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La gesta de los abuelos

Por Hernando Aristizábal

Esta tarea, pendiente desde hace un tiempo, será la que me permita culminar un empeño postergado en su cumplimiento: consolidar la semblanza de los abuelos, mis abuelos maternos en este caso, honrando el compromiso adquirido con mis numerosos primos hermanos. A los que aún viven y a aquellos que nos dejaron, más de sesenta para ser precisos, comienzo la escritura de este relato.

Hace un par de años, nos comprometimos a colaborar en la tarea de recopilar la información pertinente para que yo pudiera plasmar, de la mejor manera, la crónica de nuestra historia familiar. Iniciamos con gran entusiasmo la grata encomienda y, durante un tiempo, estuve recibiendo aportes de algunos de ellos: anécdotas y viejas fotografías. Nos pusimos de acuerdo mediante un chat abierto cuando quisimos reanudar la entrañable relación de nuestra infancia. Con estos recuerdos compartidos, logré estructurar y consolidar una primera parte, alrededor de la formación del núcleo inicial y el establecimiento de la prosapia en tierras de Caldas en tiempos de la colonización antioqueña.

En los dos extremos del contexto social de la época, los de arriba y los de abajo, los abuelos formaron, en contra de lo que de ellos debía esperarse, una pareja peculiar. A pesar de ser comunes las relaciones de los señoritos de buena familia con las campesinas residentes en las grandes haciendas; era corriente mantener, paralela a la unión oficial, una que otra aventura con las desventuradas; no era aceptable para las buenas conciencias constituir con ellas una familia formal y, mucho menos, honrarlas con una unión bendecida por la iglesia católica, regente férrea de la vida social en la Antioquia confesional. No obstante, en un momento dado, frente a sus circunstancias, Mercedes y José María optaron por hacerlo con la mira de trasladarse más al sur, pues la familia que crecía no podía sustentarse en la pequeña parcela de su propiedad, en el municipio de Fredonia.

—Buen día, sumercé, cómo amanece… que Dios y la virgencita lo bendigan.
—Buenos días, mija, ¿cuándo vas a empezar a tutearme? Me siento como un extraño, solo te falta que me llames don…
—Estoy tratando, José María, pero no me deja la fuerza de la costumbre. ¿De qué hablaban con don Gabriel?
—Le pregunté cómo le fue en Manizales, estuvo la semana pasada haciéndole unas vueltas a mi madre. Vino bien impresionado con los progresos en la región.
—Todo el mundo habla de lo buenas que son las tierras por allá, sobre todo para sembrar café.
—¿Qué dirías vos de trasladarnos por esos lares…?

Él, que pudo haber sido un dandy de la época, nacido y criado en una de las estirpes más prestantes de la región, se había enamorado con locura de aquella campesina agraciada y laboriosa, con la cual bregaba cada día, hombro a hombro, desde que adquirieron una finquita en las afueras de la población cuando nació Juan, el primogénito, en junio de mil novecientos veintitrés. Inspirado por el liberalismo radical de su abuelo Coriolano, que puso de cabeza a la mojigata comunidad, logró formar un carácter independiente frente a la rígida estructura social en la que nació y creció. Uno de los últimos de diez hermanos, el influjo de la pacatería de su madre, beata católica recalcitrante, fue apenas superficial. Logró consolidar un espíritu abierto al torbellino de cambio que soplaba en La Villa de la Candelaria. Entre los jóvenes de las buenas familias de la pujante ciudad, estudiantes de la renovada Universidad de Antioquia, empezaron a surgir, al son de la reforma de la academia promovida desde el sur del continente, líderes que impulsaron la transformación del arcaico establecimiento.

Ella, desde su tierna infancia, apenas pudo hacerlo, trabajó al lado de su padre, para entonces mayordomo principal de los cafetales de los Uribe Amador en la región del suroeste. La población se había constituido en el motor económico de la siempre pródiga provincia, canalizando las inversiones de los capitalistas arraigados en la capital, hasta entonces mineros y comerciantes, abriendo posibilidades para los emprendedores. Hecha para el trabajo duro y dueña de una mente despierta, aprendió muy joven, con unas tías panaderas en el pueblo, los rudimentos de la economía, convirtiéndose en una eficiente administradora. Para cuando se conocieron, manejaba con solvencia el negocio de los cerdos en sociedad con su papá y era dueña de medio centenar de gallinas ponedoras.

Esta simbiosis se constituyó en la fortaleza de la joven pareja, impulsando su prosperidad desde sus comienzos. Aprovechando la primera bonanza cafetera, el novel padre, que colaboraba con el suyo en la administración general de los extensos cafetales establecidos por su abuelo materno en la localidad, había hecho ya una pequeña fortuna, constituida por una buena recua de mulas, con las que generaba sus propios ingresos, transportando granos e insumos. Su comprometida compañera también hizo lo que le correspondía y tenían en producción una buena marranera, siempre surtida.

—Usted sabe que yo lo sigo a donde quiera…
—Estoy creyendo que me voy a tener que resignar, vos no vas a poder con el tuteo…                                                                                                                                                                                                                —Sí señor, yo también creo que es lo mejor. Papá Indalecio nos machacó toda la vida con lo del respeto a los patrones.
—Como que se esforzó el suegro. Ni modo. ¿Qué pensás entonces?…

No dudaron un instante cuando, ante la gazmoñería de la matrona, escandalizada por la decisión de su hijo de llevar al altar a aquella mestiza oportunista, decidió desheredar al renegado y, de paso, maldecirlos junto a su descendencia. Sin pensarlo dos veces, procedieron a realizar sus peculios y juntarlos para unirse al éxodo de los desposeídos a las tierras de promisión más allá de la frontera agrícola.

—¿En qué piensa, petacón? ¿Está convencido de que va a hacer lo que le venga en gana?
—¿A qué se refiere, madre?
—Pues a ese desmadre de que se va a casar con esa india. Toda la alta sociedad se está burlando de nosotros…
—Sí, señora, así a usted no le parezca, estoy decidido a honrar su fidelidad; es la madre de mis hijos y es lo que me corresponde.
—Dios me ampare y me favorezca, me va a dar un soponcio.

Caballero en su mula preferida, que conservó junto al perro fiel, emprendió José María su periplo planeado hasta la vieja Cartago, en el Valle del Cauca, a buscar el nuevo terruño que acogería a la familia. Con el corazón sonriente y la conciencia tranquila por la decisión tomada en concordancia con su bonhomía, que hoy puedo afirmar frente a esta, cabalgó varios días sin hallar la tierra prometida. Sin embargo, al arribar una tarde adornada de arreboles en su ocaso, en medio de un tenue céfiro vespertino que refrescó su alma a la cálida población ribereña, al sentarse para cenar en la fonda donde pretendía reposar su cansancio, escuchó al desgaire a un comensal vecino de la venta de una finca en las montañas cercanas a la ciudad colonial de Anserma, que su dueño debía vender por su avanzada edad, ante la apatía de sus hijos por el campo.

—Sí, patroncito, es una buena tierra, unas vegas entre dos quebradas con pasto suficiente para las bestias, y don Santiago alcanzó a sembrar unas cuadras de café en las laderas antes de caer enfermo.
—Gracias, don Anselmo, mañana mismo viajo a verla.
—Si madruga, al paso de esa mula suya, en un día puede regresar a Anserma. Desde ahí, en otra jornada, estaría en la finca.
—Me preocupa la pava; mañana tendremos una semana de viaje.
—Es tremenda bestia, se lo digo yo que llevo unos lustros arriando por estos caminos. Hasta Risaralda le aguanta; ahí, Ovidio Giraldo, mi primo, es el herrero y administra la pesebrera del tío. Le podría arrendar un buen animal de silla mientras la suya descansa.

Santa Ana de los Caballeros fue fundada y nombrada por Jorge Robledo, el celebérrimo mariscal, aquel que cabalgara precedido de sus famosos sabuesos ibéricos cebados con infantes indígenas, con sus ancianos o lisiados en su defecto, hasta que fue desmembrado por la atávica codicia de sus coterráneos; aquella acogedora población, colgada en las laderas de la cordillera central, sita a la vera del camino que para entonces llevaba a Manizales. El abuelo viajero pernoctó al menos una noche en la localidad antes de arribar a su destino unas leguas más adelante. Una vez allí, en Risaralda, tras conocer la propiedad que le encantó desde un principio, adelantó sin demora la transacción mediante un pacto de caballeros con el anciano señor. Quedó debiendo más de la mitad de su valor, que prometió pagar en la medida de sus progresos en la explotación. No temía el compromiso, sabedor de sus capacidades y las de su compañera, y generó con su prestancia y solvencia la confianza necesaria. En concreto, sabemos que unos días después regresó a Fredonia para finiquitar los arreglos para el traslado definitivo de la familia a su nueva posesión.

Los veo pletóricos de emoción, compartiendo las albricias cuando él regresó, fraguando, acto seguido, planes para su futuro, mientras terminaban de vender todo lo que no pudieran llevar en la media docena de mulas que José María conservó para su traslado, empacando en los baúles donde guardaban su ropa la que llevarían consigo. Hasta entonces, vivieron con frugalidad, sin muchos enseres y poca parafernalia, una vida signada por el trabajo permanente que, de manera definitiva, solo cambiaría de sitio. Juntos conocieron el valor de la existencia simple, apreciando las cosas sencillas, disfrutando de la cotidianidad sin sobresaltos que brindaba la vida en el campo y pretendían continuar por la misma senda. Ajenos al apego material, repartieron entre los necesitados los pocos muebles que acumularon en sus primeros años y, pronto, un par de semanas después, partieron satisfechos hacia el porvenir sin mirar atrás, al alba en un radiante día del veranillo de San Juan, en compañía de la pareja que, a comienzos del año, contrataron para colaborar en las labores del campo y el cuidado de los retoños que crecían casi sin darse cuenta.

—Ramón, mijo…
—Desembuche, Mona, lleva dos días con ese entripao…
—Perdóneme, padrecito, pero sin querer oí a Merceditas decirle al patrón que con él se iba pa’ donde fuera…
—Ummm, duérmase que mañana hablo con él, y si usté quiere, nos vamos con ellos.
—¿Y el entenao?
—Nos lo llevamos también…

Tenían al frente un largo camino; al menos una semana de viaje por las trochas de herradura al ritmo de las mulas cargadas, según los cálculos que hacían, les tomaría llegar a Risaralda, contando con que el buen clima les acompañara. Mercedes, siempre acostumbrada a las duras jornadas, no se amilanó, tranquilizando a su compañero preocupado por los pequeños y aún tiernos infantes, y por su embarazo reciente. La providencia estaba con ellos, decía y le aseguraba un feliz término a la aventura, para la cual se sentía preparada.

Pues, ya fuera por la gracia divina o el entusiasmo que pusieron en avanzar, al amanecer del sexto día partieron sin demora para la última jornada desde la plaza principal de Anserma. Una vez enjaezadas las cabalgaduras, llegaron sin tropiezos a su destino al mediar el día. Sin esperarlo, al acercarse a la colina del viento, como era conocida la población, encontraron el primero y único tropiezo en todo el viaje. La pequeña iglesia de la aldea ardía en medio de una llamarada que vieron en la distancia, cuando se acercaban después del recodo final en la empinada ruta. Un volador lanzado en medio de la celebración de una fiesta religiosa cayó inesperado en el techo de paja, iniciando el incendio que consumió la edificación con rapidez.

En la pesebrera de la localidad, donde descargaron sus motetes los viajeros de aquella caravana, transcurrieron sus primeras horas mientras pasaba la barahúnda causada por la conflagración. Empezaba la noche cuando, por fin, Ovidio, el encargado, los acomodó, no sin dificultad, en una estancia adosada donde ejercía su oficio de herrero. El cansancio, la cálida hospitalidad de aquel buen parroquiano y las melodías de la flauta dulce que el abuelo disfrutaba tocar les permitieron conciliar un sueño reparador en los improvisados jergones, hasta la madrugada siguiente, cuando los despertaron los gallos llamando a maitines. Con aquel día nació una amistad inquebrantable entre el abuelo y aquel solidario artesano, la cual perduró mientras estuvo vivo. Amante de sus bestias casi tanto como de su familia, en adelante será la primera visita al regresar en incontables ocasiones, en función de los trámites, el aprovisionamiento necesarios para sacar adelante su proyecto de vida y el bienestar de sus animales. Cada vez, al desmontar o al descargar las mulas, hacía revisar hasta el último clavo de cada herradura y reemplazar los necesarios.

—Buenas tardes, don Chema. Venga, desmonten por aquí; parece que la fonda también se estaba quemando…
—Don Ovidio, gracias. ¿Qué fue lo que pasó?
—Un volador sin palo, patrón, cayó en el techo de paja y la candela se tragó la capilla en un santiamén. Este año nos salió cara la quema de San Judas. Venga, por aquí hay unos colchones de paja; les toca en el suelo, pero no creo que hoy les importe.
—Deje lo de patrón, buen hombre; no va conmigo…
—Con gusto, si sumercé deja el don…

Contaba la abuela que, a pesar de los buenos augurios de la travesía, los primeros tiempos en la propiedad fueron complejos debido al estado de abandono en que encontraron la vivienda y los sembradíos. Al primer propietario, al final, solo lo acompañó una mujer tan anciana como él, y la situación era, en verdad, lamentable. La casa estaba cundida de plagas y, desde la primera noche, la encontraron invivible. Sin amilanarse y demostrando su entereza, la recibieron, enviaron al pobre señor con su familia a Manizales y, acomodándose como pudieron, iniciaron la construcción de una nueva, de la mano de un maestro de obra de la vecina población de Arauca, a orillas del río Cauca. No tardaron dos meses en hacerla habitable y, de inmediato, se instalaron, entregando la vieja edificación a la furia de las llamas. Mientras terminaban la construcción, nació el tercer varón de la promisoria familia en la habitación principal, y adecuaron una más para acomodar a los mayorcitos. Aquel año de una intensidad inusitada terminó con la prole instalada con comodidad, expectantes frente a un futuro halagüeño.

A unos quinientos metros del emplazamiento de la residencia, encontraron los cimientos de un tejar que se quedó iniciado y, sin demora, lo culminaron, consolidando un proyecto que constituyó un importante apoyo para su futuro. Además de proporcionarles las tejas y ladrillos necesarios, pudieron producir recursos para levantar y surtir la primera marranera, donde la abuela retomó una de sus ocupaciones preferidas. En aquellos tiempos, los afanes que hoy nos atosigan ni siquiera se consideraban; el ritmo de la vida campesina permitía acordar plazos más amplios a la hora de los compromisos. Con la explotación pecuaria en marcha, la cría de gallinas multiplicada bajo su cuidado con base en la media docena que trajera de Fredonia y un par de buenos gallos adquiridos a los vecinos, en unos cuantos años cancelaron la deuda de la tierra.

Liberados de esta primera obligación, con un quinto embarazo de su fecunda mujer, el hombre, acucioso como pocos y convencido a la sazón del tamaño considerable que alcanzaría su estirpe, comenzó a comprar a lindes en las colinas vecinas para ensanchar el cultivo de café, en definitiva, muy adecuado para la zona. Ya empezaban también a moler en el trapiche, que adecuaron al lado de la ladrillera, las primeras cosechas de caña panelera. Aquella tierra fértil y exuberante, al parecer, estaba esperándolos a ellos para regalarles su abundancia; germinaba todo lo sembrado, en pródigas cosechas recogían forrajes, maíz para alimentar los animales y florecían pronto los frutales establecidos, polinizados por innumerables especies de pájaros e insectos. Al completar el primer lustro de habitarla, media docena de chiquillos correteaban por los corredores de la casona, que crecía al ritmo de la descendencia, y recogieron la primera cosecha importante de café.

—Mercedes, don Arcesio me ofreció la Arboleda…
—¿Qué le pasó, mijo? Esos cafetales están que se desgajan con la cosecha que traen.
—Como que lo boletearon; anda muy entusiasta con eso de la campaña y ya los godos de Viterbo tienen a los pájaros rondando. La semana pasada mataron a varios en Belalcázar.
—Esa es una tierra grande, sumercé; sube casi hasta el páramo…
—Sí, mija, pero me la fía, y con las cosechas de frutas se le puede ir pagando. Dice que sembró más de mil palos de distintas variedades.

En adelante, cada año nacería un infante más hasta completar quince hijos vivos al momento de la muerte prematura de aquel hombre formidable. Frente a sus logros al lado de la abuela, no puedo menos que reconocer su inmensa valía. No podía ser de otro modo para compartir la vida con la mujer extraordinaria que encontró en su camino. Hubiera podido casarse, como pretendió su madre, con alguna heredera encopetada de la sociedad antioqueña con solo desearlo. Era, de modo indiscutible, un excelente partido, dentro de los exclusivos parámetros establecidos por aquella comunidad tradicionalista a ultranza, acostumbrada a establecer alianzas convenientes a los intereses económicos, por encima de cualquier otra consideración. No obstante, pienso yo al respecto, al conocer a quien haría su compañera, los vestigios de los prejuicios que aún lo acompañaban desaparecieron para dar paso al librepensador en ciernes que surgía en su interior. Al llegar a la mayoría de edad, su talante liberal estaba maduro, alimentado por incontables lecturas de vanguardia a las que dedicó su juventud. Leyó en los libros recibidos de su abuelo materno las utopías, de moda entre sus contemporáneos, el pensamiento socialista, el materialismo dialéctico y muchos temas más, irresistibles por su condición de prohibidos para la juventud por el dogmatismo imperante durante su periodo de formación, convirtiéndose con el paso del tiempo en apasionado lector y coleccionista de libros.

Sus volúmenes preferidos, lecturas escogidas, lo acompañaron a su nueva morada. Dos arcones, construidos para conservarlos, fueron la carga más custodiada durante el trayecto que los llevó hasta allí. Leyó toda su vida en sus momentos de ocio y adquiría nuevos ejemplares cada vez que podía. Una selecta biblioteca hizo parte del legado para sus hijos cuando, de manera prematura, abandonó este mundo, recién instalados en la casa de Nazareth, la finquita donde instaló una lechería cerca de la ciudad. Cuando nadie lo esperaba, en la flor de la vida, padre de una prole numerosa a la usanza de su estirpe, saludable y fuerte campesino de espíritu cultivado, para entonces con el patrimonio suficiente para garantizarles un futuro estable y promisorio, una mañana nublada, muy normal en la región, en medio de la labor cotidiana, apareció, implacable, la parca, asestando su mandoble letal.

—¡Doña Mercedes!, ¡doña Mercedes! Corra que don Chema se cayó…
—¿Cómo así, mija? ¿Qué pasó?
—No sé, señora, yo estaba barriendo el corredor y oí un estropicio en el patio. Cuando me asomé, estaba en el suelo encima de las cajas de las guayabas.
—¿Y las niñas estaban con él?

Cuando se acercaron con Candida, la abuela lo encontró inconsciente y pálido frente a la mirada estupefacta de la tía Luz Stella, quien, con apenas dos años, todavía no entendía lo sucedido. Se había parado al lado de la cuna de la pequeña Margarita para ver cómo el papá seleccionaba la fruta para llevar al mercado.

—¡José María! José María, mijo… despierte… Candida, vuela, llama a Josué para que nos ayude a llevarlo a la cama… padrecito, respóndame…
—¿Qué fue, patroncita? Venga, le ayudo. ¿No despierta?
—Nada, pero está respirando. Llevémoslo a la pieza y vaya a ver si consigue al doctor Restrepo… llévese la yegua alazana. Debe estar en la pesebrera, lista para ensillar.

El abuelo también legó una buena cantidad de tierra para asegurar el porvenir de su viuda y todos sus descendientes. Unas mil cuadras de tierra cultivada en Betania, la hacienda en inmediaciones de la vereda La Margarita, la pequeña pero eficiente lechería con las primeras vacas Holstein criadas en la región, en las goteras de Manizales, y algunas propiedades en el centro de la ciudad, constituían la herencia material que recibió Mercedes para sí y para sus hijos.

—¿Cómo está, doctor? ¿Se va a recuperar?
—No, señora, nos acaba de dejar…
—Pero, ¿cómo así? Siempre fue un hombre saludable…
—Mi señora, creemos que fue un infarto fulminante. Estaba vivo cuando llegó al hospital, pero su corazón no resistió… lo siento mucho, doña Mercedes, no pudimos hacer nada…

Apenas superaba los cuarenta cuando la tragedia de la pérdida definitiva de su compañero entrañable la golpeó con una contundencia insoportable. Durante dos días, luego del entierro en el cementerio de San Esteban, estuvo sumida en un estupor que solo pudo superar cuando llegaron todos a Betania y se instalaron en medio de un silencio atronador, cada uno donde le correspondía, tras una cena frugal para no acostarse sin comer y, al fin, se quedó definitivamente sola con sus recuerdos.

Estuvieron juntos un cuarto de siglo; tenía quince años cuando lo vio desmontar del caballo que lo llevó hasta El Paraíso, en el empedrado del patio al frente de la casona de dos plantas, junto a don Gabriel, el papá, y desde ese día no pudieron volver a tener sosiego sin saber el uno del otro. Traían los jinetes el cansancio y el polvo de varios días de camino desde Medellín, durmiendo apenas a la vera en las fondas, comiendo cecina con arepa fría, empujada con agua, sentados en sus monturas, apurando la marcha hasta donde podían las bestias, porque las cañadas se habían tornado peligrosas una vez más con los pájaros sueltos de madrina destazando cachiporros, a la usanza de sus antepasados ibéricos. Se separaron una semana cuando Chema viajó a buscar la finca para construir el porvenir de la familia y, desde su regreso, no hicieron otra cosa que trabajar juntos para conseguir su propósito.

Dos décadas después, aún amamantando a la última de las hijas, con otros dos infantes en casa y una docena más todavía estudiando, los mayores apenas llegando al término del bachillerato, ahí estaba, sola por primera vez en la vida. Nunca fue de lamentaciones; al lado de José María, sortearon con éxito, por su persistencia, innumerables obstáculos, pero ese aciago día se sentía derrotada por el infortunio. Quién iba a imaginar que, en la plenitud de su existencia, con la fortuna sonriéndoles y un futuro prometedor adelante, la tragedia iba a golpear con semejante saña.

Después de una larga noche de inquietud y sobresaltos, tras dos horas escasas de sueño, el canto de los gallos le anunció el nuevo día, la cruda realidad de su inesperada soledad. Le costó un esfuerzo sobrehumano no salir corriendo y gritando su angustia insoportable, entendió que sus hijos todos estarían tan acongojados como ella misma. Entonces vislumbró entre las brumas de su pensamiento que había soñado con su amado, diciéndole al oído que nunca la dejaría.

Esto fue suficiente; en adelante, recordando sus palabras, se levantaría cada día a la brega colosal que constituyó su existencia. La lucha en conjunto logró fortalecer su espíritu al punto de sentirse capaz de lo que fuera, aún ante las tristes circunstancias de su presente y, al entender que siempre lo tendría a su lado, decidió apartar de su mente la pena. Sobrepuesta al dolor, se levantó dispuesta a continuar por el camino que determinaron cuando decidieron trasladarse a aquella tierra que tan bien los acogió. Allí construyeron su patrimonio, el legado para su abundante prole, y se dispuso a trasegar como lo habían hecho, un día a la vez. Fue tan encomiable su empeño que los huérfanos apenas sintieron la falta del padre, compensada cada jornada con la entrega total de la madre a apoyarlos sin condiciones. Sola, a pesar del asedio constante de algunos azucenos, atraídos por su sólida fortuna.

Para finales del año, antes de las fiestas, culminaron la construcción de la primera casa en el centro de la ciudad, y la familia en pleno resolvió pasarlas en la nueva residencia para paliar, en la medida de lo posible, la ausencia del ser querido. Sería la primera Navidad sin su cálida presencia y era obvio que no sería fácil afrontarla. El día del nacimiento del Divino Niño, todos estaban en cama al llegar la medianoche, tras la cena que solo los más pequeños pudieron consumir, y el nuevo año llegó sin la celebración acostumbrada. No hubo música, ni pólvora, ni la marranada habituales. La natilla y los buñuelos brillaron por su ausencia en medio de una monotonía melancólica que entumecía el alma de los mayores, interrumpida a intervalos esporádicos por la alegría inocente de los infantes, hasta que culminó el último mes, fatídico en su desenlace.

Mercedes dormía poco, siempre soñando con su amado hablándole al oído. En susurros dulces, apenas audibles, le instaba a dejar atrás la tristeza, a asumir la nueva condición de su presencia. Un día despertó de pronto pero sin sobresalto, sintiendo su mirada y, al tomar conciencia, lo vio apoltronado en su mecedora; la había hecho traer de la finca para recordarlo, diciendo sin palabras que era hora de levantarse.

Durante medio siglo completo, lo hizo cada jornada en la madrugada, a trabajar sin descanso para mantener su legado en espera de que cada hijo llegara a necesitarlo. Una a una, uno a uno, fueron las niñas y los niños llegando a la edad casadera y asumiendo su condición, como era la usanza de la época. Llegado el momento, todos recibieron de la madre el legado paternal y, durante su trasegar, toda su solidaridad cuando hizo falta. Estoy convencido de que la mayoría de nosotros, sus nietos, tenemos presente el recuerdo de la infaltable remesa que llegaba de la finca cada día para ser repartida sin falta a nuestras familias. El queso molido por sus manos, la mantequilla que también batía cada jornada al levantarse después del ordeño, los plátanos infaltables y los frutos de las cosechas. Muchos años mantuvo la costumbre doña Mercedes, como era reconocida la entrañable matrona que fue nuestra abuela materna. Recia y fuerte, con su revólver al cinto, jinete en una buena mula, la recuerdan los mayores, recorriendo los cafetales y cabalgando por horas para adelantar las diligencias pertinentes para la buena administración de sus bienes.

En una inefable paradoja, la recordamos todos, adusta y cálida, madre y abuela dedicada. Los más traviesos no habrán podido olvidar los pellizcos que solía aplicar en sus brazos cuando los alcanzaba tras alguna pilatuna. Muchos tenemos presentes sus tímidas caricias al despedirse después de alguna visita, que no dejaban de manifestar su amor incondicional. Con propios y extraños, desplegó a su alrededor, toda su vida, una generosidad incondicional que se hizo proverbial en la ciudad y en sus campos. Aquella remesa diaria se repartía también con los desposeídos y, para los que llegaban tarde, mantenía unas monedas para paliar, en algo, la necesidad. Nadie se fue de su casa con las manos vacías mientras tuvo la posibilidad.

Cualquier cosa que se quiera agregar para completar estas semblanzas se queda corta frente a la magnitud de sus personalidades. Solo queda decir, como un reconocimiento final, con nuestra gratitud innegable, que más allá del legado material, considero como aporte primordial el ejemplo de perseverancia y entereza que constituyen sus vidas. Junto a nuestra resiliencia tan colombiana, ha sido, en mi caso particular y pienso que en el de muchos de nosotros, una fortaleza para sobrellevar el devenir en nuestro convulso país.

Existe un asunto en esta saga familiar algo delicado de tratar. La adversidad inherente al trasegar de la humanidad se ha ensañado de manera particular con muchos de nosotros, hasta el punto de considerarse algunos, en especial las tías, en definitiva las más afectadas, sujetos de la pérfida maldición que, en un momento de ira, lanzara contra nuestra abuela la anacrónica matrona que fuera la madre de su padre; más preocupada por las apariencias y la consolidación de su ya inmensa fortuna; negándose a aceptar la felicidad de su hijo como lo fundamental, como tuvo que hacerlo consigo misma cuando le correspondió. No se puede negar, mirando el resultado final, que la vida pudo haber sido un poco más benevolente, en especial con estas mujeres aguerridas que han sido nuestras madres.

Todas y todos los hijos de José María recibieron, a la hora de iniciar sus proyectos de vida, su legado económico, representado en cincuenta cuadras de tierra o su equivalente en metálico. En nuestro caso, María Regina, cuando se casó con Hernando de Jesús, el seminarista arrepentido que la desvelaba, escogió para sí el monto suficiente para adquirir una imprenta que, con altibajos y un par de refinanciaciones por parte de la abuela, les permitió sacar adelante a sus tres hijos. No obstante; yo se lo atribuyo a las circunstancias adversas del país en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, sumido en el recurrente conflicto producto de su sociedad excluyente; ninguno pudo conservar su pedazo de tierra, enfrentados a innumerables talanqueras que impedían a los pequeños productores tener éxito en sus proyectos por un lado y a situaciones particulares en cada caso, que no son de interés para este relato.

A pesar de esto, las familias consolidadas alrededor de la sólida pareja constituida por los abuelos, con base en su ejemplo de perseverancia, han podido sortear dificultades de todo tipo y hoy en día, en conjunto, formamos una extensa prosapia renovada con frecuencia por el nacimiento de nuevos bisnietos y tataranietos de Mercedes y José María. Somos más de cinco docenas los primos hermanos dispersos, se puede decir por el mundo entero, cada uno con sus particularidades y su propio carácter, en ocasiones muy dispares pero, en esencia, herederos de las mejores cualidades de nuestros ancestros. Nos conocemos casi todos y también nos reconocemos como lo que somos, descendientes directos de esta entrañable y peculiar pareja y portadores orgullosos de su legado espiritual, que al final es el más importante.

Puedo agregar, sin temor a equivocarme y lo hago con conocimiento de causa, que la mayoría, porque debe haber las excepciones, hemos sido solidarios en la medida de las posibilidades con nuestros parientes cercanos y nuestros congéneres cuando ha sido necesario. Yo mismo he recibido, en su momento, el apoyo material de algunos y la solidaridad de todos frente a mis tropiezos personales y las consabidas tragedias que a nadie le faltan. Mis padres nos dejaron muy pronto, uno detrás del otro y, en medio del bárbaro conflicto que sufre el país, perdimos a manos de un sicario, en la flor de la vida, a nuestro hermano Pablo, cuando tratábamos juntos de superar sus inesperadas ausencias.

Entonces, algunas de las primas andaban con la enguanda de organizar un encuentro familiar lo más pleno posible. Ante la nueva desgracia, no estábamos muy entusiasmados los afectados en primera instancia. No obstante, esforzándonos un poco, nos reunimos en un inefable y entrañable fin de semana que constituyó un eficaz paliativo para nuestros corazones destrozados. La génesis de este relato tuvo lugar allí, en medio de la acogida cariñosa y solidaria de tías y tíos, casi todos, de algunos de las primas y primos hermanos, de sus hijos. Alguien, no recuerdo quién en este momento, me preguntó en qué iba la escritura de la historia familiar, prometida unos años atrás.

A la sazón, no definía todavía, por circunstancias personales, mi dedicación a este mi oficio, postergada en varias ocasiones. Aproveché entonces el momento para recabar de primera mano información y me pasé los dos días restantes, cuando pude hacerlo, entre la celebración del reencuentro y las constantes francachelas, conversando con las hijas y los hijos de Mercedes y José María presentes en el evento, y resolví algunas dudas al respecto. En adelante y durante un par de décadas escribí de manera esporádica, por estar inmerso en la crianza de mis hijos, sin mucho propósito. Cuando llegó la edad de la jubilación, tenía algunas agendas y cuadernos llenos de palabras y resolví hacer un inventario inicial, del que muy poca cosa salió bien librada. Como ya dije al comenzar a redactar esta crónica, solo un buen cuento rescaté y otro que no cerraba, terminó convertido en una novela que me gusta y todavía trabajo. Hace ya cuatro años me dediqué a perfeccionar el oficio y ahora estoy aquí culminando este empeño en cumplimiento de aquella vieja promesa. Pero, esa es otra historia que tendremos que contar. Hasta aquí la que hoy nos compete.

FIN

*Imagen aportada por el autor.

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