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La continuidad de la vida

Por Vladimiro Camacho R.

Soy un viejo que no entiende la vejez. Contradicciones, cuestionamientos. La confusión es mayor cuando la comparo con la de mis abuelos y la de mis padres. Sé que soy viejo por el calendario: ochenta y un años no me permiten negarlo. Como no la entiendo, me siento desubicado, perdido entre palabras, llamados, avisos, caminos alternos, temores, dudas. Quisiera levantar el vuelo, elevarme, contemplar esta realidad, para decidir el curso siguiente, como lo he hecho hasta ahora: sin dudas, con un norte definido, avanzando.

Como me siento inseguro y quiero respuestas, resuelvo acudir al ejercicio de escribir para intentar hallarlas. Me gustaría repasar los recuerdos de las dos generaciones que están antes de mí; considerar el papel que puede jugar la suerte en el camino hacia la vejez; tratar de identificar su inicio, cómo ocupar el tiempo, la relación con otros viejos y con personas de las generaciones que nos siguen; finalmente, qué nos espera y cómo podemos seguir adelante.

A toda reflexión sobre la vida, en cualquier etapa o momento, se le cuelga la pesadez de la relación con la muerte. Con mayor razón cuando se es viejo. Por eso, comienzo recordando cómo enfrentaron la vejez, la enfermedad y la proximidad del final las generaciones que me antecedieron.

Fui varias veces con mi padre y sus hermanos a la casa de sus tíos. Luego de atravesar el estrecho corredor bordeado por un jardín de geranios, rosas, mantos de gitana, yerbabuena, cilantro y apio, llegábamos a la sala pequeña, oscura, iluminada por veladoras del altar de la Virgen con un escapulario entre sus manos; en las paredes, las fotografías en blanco y negro de los antepasados. En medio de la penumbra que reinaba en esa casa vivían dos hermanos y una hermana de mi abuelo, quien había muerto hacía varias décadas. El mayor de los tíos de mi padre estaba enfermo, en una cama. La palidez y delgadez de su rostro, que hacían resaltar su nariz aguileña, me acompañaron hasta mi adolescencia como la imagen de la muerte. Los huesos de sus manos surgían como acto de magia debajo de la cobija color marrón, para agitar el aire a su alrededor en un gesto que no se sabía si era de saludo o de despedida. Mi padre y sus hermanos respondían a las quejas de su tío enfermo, quien murmuraba la inminente proximidad de su muerte, con expresiones de aliento, asegurándole que lo veían mejor que en la visita anterior. Esa manera de alentar a los enfermos graves la escuché durante muchos años. Más tarde, cuando nos alejábamos de aquella casa, ellos parecían apostar con los pronósticos del tiempo que le quedaba al pobre viejo. En el momento de la despedida, yo adivinaba la vida de rutina triste de esos ancianos, unidos al exterior por un aparato de radio, pero ya separados de ese mundo que con resignación se preparaban a abandonar. Ellos fueron desapareciendo y su mención fue perdiendo frecuencia, como la sirena de la ambulancia que se aleja.

Una familia de siete hijos y catorce nietos asegura a sus mayores una vejez acompañada. Los hijos nos casamos, pero la casa paterna siguió siendo el centro de encuentro permanente. Allí íbamos en busca de consejo, consuelo y a compartir alegrías. Ese fue el ambiente que cobijó a mis padres hasta su muerte. Ya viejos, vendieron su casa, para reforzar la pensión. Perdida su sede de encuentro, fueron de uno a otro apartamento, como un teatro itinerante. El decorado de luz y el ambiente de calidez fueron de uno a otro sitio. Cuando llegaba a su hogar, tenía la sensación de que algo especial estaba sucediendo: además de hijos y nietos, los visitaban sus hermanos, sobrinos, antiguos vecinos de barrio, colegas y las señoras que con mi madre habían conformado un grupo en el que enseñaban artesanías y cocina.

El Parkinson obligó a mi padre a renunciar a sus actividades de abogado y docente universitario. Su rutina cambió radicalmente. Se refugió en su casa, para leer y recibir visitas de personas que venían en busca de sus sabios consejos. A pesar de que la enfermedad reducía sus reflejos, acortaba sus pasos, hacía casi imposible su participación en charlas en grupo y ponía dificultad a la ingesta de alimentos, él permaneció sereno y estoico.

Ellos tomaron una decisión que nos sorprendió. Acudieron a una institución que promovía la idea de la muerte digna: renunciar expresamente a la prolongación artificial de la vida, cuando ya se han agotado las posibilidades de recuperación médica. Esa decisión impregnó de un dramatismo particular un evento de salud vivido por mi padre; en él, de alguna manera, se enfrentaron las actitudes ante la muerte de las dos generaciones anteriores a la mía.

Cuando mi viejo tenía la edad que ahora tengo, el cáncer lo atacó. La extirpación del riñón fue la solución. En los días de convalecencia, su pecho se ennegreció. El diagnóstico fue fatal: metástasis. Fuimos los siete hermanos y mi madre a ‘Morir Dignamente’. «Deben decirle que se va a morir, es su derecho». Vencida por mayoría mi oposición, fui delegado para cumplir la misión. «Le toca al hermano mayor». Pedí los días del fin de semana para prepararme. Recordé, entonces, cómo él ocultaba a su tío enfermo su gravedad. ¡Esa era su cultura! Decidí no decirle y exigí que nadie lo hiciera. El diagnóstico de la metástasis estaba errado. Si yo le hubiera anunciado esa falsa proximidad de la muerte, habría sucumbido. Vivió ocho años más.

En la generación de mis padres se hicieron frecuentes las enfermedades con apellido. Esas dolencias aparecen en edades a las que no llegaron sus antepasados. Por pedido de mi padre, fuimos los dos a visitar a su hermano menor, en un ancianato. Una enfermera trajo del brazo al tío. Nos miró; dudó unos segundos; finalmente hizo una mueca como si sonriera: ¡nos había reconocido! Pedí permiso para llevarlo de paseo con nosotros. Mientras venía la directora, dos viejas de la casa, sin que él se enterara, expresaron su enamoramiento por el tío; incluso, tuvieron una discusión.

Llevé a los dos hermanos hasta el portal del parque Simón Bolívar. Era una de esas mañanas bogotanas con mucho sol, pero frías.  Les compré helados; nos sentamos en un banco. Mi padre intentó hablarle varias veces, pero el tío solo miraba al infinito. En la puerta del ancianato se dieron la mano, en silencio. Los dos tenían los ojos húmedos. Sería la última vez que estarían juntos. Algún tiempo después, murieron con dos semanas de diferencia. Ninguno de ellos se enteró del destino del otro.

Un día mi padre perdió el sentido. El médico domiciliario nos dijo que recomendaba dejarlo en casa, para evitar pasar sus últimos momentos entre cables y aparatos. Recordamos su deseo de morir dignamente. Al tercer día, expiró. Antes de eso, mis hermanos menores se despidieron de él, le dieron las gracias, le dijeron lo felices que él los había hecho. Yo no fui capaz: arrastraba esa cultura de negación de la muerte. Mi madre me dijo que, en un momento en que despertó, preguntó por mí. «¡Cómo no fui capaz de decirle todo lo que lo amaba!» En un pequeño librito que recibí cuando cumplí veintiún años, que me ha acompañado desde entonces, leo arriba de la firma de mi padre: «Me siento dignamente prolongado en ti». Esa bella dedicatoria es un halago inmenso, por venir de un hombre de vida intachable, justo, ecuánime, afectuoso; fiel a sus principios, por encima de cualquier conveniencia.

Mi madre lo sobrevivió siete años. Repartió entre sus hijos las pertenencias de mi padre: libros, la navaja, corbatas, pijamas, el abrigo, el anillo, la billetera y los vestidos, que uno de mis hermanos mandó ajustar a sus medidas. Ella hizo su lista: cuadros de su autoría, joyas, carteras, la loza, la máquina de coser y la mesita que había pertenecido a la abuela. Se apegó cada día más a los símbolos tecnológicos de la época: compraba por teléfono las ofertas que veía por televisión, sin sospechar siquiera la perversidad de ese mercadeo, que le era totalmente extraño. Quería estar cada minuto comunicada con el mundo y así sentirse viva.

Sus pulmones le fueron cobrando décadas de cigarrillo. Sus caminatas se reducían día a día. Su juicio se fue extraviando. Las fotografías familiares fueron sus víctimas. Cuando murió mi hijo, se quebró. Un día la llevamos al hospital. En pocas horas la trasladaron a otra clínica y de allí a una tercera, en donde simplemente culminó el paseo de la muerte. No se cumplió en debida manera su deseo de morir dignamente. Las cualidades de su carácter se dividieron en cuotas diferentes entre sus hijos: capacidad de lucha, solidaridad, liderazgo ante situaciones difíciles.

Pocos días después de la muerte de mi madre, uno de mis cuñados dijo que ahora los viejos éramos nosotros. ¿Cómo llegamos a la vejez? La respuesta más simple es acumulando tiempo, cada uno, enfrentando la vida, experimentando momentos alegres y momentos difíciles, cumpliendo los deberes, sin pensar en su inminente arribo. Pero creo que hay un elemento que para muchos puede ser requisito para lograrlo.

Cuando cumplí ochenta años, un amigo me dijo que alcanzar esta edad es un asunto de suerte. Tiene razón mi amigo: yo sobreviví a dos accidentes de carácter mortal, sucedidos con treinta años de diferencia, gracias a que circunstancias especiales me lo permitieron. También hubo muchas situaciones en las que pude estar expuesto seriamente. La misma suerte no tuvo el amigo que murió ahogado, ni el que fue asesinado por sus secuestradores; tampoco el que decidió lanzarse desde el balcón de su apartamento; más esquiva le fue al compañero a quien sorprendió un infarto cuando recién había cumplido cincuenta años; quizás ninguna, el que pagó con una muerte prematura su alcoholismo. La suerte es caprichosa.

Entonces pienso: llegar a viejo es un regalo que hay que resguardar. Y un compromiso con los que murieron a lo largo de esas décadas, para no dejar que su recuerdo se desvanezca.

Algunos acontecimientos anuncian la llegada de la vejez. Unos son lo que se puede denominar macro eventos, como empezar a recibir la pensión y otros son hechos minúsculos pero significativos, como el muchacho que en la calle contesta: «Siga, cucho», cuando uno pide permiso para pasar por un sitio estrecho, o cuando una muchacha bonita que uno mira insistentemente en el bus, como lo había hecho a lo largo de la vida, se levanta y le cede el puesto. De mucho significado es el momento en el que un empleado del sitio le indica que hay una fila para adultos mayores.

Ese quiebre se puede dar cuando sucede un hecho que obliga a mirar el futuro de una forma diferente, como me ocurrió cuando murió mi hijo menor. Yo tenía sesenta y ocho años. Él y yo habíamos comenzado nuestra empresa de asesorías. Todo se cortó de repente, bruscamente. ¡Me sentí a la deriva!

Situaciones de pérdida provocan reacciones de intolerancia y actitudes agresivas. Eso lo había experimentado cuando murió mi primera esposa. Es como un deseo de vengarse de la vida. Cuando fui un viudo joven, con un pequeño hijo al que me debía, pude entender rápidamente la urgencia de la reconciliación. Ahora, viejo, me parecía que ya no había razón para intentarlo. Me dejaba arrastrar por esos sentimientos negativos.

Ante ese contundente hecho y esa confusión, mi esposa y yo leímos todo lo que nos indicaron y consultamos una psicóloga especializada en duelos. Esta señora, que nos ayudó mucho, nos recomendó que viajáramos. Así lo hicimos. Uno de los libros aconsejaba ocupar el tiempo, no estar ocioso: leer, escuchar música, asistir a conciertos, conferencias, caminar, hacer deporte, compartir con familiares y amigos

Un antiguo discípulo me trajo de regalo El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl. Su mensaje fue una especie de revelación para mí: ante una situación desesperada, solo quienes identifican una razón para seguir viviendo logran superarla; ese motivo se convierte en su misión y es su fuerza para alcanzar logros que no había previsto. Mi motivación fue mantener vivo el recuerdo de mi hijo.

Mi maestro del curso de redacción me hizo caer en la cuenta de que Frankl, sobreviviente de campos de concentración, los sobrevivió alentado por una ilusión que finalmente no se hizo realidad: encontrar a su esposa y sus familiares, también prisioneros, cuando ese infierno se hubiese superado. ¡No fue así! Pero siguió adelante, al servicio de centenares de personas, con un método de ayuda elaborado a partir de su experiencia personal y la de otras víctimas de ese genocidio. En el momento de la lectura de su libro, mi esposa y yo nos sumamos a la lista de sus beneficiarios.

Al propósito de prolongar en el tiempo el recuerdo de mi hijo muerto, pronto se sumaron el deseo de cuidar y acompañar a mi esposa, cuyo amor incondicional me ha ayudado durante medio siglo y comparte conmigo penas y alegrías; también, la posibilidad de disfrutar y compartir la compañía de mi hijo mayor, convertido en adulto, dueño de una gran ecuanimidad, con la que me ayuda a reorientar el rumbo cuando parece que lo pierden mis sentimientos; además, la ilusión y la alegría de una nieta de quince años, que en un momento dado contestó a mi pregunta de si vale la pena seguir viviendo cuando se es viejo diciéndome que es necesario permanecer el tiempo suficiente para conocer sus hijos, mis bisnietos.

La combinación de viajes, actividades diversas y la razón para seguir adelante fueron configurando mi ocupación de viejo. Poco a poco entendí que, a diferencia de la imagen de la vejez construida a través de los años, yo podía estudiar, aprender de diversos temas y, de forma consciente, mejorar como persona, superar comportamientos habituales que afectan a otros, incluidos mis seres amados.

Los propósitos fueron madurando. Aficionado a escribir cuentos y memorias desde joven, animado por mis círculos más cercanos, decidí aprender a hacerlo, a buscar el apoyo y las enseñanzas de maestros. Leer y escribir son dos actividades que andan juntas y las dos distraen la mente y fortalecen el espíritu. En múltiples ocasiones en las que me he sentido derrotado, triste, intranquilo, un libro en la mano o una hoja de papel en blanco han sido suficientes para recobrar la calma y el ánimo.

Hablar de ser mejor persona puede sonar presuntuoso y hasta arrogante. Sin embargo, ese es un propósito genuino, el deseo de reconciliación con la vida misma, con mi entorno y con todo aquel con quien yo tenga la fortuna de interactuar. Me he valido de algunas ayudas sencillas; por ejemplo, al juzgar una situación conocida o imaginar una desconocida, cambié la guía que aconseja piensa mal y acertarás por piensa bien y acertarás; he procurado entender a las personas, practicar el principio de la empatía de ponerse en los zapatos del otro y dejar de juzgar con base en mi propia manera de ser. Prácticamente no hay un día en el que no sean retados mis prejuicios, la prepotencia cultivada con base en ciertos éxitos profesionales, la intolerancia derivada de pasiones alrededor de los deportes o de la ideología, el afán competitivo y el deseo de reconocimiento. He aprendido a comprender a las personas en su casi infinita diversidad, a respetar sus condiciones y sus conceptos y a considerar solidariamente a quienes menos tienen, en lugar de mirar con deseo de emulación a quienes más tienen. Es un camino largo, que como todo en la vida no avanza en línea recta, porque la fragilidad humana hace que después de dos pasos adelante se retroceda uno. Pero siento que progreso.

En ese escenario de mi vejez, aprendí, con alguna dificultad, a valerme por mí mismo en múltiples situaciones en las que durante décadas de desempeño laboral como directivo fui asistido en ocasiones hasta por dos personas. Fue difícil aprender a hacer una llamada para buscar a alguien o solicitar un servicio. Más difícil fue regresar a esos sitios en los que los encargados abrían las puertas a mi paso cuando estaba investido del poder artificial de una posición burocrática. Ya sin esa aureola, tenía que someterme a las reglas manejadas discrecionalmente por los sencillos sucesores de quienes antes, a la carrera, me franqueaban el acceso. Nada fácil fue acostumbrarme a que, quienes me hablaban, dejaran de anteponer el remoquete de doctor con el que, en nuestra época, se llamaba a los superiores jerárquicos en las organizaciones y en el vecindario.

En el último cuarto de siglo he tratado de seguir la evolución tecnológica. Hace pocos días, cuando mi nieta cumplió quince años, estuve dos horas tramitando desde mi computador la compra de un ramo de flores para ella. Sentí un gran orgullo cuando, finalmente, pude cerrar la compra.  ¡Diez y hasta veinte veces el tiempo que normalmente necesitan los menores! En todo caso, permanezco firme en el propósito de aprovechar los privilegios que ofrece este maravilloso mundo digital.

El milagro de la comunicación moderna me embriaga. Volver a saber de antiguos conocidos, de parientes que se habían alejado y de los compañeros de juventud: un regalo para la vejez. La novedad de los grupos de diálogo, con su agilidad para enviar mensajes propios o ajenos, saludar en los cumpleaños, manifestar solidaridad ante el luto y felicitar ante el logro; mantener el espíritu bromista, expresar el mamagallismo de nuestra generación: un conjunto de placeres que alienta la ansiedad casi a cada minuto; un mundo virtual nunca sospechado hasta hace pocos años, que prolonga la alegría de compartir, recordar y asegurar compañía.

Así, creo haber estructurado las bases para seguir adelante con una vejez diferente a la de mis abuelos, distinta en muchos aspectos a la de mis padres, sin detenerme por la edad, sin restringirme y encerrarme. He querido compartir con personas de todas las edades, tratar de mantenerme al día frente a los problemas e inquietudes que a todos interesan; a seguir viviendo como lo he hecho toda la vida, con proyectos, intereses, integrado en la sociedad, cumpliendo mis deberes como ser humano.

Ese deseo es quizás un atrevimiento, costoso en algunas ocasiones, como cuando uno trata de inmiscuirse en la discusión de si las mujeres de ahora no lloran, facturan o en las novedades de la moda, la pastilla del día siguiente, los récords personales en el deporte o en los videojuegos, la jerigonza anglo-latina, la comida cruda, el campamento infantil, la reconfiguración de parejas amorosas, las aventuras bisexuales, un existencialismo generalizado, el metaverso y la inteligencia artificial. Al final, después de una pausa condescendiente, que humilla, ellos, los menores, reanudan su dinámica. Entonces, decido refugiarme, en un prudente silencio, en mi dolida vergüenza. Y recordar a los contemporáneos que, de una u otra forma, son mis compañeros de travesía.

Están los amigos de toda la vida, esos que son como hermanos, que conocimos en la calle del barrio, en las aulas del colegio o de la universidad o en el sitio de trabajo. Algunos desaparecieron de nuestras vidas por décadas, pero regresaron en el momento en que los necesitábamos. Las reuniones en que estamos presentes, solos o en compañía de los cónyuges, las espero cada vez con una expectativa similar a la de las primeras citas de amor. Y cuando termina el día siento que el tiempo no fue suficiente o transcurrió muy rápido. Cuando éramos jóvenes nos dábamos la mano para saludarnos; ahora nos abrazamos y nos llenamos de mutuos halagos y promesas. Ante cualquier emergencia de salud de alguno de nosotros, los demás entramos en estado de alerta, de expectativa y sentimos un gran alivio cuando la situación se supera. Ese círculo de amigos, ampliado a nuestras parejas, hijos y nietos es un espacio al que acudimos para inyectar de vida nuestra existencia, en cada oportunidad que es posible. ¡Soy muy afortunado con ellos!

«¡Ahora los viejos somos nosotros!» Tenía razón mi cuñado. El grupo familiar sigue adelante. La casa paterna se dividió en varias casas paternas. El tiempo ha alejado geográficamente a los hermanos y ha hecho casi imposible la reunión del grupo. Pero la solidaridad se conserva y yo he aprendido a comportarme menos como hermano mayor, a pontificar menos, a no competir y a darle el debido crédito a mis hermanos. Hemos tenido la suerte de estar todos vivos y comprendemos la fortuna de seguir unidos. Ahora, también nos abrazamos cuando nos vemos y decimos que nos queremos. ¡Qué alegría saber que estarán ahí, de alguna manera, hasta el final!

También están aquellos cuyos nombres desconozco y con quienes tal vez me he cruzado más de una vez. Cuando camino por la calle, paseo por el parque o recorro el centro comercial o cuando me siento a tomar el café o almorzar por fuera de la casa me gusta observar a esos otros viejos. Me doy cuenta de que algunos de ellos no han aligerado sus cargas, acuden a la cosmética y el bisturí para sepultar las hermosas huellas del tiempo, conservan la arrogancia de su bienestar económico, se esfuerzan por mostrarse superiores y distantes. Otros, por el contrario, se dejan llevar orgullosos por su vejez cautivadora, disfrutan la oportunidad de estar allí, discretamente, inmersos desde su posición en grupos de otros viejos o con personas más jóvenes. Yo quiero pertenecer a este último grupo.

Pero no quiero despreciar o rechazar a otros ancianos. Unos años atrás, me encontré en un velorio con la ex esposa de un amigo de la adolescencia, que no veía desde hacía un cuarto de siglo. El hijo, que también estaba allí, me dio su número telefónico. Lo llamé. Me citó en un centro comercial, a donde solía ir. Cuando nos encontramos, experimenté una gran emoción. Mi naturaleza se estremeció en el momento en que se paró para recibirme: soportado en un bastón, su vejez se tambaleaba, mientras los rezagos de elegante juventud sonreían debajo de un poblado bigote blanco. Entonces le dije que yo había pensado que lo iba a encontrar en medio de uno de esos círculos de pensionados que se reúnen en esos lugares. Recibí una respuesta contundente: «¡Es que a mí no me gustan los viejos!»

No le gustaban esos viejos, me explicó con cierto acento de pasión, como si defendiera su honor, porque vivían en medio de la monotonía, de una especie de disciplina monástica, hablaban tonterías y se concentraban en las tazas de tinto, perdiéndose el paisaje circundante por el que desfilaban bellas damitas. La esposa de ese amigo se fue de su lado décadas atrás, por reiteradas infidelidades. Gocé de su compañía durante algunos meses, pero mi amigo murió de repente, cualquier noche, en absoluta soledad. Sus hijos estaban pendientes de él, pero perdió el calor del hogar y la compañía de su esposa. En contraste, me alegré de haber aprendido oportunamente la lección, de haber aprovechado la segunda oportunidad que generosa y amorosamente recibí. Es que nuestra generación arrastró la cultura machista en la que fuimos educados. Una parte de la práctica de esa forma de ser la constituían los actos de infidelidad masculina. De acuerdo con los preceptos de esa cultura, el hombre que dejara pasar una aventura con una mujer distinta a la suya faltaba a su naturaleza machista.

Además de haber tenido la suerte de una segunda oportunidad, he sido una persona afortunada, privilegiada, con una vida en la cual se me han dado todas las oportunidades, desde las garantías de salud, nutrición, techo, ambiente amable que vivió mi madre durante el tiempo en el que me llevó en su vientre; luego, las facilidades para estudiar, practicar deportes, tener acceso a la literatura universal, escuchar música, vivir una juventud sana y alegre, encontrar el amor, sentir el aprecio y la solidaridad de la amistad, hallar facilidades laborales y de desarrollo profesional; ser padre, ver crecer a mis hijos, luchar por su salud, acompañar a mis padres hasta el final y poder llorar las dolorosas pérdidas de una viudez prematura, una hija que solo alcanzó a dejarnos el recuerdo de unos pocos días, muy difíciles, y del hijo que nos regaló su valentía, a través de su lucha por vencer la enfermedad congénita que a él y a su hermanita les impidió cumplir el ciclo vital.

La pandemia, que solo ahora comienza a abandonarnos, nos dejó a Gladys y a mí la satisfacción de la compañía, el apoyo mutuo y una batalla afortunadamente corta y efectiva por la vida de ella, cuando el virus maldito afectó su corazón y la envió a la clínica. La angustia que viví en esos días hizo patente el amor que le tengo y me dio un aviso:  si ella hubiese muerto en ese momento, yo tal vez no lo habría aguantado. Afortunadamente, la recuperación de su salud fue total y hemos podido seguir adelante.

De esos meses de estricta concentración en el hogar quedaron sanas costumbres que me han enseñado a ayudarle en los oficios domésticos: día de por medio me encargo de cocinar y lavar la loza. Para las nuevas generaciones estas son actividades normales, pero nosotros, los hombres de nuestra generación, crecimos rodeados de mujeres que en la casa hacían todos los oficios y nosotros no éramos capaces ni de calentar un plato de comida. Me es grato compartir este sentimiento de satisfacción por la ejecución de esas responsabilidades.

En ese hogar han encontrado refugio diversos testimonios de nuestras vidas. Los viejos coleccionamos todo, porque nos es difícil deshacernos de lo que hemos tenido. Nuestra casa, que durante más de un cuarto de siglo albergó a nuestra familia de cuatro miembros, es un espacio espléndido para nosotros dos, en el que encuentran lugar muchas cosas inútiles, pero también las grabaciones de música en sus distintas formas y los centenares de libros que juntos hemos coleccionado, que fueron textos de estudio, tomos de las enciclopedias que antecedieron la consulta por Internet, ediciones preciosas de obras de arte compradas en museos y pinacotecas, biografías, tomos de la literatura universal, de historia, divulgadores de ciencia, diccionarios y descriptores de la música clásica. Somos los guardianes de los libros de historia y de economía de nuestro hijo, en los que invierto muchas de mis horas de insomnio hojeando en busca de sus notas al margen, recibos, fotografías, la dirección de una cita y otros testimonios del afán de su vida llena de esperanza.

Y lo repito: debo entender la vejez como el regalo que tengo que cuidar, la posibilidad de transmitir el mensaje de esperanza, optimismo, solidaridad, el compromiso indeclinable con las causas que urgen a la humanidad de nuestro tiempo: la paz, la preservación del medio ambiente, la justicia y la equidad expresada en igualdad de oportunidades para todos, como las que he tenido a lo largo de mi vida.

Sí: vivo una vejez diferente a la de mis abuelos y a la de mis padres, pero, como ellos, voy ganando la serenidad para enfrentar el deterioro natural. Aspiro a morir sano, porque no quiero ser una carga para mi esposa, mi hijo y mi nieta. Pero aspiro a poder despedirme de ellos y de todos los que son el círculo familiar y de amigos.

La generación de mis abuelos se sentó a esperar la muerte, engañados con un falso aliento por sus allegados. La de mis padres se aseguró de tener una muerte digna y una vejez tranquila. Muchos de nuestra generación alcanzarán el siglo de vida, en condiciones que quizás los lleve a pedir que la eutanasia termine con alguna situación insostenible.

También debo entender que los días de la vejez no son diferentes a los demás días, solo que las funciones son distintas a las de otras etapas y que, si tengo suerte, podré pensar y sentir hasta el último aliento en la misma forma en que lo he podido hacer toda la vida; verter lágrimas de vez en cuando para llenar el vacío por la ausencia de mis seres amados   Y, muy especialmente, poder ser útil. Y amar y ser amado.

Mi pluma se detiene. Creo que soy un viejo que empieza a entender la vejez.

Invito a Gladys a escuchar lo que he escrito.

― ¿Por qué le tienes miedo a la vejez? ―pregunta cuando finalizo la lectura― si tú tienes una vejez sin problemas físicos o mentales.

Su pregunta me sorprende. Permanezco en silencio largos segundos. Ella espera.

―Tal vez sea miedo a la muerte ―improviso sin convicción.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas. 

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