Servicios editorialesTalleres de creación literaria

El hombre que nació para servir

Po Sandra Osorio Torres

Enlaces a los textos anteriores de Sandra:

https://linotipia.com/el-limonar-de-la-abuela/

https://linotipia.com/aurora/

Los héroes no nacen con capa, sino con liderazgo, y creo, fehacientemente, que con ese don nació mi papá. A sus 81 años, aún es buscado por familiares y amigos (y hasta por su ex esposa) para que les dé consejos, pues es como un oráculo de sabiduría.

Siempre he creído que él, cual biblioteca ambulante, tiene un libro abierto en su mente que le permite tener la palabra precisa, la pregunta concreta y la respuesta correcta que muchos esperan. La mayoría lo llama “Tavito” de cariño; su nombre es Jesús Octavio Osorio Mora, es de contextura media baja, cabello castaño, piel tan blanca como un vaso de leche y ojos color miel. Desde el vientre fue el hijo más deseado de la abuela María porque era el resultado del amor verdadero que ella sintió por el abuelo Heliodoro. Además, fue su primogénito. El abuelo, que era partidario de amasar fortuna sin necesidad de estudiar, empezó a cambiar de parecer al ver lo aplicado y dedicado para el estudio que resultó ser Tavito. En la escuela le reconocieron su inteligencia y abnegación, y así cursó los cinco años de primaria en solo cuatro.

Su bachillerato lo cursó entre los internados de La Mesa y Villeta; eran tiempos duros, pasaba hasta tres meses sin poder regresar a su hogar, la finca El Limonar, aunque no podía negar lo que se divertía aprendiendo. Su materia favorita era la Biología; disfrutaba de la disección de sapos, conejos y culebras, sabiendo que así aprendería mucho más. A escondidas del rector del colegio y de los profesores, puso en práctica la construcción de un alambique secreto, con la ayuda de Arias, Perdomo y Ruiz. El lugar ideal era un cuarto abandonado donde guardaban un esqueleto, mapas deteriorados y los implementos de deporte que ya no estaban en uso. Tavito, aprovechando las vacaciones de Semana Santa, trajo en la maleta algunas partes de un viejo alambique del abuelo; el resto lo consiguieron donde el herrero. Emocionados, los cuatro se pusieron manos a la obra. El plan les funcionó a la perfección y en una semana lograron recolectar dos botellas. No podían creerlo, se creían los reyes del internado. Arias decidió que esa noche irían a catar el alcohol destilado.

—Muchachos, después de la comida salimos para el alambique —dijo Ruiz, emocionado, pues le parecía mágico sacar alcohol de ese proceso.

—Creo que esta noche no duermo de la emoción, para finales del otro mes, que hay salida, cada uno nos llevamos de a botella para nuestras casas —Perdomo, que era el negociante, prefería salir a vender al pueblo una de las botellas que ya estaba lista.

—Muchachos, necesitamos conseguir clientela para vender lo producido —dijo Tavito, que ya tenía experiencia con el alambique, solo les pedía tener cuidado para no ser descubiertos—. No llamemos la atención, esperemos a que todos estén dormidos para poder ir al alambique, por favor.

Esa noche, después de la comida y cuando ya estaban todos durmiendo, los cuatro se fueron al alambique y empezaron a catar el trago extraído.

—Perdomo, vamos a probar una botella, y tienes razón, guardamos la otra para venderla —dijo Arias, con tan mala suerte que Ruiz, que de catar sabía poco, prácticamente se tomó más de media botella él solo, de un trago.

—¡Ruiz! ¿Qué has hecho? —gritó Tavito—, ¡así no se cata!

—Ruiz, ¿usted es que es bobo? Se toma un trago pequeño, ¿quién le dijo que eso era gaseosa?, bruto.

El alcohol tuvo un efecto demasiado fuerte y casi inmediato sobre el adolescente. Cuando sus compañeros se percataron, Ruiz estaba casi inconsciente. Salieron con él a rastras, usando puertas traseras para evitar ser descubiertos, y lograron meterlo al baño justo cuando a Ruiz lo atacó el vómito. Lo mantuvieron apoyado contra la taza del baño por un rato y luego lo metieron a la ducha para intentar sobrellevar su embriaguez. Trataban de hacer el menor ruido posible, pues sabían que si eran descubiertos el problema sería muy grave. A la mañana siguiente, todos tenían un examen de geografía y Ruiz apenas podía mantenerse de pie. Los cuatro acordaron mentir sobre el estado de salud del compañero, para que apenas pasara el examen, pudiera volver al cuarto a dormir.

—Vamos a decir que a Ruiz la comida de anoche le cayó mal y que creemos que tiene lombrices —sentenció Perdomo. Ruiz tenía una palidez extrema y apenas balbuceaba: “Yo solo quiero tomar agua, no quiero desayunar nada”.

Obligatoriamente debían pasar por el comedor a desayunar. Buscaron la mesa más apartada, pero con tan mala suerte que el profesor Bernal llegó y se sentó justo al lado de Ruiz, quien hacía esfuerzos para no vomitar. El docente inmediatamente percibió la “enfermedad” de Ruiz, quien se delató con su aliento alcohólico. Ipso facto, los cuatro fueron llevados a la rectoría donde el señor Noel Arteaga los esperaba.

El cuarteto palideció: era consciente de la gravedad de la travesura y del problema que acarreaba también con sus familias. El rector los regañó fuertemente pero estaba más escandalizado por la habilidad de haber creado el alambique artesanal. Como una cofradía, todos se hicieron responsables de la idea de la creación del alambique, pero Tavito era el gestor intelectual de la creación y funcionamiento del mismo. Los acudientes de los cuatro fueron llamados a una reunión para notificarles que sus hijos serían expulsados del colegio, pero justo en ese momento el rector Arteaga se dio cuenta de que necesitaba que el tercer grado de bachillerato siguiera intacto para lograr que el Ministerio de Educación le aprobara abrir el cuarto grado al siguiente año. La suerte estuvo a favor de la banda. Todo se cambió a la firma de matrícula condicional y los sermones fueron extensos, pero pudieron proseguir con sus estudios en el internado. El rector Arteaga, que conocía la habilidad de Tavito, le pidió el favor de entrenar al jardinero para que aprendiera a manejar el alambique.

Veintiún años después, Tavito llegó nombrado como rector al Colegio Departamental de Acacías (Meta) y a quien iba a reemplazar, porque ya se jubilaba, no era ni más ni menos que al rector Arteaga. Ninguno salía de su asombro.

—Octavio, yo creía que había seguido en el negocio de los alambiques —dijo el señor Noel.

—Señor Noel, ya hubiera querido, pero me resultó más rentable la docencia —respondió Tavito. No paraban de reírse. Les fue grato volver a reencontrarse y recordar la historia del alambique del internado.

El abuelo Heliodoro ofreció estudio a Tavito y a sus hermanos por igual (con él eran diez en total). Debían pasar el año y, en vacaciones, trabajar arduamente en sus fincas. Aunque todos trataban de hacer lo mejor posible, Tavito se destacaba a pesar de su corta edad. En el trabajo de finca no tenía competencia: marcaba ganado, sabía maniatarlo para lavarlo, vacunarlo y ordeñarlo; reconocía cuándo una gallina estaba enferma y qué cantidad de azul de metileno le podrían dar para curarla, o cuándo debían fumigar el café. A la hora de cultivar la huerta era campeón, sembraba todas las plantas aromáticas posibles, además de cebollas, tomates y lechugas. Por eso, cuando el abuelo decidió abandonar el hogar, todas las responsabilidades recayeron sobre mi papá. Tavito sabía que tenía que sacar los estudios adelante, así como la familia y la finca. Los tíos resolvieron retirarse del internado y empezar a realizar todos los trabajos en la finca, pues dinero para pagar jornaleros no había.

La ayuda financiera por parte de Heliodoro hacia toda la familia había cesado de forma abrupta. Recordaba las palabras de la abuela: “De hoy en adelante, no volvemos a contar con ese señor; estamos solos así que, mijo, aunque no sobra decirlo, espero toda su colaboración con la familia”. Tavito respondió: “Claro que sí, mamá, saldremos adelante todos juntos. Si voy a tener que replantear lo de acabar medicina o pasarme a la licenciatura de bioquímica, la premura de dinero me va a obligar a hacerlo”. “Mijo, usted más que nadie sabe qué es lo mejor para esta nueva vida que nos tocó vivir”. Ver a la abuela María depositando toda la confianza y las responsabilidades en él lo hizo tomar la determinación de truncar su sueño de ser médico en el sexto semestre; las obligaciones con El Limonar eran muchas, desde monetarias hasta morales. Hacer que El Limonar fuera una finca autosuficiente lo desvelaba a diario. Le preocupaban, sobremanera, sus hermanos menores y la abuela María. Era un sinfín de responsabilidades.

Un sábado en la mañana, al ir al pueblo a comprar unos medicamentos para vacunar las vacas, tuvo la suerte de encontrarse de frente con su papá.

—Hola, Octavio, ¿no me piensa saludar?

—Hola, papá, ¿cómo le ha ido?

—Pues a mí, bien; pero por ahí me llegó la mala noticia de que usted se salió de ser médico porque prefirió, dizque, ser educador. Muy bruto usted.

Tavito sintió una furia interior que no pudo disimular; un tomate maduro se le quedó pálido al color en el que se transformó su cara. ¿Cómo este señor, después del abandono y el dolor causado a él, a su mamá y a sus hermanos, se creía con el poder de cuestionar su decisión? Respiró profundo y le respondió: “Educar no es un privilegio, es una necesidad que se le brinda a todo el que lo necesita, y yo lo voy a hacer con gusto”. En ese mismo instante, lo acompañó la idea de que el pueblo tuviera su colegio de bachillerato, además sus hermanos menores ya estaban acabando la primaria. La opción de que fueran al internado era imposible financieramente; la familia no contaba con ese ingreso y menos para tres.

Se graduó con honores como licenciado en Bioquímica de la Universidad Libre en Bogotá, a pesar de que cada quince días regresaba a El Limonar para estar al tanto de la finca y de la familia. Casi inmediatamente logró entrar a trabajar en el Colegio Americano como docente, dictando la materia de anatomía. Tener ese trabajo le dio cierto descanso a Tavito, pues podía ayudar económicamente a El Limonar y, al mismo tiempo, a la familia.

Una tarde, al ir al pueblo a comprar provisiones, se encontró con el alcalde.

—Octavio, qué bueno verlo por el pueblo —saludó el alcalde.

—Señor alcalde, qué bueno poder encontrarlo, tengo una idea en la cabeza que creo que usted me puede ayudar a materializar —respondió Tavito con entusiasmo.

—Dígame, para eso estoy —indicó el alcalde con interés.

—Creo que es hora de que el pueblo tenga su propio colegio de bachillerato —expuso Tavito. El alcalde se mostró sorprendido, pues aunque la idea era excelente, había muchos desafíos que superar para materializarla.

—Alcalde, yo sé que no es fácil, pero un colegio beneficiaría a todo el pueblo, tanto a ricos como a pobres, porque sería público. Voy esta semana al Ministerio de Educación para recoger toda la información necesaria para hacerlo posible.

—Sí, Octavio, esa es una buena idea para comenzar. Aunque le adelanto que el municipio no tiene fondos disponibles este año para un proyecto tan grande como ese.

—Las partidas, lógicamente por este año ya no hay, pero para el siguiente se deben programar, aunque no sea mucho el dinero. Para consolidar esta idea, cualquier aporte suma, alcalde —explicó Tavito con determinación. Se despidieron quedando en que el siguiente fin de semana se reunirían para revisar los requisitos que Octavio traería desde Bogotá.

El viernes siguiente, apenas Octavio se bajó del bus de Rápido Tolima, vio al alcalde que le levantaba su mano.

—Octavio, ¿cómo le va? ¿Le parece si nos reunimos ya?

—Sí, alcalde, buena idea, porque luego llego a El Limonar y con todo lo que hay por hacer me ocupo y no salgo al pueblo —respondió Octavio. Se reunieron inmediatamente en el despacho de la Alcaldía. Octavio había gastado una tarde entera en el Ministerio de Educación, recopilando toda la información posible para mostrársela al alcalde.

—Octavio, eso es mucho requerimiento.

—Alcalde, sí, es mucho, pero no imposible de conseguir. Ahora lo importante es que todo el pueblo se entere y empecemos a trabajar conjuntamente. Hablemos con el cura para que el domingo en la misa de las 7 de la mañana usted hable en el púlpito sobre la idea del colegio. Él a mí no me presta mucha atención, no le gusta que yo no profese religión alguna.

—Octavio, déjese de bobadas, si todos los deístas fueran como usted, el mundo sería mucho mejor. Vamos a la casa cural los dos y se lo contamos al padre, no quiero sorprenderlo el domingo antes de la homilía.

Explicarle la idea al párroco no fue difícil; desde ese día se convirtió en un aliado más de la causa del colegio.

El domingo en la misa de las 7 de la mañana, el padre Arnulfo, aprovechando el sermón, tomó la vocería en el púlpito para contarle a los asistentes la necesidad de tener un colegio de bachillerato en el pueblo, de cómo todos se verían favorecidos, al igual que los habitantes de las veredas aledañas, no sin antes hacer énfasis en que la idea la había tenido mi papá. El cura hizo pasar a Tavito al frente, quien les explicó a fondo acerca de los requerimientos que el Ministerio de Educación exigía y las ideas de cómo podrían dar los primeros pasos.

Había que crear unos comités organizadores, compuestos por gente de todos los niveles; se aceptaban todas las ideas, para así poder escoger las mejores. Se aprovecharían los domingos, que era el día de mercado, para hacer bazares donde la comunidad pudiera comprar y a la vez colaborar en la recolección de dinero. La aceptación fue multitudinaria, y Tavito salió ovacionado de la iglesia, dispuesto a trabajar por esa gran idea mancomunada que era el colegio.

La abuela María no estaba de acuerdo con la idea del colegio, no porque no quisiera progreso para el pueblo y sus hijos pequeños, sino porque presentía que no iba a tener a su hijo el tiempo que ella deseaba a su lado; suficiente tenía con que él viviera y trabajara en Bogotá, con que solo pudiera ir a verla cada quince días los fines de semana, y ahora ese poco espacio iba a ser ocupado por otra obligación más de su hijo adorado.

—Tavito, mijo, yo creo que debe pensar bien lo de embarcarse en ese cuento del colegio, eso va a ser es para problemas.

—Mamá, por favor, lo del colegio no es un cuento, es un derecho al que todos los habitantes del pueblo y de las veredas cercanas pueden aspirar.

—Tanto por hacer acá en la finca para que ahora usted se ocupe en otras cosas.

—Mamá, usted no se preocupe que yo no le voy a abandonar El Limonar, y créame que por lo del colegio voy a estar viniendo semanalmente.

—¡Ay, mijo!, más gasto para usted con esos pasajes semanales.

Los comités se crearon a la semana siguiente, cada uno estaba conformado por cinco personas. Se organizaron de tal manera que todos los estratos del pueblo tuvieron participación. Octavio era partidario de que las ideas siempre eran buenas sin importar el nivel social de quien las aportara. A inicios del mes de noviembre de 1968, los comités ya estaban funcionando; el organizador de eventos contaba con una lista de actividades a realizar, todas en pro de empezar a recolectar el dinero que era tan importante para ese gran paso. El primer bazar se hizo a mediados del mes, ya había donaciones de un novillo y un cerdo, tres señoras expertas cocineras prepararon las viandas, aprovecharon que era domingo para vender en la plaza del pueblo, desde la mañana, después de la misa de las 7. Todas las personas del pueblo y veredas aledañas colaboraron comprando en el bazar. Ese día, Octavio viajó a Bogotá en la flota de las 5 pm, iba absorto en sus pensamientos: “Este bazar, con seguridad, fue un éxito, ahora a seguir programando, ojalá, uno cada quince días, hay que tener un monto adecuado para salir a buscar el terreno, ese es el siguiente paso”.

La abuela María tenía razón, eran muchas más las obligaciones que mi papá tenía encima, pero para él, lo mejor era que todas valían la pena.

Aprovechando las festividades de diciembre, se organizó un baile en el salón comunal del pueblo para seguir con el recaudo de dinero. Esa noche, Octavio le habló al alcalde del tema que más lo estaba preocupando.

—Alcalde, necesitamos buscar el terreno donde va a estar el colegio localizado.

—Sí, Octavio, yo estuve viendo uno en la vía Bituima, pero es demasiado pequeño, lo dejan a buen precio, pero ahí el colegio no cabe.

—Ojalá aparezca pronto un lote apropiado porque con lo recolectado desde noviembre a hoy ya tenemos forma de dar una cuota inicial, y no se olvide de la partida que la alcaldía nos debe dar.

—Tranquilo, yo ya la tengo lista para presentarla en el mes de febrero, eso sí no es mucho.

—No importa, alcalde, recuerde que todo peso suma.

Corría el mes de enero de 1969. Una tarde, apenas mi papá bajó del bus que lo dejaba en la agencia, alcanzó a oír los gritos del alcalde, quien lo llamaba y trotaba hacia él.

—¡Octavio, Octavio, espérame que necesito hablar algo urgente! — Mi papá subió al andén y esperó al alcalde que ya llegaba, rojo y jadeante por la carrera.

—Alcalde, buenas tardes. Cuénteme, pero respire primero que lo veo muy agitado —dijo mi papá con preocupación.

—Mi estado físico no está bueno, pero vea, le cuento que la señora Rosalba dice que necesita vender la casa esquinera del parque. Ella quiere hablar con los dos para darnos la cifra, pide una cuota inicial, pero está dispuesta a darnos un tiempo prudencial para el pago total. Mañana a las 10 am nos cita en su casa.

—¡Maravillosa noticia, alcalde! —exclamaron, despidiéndose con un apretón de manos y una sonrisa de oreja a oreja.

La reunión fue un éxito; el precio que la señora Rosalba ofreció fue muy inferior al que mi papá y el alcalde esperaban. Ella les vendió el lote, sabiendo que la casa ya estaba demasiado vieja y que tendría que ser demolida. Desde ese momento, el objetivo del colegio comenzó a tomar forma. Los comités trabajaron con renovado vigor, y la lluvia de ideas para la recaudación de fondos era extensa. Tavito siguió los trámites que dictaba el Ministerio de Educación, que eran numerosos, para que se les otorgase una partida por parte del Departamento para comenzar la construcción.

A la par de este arduo tramo, Tavito encontró un nuevo rumbo en su vida sentimental. Se enamoró de mi mamá y, ahora sí, su vida estaba completamente ocupada. Esta noticia no fue bien recibida por la abuela María, quien hubiera preferido dos colegios más a tener que compartir a su niño adorado con una mujer.

La construcción del colegio avanzó a pasos agigantados. Octavio gestionó en el Ministerio de Educación la opción de que el colegio contara con una huerta propia, laboratorios de física y química, salones ventilados y patios extensos.

A pesar de los trámites burocráticos que exigían, el 8 de septiembre de 1970, la idea soñada por mi papá se hizo realidad: el pueblo inauguró el Colegio Departamental Víctor Manuel Londoño. La resolución que otorgó el Ministerio aprobaba los cursos de primero a cuarto de bachillerato; dos años después del funcionamiento, se tramitaría el permiso para los grados quinto y sexto. El colegio fue inaugurado por el alcalde, el gobernador y cinco altos funcionarios del Ministerio de Educación. El pueblo celebró a lo grande, por fin sus hijos podrían completar su escolaridad sin necesidad de salir del pueblo.

La abuela María se sintió muy orgulosa de su hijo, de que pudo lograr el sueño del colegio ante tanto esfuerzo y sacrificio. Al fin de semana siguiente, después de la inauguración, Tavito estaba en El Limonar ayudando con el ordeño, cuando la abuela María divisó en el camino al alcalde.

—Mijo, viene el alcalde, ¿pasaría algo?

—No creo, mamá, esperemos a que llegue —respondió Tavito mientras se acercaban al alcalde con la abuela y Trotsky, el perro, quien no paraba de mover la cola.

—Muy buenos días a todos, vengo a traer una noticia.

—Buenos días, alcalde —respondieron al unísono.

—Octavio, mire esta carta que acaba de llegar del Ministerio de Educación.

—¿Buenas o malas noticias, alcalde?

—Léala para que se conteste usted mismo, Octavio. —La abuela María estaba un poco nerviosa, temiendo que fuera una mala noticia.

—Alcalde, ¿y por qué no la abre y la lee usted?

—Señora María, tranquila que si su hijo sabe algo, es leer —respondió el alcalde con una sonrisa.

Era la carta donde se nombraba la planta de profesores licenciados para el colegio y ahí, en la lista, estaba el nombre de mi papá con dos cargos:

Licenciado en Bioquímica Jesús Octavio Osorio Mora: Rector y Profesor de Biología de los grados 1, 2, 3 y 4 de bachillerato. La felicidad los embargó. Mi papá y la abuela se fundieron en un fuerte abrazo; el esfuerzo había sido gratamente recompensado.

—Se lo dije, señora María, que no se preocupara —dijo el alcalde. La más contenta con esta buena noticia era, sin duda, la abuela María, que iba a volver a tener a su hijo cerca, aunque ya estuviera casado.

Para Tavito, era un reto más en su vida, pero estaba feliz; enseñar era su pasión y tener la responsabilidad de una rectoría lo atraía más. Tal vez esa fue la mejor forma de acercarse a los problemas sociales que conllevaba dirigir un colegio público, donde la mezcla social era innata. Se encontró mil situaciones y más, las cuales, para él, jamás fueron problema, pues creía que mientras existiera el diálogo respetuoso entre las partes siempre habría solución. Sorteó problemas económicos de las familias de sus alumnos. Aunque el pago de matrícula y pensión era casi simbólico, muchas familias no contaban con ese dinero y más si tenían dos o tres hijos estudiando. En muchas ocasiones, terminó saldando de su bolsillo las deudas escolares, lo cual era una alternativa preferible a que sus alumnos, por deber al colegio, no volvieran a clases.

Al finalizar el año de 1976, le llegó la resolución del Ministerio de Educación a Tavito anunciando que había sido nombrado supervisor de educación para el departamento del Meta. Ese nombramiento lo tomó por sorpresa, aunque él estaba tranquilo pues ya el colegio contaba con los grados quinto y sexto aprobados, así como con los laboratorios de física y química funcionando.

Su trabajo consistía en recorrer todos los municipios del departamento que contaran con colegios públicos, para hacerles auditoría desde la gestión. Era una labor nueva e interesante; ahora, los problemas no eran de un solo colegio, sino de toda una región.

Formaba parte de un equipo de cuatro personas, que siempre viajaba junto. Octavio ideó el diseño de una bitácora de quejas, donde recogió uno a uno todos los descontentos, necesidades y vicisitudes que encontraba en cada una de sus visitas. Una mañana que iba en la avioneta junto con sus compañeros hacia San Juanito, Meta, (en esa época era la única forma de llegar desde Villavicencio) hubo una turbulencia extrema al aterrizar, ese día el grupo percibió demasiado pánico. Todos se bajaron temblorosos, agradeciendo a Dios que el piloto supo maniobrar la avioneta; y del aterrizaje forzoso por el clima solo quedó un susto. Cuando llegaron al colegio, Tavito sacó su consabida bitácora y uno de sus compañeros, que aún estaba asustado y frustrado por el percance, lo increpó:

—No fregués, Octavio, guárdate eso, acá hoy hacemos acto de presencia y nos vamos, salir en la avioneta a la tarde con este clima va a ser peor que lo que ya vivimos hoy. .

¿Usted cree que por un susto aéreo yo voy a dejar de escuchar a las personas que son las que están pasando las necesidades y claman por el apoyo del Ministerio? De verdad que usted no me conoce respondió Tavito. El grupo tuvo que esperar a que Tavito se tomara su tiempo para tomar nota en su bitácora.

Pasaron tres años de viajes, de conocer municipios recónditos y olvidados por el Estado, de ahí su motivación por pertenecer al sindicato de FECODE. Octavio sintió la necesidad de tener un trabajo en un lugar fijo, sus tres hijos empezaban a crecer y él se estaba perdiendo de pasar buenos momentos con ellos, además el riesgo por la situación de orden público existía y cada vez se acrecentaba más.

Una tarde estaba en la oficina de su jefe rindiendo el consabido informe, cuando él le preguntó:

Octavio, hay una vacante de rector en el colegio departamental de Acacías, ya que el actual se va a jubilar. ¿Le gustaría tomarla?—, sin pensarlo dos veces, la respuesta de mi papá fue inmediata.

Jefe, claro que sí.

Octavio, solo hay un pequeño inconveniente: ese colegio tiene tres jornadas, mañana, tarde y noche, sería el rector para las tres, ¿está dispuesto a medirse a ese reto?

Sí, claro que sí lo estoy.

Ese trabajo fue absorbente; si ya ser rector de una sola jornada traía sus bemoles, ni que decir de este cargo, que abarcaba tres. Estuvo diez años en el cargo, sorteó todas las situaciones y casos imaginables, siempre trataba de que el estudiante fuera escuchado. Creía que la situación social de muchas familias influía en los comportamientos de muchos alumnos. Por eso, su consejo siempre era: “Lean, muchachos, lean. En el leer está la respuesta a muchas de sus dudas y, a la vez, es el crecimiento del pensamiento crítico, que es el ideal”.

En el año 1982 pasaron muchas cosas, entre esas la separación con mi mamá; el matrimonio solo duró doce años. Ella viajó a Cali con mi hermana y mi hermano para encontrarse con mi abuela, mientras yo me quedé con mi papá.

En mi memoria están, desde que tengo uso de razón, ciertas cosas relacionadas con mi padre. Mientras viví con mi hermana, siempre compartimos cuarto, porque el otro restante era el del estudio con una biblioteca inmensa con libros forrados en papel Contac, que según él, era la forma de proteger los libros al abrirlos para leer o consultar. Esa biblioteca llenaba todas las paredes vacías. Todavía recuerdo un inmenso libro de Biología, en su pasta dura traía la foto de la cabeza de una serpiente. Tenía fotos, unas a color, otras en blanco y negro, de todos los animales, con una extensa explicación y el lugar de donde provenía cada uno. Tendría yo unos cinco años y para mí ese libro era mi distractor favorito; me podía pasar el día entero repasándolo, y así lo abriera semanas, meses o años después, siempre lo encontraba interesante. Me acompañó durante mi infancia y adolescencia.

Los domingos eran especiales: llegaban los periódicos con sus tiras cómicas que alegraban el día. Él esperaba que las leyera y luego me decía: «Lea el artículo que más le llame la atención de cada periódico y entrégueme un resumen». Yo, que soy ávida lectora, leía casi todo el periódico y después me entraba la duda de cuál artículo resumir; pues muchos eran interesantes. Entonces, para evitarme el dilema, siempre le pedía que fuera él quien los escogiera, total sabía que iba a leer varios más. Para complementar la jornada, él aprovechaba la hora del almuerzo y tocábamos los temas relacionados con las noticias dominicales, participábamos a la par, creo que no sabíamos cuál de los dos disfrutaba más de esos domingos.

Cuando tenía que corregirme por algo malo que hubiera hecho siempre usó diferentes castigos, excepto el físico. Después de una extensa charla sobre las consecuencias que tenía mi proceder, dictaba el castigo pertinente. Como por ejemplo, no había salida con las amigas hasta el fin de semana. Jamás lo he oído gritar o subir la voz por nada.

Nunca me ayudó con una tarea de biología o química. Recuerdo una vez, en quinto de bachillerato, me dejaron una tarea de química acerca de los momentos dipolares de las moléculas, no encontraba un libro donde las mostraran como el profesor había pedido la tarea. Pasé toda la tarde tratando de encontrarla y nada, incluso hoy sigo sin entender por qué guardé la esperanza de que mi papá llegara y me la ayudara a hacer. Eran las 10 pm cuando llegó de haber finalizado su jornada de trabajo.

Hola, mija, ¿cómo está? Que por favor me sirvan la comida; tengo hambre. ¿Y esa cara?—, mi expresión estaba transformada, yo creería más bien desfigurada.

—Hola, papi, es que tengo una tarea de química, es para mañana y llevo toda la tarde tratando de hacerla, ayúdeme, por fa, es sobre los momentos dipolares de las moléculas— aún recuerdo su cara, con la mirada me dijo perezosa. 

No, usted sabe que yo tareas no ayudo a hacer. Busque en la biblioteca el libro de Química Orgánica Morrison y Boyd, ahí está el tema.

Gracias, papi sigo recordando la carrera que pegué a la biblioteca, cuando, oh sorpresa, el libro era casi una enciclopedia en uno. Tenía más de mil cuatrocientas páginas, empecé a buscar el tema, pero fue tanto el desasosiego que no lo encontraba, las lágrimas me salían una tras otra y pensaba: “Valiente gracia que mi papá sea bioquímico y no me ayude con una tarea”. Llevaba más de media hora tratando de encontrarla, cuando lo vi entrar al estudio con un trago de whisky en la mano, casi siempre se tomaba uno antes de dormir.

Veo que no la ha encontrado, levanté mi cara bañada en lágrimas. Dígame, ¿usted cree que con llorar soluciona la situación?

No, yo sé que no.

Entonces cálmese, respire, tome agua y va a buscar de la página 12 a la 25—, dio la vuelta y se fue para su cuarto. Recuerdo exactamente lo de las páginas porque la tarea estaba finalizando la 24. Hoy creo que si no hubiera sido tan tarde en la noche, me hubiera dado más páginas para buscar. 

A principios de 1990, mi papá comenzó a enseñar en una escuela del Distrito de Aguablanca en Cali. Era la única vacante disponible: era eso o seguir alejado de sus hijos. Yo había acabado el colegio tres años atrás y me había ido a vivir a Cali con mi mamá. Enseñar en una comuna bastante desvalida y vulnerable le proporcionó valiosas lecciones sobre el trabajo social. Tratar que los niños de las pandillas del sector volvieran a la escuela lo hacía repetir su máxima: “Todos deben de tener una oportunidad”. 

Fue un precursor del respeto al medio ambiente; un creyente del cambio climático y del daño biológico que le está causando a las especies y al ser humano. Era admirable ver su disciplina y dedicación. Se levantaba a las 5 am con el ánimo arriba todos los días, así lloviera o hiciera sol, para salir a buscar el transporte que lo llevaría al trabajo, porque sus alumnos y la comunidad lo esperaban. Muchos fines de semana viajaba a la finca de su exsuegra a ayudarle y a asesorar en el cultivo y la cosecha del café. 

En la escuela estuvo hasta que se jubiló del magisterio, porque él aún no se jubila, creó una Fundación Pedagógica en el año 2000, desde donde ha insistido en trabajar por la paz y por una inclusión, en la que todos los grupos sociales puedan tener las mismas posibilidades y oportunidades para desarrollarse como individuos. Hacen acompañamientos comunitarios en procesos sociales que buscan una mejor calidad de vida, ayudando a las comunidades menos favorecidas, también están muy comprometidos con el cambio climático. Ha prestado asesoría a diferentes políticos del Valle, pues sus ideas y su forma de hacer esos acompañamientos son muy interesantes.

Es un trasnochador empedernido, puede pasarse horas completas leyendo y analizando artículos que le sirvan para todos los temas de su Fundación, jamás se acuesta antes de la medianoche. Después de que se jubiló desconoce la palabra madrugar, su día empieza a las 10 am. Su salud ha sido buena, jamás lo he conocido con un kilo de sobrepeso, siempre ha comido saludable y de manera muy frugal. Aunque antes era bebedor social, ahora rara vez se toma un trago de whisky. Siempre ha sido partidario del ejercicio físico, como caminar o hacer bicicleta estática. Desde 1996 viene luchando con un melanoma en la nariz y en la frente, ha tenido varias cirugías con implantes de piel de las que ha salido avante.

Es el abuelo ideal, consentidor de sus cinco nietos, quienes lo disfrutan en las vacaciones cuando van a Cali, tienen charlas interesantes con él, a pesar de estar en edades diferentes (uno de 23, uno de 21, dos gemelas de 19 y una de 11). Hablan desde el cuidado del agua y la protección del planeta, hasta el menú que les provoca comer, pues las charlas acerca de las propiedades nutritivas de los alimentos siempre han sido importantes para él. Cultiva en la terraza de su casa tomates cherry, algunas plantas medicinales y uchuvas; saca abono de las cáscaras de frutas, de la papa, de las de huevo, y del ripio que queda del café cuando se cuela. A los nietos les enseñó a jugar ajedrez, aunque ninguno ha conseguido ser tan bueno como él, quien fue campeón municipal y departamental varias veces. El mayor es quien pudo compartir más con el abuelo cuando era niño, tanto así que de cariño le dice “cerebrito”. En unas vacaciones de verano del año 2023, estaba disfrutando la compañía de dos de sus nietas, cuando cerca de las 8:00 pm la energía se fue en el barrio. Iluminó lo mejor que pudo el comedor con velas, y sacó varios juegos de mesa, entre esos Escalera y Parqués. Para ellas era una experiencia totalmente nueva, y aunque tenían sus celulares con carga y sus cargadores son solares, no querían que la luz regresara, era mucho lo que se habían divertido jugando con el abuelo.

Así es Tavito, mi papá. A veces me preguntan que si pudiera volver a nacer si lo volvería a escoger como papá y, sin dudarlo un segundo, respondo que sí, un millón de veces sí.

Comment here