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El poder para qué

Por Andrés Felipe Giraldo L.

9 de abril de 1948. Bogotá arde en llamas. El Ejército dispara a los ciudadanos mientras los policías borrachos, por la chicha que les comparte la gente enardecida, no saben qué hacer. Los cuadros del Partido Liberal cercan a su líder, Darío Echandía, que sigue atento a los hechos en su oficina del centro de Bogotá, para convencerlo de que es el momento de tomarse por la fuerza el Palacio de Nariño. Mariano Ospina Pérez, Presidente de la República del Partido Conservador, está resguardado en la Residencia Presidencial, decidiendo si huye despavorido o se queda esperando lo peor. Se arma de valor y le anuncia al pueblo que se queda. Con voz firme, pero con mucho miedo, dice en la radiodifusora nacional su frase más célebre, y por la que el país lo recordaría en los libros de historia, frente a estos hechos: “más vale un Presidente muerto que un Presidente fugitivo”. Los cuadros del Partido Liberal y gran parte de la chusma que ya está a las puertas de la Casa de Nariño, le exigen a Echandía que haga presencia para entrar y romperlo todo, quedarse con todo, acabar con todo. Hasta con Ospina Pérez, que espera impaciente su fatídico final. Última advertencia de los liberales a Echandía que ya empiezan a tirar las vallas alrededor de Palacio y a doblegar la resistencia de la Policía borracha y del Ejército que masacra sin misericordia a la masa enfurecida. Uno de los amigos de Echandía, como rogándole, le dice con impaciencia: — ¡Vamos a tomarnos el Palacio!—. Echandía mira por una ventana y guarda silencio. Un espontáneo grita desde un poco más lejos —¡Vamos por la Presidencia!—. Echandía no se inmuta. Y de la nada surge un coro casi al unísono para sentenciar con más fuerza, con más energía —¡Vamos a tomarnos el poder!—. Echandía se toma unos segundos, respira profundo, se da la vuelta y encara a la multitud que ya empieza a increparlo por su inacción. Sin titubear responde con la pregunta más célebre de la historia republicana. Sin que le tiemble un ápice la modulación de sus palabras, y con su característica elocuencia, se dirige a la multitud, y en tono firme y elevado responde con esa pregunta que le ahorró ríos de sangre a la vida de nuestra desangrada Patria: —¿El poder para qué?—. A esto siguió el silencio. Ninguno de los presentes sabe responder, y si alguno puede, no quiere hacerlo.

Al final las llamas del 9 de abril se extinguieron dejando ver por fin los miles de muertos que quedaron tras el humo. Pero esa respuesta sensata, concreta, corta y contundente de Darío Echandía, que en realidad fue una pregunta que nadie se atrevió a contestar, cauterizó la sangre que hubiera desbordado desde el río Bogotá hasta el río Magdalena, pasando por el Cauca, los días subsiguientes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. ¿El poder para qué? Esa es la pregunta que nos debemos hacer ahora todos los progresistas del país.

La izquierda en Colombia ganó la Presidencia en 2022 y ese es un hito imborrable. Nada ni nadie podrá quitar eso de los anaqueles de la historia. Sin embargo, entre ganar la Presidencia y gobernar hay diferencias que solo son perceptibles para los que ganan las elecciones. Y la izquierda en Colombia por fin está gobernando después de más de 200 años de vida republicana. Dirán que en el siglo XIX hubo gobiernos de izquierda y que hasta un presidente negro tuvimos, cuyo retrato estuvo ausente de la galería de los presidentes hasta hace poco, pero la verdad es que siempre han gobernado las élites, los apellidos de abolengo y los dueños de la riqueza, las tierras y el poder en el país. Siempre. Porque sentarse en la silla presidencial tampoco equivale a gobernar. A muchos presidentes se les fueron sus años de mandato sin poder hacer mayor cosa. José María Melo en el siglo XIX y Ernesto Samper terminando el siglo XX, solo para poner unos ejemplos (por razones completamente distintas, valga decir). Ojalá Gustavo Petro no se sume a esa lista lastimera de presidentes que no pudieron gobernar. Porque, el poder para qué.

Porque es que Petro hizo mal las cuentas. Creyó que podría hacer mayorías con unas bancadas débiles en el Congreso, pero con la ayuda de los partidos tradicionales que siempre, desde la Constitución del 91, que rompió la hegemonía bipartidista, se han vendido por un plato de lentejas. Es decir, por ministerios, direcciones y burocracia en general. E hizo mal las cuentas, porque el Presidente está mezclando elementos políticos con elementos sociales y económicos, que a veces coinciden, pero a veces no. Un tipo como César Gaviria, por ejemplo, apoya a los gobiernos por puestos para su partido (si es para sus hijos, mejor), pero su apoyo siempre está condicionado a que no toquen sus privilegios. Para nadie es un secreto que César Gaviria es mucho más una ficha de los grandes empresarios del país que liberal. En términos prácticos, es un líder gremial más. Él representa al gremio de los políticos aburguesados por la generosidad de los empresarios. Él sabrá a qué me refiero, pero para nadie fue un secreto la gran amistad que lo unía al constructor Pedro Gómez Barrero, y cuántos beneficios mutuos sacaron de esa amistad, hasta que don Pedro dejó este mundo.

En otras palabras, si en Colombia hay una clase que tiene una identidad clarísima, y que jamás permitirá que le toquen sus privilegios (que ellos asumen como derechos adquiridos), es la clase alta. Es decir, los ricos y los superricos de este país tropical, que se precia de haber sido gobernado por unas pocas familias, y de ser poseído por otras menos. Y entre las pocas familias que nos gobiernan y las menos familias que nos poseen, Petro creyó que podría confiar en las primeras. Y no. La clase gobernante en Colombia no es una clase autónoma ni independiente. Es una clase sometida mansamente a la clase dominante de los grandes grupos económicos. Detrás de cada Presidente, antes de Petro, siempre estuvieron los grandes empresarios. Petro, ilusamente, creyó que podría romper ese matrimonio. Pero no. Ese vínculo es sagrado, más sagrado que el Sagrado Rostro o la Virgen de Chiquinquirá antes de 1991.

Y para rematar, Petro confió en un infiltrado, de esos lleva y traiga que se mueven tanto en los cócteles de los empresarios como en los círculos políticos, Armando Bebedetti, la salvación de las reformas que se fueron hundiendo una a una en el Congreso. Puso a un cleptómano a cuidar la casa, a un ciego a vigilar a los enemigos y a un borracho a controlar el bar. Todo terriblemente mal. Y nada podría salir peor. La caída de la reforma laboral, a solo semanas de la posesión de Benedetti, es el anuncio oficial de que el Congreso tampoco le va a caminar a la meremelada. Ya para qué. Este gobierno está en sus últimos meses. Los congresistas, que son hábiles para manipular los intereses de los candidatos, no se van a tranzar por las miserias que les pueda botar este Gobierno en sus postrimerías. Ellos van por el premio mayor del próximo cuatrienio, y cada uno le está poniendo las fichas a sus propios caballos. Ya no les interesa este Gobierno, que va de salida. Y el Presidente, ingenuamente, no lo notó. Al final, Bebedetti tampoco sirvió para eso. Solo ha servido para darle artillería a los que dicen que este Gobierno se le entregó a la corrupción, porque Benedetti es un corrupto. Y bueno, aún no ha sido vencido en juicio, como dice el Presidente. Pero si es por eso, Uribe tampoco. Creo que esa no es una buena excusa. Porque además Benedetti ya ha sido llamado no solo a uno, sino a dos juicios. En resumen, el Presidente, con Benedetti, perdió el juicio.

Entonces ¿el poder para qué? El poder para qué si al final le estamos pidiendo a un corrupto que pase las reformas como sabe, a lo corrupto. El poder para qué si las bancadas en el Congreso son minoritarias y débiles. El poder para qué si las reformas no pasan porque al final el Gobierno no fue capaz de romper el maridaje entre la clase gobernante y la clase dominante, porque pensó que se podía aliar a unos prescindiendo de los otros, cuando unos les obedecen a los otros. Así, el poder para qué.

Comprendo que el Presidente ahora llame a las bases populares y las movilice para notificarle a los dueños del país de siempre, que las huestes del progresismo son fuertes. Y sí que lo son. Petro se podrá quedar sin aliados políticos, sin congresistas leales, sin funcionarios honestos, sin margen de gobernabilidad y con una legitimidad bastante cuestionada, pero nunca se quedará sin gente. Porque Petro cuando se queda solo, le queda gente. Gente que sale como pasto silvestre entre las ranuras del pavimento, porque muchos creemos que sus intenciones son nobles, sus ideales profundos y sus luchas auténticas. A Petro nunca le va a faltar gente porque en 35 años de lucha política, gente es lo que lo ha rodeado. Sería tremendamente injusto decir que Petro es un político más del montón, porque no lo es. Es un político extraordinario que la quebró el espinazo a más de 200 años de hegemonía de las élites gobernando, y se les coló para alborotarles la úlcera de sentir que, por primera vez, un aparecido, un hombre del pueblo, sin apellidos rimbombantes, ni el abolengo de los dueños del país, se les quedó con el solio de Bolívar. Un extraño que quieren sacar a sombrerazos de la Casa de Nariño, porque no le perdonan la insolencia a un hijo del pueblo haberse colado en un espacio reservado solo para los que ellos deciden. Petro fue el hijo de la empleada doméstica, que se sentó en la mesa del comedor de la familia rica, a cenar con ellos. El insolente.

Así pues, el 18 de marzo todos tenemos que salir a las calles, a las plazas y a los balcones a apoyar a este gobierno popular porque lo merece, porque no le han regalado nada y porque, por el contrario, le han dado golpes blandos y duros todos los días hasta minar una gobernabilidad a la que hoy no se le ve salvación. Pero la historia no termina acá. Este no es el final del progresismo. Es tan solo el comienzo. Seguramente Petro se irá el 7 de agosto de 2026 sin haber pasado la mayoría de sus reformas, porque, con referendo o sin referendo, los tiempos ya no le dan. No podemos ser tan ilusos ni tan ingenuos de pensar que a punta de calle se vencen las mafias del Congreso. Eso no va a pasar, y mejor que no pase, porque el precedente sería desastrozo. Porque, mal que bien, por imperfectas y permeadas que sean las instituciones del poder público, es una bendición que existan, porque son esas mismas instituciones las que van a abrir las puertas del cambio si sabemos elegir. Porque el primer paso que debe dar el progresismo para recuperar su espacio es el de elaborar las listas al Congreso, no con el bolígrafo de un par, sino con los mecanismos más democráticos que se puedan, caminando hacia la unidad, pero siendo conscientes de que existen profundos disensos y diferencias entre las facciones que conforman este movimiento, que más que político, es un movimiento ideológico con raíces muy profundas, pero con frutos muy diversos. Porque al progesismo hay que despetrificarlo, si queremos que sobreviva, para que en 30 años no tengamos el síndrome del Partido Liberal, que se quedó con un dueño único, que a su vez es la mascota vieja de los grandes empresarios del país.

Entonces, el poder para qué si no hacemos buen uso de él. Petro logró lo imposible. Ahora, hagamos nosotros lo posible. Ganar de nuevo el poder, cuando el progresismo madure en una fuerza única, robusta e imparable, que nos lleve a tener, no solamente la capacidad de ganar elecciones, sino una verdadera vocación de gobernar. Porque el poder es para gobernar. El poder es para ganar las mayorías en el Congreso y barrer en las presidenciales. En México lo entendieron con Morena y en Colombia lo podemos hacer, sin duda, con la gente. La misma gente que va a acompañar a Petro este 18 de marzo porque somos millones. Pero tenemos que organizarnos y mirar con calma y con visión el poder para qué.

Porque acá no tenemos Palacio de Nariño que tomarnos. Somos nosotros los que estamos dentro. Y como somos nosotros los que estamos dentro, tenemos que pensar bien, muy bien, el poder para qué. Porque nunca más seremos una fuerza minoritaria e indeterminante. A partir de 2026, ganemos o perdamos elecciones, siempre vamos a estar en el mapa de los partidos más fuertes, con capacidad para ganar elecciones y vocación para gobernar. ¿El poder para qué? El poder para el pueblo, señoras y señores. El poder para el pueblo, porque nos cansamos de más de 200 años de plutocracia, y ahora le abriremos el camino a la verdadera democracia, a una democracia popular. El poder para gobernar porque, gracias a Petro, ya aprendimos a ganar elecciones.

*Fotografía tomada de ojopublico.com.co. Aparecen Jorge Eliécer Gaitán y Darío Echandía.

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