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Nicolás

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Nicolás es un hombre bueno. Lo conozco hace 28 años y puedo decir que siempre ha sido el mismo. O él mismo. Da igual. Cuando lo vi por primera vez, un médico me lo arrojó montado en una bandeja metálica de rueditas envuelto en una cobija de osos azul. Era la 1:42am en la madrugada en la Clínica Palermo de Bogotá de el 11 de abril de 1996. Unos corredores vacíos y silenciosos fueron sorprendidos por el llanto de un bebé que estrenaba sus pulmones con todo el ímpetu de su primera bocanada de aire. Yo sabía que era él. Era el único parto programado para esa noche. En ese momento no tuve a quién abrazar. Estaba absolutamente solo paseando por esos pasillos hasta que nació mi compañero. La enfermera abrió la puerta de la sala de partos un tanto sudorosa y me hizo pasar con una sonrisa genuina, de esas sonrisas que saben que uno está entre el pánico y la felicidad.

Yo solo vi la cobija y el gesto desparpajado del médico al impulsar ese carrito me hizo dudar de que allí realmente estuviera mi criatura. Vacilé un momento y antes de verificar cualquier asomo de vida en esa cuna fría, reparé en la figura de mi esposa, vencida en esa cama después de haber luchado a muerte contra las estrecheces de su cuerpo. Ella me miró desde la dimensión en la que estaba adormilada por los calmantes, pero también elevó las comisuras de sus labios imitando a la enfermera y se le descolgaron un par de lagrimas que no eran más que un espejo de las mías. Finalmente, alcé la cobija y me vi allí 21 años más joven. Yo solo quise verlo idéntico a mí y la ilusión lo logró.

Desde ese momento supe que mi vida iba a estar ligada a ese ser de una manera única y definitiva. No pretendo hacer de este escrito una crónica de nuestras vidas unidas por lazos que van mucho más allá de la sangre, porque a nosotros nos une la médula. Solo quiero rendir un tributo a la persona que es hoy, porque la vida es frágil y nunca sabemos si el tiempo es suficiente para esperar “el mejor momento”, ese que nunca va a llegar sin ayuda.

Nicolás creció siendo un niño amado donde el amor perecía. Me separé de su mamá cuando él apenas tenía cuatro años y mi mundo fue su mundo. Siempre he creído que la mamá de Nicolás tuvo tanto amor por él que decidió de manera consciente que yo asumiera la custodia. Simplemente quiso que él estuviera lo mejor que pudiéramos y en ese momento los dos podíamos poco. Pero al menos yo tenía a quién acudir. Y lo hice. 

En medio de los veintes, de un divorcio prematuro y una crianza solitaria, que surgió cuando ni siquiera yo me había terminado de criar, mi parcero y yo iniciamos juntos un montón de aventuras marcadas por la complicidad y el apego, a pesar de que los sacrificios incluían intermitentes temporadas distanciados mientras yo crecía buscándome un espacio en el mundo laboral y él encontraba un refugio en el hogar de mi hermana y su familia, que por mucho tiempo también fue su hogar y su familia.

La bondad en él surgió de manera espontánea, así como la rebeldía y cada uno de los ingredientes que conformaron su carácter que poco a poco se forjó entre la dulzura, el despiste, poca disciplina y demasiada nobleza. Nicolás se hizo suave como el viento que arrastra la neblina, es discreto por naturaleza, pero su presencia no se puede obviar. Una mirada suya da tanta paz que los latidos agitados de alguna angustia pueden lograr el ritmo de sus parpadeos cadenciosos. Nicolás es un buen tipo, con todas las letras, una mezcla armónica entre la ingenuidad de los buenos y la perspicacia de los astutos, no sabe mucho qué quiere de la vida pero la vida le ha ido dando las respuestas a un ritmo que solo lo entienden la vida y él.

Sus talentos musicales surgieron como la yerba entre las ranuras del pavimento. Aprendió a tocar guitarra solo, por pura intuición, sin haber recibido una sola clase. De ahí pasó a la batería y al bajo como si su oído viniera afinado por los latidos de su madre mientras reposaba plácido en el líquido amniótico. Nicolás es música que pendula entre la poesía que escucha y la estridencia que interpreta, mixtura mística de su propio carácter, reflexivo para escuchar y vehemente para reclamar. La pintura sí la heredó de su mamá que siempre ha dibujado con dedicación y gracia. Además, escribe bien, lo descubrí por casualidad cuando tomó el curso de redacción que yo dirigía. Pero no es su actividad favorita. Quizás lo desgasta esa imaginación profunda que lo lleva por los escenarios más complejos y sórdidos, y prefiere el verso corto y encriptado de una buena rola que repite en su cabeza mientras simula con unas baquetas en el aire que toca una batería imaginaria.

Nicolás se ha inventado un Universo austero en el que vive con poco. Nada le sobra, pero nada le falta. No solo no ostenta, sino que su sencillez roza con el abandono. Él no se viste, solo se cubre con lo primero que encuentra, y si se siente cómodo y abrigado, es suficiente. Fiel a su forma simple de vivir la vida, eligió al campo como su hogar. Sacó a sus perros y a sus gatos de las paredes de apartamentos incrustados entre el concreto de la ciudad para darse, y para darles a ellos, la libertad del pasto, el cielo abierto, las luciérnagas que penden en las noches sin nubes, el frío tenue de la montaña y el ruido lejano de una quebrada que arrulla. Ahora vive como piensa y el entorno lo hace libre. Para ser como Nicolás, hay que ser genuino y auténtico. Es tan natural como el paisaje que habita y su relación con el campo fluye sin imposturas ni esfuerzos. Por la mañana atiende las ovejas que le dan la lana que trabaja en telares en la tarde. Y así sus días trascurren entre perros, gatos y ovejas, entre pastos y cercas, metido entre las botas pantaneras que le regalé hace unos meses para que libere a sus pies de los charcos y enfundado en un overol que usa con la mística de un trabajador en plena revolución.

Mi hijo está encontrando su camino de la mano del amor. Su esposa ha descifrado los códigos de su existencia y se ha metido en su Cosmos con una precisión de astrónomo para darle anclajes a sus proyectos y a sus sueños en la dura realidad. Juntos han construido poco a poco las bases de una quimera que ya tomó forma de casa, de refugio cálido enclavado en la montaña. Mi hermana, su tía, quien lo acogió en su hogar siendo un niño, nuevamente ha hecho de su compañía la familia extensa que une los hilos de sus existencias para que se den apoyo y cariño donde la soledad podría ser abrumadora. Nicolás ha encontrado un espacio ideal para ser él. La bondad de su alma se confunde con la pureza del aire que sopla su pelo largo y crespo amadejado por las capotas que lo cubren del sol, de la lluvia y del espejo que mira poco.

Nicolás ha colmado el espacio de mis anhelos inalcanzados. Es todo lo que algún día quise ser. El músico rebelde, el librepensador consumado, el humano que no alberga odio, el pintor talentoso, el bacán tranquilo que lo logra sin esfuerzo, el trapudo que no repara en su aspecto, el hombre de sonrisa tierna que solo inspira cosas buenas. Él es Nicolás, mi hijo, el parcero de la vida que me ha visto envejecer lentamente, que me vio perder los contornos de mi abdomen mientras me salían canas en la barba y las gafas enmarcaban mis ojos cansados. Él es quien mejor me conoce, quien me da los ánimos que los años se me están llevando, quien me toma la mano cuando los días y las noches me empujan hacia la frustración. 

Por eso hoy no puedo más que homenajear su existencia, destapar una botella desde la distancia para servirme un trago con el que brindaré en su nombre solo para abrazarlo desde el Cáucaso hasta Los Andes, con el ímpetu que mis brazos pueden albergar, esos mismos brazos que lo cargaron hace 28 años para prometerle que siempre podría contar conmigo.

Feliz cumpleaños hijo mío, hoy mi regalo es poder verte siendo lo que quieres ser, que mantengas tu sonrisa respirando la brisa fresca de la mañana mientras el amor circunda tu vida entre el verde del campo que ahora es tu hogar. No hay persona más feliz que quien tiene la fortuna de contar contigo y con el sosiego que das. Hoy no puedo más que darle gracias a todas las formas cósmicas tangibles e intangibles que me permitieron dar mi parte para hacerte humano. Por eso celebro y te abrazo, por eso escribo este manifiesto con la convicción de que por amor o suerte logré que la vida te llevara de las manos que hoy te hacen la gran persona que sos, un niño bueno aunque los años se empecinen en demostrarme que has crecido. Te amo hijo. Te amo con todas las fuerzas que me han acompañado una y otra vez para levantarme en la vida desde los pozos más profundos para decirte con certeza que todavía puedes encontrar en mí el apoyo que necesites para seguir construyendo ese Universo que has colmado de bondad, que aunque los kilos lleguen y las habilidades se vayan, mi hogar siempre será para ti un lugar seguro. Feliz cumpleaños y gracias por haberle dado sentido a mi existencia que no es nada sin lo que tú me has dado para comprender que no tengo más misión en la vida que ver crecer lo que viene de mi semilla. Te amo hijo. Sé feliz. Te lo mereces porque a tu manera, lo has luchado. Feliz cumpleaños, parcero de mi vida.

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