Por Octavio Giraldo
El origen de Escobita se remonta diez años atrás, cuando Benjamín García Montoya, hermano de Leonor García De González, viuda de Martín González Uribe, llegó de un viaje de la capital. Benja, como se le conocía, era un solterón que vivía en casa de su hermana, siempre iba muy bien vestido, se dedicaba a administrar sus bienes y los de su hermana, y periódicamente, viajaba a los municipios vecinos para realizar negocios: venta de ganado, maíz, frijol, café y maderas. En el pueblo comentaban que él viajaba tanto porque visitaba a una mujer en el pueblo vecino y que tenía con ella varios hijos, chisme que nunca se pudo confirmar.
De ese viaje a la capital regresó acompañado de Graciela y Lucía, dos prostitutas que llevó a vivir a un hospedaje para arrieros, de su propiedad, en las afueras del pueblo. Las presentó como cocineras, pero su intención era otra, montar un prostíbulo. Desde entonces, sus amigos empezaron a frecuentar el lugar. Fue tanto el éxito de su idea que tuvo que ir a buscar más mujeres para su empresa. Todo iba muy bien, hasta que un día notó que Graciela había aumentado de peso y estaba muy barrigona. Le preguntó qué le pasaba y ella le contestó que creía que estaba embarazada. Al preguntarle por el padre, ella le respondió que podría ser cualquiera del pueblo. Le contó que por su cama pasaron casi todos sus hombres.
Benja se reunió con sus más amigos y les contó lo sucedido. Hicieron un pacto: nunca hablarían del asunto con nadie. Desde entonces, limitaron sus idas a la Chalca, como habían bautizado el sitio. El nombre hacía referencia a un recodo de la quebrada «La Cristalina», que a un lado de las pesebreras hacía un giro de 90 grados dejando un apacible remanso óptimo para nadar, al que los muchachos le decían chalca por charco.
A finales de ese año, 1.906, concretamente el 21 de noviembre, bajó Pastora, la partera, a la Chalca y allí trajo al mundo un niño. Al día siguiente, Lucía lo llevó a la iglesia para que el padre Benito le administrara su primer sacramento. El sacerdote buscó en su misal un nombre para el bebé, y como nació el día de Cristo Rey, lo bautizó Cristóbal. Los amigos del pacto estuvieron pendientes de lo sucedido, querían saber cómo era y conocerlo, pero ninguno se atrevía. El único que se aventuró fue Benja, ya que como dueño de la fonda podía ir sin generar sospechas. Entró a la pieza donde estaba la parturienta, la saludó y con disimulo vio al niño, no encontrándole parecido con ninguno. Aprovechó la oportunidad para pedirle a Arturo, el agregado de la Chalca, que a partir de ese día no le fuera a faltar la leche al recién nacido.
Los martes se reunían en un salón de la casa cural varias de las señoras del pueblo, lo más refinado de la aristocracia, la camándula y el chisme. Su objetivo era confeccionar ropa para ayudar a los más necesitados de la parroquia. Unas tejían, otras cortaban y una cosía (solo tenían una máquina de coser). Las demás iban contando los sucesos de la semana. A este distinguido grupo de damas pertenecía, entre otras, la hermana del padre Benito, Gabriela, a quien los años la convirtieron en una airada, repelente y amargada solterona, vestida de luto por un novio que nunca conoció, y si alguna vez supo su nombre, ya lo había olvidado. Gabi empezó contando el bautismo de un niño sin un padre conocido, de una mujer que no era del pueblo. Se decía que Benja la había traído como empleada para su hospedaje, pero que en realidad era un alma descarriada que se dedicaba al oficio de encantar a los hombres para robarles el alma y su dinero. A esta noticia le siguieron las conjeturas, cada una estaba segura de quién podría ser padre del menor, dejaron de coser para ponerse de acuerdo en llevarle alguna ropita al recién nacido, conocerlo e indagar con los vecinos sobre la mujer y los posibles visitantes.
Esa noche, Doña Leonor le contó a Benja lo sucedido en el costurero. Él no le dio ninguna explicación a su hermana, simplemente le dijo que esos eran chismes de viejas beatas y que no parara bolas. Sin embargo, Benjamín se fue a dormir intranquilo. Al día siguiente se levantó con el alba y mandó a ensillar un caballo para ir a recibir unos terneros destetos con el fin de llevarlos a descopar unos potreros en la hacienda de su hermana, no sin antes dejarle una nota para que Pascual, el ordeñador, le entregara personalmente a Julio, el alcalde. A su regreso, a las tres de la tarde, se reunió con sus amigos, que ya lo esperaban: Chucho el carnicero, Tres pelos, Manuel Marín Valencia, Tertuliano, Isidro Henao Parra y Don Julio, quien los había mandado llamar. La reunión la iniciaron hablando de los preparativos para las próximas fiestas de la Virgen del ocho de diciembre y, como era tradicional, todos ayudaban al padre Benito en estas celebraciones. Ya le habían pagado a Pedro Villada, el polvorero, para que se encargara de toda la pirotecnia de la fiesta religiosa. Al final se pusieron de acuerdo en darle $50.oo pesos a Graciela, reunidos entre todos, eso sí, con la condición de que abandonara el pueblo al cumplir la dieta.
El pueblo fue fundado en una amplia planicie distante media legua del río. Se llegaba por el oriente cruzando por un viejo puente de guadua y las recuas de mulas cruzaban vadeando las aguas un poco más abajo. Luego de un ascenso suave y corto, se divisaba Pueblo Nuevo. Sobre los tejados resaltaban las torres de la iglesia y a medida que uno se acercaba, iban apareciendo las primeras casas a la orilla del camino. De estas salían unas escuálidas y sarnudas figuras, unas ladrando y otras batiendo sus rabos en señal de bienvenida. La primera casa era la del Negro Mosquera, a quien la guerra de los mil días le había dejado la herrería como profesión. A partir de su casa se iniciaba una calle empedrada que, a lo largo de cinco cuadras, desembocaba en la plaza principal. Las calles aledañas a la plaza eran empedradas, el resto, tierra pura. Las casas, desde la más humilde hasta la más encopetada, estaban hechas con paredes de tapia y teja de barro. Esas gruesas paredes los protegían del frío en las noches. El pueblo estaba tan alejado de otros, que ni la guerra lo tuvo en cuenta. En el interior, las paredes hacían las veces de bodega para el mercado, de banco para guardar los ahorros y de escondedero de los menores para evitar el castigo cuando cometían alguna pilatuna.
Llegó el siete de diciembre, víspera de la celebración de la Inmaculada. Los preparativos estaban listos. Durante el día se engalanaban las calles con arcos de guaduas para el alumbrado de las velas, las luces de la pólvora y el estallido de los voladores. María, la lavandera, visitó a la Mona en la Chalca, estuvo cargando al niño y le propuso que se fuera a vivir a su casa. Desde los últimos días del embarazo se habían vuelto muy amigas. María se enteró de la propuesta de los amigos de Benja y le tenía otra oferta a Graciela, aunque hacerla ese día le pareció muy pronto o inoportuno. El resto de ese mes y año, sin falta, todas las tardes iba donde la Mona, tomándole más cariño y aprecio a Cristóbal.
Al terminar las festividades de navidad, año nuevo y Reyes Magos, Benjamín bajó a la Chalca y no encontró ni rastro de la Mona. Muy contento les comunicó la noticia a sus amigos, dando todos, el episodio de Graciela, como terminado.
La vida siguió sin cambios: desde las cuatro de la mañana el aire del pueblo iba tomando el dulce olor del agua de panela y el café para el primer trago de sus habitantes. Con las horas, y al compás del golpe de la mano en los pilones, iba cambiando ese olor dulce tempranero, por el del fétido y penetrante orín y boñiga de las vacas que a diario se ordeñaban en casi todas sus casas. Terminados los ordeños, todo el ganado lechero era regresado a sus potreros, se abría paso a la carga de mulas y bueyes para sus diferentes destinos. Unos cargaban café y maíz, y otros madera, carbón y leña. Benja, en su cabalgadura, se dirigía a sus tierras. El alcalde iba para la capital, mientras María, la lavandera, salía a lavar ropa al río acompañada de Eudocia, su hija, quien contaba con unos nueve años. María empezó su trabajo, y cuando llevaba unos minutos lavando, el llanto del niño llamó su atención. Sin dudarlo, le dijo a su hija que era hora del tetero para Juancito. Durante los siguientes años María, Eudocia y el pequeño, iban todos los días en la mañana a lavar ropa en el río. En las tardes entregaban las limpias y recogían las sucias. Cuando el niño cumplió ocho años, la señorita Rita le dijo a María que ya era tiempo para que Juancito empezara en la escuela. La lavandera no estuvo muy de acuerdo, porque no tenía recursos, pero la maestra insistió proponiéndole ayudarle entre ella y su compañera, la señorita Mercedes. Ambas llegaron al pueblo antes de la nefasta guerra, para nunca regresar a su tierra, se dedicaron de cuerpo y alma a la docencia, olvidándose, completamente, de sus familias y sus amigos. Nunca se supo que pretendiente alguno las molestara.
Cada cierto tiempo, pasaba por Pueblo Nuevo un vendedor de mercancías y cachivaches, un turco conocido como el Míster. Iba de casa en casa fiando y cobrando las cuotas de lo dejado en los viajes anteriores. Ese año, 1.915, llegó con un arriero nuevo, Víctor. Como estaba acostumbrado, la primera casa en visitar era la del Negro, allí pasaba sus mercancías a una carreta para recorrer la población. Así le daba un merecido descanso a sus bestias, mientras Mosquera revisaba los cascos, curaba sus peladuras y reparaba las enjalmas. Al llegar, el Míster presentó a Víctor y este, con mucho sigilo, sin que su patrón se diera cuenta, le preguntó dónde vivía la lavandera. El Negro le dio la ubicación ofreciéndose a acompañarlo, ya que él estaba pretendiendo a Eudocia y todas las tardes la visitaba. Víctor le contestó que él iría al día siguiente, que por el momento pensaba descansar, pero le insistió que no comentara con nadie su conversación sobre María. El Negro pensó que necesitaba mandar a lavar alguna ropa y no quería enterar al Míster por alguna razón. Al caer la tarde, los tres tomaron rumbos diferentes: Víctor, tiple en mano, se fue para la cantina, el Negro partió a visitar a su prometida Eudocia y el Míster caminó hasta el hotel «Edilma», tomó su comida y fue al cuarto a organizar sus cuentas.
A las nueve de la noche apagaron la luz municipal y Víctor, con unos tragos de más, empezó a vociferar con ganas de armar trifulca. Nadie le hizo caso y en ese momento llegó Rosendo Pérez, el policía, a quien los muchachos le decían «Pinocho». Su única arma era un bolillo, que él mismo había hecho con los restos de un árbol de café destruido por un rayo. Era una persona de carácter amable, analfabeto, alto y barrigón. Trataba con mucho respeto a los mayores y al mismo tiempo era el terror de los muchachos de la escuela. Por uniforme usaba un viejo pantalón bombacho, que perteneció a un sargento del ejército, que pernoctó una noche en el pueblo dejándole esa prenda y unas polainas en agradecimiento por hospedarlo en su casa, sin cobrarle un solo centavo. Acompañaba su atuendo con un saco de paño de color café, el mismo con el cual se había casado con Blanca Raquel Monsalve, la hija de Edilma Suarez, dueña del restaurante «Edilma». Junto al ojal de la solapa, con hilos amarillo y verde, su Raquelita, que era costurera, hábilmente le bordó: «Policía Municipal». Rosendo impuso el orden llevándose a Víctor para la cárcel, donde lo dejó tres días como castigo. Cuando el polémico arriero quedó en libertad, el Míster ya tenía la poca mercancía que le quedaba en sus mulas. Solo esperaba por Víctor para marcharse y este último se quedó sin hablar con la lavandera. Su charla quedaría para otra ocasión.
Los días fueron pasando sin novedad, llegaron los meses de abril y mayo donde las lluvias reducían la arriería por lo fangoso de los caminos. Se limitaban a lo más básico, los productos agrícolas. Las rastras de madera dejaban de circular y los aserradores tomaban un descanso. María seguía con su rutina, Juancito iba a la escuela y Eudocia se alistaba para ir a trabajar a la casa de doña Carlota, la señora del alcalde. Era la época en que Manuel García, don Gotera, era muy solicitado. En las casas siempre había una teja que reparar, una que otra caña brava necesitaba ser cambiada, porque como explicaba Gotera: fue cortada en mal tiempo le dio broma y se partió. Quiceno, el panadero, en su canasto con la parva: rollos, borrachos, lenguas, liberales, tostadas y panes para enviar a las fondas.
Días después, apareció Víctor, el arriero. Esta vez llegó con un cargamento de víveres para la tienda de Isidro Henao. Al llegar, pasó de largo por la casa del herrero, descargó sus mulas y mandó la recua para donde el Negro, mientras iba donde Jaime, el telegrafista, para enviar un mensaje a la capital. Jaime tomó el recado y lo transmitió de inmediato. El arriero le dijo que se pensaba quedar unos días en el pueblo, concretamente en la herrería y que allí recibiría cualquier respuesta, se despidió dirigiéndose de inmediato a su destino. Sacó de sus alforjas un paquete para Petra, la hermana del Negro, y del bolsillo secreto de su guarniel una mula para fumar que le entregó a Mosquera. El resto de la tarde la pasó Víctor conversando con él, ayudándole en la fragua, le fue contando los pormenores del viaje, le habló de sus cuitas de amor. Después de muchas vueltas, preguntó por María y, sobre todo, por su hijo. El Negro, intrigado, le preguntó si era que los conocía. Entonces Víctor le narró lo siguiente:
—Cuatro años antes, trabajando como amansador de bestias en una hacienda ganadera del Cortijo, llegó una cocinera nueva al restaurante las Magnolias. Don Casiano, mi patrón, iba a almorzar al sitio cada vez que estaba en el pueblo donde la conoció. Con el pasar del tiempo se hicieron amigos, le ofreció trabajo, y la llevó a vivir a la hacienda. Graciela tenía unos 30 años, ojos azul grisáceo, largos cabellos castaño oscuro, cuerpo bien proporcionado. Era una mujer amable y cariñosa, pero en su rostro había algo indescifrable, en sus ratos de descanso fijaba su mirada triste y perdida en el lejano horizonte. Un gran dolor o pena le atormentaba lo más profundo de su ser, la tristeza la embargaba. La vieja Nuncia, su compañera de trabajo en la cocina, con los días se convirtió en su confidente y después de muchos intentos, Graciela una tarde se desahogó y le confesó su secreto, esa pena que guardaba en su interior. Esa misma noche, cuando llegamos, don Casiano y Yo, Nuncia estaba esperándonos para contarnos el mal que aquejaba a Graciela.
Víctor tomó aire y prosiguió:
—Según Nuncia, esto le contó Graciela: “Recién cumplidos los 17 años vivía con mis padres y cuatro hermanos mayores en una finca que mi padre, con mucho sacrificio, había comprado. Éramos una familia feliz a pesar del conflicto en el cual nos encontrábamos. Lo bueno no dura mucho. Un acaudalado vecino, dueño de mucha tierra, estaba muy interesado en que le vendiéramos la propiedad y la quería a las buenas o a las malas, nos corría los linderos y nos mataron varias reses. Un domingo, como era nuestra costumbre, fui al pueblo a la misa mayor acompañada de mi papá y mamá, mis hermanos se quedaban cuidando la casa y los animales. Durante nuestra ausencia ocurrió lo inesperado: al regresar, encontramos la casa en cenizas, a los tres perros sin sus cabezas y a mis cuatro hermanos: Pero Nel, Arturo, Silvio y Gustavo ahorcados colgados de un guamo. Por la situación, fue imposible darles una cristiana sepultura. Abandonamos nuestro terruño. A los pocos días, mi madre murió de pena moral, mi papá se dedicó a la bebida y dos meses más tarde lo mataron, dicen, confundido con otro.
»Quedé sola, me fui a la capital y conseguí trabajo en una casa de familia, con la mala suerte de que el patrón tenía un prostíbulo y allí fui a parar. En mi nuevo oficio, conocí a un elegante caballero oriundo de Pueblo Nuevo, Benjamín García Montoya, hombre cortés, simpático y amable. Con él pasé muchos momentos gratos. Una tarde, le propuse montar un negocio igual en su pueblo. Como él mismo me había contado, tenía el sitio adecuado, retirado del pueblo, a un lado del camino real donde pernoctaban los arrieros y transeúntes. Yo estaba dispuesta a ayudarle llevando inicialmente una amiga, Lucía, y si el plan funcionaba, las que hicieran falta. Mi meta consistía en recoger una buena cantidad de dinero para algo que tenía en mente. Mi vida cambió drásticamente cuando quedé embarazada. Lucía, mi compañera, quería que abortara y me llevó un brebaje que, con disimulo, boté. Yo iba a ser madre a como diera lugar y mis razones tenía. Mientras esperaba a mi hijo, me hice muy amiga de María, la lavandera de Pueblo Nuevo. A ella le conté parte de mi vida y le hablé sobre una propuesta que me hizo Don Benjamín para que, al nacer la criatura, abandonara el pueblo por una cierta cantidad de dinero. María me propuso que le dejara el recién nacido mientras yo viajaba a recuperar la tierra de mi familia y que cuando estuviera organizada, se iba a vivir conmigo. Los dos primeros años estuvimos comunicándonos constantemente con cartas que algunos arrieros conocidos nos llevaban, nunca lo hicimos por el cartero oficial. Hace más de seis años que no sé de mi hijo, Cristóbal Valencia. Por más que le escribo a María no me da respuesta de mi Juan, nombre que yo le quería poner porque así se llamaba mi papá: Juan Valencia, y que Lucía dejó cambiar por Cristóbal”.
La charla de Víctor quedó ahí porque se hizo tarde y Mosquera se cambió su ropa para ir, de visita, donde su adorada Eudocia. Víctor se juagó la cara, se quitó las alpargatas y metió sus pies en una ponchera con agua caliente con sal que le había preparado Petra. Comió para retirarse a la pesebrera donde, recostado en una enjalma, empezó a rasgar el tiple.
El Negro, al conocer la verdad, quedó confundido y preocupado. Le intrigaba Víctor, no sabía qué pretendía hacer, de lo que estaba seguro era que venía con una misión de parte de Graciela o de su patrón. Sin embargo, se fue a su visita de todos los días y guardó silencio. Víctor no salió esa noche, se envolvió en su ruana, puso el carriel de almohada y, pensando en qué iba a hacer con el encargo de don Casiano, se quedó dormido. El cansancio del viaje y la lluvia constante acompañada de un fuerte frío, le pasaron factura aquella noche. No había cantado el primer gallo y el arriero ya estaba en la cocina esperando a que Petra le sirviera una taza de humeante café. No quería perder tiempo con su encargo, ni el día frío y lluvioso que estaba haciendo era impedimento. Se puso la mulera para resguardarse de la lluvia y su borsalino nuevo para salir de inmediato a cumplir su tarea. En menos de diez minutos caminó las seis cuadras que le separaban de la casa de María. La lavandera estaba terminando de preparar el desayuno para Eudocia y Juancito cuando Víctor entró a la cocina y se presentó como amigo de Mosquera. En segundos les estaba hablando de sus viajes, de sus hazañas como amansador y arriero y de su vida de fonda en fonda. María le interrumpió para ofrecerle una arepa de mote con un chocolate hirviente, acompañada de un calentado de frijoles con arroz. Fue la única forma para que dejara de echar tanta cháchara. Víctor esperó a que María quedara sola para decirle a qué iba y cuál era su encargo. María quedó aterrada y no iba a permitir que un desconocido, un arriero mentiroso, borracho y embaucador se fuera a llevar a su Juancito. La lavandera lo echó de su casa, dejó sus quehaceres y salió rápidamente para donde Misia Leonor. Al entrar, le preguntó a Pascual por don Benja, y este le dijo que su patrón había salido el día anterior para la hacienda el Salado a capar unos novillos y se pensaba quedar toda la semana.
Salió María muy desencajada y triste de la casa de Doña Leonor cuando oyó que la llamaban. En la acera del frente estaba Gaspar, el boticario, pendiente de ella. Gaspar salía todos los días vestido impecablemente. Era de los pocos en el pueblo que tomaba un baño diario, y sobre su vestido, portaba la bata blanca inmaculada. «¿Qué te pasa María?, ¿por qué esa cara?». María entre sollozos le contó que un arriero desconocido, un tal Víctor, venía a llevarse el niño. Gaspar le dijo que hablara con el alcalde, pero María se negó y le confesó la verdad sobre Juancito, no sin antes pedirle que le guardara el secreto. Ella podía confiar en el Boticario, así como se veía de limpio era prudente, serio y honrado, fue de los pocos que nunca visitaron la Chalca.
«Hace nueve años llegó a trabajar a la fonda de la Chalca una mujer conocida como la Mona y quedó embarazada. ¿Usted se acuerda del escándalo que se formó en aquella época?» Gaspar asintió con la cabeza. María prosiguió: «Esta mujer se vio obligada a abandonar el pueblo, por orden de algunos hombres, para salvar su reputación. Aunque todos sabemos sobre las andanzas de aquellos señores. Por ejemplo, el muy distinguido señor alcalde que le pide a Nemecio, el de la planta, que quite la luz a las ocho, una hora antes de lo acostumbrado, para meterse a hurtadillas a la casa de Carlos, el aserrador, cuando él no está. Lo mismo hace Modesto, el dentista, para meterse a la casa de Pedro Angustias, el mayordomo de la hacienda del Padre Sepúlveda, el párroco de Altagracia. ¡Sí! Don Gaspar, cualquiera podría ser el padre del niño. Yo me hice muy amiga de la Mona y le pedí que me dejara al bebé que con esa vida que llevaba no tendría porvenir. Ella accedió comprometiéndose a venir a recogerlo en unos dos años mientras reunía un dinero para algo que nunca me contó. Durante un tiempo nos escribimos por medio de arrieros conocidos y mandaba algunos pesos, pero después de los dos años no volví a recibir mensajes de ella y nadie me daba razón. Solo hasta hoy, ocho años después».
María, con la ayuda del Negro Mosquera, escondió a Juancito en la finca de Efraín, el Sordo Bermúdez. Después, fue a la escuela y le dijo a la maestra que su hijo se había ido a acompañar a un tío que estaba muy enfermo y que regresaría para la otra semana.
El viernes al medio día llegó Benja y, siguiendo su rutina, en la tarde se encontró con sus amigos en el café. María esperó a que todos estuvieran reunidos y con paso firme se paró en la puerta y les gritó: «Primero obligan a Graciela, ¡sí! La Mona, le ordenan abandonar el pueblo porque uno de ustedes la embarazó y les da pena que se sepa que la compartían. Juancito, a ese que ustedes llaman Escobita, sí, el mismo que se la pasa recogiendo escobadura para ir a barrer el patio de sus casas, o mejor dicho, Cristóbal, Graciela lo trajo al mundo pero yo soy su madre porque lo he criado. Don Benja, Señor alcalde y ustedes, nagüetas, sinvergüenzas, cornudos. Para completar contratan a Victor, el arriero, para que desaparezca el niño y se lo lleve quién sabe a dónde. Ahora se preocupan por el qué dirán, ¿pero la criatura no les importa?»
Mientras María les gritaba, los curiosos se fueron arrimando y cuando la lavandera se retiró, todo el pueblo sabía que uno de los señores importantes era el papá de Juancito. Y que Juancito era en realidad Cristóbal.
Benjamín salió rápidamente del café para la casa del herrero en busca de Víctor. Al llegar, se encontró con el arriero sentado en la cocina conversando cálidamente con Petra, quien al ver al visitante, un poco ruborizada, se apresuró a presentarle a su amigo. Benja estiró su mano y le dijo:
—Benjamín García Montoya. —Víctor se levantó y se quitó el sombrero con su mano izquierda, mientras que con la otra estrechaba la de don Benja:
—Víctor Botero Zuluaga, para servirle a usted. —Benjamín, sin perder su cordialidad, con lo alterado que estaba, le contestó:
—Vengo a que me explique qué pasa con el hijo de María, ¿quién está detrás de esto?
—Yo soy el amansador de la hacienda el Cortijo, propiedad de don Casiano Jaramillo Restrepo. También, por épocas, me dedico a la arriería. En la hacienda está trabajando una muchacha llamada Graciela. Don Casiano supo que ella tenía un hijo aquí en Pueblo Nuevo y me encomendó la tarea de llevarlo con su madre. Ya he oído hablar de usted y muy bien, don Benjamín, la Mona nos contó la llegada a este pueblo y también los motivos de su salida —le respondió Víctor. A Benjamín le cambió el semblante, se quedó pensativo un momento y luego dijo:
—Mire, Víctor, hagamos un trato: por ahora olvide este asunto y regrese donde su patrón, llévele las mulas y dígale que no pudo encontrar al niño. Voy a mandar uno de mis mayordomos al Cortijo para que negocie unas dos potrancas con la condición de que usted las traiga y las arriende aquí en una de mis fincas. Creo que don Casiano, si es que está tan interesado en el niño o acaso en Graciela, no objetará el trato . —Benja sacó del bolsillo un manojo de billetes y se los dio a Víctor quien los recibió en aceptación del arreglo propuesto.
Fotografía tomada de Pixabay.
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