Por Francisco Javier Méndez
No soy ni español ni indígena. No hago esta aclaración porque piense que ser español o indígena sea algo vergonzoso; sino porque entiendo que mis experiencias son diferentes a las de ellos y, por lo tanto, mi forma de entender el mundo también lo es. Si acaso, puedo señalar que soy mestizo y que, según mi documento de identidad, soy colombiano; aunque tampoco creo que eso diga mucho de mí. Supongo que me identifico más con el TOC que me diagnosticaron hace relativamente poco que con la pertenencia a alguna colectividad abstracta.
Sin embargo, en los últimos años me he interesado por entender el pensamiento de quienes sí se sienten españoles, indígenas o colombianos. El motivo de este interés es muy sencillo: pienso que entender a los demás es fundamental para poder convivir con ellos. Y ojo que entender no es lo mismo que justificar. Puedo preguntarme por los motivos que llevan a alguien a opinar o actuar de determinada manera y seguir condenando sus opiniones y acciones. Tampoco es lo mismo que tolerar, pues siento que la «tolerancia», tal como la entendemos hoy en día, surge de la falta de voluntad por entender al otro, es como si debajo de esa condescendencia hubiera un mensaje oculto que dice: «Respeto tu derecho a pensar y obrar mal».
Pero vamos al punto, ¿y todo esto que tiene que ver con el 12 de octubre? Bueno, que cada vez que se acerca el tal «día de la raza», o «encuentro de dos mundos», o como quieran decirle, sale un mar de gente que quiere opinar, pero no quiere entender. Ya sea que afirmen que los ibéricos civilizaron a un montón de bárbaros que lograron grandes obras arquitectónicas por obra y gracia de los extraterrestres o que saquen del baúl de los recuerdos consignas desgastadas para condenar la conquista de lo que hoy conocemos como América, muchas de las personas que exponen su postura con respecto al proceso que se desencadenó cuando Cristóbal Colón llegó a la isla de Guanahani, y que sigue teniendo consecuencias aún hoy en día, no pueden argumentar seriamente sus puntos de vista.
Lo anterior no pasaría de lo anecdótico o de un berrinche intelectualoide de no ser porque tiene consecuencias que van más allá de las redes sociales y de las conversaciones casuales, como que la godarria latinoamericana y española nos quiera imponer unos valores anacrónicos, o que muchos de los que dicen defender la causa indígena sigan pensando que estos tienen que encajar en su visión del «buen salvaje» y no se tomen la molestia de preguntarles a ellos qué opinan al respecto.
Los más grave del asunto, a mi juicio, es que debajo de toda esta «opinología» se esconde algo macabro: la instrumentalización del pasado y del otro. Estos personajes, más que defender una causa, lo que buscan es engrandecer su propia imagen a costas del sufrimiento y el sudor ajenos. Lo más preocupante es que están presentes en todos los niveles, desde políticos que prometen utopías irrealizables en la actualidad hasta personas del común que quieren reacciones en redes sociales.
Es ridículo que alguien se enorgullezca de tener sangre de conquistadores corriendo por sus venas cuando lo más cerca que estuvo de un campo de batalla fue jugando Age of Empires. La guerra en la vida real no es linda ni glamorosa, la guerra es untarse de barro y mierda para ir a matar seres humanos. Y si ese alguien quiere vivir engañado, en las cuatro paredes de cuarto sin hacerle daño a nadie, allá él. No obstante, este autoengaño pasa a ser problemático (por decir lo menos) en el momento en que se utiliza para menospreciar a otros, llegando al extremo de promover abiertamente su aniquilamiento físico o espiritual, para luego apelar a valores liberales y democráticos como la libertad de expresión ante el más mínimo reproche.
Por otra parte, ser indígena no es tomar yagé o seleccionar arbitrariamente una parte del conocimiento de algún pueblo originario para «tu crecimiento personal». Tampoco es utilizar indumentaria «exótica» ni ir a turistear de vez en cuando a la Sierra Nevada de Santa Marta o a Machu Picchu. Dicho de otro modo: la identidad cultural de un grupo humano no es un producto de consumo ni un libro de autoayuda, es una forma de habitar el mundo. Entender al otro no es adueñarse convenientemente de su identidad ni cubrirse el cuerpo con sus cicatrices y heridas sin haber sentido el dolor. Mucho menos es reducirlo a lo que uno cree que es o debería ser. El primer punto para generar un entendimiento es reconocer que existen diferencias y que esas diferencias vienen de las experiencias vitales de cada cual. No es lo mismo pertenecer a una «minoría» que gritar a los cuatro vientos que se pertenece a ella sin perder los privilegios que otorga el hecho de no formar parte de ese grupo.
No existe una fórmula mágica para entender a otro ser humano. De hecho, la idea tiene algo de utópico. Por supuesto que a mí también hay cosas que me revuelcan las tripas y me nublan la razón. Pero creo firmemente en que el esfuerzo vale la pena. Esto no es un llamado a la «tibieza» o a la inacción. Todo lo contrario, es un llamado a abandonar la comodidad de estar tomando causas a medias, pensándolas como productos que se ajustan al consumidor, y a tener el valor de reconocer lo que se es para poder actuar en el mundo con bases sólidas.
*Fotografía aportada por el autor.
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