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La venganza de Pablo

Por Francisco Javier Méndez

Pablo cerró los ojos. Finalmente tenía al tipo en una silla frente a él, con las manos amarradas detrás del espaldar, las piernas atadas a las patas y un trapo metido en la boca, sujeto con una tela, para que no pudiera hablar ni gritar. Abrió los ojos, la poca iluminación de la habitación le daba un aire fantasmagórico a la escena. Se preguntó qué le podía hacer, nunca en su vida había torturado a nadie y sus conocimientos acerca del tema eran bastante limitados. Además, todo esto era un acto impulsivo, improvisado, que se le ocurrió al ver al tipo en la calle esa tarde. Tenía toda la noche, o eso creía.  Estaba en una finca relativamente alejada de la ciudad, rodeada de montañas, con una casa pequeña en donde era poco probable que alguien lo descubriera. Disponía de un cuchillo como herramienta. Pensó en que iba a cruzar un umbral del que quizás no podría regresar. La posibilidad de agarrarle el gusto a algo que consideraba inmoral, lo hizo dudar. Pero ¿qué otra opción tenía para exteriorizar tanto dolor? Ya había tratado de solucionar las cosas por la vía legal, solo para comprobar por sí mismo lo que todo el mundo sabía: que las instituciones de su país eran lentas, corruptas e ineficientes. Prendió un cigarrillo y, mientras le daba la primera calada, recordó el día en que llamó por teléfono a quien ahora era su victima para decirle que lo iba a demandar:

—Vea, hermano, esto no puede seguir así, me va a tocar tomar medidas legales.

—Haga lo que se le de la gana. Igual ambos sabemos que no va a pasar nada. Usted no es nadie y no va a encontrar abogados como los míos.

—Eso ya lo veremos, porque usted podrá tener a sus abogados, pero yo tengo la razón —dijo Pablo con la voz temblorosa por la frustración. Hizo silencio durante unos segundos y, al escuchar una risita al otro lado de la línea, añadió—:  No sé por qué me hace esto.

—Ay, hombre, Pablito, dejémonos de güevonadas, no es que yo sea así, es que el mundo es así. Usted es demasiado bobo, por eso es que se la montan. Tome las cosas como que yo soy un ángel que vino a darle una lección para que deje de ser tan dormido —replicó el tipo sarcástico y colgó.

El recuerdo le quemó las tripas. La impotencia de aquel entonces se fue transformando paulatinamente en odio, hasta llegar a ese momento. Estaba tan alterado que sintió como si se desdoblara de su cuerpo y se viera desde afuera. «Así que le parezco muy bobo y dormido. Ya veremos si va a ser capaz de repetir esas palabras, hijueputa», murmuró para sí mismo. Su figura se acercó a la del tipo, le apagó el cigarrillo en la frente y le dio un puño en la cara. Alcanzó a vislumbrar el miedo en sus ojos, antes de ordenarse dar media vuelta para ir por el cuchillo, que estaba en una mesa al otro lado de la habitación. La expresión de terror que imaginó en las facciones de su presa le provocó un leve sentimiento de culpa. Él no era así. Habían sido las circunstancias las que lo llevaron a ese extremo. O, más bien, las personas: durante toda su vida se había esmerado por no hacerle daño a nadie y lo único que había conseguido era que le pasaran por encima. Reconoció que estaba lleno de rencor. Se preguntó si esta sería su primera y última vez; contempló la posibilidad de convertirse en una especie de torturador en serie. Este tipo había sido el peor de todos, aunque no era el único. Pero ese dilema tendría que esperar, debía concentrarse en lo que estaba haciendo.

Estiró la mano para sentir la rugosidad del mango del cuchillo. Estaba escuchando el sonido de sus pasos al acercarse a su objetivo cuando tomó conciencia de que no había pensado en las consecuencias de lo que estaba haciendo. La idea de que no podrían atraparlo sin violar su privacidad lo tranquilizó. Nadie tenía por qué enterarse, y ya no había marcha atrás. El ruido de sus zapatos chocando contra el suelo se detuvo. Había llegado el momento en el que Pablo se iba a convertir en verdugo. Respiró profundo y se dejó llevar por todas sus emociones negativas.

El cuchillo primero atravesó las manos del tipo, luego los brazos y, finalmente, las piernas. Pablo creyó estar alucinando, se preguntó si no se estaría volviendo loco. Movía el brazo derecho de forma mecánica, mientras que los dedos de su mano izquierda repiqueteaban en una danza compulsiva. El calor de la sangre se le pegaba a la piel y la visión del tipo derrotado y adolorido lo llenaba de satisfacción. No sabía si su victima estaba viva o muerta, tampoco le importaba, se sentía victorioso por haber descargado toda su frustración. Continuó con sus movimientos frenéticos unos minutos más, hasta que el ruido de un animal pasando por el techo lo hizo volver en sí.

Con los ojos desorbitados y el pulso a mil, Pablo miró el reloj. Eran las dos de la mañana. Ya había sido suficiente. Puso el punto final del texto, guardó el archivo como «venganza número uno», apagó el computador y se fue a dormir.

Imagen tomada de Pixabay.

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