Por Adolfo Ochoa Moyano
21 de enero de un año que ya se fue al infierno.
Querido amigo:
Te escribo esta carta abrazando la certeza de que tus ojos nunca la verán; no tengo idea de cómo hacerla llegar a tus manos. Por ahora, simplemente necesito vomitar estas cosas que me atraviesan el alma como lanzas, darles fin, y luego, ya veremos.
El tiempo ha pasado y tal vez pase mucho más antes de que tenga noticias frescas sobre ti. Sé que sigues en la ciudad, que no tienes problemas con la justicia; sé que tu gata murió, y que ya no trabajas en el hospital. Vi una foto reciente, te ves gris y opaco, con cansancio y hastío en la mirada.
En diciembre, poco antes de Navidad, te llamé. El teléfono estaba muerto, como siempre. De todos modos, escribí en el WhatsApp. No sé por qué, si ahí seguían mis otros mensajes sin alcanzar ningún destinatario, apilados como esqueletos en un cementerio de elefantes.
Desde entonces, había resuelto no intentar encontrarte de nuevo. No tenía mucho sentido hacerlo. No apareciste cuando me botaron de la universidad; cuando supe la verdad sobre ustedes creí que, al menos, merecía que me dieras la cara. Aunque lo que en serio me jodió fue que no apareciste cuando El Gordo nos dejó.
Sé que estamos a años luz de las noches de fútbol en la cancha del barrio. Pero, después de que se infartó esperé ver tu nombre alumbrando en el teléfono. Cada día me decía a mí mismo que era más probable que llovieran prostitutas antes de que tú llamaras; aun así, dejé que la esperanza ardiera, como un cigarrillo olvidado en un cenicero.
Recientemente, una ola de nostalgia me envolvió, arrastrándome al océano del pasado. Ya no pude recordar si nos juntábamos a jugar todos los martes o los jueves, si la cita era a las 7:00 o a las 8:00 de la noche; lo que sé es que yo iba a fumar hierba, a tomar cerveza y a reírme de ‘Gambeta’, a pesar de que yo era el que parecía cojo y no él.
A mí nunca se me dio eso del balón, yo era bueno para tomar cerveza, para hablar basura y para escribir idioteces en pizarrones; en cambio, tú desde chico fuiste especial. Si te tomabas trago no te emborrachabas, nunca tenías mal aliento, sabías de primeras ediciones de libros y de recetas con berenjenas y cardamomo, escribías poemas. Todas las noches de los martes —o de los jueves— tenías un gol pegado a las zapatillas.
Y El Gordo era nuestra maldita estrella, un portero imponente, no solo por su tamaño, sino por esa agilidad felina que desmentía su corpulencia y dejaba a los rivales boquiabiertos cuando les tapaba todos los balonazos.
Prefiero recordarlo así, en esa cancha, antes de que todo se fuera al carajo. El papá no dejó que lo enterraran en el camposanto con los otros muertos de su familia, tuvieron que cremarlo. Nadie reclamó las cenizas, están en un cementerio público, no sé cuál. Pobre Gordo, sí fue la cagada, pero tampoco era para tanto. Los hermanos y los tíos llevaban años sin hablarle ni siquiera. Nadie se merece que la familia lo abandone así. Pobre Gordo, solo con esa soledad devoradora.
Nosotros tampoco hicimos mucho por él. Cuando estuvo en la cárcel, ninguno de los dos asomó el culo por allá. Yo sigo pensando en que tuve razón de no visitarlo. Cada quien ensucia su propio pañal. Sin embargo, a mí todavía me cuesta perdonarle que quisiera embarrarnos a Aura y a mí con su mierda. Ya qué, eso no importa más.
Hablando de ella: me dijo que se va. Yo llevaba días esperando que soltara la bomba, aunque cuando lo hizo, me dejó sin aliento. Ojalá pudiera describirte todo lo que quise suplicarle que no lo hiciera, que no se fuera, que se quedara conmigo, que dejara todo pero que no me dejara a mí, que dos cabezas piensan mejor que una, que dos corazones mueven montañas. Solo le pedí que no se llevara tu chaqueta azul, la que compraste cuando te fuiste a Bogotá la primera vez, la que El Gordo odiaba. La cara que puso por poco me saca una mueca agria, una especie de sonrisa: ni siquiera sabía de qué estaba hablando. La trajo hace un mes, la última vez que estuvo allá; seguro la empacó sin querer. Siempre tan distraída.
Creo que ella quiere volver a Cali. Empecé a encontrar en el closet ropa nueva, menos abrigada. Estuvo probando nuevos peinados frente al espejo; otra vez la vi sonreír cuando le ponía azúcar al café, creo que se imaginaba el futuro sin mí. Yo ya no estoy en sus pensamientos. Tal vez eso fue lo que me hizo escribirte. Es libre. Ya no es la mujer de nadie.
Ahora que vivo sin un pedazo de mi alma me gusta recorrer la ciudad, ver sus luces parpadeantes y sus sombras alargadas, percatarme de cómo sigue girando, indiferente a nuestras pequeñas tragedias y despedidas no dichas. En las noches más frías me pongo chaqueta azul, dejando que la llovizna me empape hasta los huesos; sé que el dolor no se quita con agua, el asunto es que tampoco se me ocurren muchas ideas para quitarme el mal sabor de boca.
Con cada hora que devora el reloj, siento que me desvanezco hacia la nada. Allí puedo ser libre de los fantasmas y de susurros en el viento; pero tengo miedo, es tan oscura, tan enorme, tan vacía, no hay nadie con quien hablar. Esa es la vida, supongo, unas veces se pierde y otras también.
Así que, con un corazón pesado y una pluma ligera, te digo hasta siempre, mi hermano, mi enemigo, mi asesino. En algún lugar, en algún tiempo, de alguna manera, espero que pagues por todo y que seas profundamente infeliz.
Con amor y desesperanza,
Hache.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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