poca información. Pepe pensó que ya se estaba comenzando a hartar de esta costumbre familiar que no podía comprender ni justificar.

Con nuevos bríos, Paula inició las labores domésticas aplazadas por meses, rumiando incansablemente las frases crípticas del Maestro que había guardado en su memoria:

—A los quince años tuve una Revelación que les será manifestada. La Divinidad eligirá a quienes sean dignos de ella  y en el momento adecuado… a partir de ese instante, serán ustedes uno con la Divinidad. Serán dioses.

“Desde luego”, pensó Paula. “Él es un elegido. Todo lo que dice es como si viera a través de nuestras almas. Tiene una mirada profunda y enigmática. Su experiencia con la Divinidad debió ser algo muy bello”. 

—Todas las personas y cosas que existen en el mundo deben servir a un único propósito y este es el de complacer a la Divinidad. Ella me ha designado como su representante ante el mundo. Si no cumplen con este objetivo nunca verán su rostro y su vida se perderá en la oscuridad del abismo. Por ese motivo deben trabajar arduamente en su mejoramiento personal hasta alcanzar la perfección —afirmaba el Maestro.

“No lo entiendo bien, pero debe tener un sentido que mi torpeza me impide ver”, reflexionó Paula. 

—La obediencia abre la puerta de oro. —Esta era la frase célebre del Maestro. 

“Sí, es eso. Esa es la señal que nos está dando. Ser fiel es la llave de la puerta de oro que nos conducirá algún día a elevarnos por encima de este mundo, como él dice”, concluyó Paula. 

Transcurrió el día para Paula entre las reflexiones místicas y los recuerdos que le trajo el hecho de sacar por fin y de una buena vez la ropa de Carlos, que aún conservaba. Había querido tener para sí sola su aroma. En muchas ocasiones aspirar profundamente en sus pertenencias le hacía sentir que no se había ido del todo, que todavía quedaba una parte de él que no la abandonaba. Este era su ritual para invocarlo de nuevo a su lado y le permitía abrazar por un instante su presencia física, así después se sintiera más sola y deshabitada.

Al día siguiente, Paula recibió la visita de su amiga Isabel. Dos días antes le había anunciado que iría a su casa para acompañarla por un rato y Paula aceptó con gratitud. Los nuevos ánimos le alcanzaron para preparar un pastel de fruta y un té con especias para atender a su amiga. Mientras servía la mesa, Isabel hablaba de temas comunes, de su hogar, de sus hijos y de sus nietos, sin llevar un hilo de la conversación.

 —Veo que estás mucho mejor. Espero que sigas avanzando en tu recuperación —le dijo Isabel.

—Te debo tanto, Isabel. Sin tu ayuda y todo lo que haces por mí, no podría salir sola de esto ––respondió Paula.

—Paula, es mi deber, tú eres muy importante para mí y para la congregación. Tu sola presencia fortalece a nuestra comunidad, porque eres especial. El Maestro está complacido con tu llegada. También me dijo que le gustaría que tus hijos nos acompañarán.

—No sabes la gratitud que siento desde que fui acogida en la congregación, poco a poco observo que el vacío espiritual de mi vida ha ido desapareciendo. Mi vida ha transcurrido entre los deberes y pocas han sido las oportunidades de mirarme por dentro y menos de pensar en quién soy realmente. Esta nueva experiencia de ser apreciada por lo que soy y no por lo que hago es algo tan diferente para mí… —decía Paula mientras miraba tristemente hacia las montañas que rodeaban la ciudad.

—Creo que ya comprendes cuál es el camino para atravesar la puerta de oro. Solo hay que dejarse llevar con humildad. Es pasar de la oscuridad a la luz de un nuevo conocimiento, debemos dejar que la Divinidad cumpla sus designios en nuestras vidas. Y para eso tiene a su elegido, nuestro Maestro, que es su guía en la tierra. Somos ignorantes porque solo confiamos en lo que vemos, pero hay mucho conocimiento que se oculta a quienes abrazan la oscuridad. Todo en el mundo funciona perfectamente. Aun lo que creemos que es injusto, no lo es; porque todo en absoluto sigue el plan de la Divinidad.

—Sí, Isabel, así lo creo. El Maestro me pidió que fuera mañana, quiere hablar conmigo.

—¡¡¡Qué gran noticia!!!, será un honor para ti. Ya verás…

Un día después, embargada por la expectativa del encuentro con el Maestro, a Paula se le dificultaba concentrarse en su arreglo personal. Se probó varios vestidos, pero no encontraba el apropiado para lucir sobria y discreta. Su armario asemejaba un arcoíris tal vez porque era la manera inconsciente de equilibrar su monótona vida con el colorido alegre de su vestuario. Por fin encontró en el fondo del guardarropa un olvidado y viejo traje gris que le acentuaba la palidez del rostro adquirida durante el duelo.

Al llegar al templo, fue invitada a entrar al enorme despacho privado del Maestro. Estaba sola y entonces se halló en medio de un salón que la hacía sentir pequeña e insignificante, no solo porque no estaba a gusto con su vestimenta, sino por la solemnidad que allí se respiraba. Desacostumbrada a las imágenes y objetos sacros, observó con curiosidad y atención el mobiliario de ese imponente salón. En el centro de la pared que estaba al respaldo de un escritorio antiguo remozado con barniz dorado, reposaba un retrato del Maestro un poco más joven y vestido de blanco. Su sonrisa era casi imperceptible pero lo que realmente impactaba era esa mirada profunda e indescifrable, como la de alguien que todo lo escruta, todo lo sabe, lo ve o lo presiente. 

En la pared izquierda, perfectamente alineados, había varios cuadros que representaban a los ángeles en diferentes acciones entre divinas y humanas: orando, volando, auxiliando a un mortal, bañando con agua el globo terráqueo… A Paula le llamó la atención una pintura de cinco ángeles hieráticos y cabizbajos que rodeaban la misma foto del rostro en miniatura del Maestro, dotados de las acostumbradas aureolas pálidas y translúcidas. Cada uno ocupaba sus manos con cofres que contenían diferentes objetos dorados: una gran llave, una buena cantidad de monedas que se desparramaban por el suelo, una fuente de agua, una pequeña casa y por último lo que parecía ser una familia con varios niños. Detrás de los ángeles, en la parte más alta del cuadro, había una puerta de oro entreabierta. 

Al lado derecho de la habitación, contra el muro, reposaba una gran consola que exhibía estatuillas con algunos de los objetos que mostraban los ángeles de aquel cuadro y otras con figuras semejantes a las del arte abstracto, las cuales, supuso Paula, tendrían algún significado sacro o tal vez un poder desconocido por ella.

Sin atreverse a inspeccionar lo que estaba a sus espaldas, porque no quería parecer fisgona, y sin saber en qué momento entraría el Maestro, decidió bajar la cabeza y revisar el estado de sus uñas una a una, mientras transpiraba profusamente. Por fortuna, el reloj ya marcaba la hora acordada para la cita y en ese momento entró el Maestro acompañado de otro hombre de mediana estatura, vestido de paisano y cuyo rostro era como el de otro cualquiera, difícil de recordar. Como en la foto, el Maestro estaba vestido de blanco con una camisa larga de cuello Nerú y amplias mangas. Tenía un rostro adusto y de estatura era  alto; aunque a Paula le pareció gigante, como una de esas estatuas inmensas y frías esculpidas para que todas las generaciones hasta el fin de los tiempos rememoren a los profetas y reyes bíblicos. Se encontró con su mirada y pudo comprobar que realmente era enigmática. Tuvo por un segundo la extraña sensación de ser analizada y al tiempo vigilada. Como si el Maestro hubiera leído su pensamiento, desvió la mirada, le sonrió y la invitó a sentarse.

—Hermana Paula, bienvenida a este lugar sagrado. Ni siquiera el tiempo nos pertenece. Gracias por la puntualidad. La Divinidad y yo aborrecemos la impuntualidad y toda anarquía. El tiempo no es nuestro y lo que hagamos con él le pertenece a la Divinidad. Todo debe obedecer al plan divino. Hay un orden único y una razón en el cosmos. Fuera de ese orden todo es oscuridad y tinieblas devoradoras.

—Le estoy muy agradecida, Maestro —respondió Paula.

Paula se sintió más tranquila y a gusto con las enseñanzas que a continuación y en tono relajante le impartió el Maestro durante media hora exacta. Todo era nuevo para ella. Nunca pensó que existieran unos puntos de vista que no alcanzaba a comprender del todo. Por quince minutos el Maestro le estuvo indagando superficialmente sobre su pasado y presente y ella se permitió revelarle los sentimientos que más le abrumaban: el actual duelo, el anonimato, la soledad y la tristeza inmemoriales que no dejaban ni un instante de socavarle el pecho y la psique. Le dijo que su dolor era al mismo tiempo físico y espiritual. Se sorprendió a sí misma haciendo estas confidencias, cuando a nadie, nunca, se las había manifestado.

 —Ante la muerte de tu esposo, la comunidad y yo trataremos de suplir ese gran vacío. También velaremos por tus hijos. Ya sabes que aquí la única condición es la obediencia —dijo el Maestro mirándola fijamente—. El compromiso con la misión nos permitirá abrir la puerta de oro y ver el rostro de la Divinidad; esto puede suceder incluso aquí en esta existencia terrenal… tu aura refleja que eres de los nuestros y que estás dispuesta. Ya has comenzado tu camino. Pero deberás pasar por pruebas. Lo primero será acercar a tus hijos a la congregación, entre más pronto lo hagas será mucho mejor para ti y tu familia.  Además, deberás ver los acontecimientos de tu vida bajo la luz de las enseñanzas de la Divinidad. Es importante que aceptes sin condiciones que todo responde a los designios de la Divinidad…. A veces juzgamos algo como malo, perjudicial o deshonesto, pero no lo es en absoluto —agregó ceremonialmente.

Luego de hacer una breve pausa, el Maestro agregó:

—Sabes que tienes un don… lo noté desde que Isabel te trajo por primera vez. Sé que has sufrido. Quienes alguna vez te hicieron daño fueron tus maestros y debes agradecerles siempre. Este es tu hogar espiritual y te necesitamos… Discúlpame, ahora debo irme a atender otro asunto —concluyó el Maestro mirando el reloj.

—Sí, Maestro. Antes de irse, bendígame por favor —suplicó Paula.

 —Eres bendita. Y lo serás aún más en la medida en que tu compromiso con la comunidad avance. Te espero el domingo —dijo el Maestro, mientras le imponía las manos sobre la cabeza. Luego se retiró del salón, al tiempo que hacía con la mano una señal imperceptible a su colaborador.

 —La acompaño a la salida. En la entrada encontrará una urna para que deje su tributo. Siempre será bienvenida, hermana Paula —dijo el colaborador. Luego la despidió con un afable abrazo.

Frente a la caja de metal de ribetes dorados, Paula rebuscó en su bolso, depositó dos billetes de alta denominación y salió dando un gran suspiro. Sentía alivio por dejar salir de sí parte de ese peso que le mermaba la vitalidad. Por un instante vio pasar delante de sus ojos la imagen severa de su padre y ascendió desde el centro de su corazón una repentina oleada de rabia que le inundó los sentidos. “Sí que lo quise, al fin y al cabo era mi padre y lo necesitaba… pero de él nunca tuve palabras afectuosas para mí, al contrario, solo sufrí sus injusticias y su inconformidad permanente. Ya nunca sabré si me quiso realmente … el tiempo que estuvimos juntos fue muy poco”. Enseguida se percató de que este sentimiento reprimido era terriblemente revelador de una ira enquistada e irresuelta. “Pero creo que debo agradecerle, como me lo indicó el Maestro”. Pronto repelió esas sensaciones asfixiantes y contradictorias y vació su mente de todo pensamiento a voluntad. 

El sábado siguiente, Ricardo llegó al mediodía a la casa de Paula. Mientras ella organizaba los cubiertos en el comedor le preguntaba por su mujer y por las novedades de su nieta, la pequeña María, de apenas un año de edad.

 —Marcela está muy bien, mamá, ella quería verte hoy.

—Sí, hijo, pero necesitaba que estuviéramos solamente los tres, ya Pepe está por llegar.

—Estoy intrigado —dijo Ricardo mientras la miraba con los ojos excesivamente abiertos y un  aire divertido. Le gustaba verla sonreír con sus ocurrencias.

—Te quiero, hijo, eres mi cascabelito.

—Y yo a ti mucho, mamá —le dijo mirándola con ternura.

Durante el almuerzo, Paula les contó a sus hijos las nuevas noticias y los cambios en su vida: el ingreso a la congregación, sus nuevas perspectivas sobre la vida y la necesidad que le exigía recomponer su presente y su futuro. Ricardo la escuchaba atentamente y seguía cada una de las palabras, gestos y silencios de su madre. Era como un vicio o tal vez una extraña virtud a veces torturante esa de analizar el comportamiento humano. Era para él una necesidad encontrar explicaciones racionales y, a la vez, era un escéptico innato.

—Pepe, gracias por sacar los libros…¿qué hiciste con ellos? Lo mejor sería quemarlos.

—Claro, mamá, precisamente eso hice… quedaron chamuscados en una caneca —respondió Pepe mientras su mirada se encontró por un instante con la de Ricardo.

—Es lo correcto… tanta filosofía, literatura y humanismo son entelequias que nos distraen de nuestro encuentro con la Divinidad… que es nuestro único destino y el verdadero propósito de la vida. Quiero que me acompañen en este camino, es importante para mí… sería un bonito signo de nuestra unidad familiar y siento que es mi responsabilidad encaminarlos por la senda correcta.

—Hace dos años habría sido un sacrilegio quemar un libro en esta casa —respondió Ricardo sonriendo—. Déjame pensarlo… las certezas y los significados no se encuentran en las estanterías de los supermercados —agregó—. Por lo pronto voy a devorar todo este postre si ustedes no se avispan.

—Yo te acompaño cuando quieras, mamá —dijo Pepe distraído, mientras le arrebataba a Ricardo la fuente.

Esa noche a Paula le costó conciliar el sueño. Mientras daba vueltas en la cama y cambiaba de sitio constantemente las almohadas, repasaba la respuesta de Ricardo tratando de comprenderla. Él había sido siempre su quebradero de cabeza, era rebelde pero al tiempo sensato y todo en él era inesperado. No conocía a nadie como él. Era como un cachorro domesticado que hacía lo correcto, pero siempre a su manera.

Pasaban los meses mientras Paula entregaba todo su tiempo a la congregación. Cada día debía atender diferentes asuntos: ir a la escuela doctrinal, organizar en su casa reuniones de inducción a nuevos miembros, asistir a retiros campestres mensuales dirigidos por los guías espirituales, acudir a las constantes campañas de difusión de la doctrina en sitios públicos y realizar trabajos en las granjas de la iglesia con los cuales se obtendrían los ingresos necesarios para la difusión del mensaje. Aunque siempre estaba exhausta, creía que había encontrado el propósito de su vida. Ya había superado la etapa de confusión que inicialmente le había provocado la doctrina y todas las enseñanzas las aceptaba porque le llegaban directo al corazón evitando a propósito que pasaran por su cabeza. Ahora se sentía tranquila mientras notaba que su antigua angustia y desilusión se disipaban lentamente. Creía firmemente que tenía por fin un propósito y esta vez había sido elegido por ella misma. Sin embargo, con alguna frecuencia la atacaban insomnios tras ese sueño repetido y angustiante que le ponía de presente sus fobias: se  sumergía en un espacio negro y tétrico que al comienzo parecía una estrecha habitación de muros inquietantes que hacían difícil respirar. Inmediatamente después, pasaba a flotar en ese absoluto, oscuro e infinito, donde sus manos y pies no encontraban ningún asidero. 

 —Isabel, qué gran alegría. El día que no me llamas o vienes no es igual —dijo Paula al teléfono.

—Las reuniones en tu casa han sido maravillosas, en el ambiente se respira tanto misticismo y santidad, y cada vez tenemos más asistentes. Pepe es un gran anfitrión, está pendiente de los detalles y no se pierde de una palabra ni de un ritual. Es muy callado, ¿verdad?

—Sí, tal vez es retraído como yo o más bien tímido, no sé. Es increíble que nunca alcanzas a descifrar ni a tus hijos.

—¿Te ha dicho cómo se siente? —preguntó Isabel.

—Sí, dice que se siente feliz y que cada vez le importa menos la mundanidad —respondió Paula al tiempo que reconocía una duda en su interior.

—Gran motivo para regocijarnos. Y Ricardo, ¿cuándo nos acompañará?

—Lamentablemente su horario de trabajo y María le demandan todo el tiempo, aparte de que vive en el otro extremo de la ciudad, pero sé que llegará su momento.

—No te olvides que el tiempo no es nuestro. Lamentablemente cada minuto que pasa, él se está perdiendo de las grandes bondades de nuestra Divinidad. Afuera todo es tentación y confusión, todo es distracción… Por eso uno de los compromisos para la Revelación de la Divinidad es afianzar a nuestras familias en torno a ella, todos juntos y todo el tiempo. Podrías invitarlo a vivir en tu casa, ¿no crees? Eso facilitaría su camino…

—Está claro por qué tienes el cargo de guía, es una gran idea Isabel ––respondió Paula inquieta por la recurrente insistencia de Isabel, y sabedora de las evasivas constantes de Ricardo quien solo escuchaba su discurso místico mientras asentía.

—Un plazo de seis meses sería suficiente para él —sentenció Isabel—. Te veré mañana en el templo. ¡¡¡Ah!!! … y no olvides que debes pintar tu casa de blanco, quitar los cuadros de tu sala, instalar un altar con el retrato del Maestro y poner muchas velas fragantes y flores blancas. Yo te proporcionaré otros ornamentos. Y ojalá pronto comiences a modificar tu vestuario, necesitas ropa sobria y discreta. Recibe todo mi amor, querida, hasta mañana.

El domingo siguiente Pepe, acompañado por Paula, asistió por primera vez al templo. A continuación del sermón del Maestro —que duraba habitualmente hora y media—, al unísono con los demás fieles, Pepe y Paula repitieron, una y otra vez, quizás mil veces, las frases de adoración y exaltación a las bondades de la Divinidad y de su representante terrenal. La sensación que dejaba en Paula este ritual de enaltecimiento dedicado al Maestro era la de estar frente a un ser etéreo, luminoso y transparente, además de esclarecido y omnisapiente, que ascendía sobre sus cabezas, dotado de todas las cualidades humanas y sobrehumanas, quien se limitaba a mirar a la grey mientras sonreía con satisfacción, conocedor de su misión en la tierra y de sus condiciones sacrosantas. Acompañaban al Maestro, a cada lado, dos doncellas jóvenes y delgadas, vestidas con blancos y vaporosos tules y dotadas de dos alas artísticamente elaboradas que iniciaban en los hombros y les llegaban hasta las caderas. En medio del fervor y el éxtasis de la repetición, la impresión era de que el Maestro y sus ángeles femeninos se alzarían en un vuelo circular hacia las alturas del templo y que, si no fuera por el cielorraso, todos ellos saldrían en desbandada derramando su conocimiento y ‘Verdad’ sobre los infieles del orbe. Durante la ceremonia, los ángeles deberían estar de pie sin perder de vista al Maestro y en la ocasión propicia homenajearlo con un baile delicado mientras lanzaban flores blancas a sus pies, momento en el que él se permitía rozar con las manos sus cuerpos de forma imperceptible bajo la complicidad de tanto velo blanco. Al final de la ceremonia, todos depositaron la contribución en dinero que no podía ser inferior a una suma mínima fijada por el templo. Paula quiso saludar a Isabel, quien se encontraba con un grupo de fieles, pero Isabel apenas la saludó a la distancia como constatando su presencia, mientras aprobaba con un gesto que Pepe estuviera allí.

—Quiero saludar al Maestro, solo es un momento. Acompáñame, Pepe. —dijo Paula. Y se dirigieron al centro del templo donde el Maestro impartía bendiciones a todos.

Llegado su turno, luego de esperar una media hora, Paula y Pepe se acercaron al Maestro quien seguía acompañado de sus ángeles. Pepe quedó deslumbrado al ver a una de las asistentes del culto, pero volvió rápidamente su mirada al Maestro quien había percibido en él esa mirada primitiva, primigenia e instintiva propia un hombre hacia una mujer, con un gesto de desaprobación o quizás de celos. Pepe se desconcertó y sintió vergüenza de sí mismo.

—Maestro, bendíganos. Este es mi hijo, Pepe.

—La Divinidad y yo estamos satisfechos y alegres de verte aquí, Pepe. Te espero aquí semanalmente y quiero que ayudes a tu mamá en tu casa durante las celebraciones.

—Así lo hago, Maestro. Para mí esto es algo maravilloso que ha transformado mi vida. Además, las personas que asisten a nuestro hogar a los rituales son verdaderamente inspiradoras… Colaboro con mi madre en todas las actividades durante el tiempo en que no estoy en la universidad y, aunque es bastante arduo, trabajo en una granja en la recolección y comercialización de los productos. También estoy logrando acercar a mis compañeros de la universidad a la congregación. Todo esto lo hago porque ansío conocer la Revelación, Maestro.

—El momento llegará, Pepe. La Divinidad te espera tras la puerta de oro. Será en el momento en que estés verdaderamente preparado. Es muy importante que sigas apoyando en todo lo que puedas. La recompensa llegará, te lo aseguro.

—Así será… toda mi gratitud, Maestro —dijo Pepe haciendo una reverencia.

En la congregación todos sonreían siempre a Paula y atendían algunas de sus necesidades. Nunca presenció discusiones, pero tenía la impresión de que en el equipo de guías podría haber algunas rivalidades por lograr una mayor cercanía al Maestro y obtener su atención y aprobación. Realmente, no era algo que pudiera constatar. Pensaba que tal vez se trataba de una competencia natural y, muy seguramente, santa. También notó que las vestales del culto dominical no tenían relación con los demás fieles. Siempre estaban separadas y disponían de una sección apartada del templo. Incitada por Pepe, y sin vislumbrar los propósitos ocultos de su hijo, indagó alguna vez por aquellas. “Ellas han sido ofrecidas por sus familias para atender las necesidades del Maestro, dedican la vida a su servicio, su alimentación, su bienestar y todo lo que requiera. Han hecho votos de obediencia y de silencio, por eso permanecen en una especie de clausura, aunque lo acompañan en sus viajes”, le dijo alguien alguna vez.

Entretanto Ricardo seguía dilatando su decisión de mudarse a casa de Paula, hecho que a ella le generaba una gran presión interior y también tensión con Isabel quien no cesaba de insistirle, muchas veces a través de frases veladas e indirectas. Sin embargo, Paula creía que la independencia que había logrado su hijo era algo a lo que no iba a renunciar fácilmente.

—Ricardo está logrando aplazar que se manifieste en tu vida la Revelación. Lo sé y también me lo ha dicho el Maestro. Aunque no tienes fallos, tu hijo puede impedir la manifestación en tu vida —le dijo en una ocasión Isabel a Paula.

—Lo sé, Isabel, lo siento mucho. Sé que el día llegará, te suplico un poco más de paciencia y por favor díselo al Maestro, no soportaría desagradarlo… mmm, dime, ¿cómo fue para ti la Revelación? Nunca me has hablado de ello —-dijo Paula deseando cambiar rápidamente de tema.

—Paula, recuerda que el Maestro ha dicho que ese acontecimiento es algo personal. Todavía no me ha sucedido, pero siento que mi ascenso en la congregación y mi trabajo me acercan al día de la Revelación. Entretanto soy paciente y solo me queda aguardar.

Una mañana Ricardo llamó a su madre y Pepe le informó que había salido.

—Debe estar en lo de la venta de la casa de los abuelos —le informó Pepe.

—¿De qué me hablas, Pepe? ¿Cuándo decidió vender?

—No lo sé… Hace dos semanas tal vez… Me ha dicho que anda escasa de dinero —respondió Pepe.

—Desde luego…—dijo pensativo Ricardo—. Saben que me preocupo por ustedes. Si no es por ti, poco es lo que puedo saber de ella.

—Sí, Ricardo, discúlpame. Qué idiota soy… Pasé por alto informarte sobre este suceso.

A la semana siguiente, en la mañana de un frío miércoles, Ricardo ingresó con una carpeta de papeles bajo el brazo a una oficina ubicada en el centro de la ciudad. Fue recibido por un hombre mayor cuya característica más notoria era el ceño fruncido, tal vez curtido por incontables sucesos siniestros. A pesar de ello, su actitud era apacible. Ricardo le entregó los documentos y luego de leerlos detenidamente el hombre le dijo: 

—Gracias por venir, mire esta montaña de papeles… Esto es a gran escala. A estas alturas lo que sigue será cosa de pocos días. 

—Allí estaré con mi hermano, espero que me informe el día y la hora, y también estaremos disponibles para lo que sea necesario —le respondió Ricardo.

El domingo hacia el mediodía, Ricardo y Pepe apostados en una esquina en diagonal a la entrada del templo, observaron el enorme operativo desplegado por la policía y se estrecharon las manos. Entre empujones, lágrimas y gritos de una multitud histérica e implorante, desfilaba con las manos esposadas el Maestro. Pepe pudo identificar que lo acompañaban, siendo escoltados igualmente, algunos de los guías de la congregación. En cosa de pocas horas los noticieros difundieron ampliamente la noticia acompañada de fotos y videos reveladores sobre un grupo de fieles manipulado y explotado con el propósito de sostener la vida lujosa, derrochadora y libertina de su líder. Otro ídolo más con pies de barro.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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