Por Octavio Giraldo Correa
Enlace capítulo I: Crónicas del abuelo
Como le estaba contando, durante el tiempo que vivimos en Aranzazu pasaron muchas cosas. Después de que María José cumplió los once meses se puso malita, muy lloroncita, le daba fiebre con frecuencia y los remedios que le suministraban no le ayudaron. Nos fuimos con la niña a Salamina, porque en Aranzazu no había médico, allí la examinó el doctor Mejía, quien le preparó varios remedios que la mejoraron. Nos quedamos con la niña en el pueblo. Yo madrugaba todos los días a la finca, regresando en la tarde. Pasadas dos semanas, mi pequeña empeoró. El doctor la miró de nuevo y nada pudo hacer, una infección gastrointestinal se la llevó.
Nuestra vida cambió, de la alegría con la que llegamos, pasamos a una inconsolable tristeza; solo el arduo trabajo nos alejaba un poco la congoja. Así pasó casi un año, hasta que un día llegó el posta con una carta de mi mamá donde me pedía que regresara a Marinilla a hacerme cargo de la finca, la casa y los negocios, ya que mi papá había rodado con el caballo viniendo de la finca, por lo que estaba postrado en la cama sin muchas esperanzas de recuperación. Me reuní con los esposos de mis hermanas: Juan Antonio y Juan Bautista (Tista como cariñosamente lo llamábamos) para darles la noticia. Ellos se quedarían al frente de las tierras, mientras yo regresaba donde mis padres. En contraste con la mala noticia sobre la enfermedad de tu abuelo, me dijo Eulalia: —Creo que nuevamente vas a ser papá. Rece, mijo, para que nazca bien aliviado y nos ayude a pasar este trago amargo. El viaje me vendrá bien, espero que, con la ayuda de Dios, arropada con los cuidados de mi mamá, la nueva criatura tenga una vida sana y sin contratiempos. —Esta noticia nos motivó. De ahí en adelante el cambio se dio paulatinamente, su rostro triste fue desapareciendo y pensábamos en la nueva vida con esperanza y alegría.
Con todos los cuidados, iniciamos el viaje de regreso. Nos acompañaron Benito con Magdalena, Simona, mi cuñado Tista y Joaquín Ocampo. Íbamos ligeros de equipaje, solo lo necesario y algunas viandas para ir consumiendo durante el camino. Al susurro de guaduales, subiendo por cañadas y peñascos, atravesando ríos y valles, deshicimos el viaje que con tanta ilusión habíamos recorrido dos años antes. Volvimos a la fangosa manigua en un retorno que nos internó, de nuevo en la inmensa, verde y misteriosa selva, con esos fantásticos seres de míticas leyendas: duendes, brujas y espantos, con los que los arrieros entretenían a los adultos y asustaban a los niños.
En seis días nos reencontramos con la tierra y las personas que, meses antes, nos habían visto partir. Al llegar al pueblo, fuimos directamente a la casa de mis padres a visitar, en su lecho de enfermo, a mi papá. Él se encontraba muy maltratado por la caída pues tenía varias fracturas: el pie izquierdo, a la altura del tobillo; la mano derecha, por encima del antebrazo; con varias costillas al lado derecho; todo acompañado de hematomas por el resto del cuerpo. A pesar de su estado, se alegró mucho al vernos, con gracia, en medio de muecas de dolor, nos contó cómo el caballo se asustó con una culebra verrugoso que estaba tomando el sol al lado de camino y que, al sentirse amenazada, se lanzó contra la cabalgadura haciendo que esta perdiera el equilibrio y, con jinete a bordo, se echaran a rodar.
Me hice cargo de los negocios de la familia. La recuperación de mi papá, lentamente, se fue dando. Las fracturas del pie y la mano soldaron perfectamente, gracias a los cuidados de la negra, quien todos los días le ponía emplastos de suelda con disciplina machacada y calentada en infundia de gallina; el dolor en las costillas solo lo afectaba cuando tosía. El embarazo de Eulalia transcurrió sin problemas, su madre, mi tía Catarina, la acompañó todo el tiempo.
Dos semanas antes del 19 de marzo, día de San José, viajé con Antonio María, mi hermano, a El Sargento para ayudarles a mis cuñados con las quemas de la montaña descuajada. Pasadas las siembras de maíz y fríjol, me regresé con mi tío Félix, que venía del sur con su mulada, dejando a Antonio María (Toñito), quien se quiso quedar con ellos unos días más para aumentar sus ahorros, antes de regresar a casarse con María Josefa Giraldo Duque, su novia, que impacientemente lo esperaba en Marinilla. Ya tenían fecha fijada para el compromiso: el matrimonio sería el 19 de mayo de 1.853.
El 15 de julio de 1.852, después de la cena, Eulalia empezó con los dolores de parto. En la cocina empezaron a hervir agua dejándola a fuego lento para que no se enfriara. Dolores van, dolores vienen y mi papá no se acostó. Sentados en la cocina, al calor del fogón, entre el humo de los tabacos que aceleradamente nos fumamos, pasaron casi siete largas horas de espera. Contaba mi papá que, a pesar de sus años, siempre esperó con impaciencia a todos los hijos que tuvo con mi madre. Nunca se acostumbró a la alegría de cada nacimiento, que siempre estaba precedida de dudas y de sentimientos raros, pero al momento de oír el primer llanto, esos sentimientos cambiaban y en todos los rostros había una sonrisa. Estábamos hablando de eso cuando nos interrumpió la negra quien, asomando por la puerta, se quitó el mascado tabaco de la boca. Con su ronca voz nos anunció la llegada al mundo de Cruz María. Mi papá me acompañó al cuarto donde Eulalia, radiante de alegría, estaba arropando a nuestro pequeño hijo. Ese mismo día se bautizó, siendo sus padrinos Félix y su esposa, Rita Ramírez.
Durante ese resto de año no pude regresar a El Sargento. Mi papá se encargó de la tienda, supervisaba el ordeño y estaba pendiente de que no le fueran a faltar con la comida a los animales de la pesebrera. Mi hermano menor, Ramón María, se encargaba de hacer los mandados y encerrar los terneros cuando salía de la escuela. María Josefa y Ana Joaquina estaban siempre pendientes de mi papá, pasaban largas horas con él y, además, colaboraban en la fabricación del queso y la mantequilla. La única preocupación era Toñito. Desde que me lo llevé a El Sargento no había vuelto. Ocasionalmente escribía contando que estaba ahorrando, que trabajaba de sol a sol con los cuñados y que pronto volvería. María Josefa, su novia, me culpaba de su ausencia. Se iba llegando la fecha y no llegaba. Cuando veía alguno de los arrieros, corría presurosa a preguntarle por su Toñito. Unos le decían que no lo habían visto, otros, en medio de bromas, le contaban que tenía amores con una jovencita de Salamina. Faltando un mes para el matrimonio, no volvimos a saber nada de él. María Josefa iba todos los días a buscar consuelo con mi mamá y mis hermanas. Dos días antes de la fecha indicada, llegó el novio y, para beneplácito de todos, en la iglesia parroquial de la Villa se dieron el sí, tal cual lo habían programado. Pasados los agasajos por la nueva pareja, encargué a Toñito de la finca para estar más pendiente de las tierras de El Sargento, tomé una recua y me uní a Félix en la arriería, en los viajes al sur me quedaba en Andalucía, como llamé la finca del Sargento, regresando periódicamente a Marinilla.
El tiempo fue pasando y fueron llegando más hijos: Eugenia De Jesús en 1.854, año en el que le cambiaron el nombre a El Sargento por el de Aranzazu en honor a don Juan De Dios Aranzazu González, primer presidente de origen antioqueño que tuvo este país y quien nos gobernó entre julio de 1.841 y mayo de 1.842 y además fue dueño de estas tierras. Francisca De Jesús nació en 1.856 y Fidelia De Jesús en 1.858. Después del nacimiento de Fidelia, murió mi papá, situación que nos obligó a aplazar el regreso a nuestra finca.
Ese año tuvimos una abundante cosecha de yuca, esto nos obligó a quedarnos más tiempo del previsto. Mientras unos la arrancaban, otros la íbamos llevando primero a Manizales y después a Medellín. A mi regreso a Marinilla, tomamos la determinación de viajar a nuestra finca. Toñito y Ramón María, mis hermanos, estaban al tanto de todos los negocios sin ningún problema; era tiempo de dejarlos solos. Luego, entre 1.859 y 1.864, nacieron Serapio De Jesús, Ramón María De Jesús, María De Jesús, Bonifacio María Jesús y María Juliana De Jesús. Entonces, me dijo Eulalia:
—Nosotros dos debemos cumplir el sueño que tenemos pendiente desde que nos casamos, nuestro anhelo era ver crecer la familia unida, nuestros hijos mayores ya van estando en edad de ir armando rancho aparte y qué mejor que a nuestro lado. Cruz prefiere quedarse porque ya le echó el ojo a la hija de Jesús Salazar y Evencia Ramírez, a María Eugenia la pretende Manuel González que, como sabes, está prácticamente solo porque su familia se marchó hace un año para Salamina, aunque el pobre pasa más tiempo acá que con su familia.
Cuando Julianita cumplió seis meses, me di a la tarea, despaché con los arrieros todos los enseres, pero dejé los animales necesarios para la familia. A dos mulas mansas les colocamos unas angarillas y de ellas amarramos sendos canastos donde se acomodaron los más pequeños, también llevamos dos mulas con las viandas, cuatro caballos y tres yeguas para el resto de la familia. En agosto de 1.866 iniciamos el viaje, los caminos estaban en muy buen estado y el tráfico era constante, mucha de la montaña al lado del camino había desaparecido dando nacimiento a más fondas. Fue así como, en cuatro días, estábamos descansando en nuestra casa de Aranzazu. Habíamos abandonado para siempre la tierra que nos vio nacer, crecer y enamorarnos. Ya nunca más volveríamos ese cielo azul de la Marinilla.
Al poco tiempo, llegaron mis hermanos con mi mamá, acompañados de mis suegros, con sus hijos y sus familias, con el objetivo de instalarse definitivamente en Aranzazu.
La familia siguió creciendo: entre 1.868 y 1.875 nacen María Josefa, Marcos, Zacarías y Vicente. Con el crecer de los hijos, fui ampliando la finca hacia la parte baja de la ladera, cerca al río Cauca, donde las siembras de maíz y fríjol daban dos cosechas por año; la tierra domada se iba sembrando en pasto, convirtiendo, la otrora salvaje selva, en potreros para el ganado y cultivos de caña panelera.
Eulalia permanecía en el pueblo pendiente de la escuela de los niños, y los que iban terminando la incompleta educación formal que había en Aranzazu, se radicaban del todo en la finca para iniciarse en las labores del campo.
El tiempo en Aranzazu transcurrió tranquilo, a pesar de las guerras que constantemente afectaron el país. Algunas veces pasaban las tropas, pero nunca alteraron la tranquilidad del pueblo, nosotros nos quedábamos en la finca y los muchachos no salían, para evitar ser enlistados.
Alterné las labores del campo con la arriería; con Serapio y Ramón María empecé a transportar mercancías por toda la región. Llevaba a puerto Nare diferentes mercancías: alfarería indígena muy apreciada, algodón, fique, sal, maíz y frijol. Allí recibía importaciones que llegaban por el río Magdalena para llevarlas a Medellín, en viajes de varias semanas. De Medellín salía con la recua cargada con destino a los comercios del suroeste, siguiendo la ruta por Santa Fe De Antioquia, Támesis, Valparaíso, Caramanta, Andes y Jardín en el Estado de Antioquia, y Marmato, La vega de Supía, Riosucio, Quinchía, Anserma, La Virginia, Cartago y Cali, en el Estado del Cauca.
De paso por Anserma, pernoctaba en casa de Juan De Jesús Ramírez, tu abuelo materno, quien le había comprado una gran extensión de tierra a Pedro Orozco Ocampo, emparentado con su segunda esposa, María Isabel Ocampo Giraldo. Pedro y Juan De Jesús ostentaban el grado de coronel de los ejércitos del Estado Soberano de Antioquia. El coronel Ramírez vendió todas sus propiedades en Aranzazu y se trasladó a su finca de Anserma en julio 1.882.
Juan de Jesús llegó a Anserma con las seis hijas del primer matrimonio con María Del Carmen Jiménez y sus entenados Sara y Juvenal. También arribó con Serafina, Vicente e Isabel, de su segunda esposa, María Isabel. Al viaje se unieron sus suegros, Joaquín Ocampo Duque y María Del Carmen Giraldo Ramírez que, además, era su sobrina. Con ellos viajaron todos sus hijos.
En nuestras largas charlas insistían en que me radicara junto a ellos. Anserma estaba tomando vida de nuevo, era el momento preciso para establecerse. Algunos de los dueños de las minas de oro de Marmato compraron propiedades y empezaron a construir sus viviendas tanto en el pueblo como en la zona rural.
La idea de trasladarme a Anserma no me disgustaba, le veía porvenir. Cuando regresé le conté a la familia la propuesta que me hicieron el coronel y Joaquín. A todos les gustó, en especial a Ramón María, tu papá. No nos dijo el porqué, pero Eulalia lo sospechaba.
Viajé de nuevo a Anserma, acompañado de Serapio y Ramón María, con el fin de adquirir tierra donde trasladarnos. En lo que hoy es la vereda La Laguna compré 150 fanegadas, divididas por el camino real que comunicaba a Medellín con Popayán. Ellos se quedaron en la finca y mientras tanto regresé a Aranzazu, a hacer los preparativos para el traslado de la familia. Decidimos que Cruz, casado ya, se quedara a cargo de la finca mientras se concretaba la venta, Jesús seguiría con la arriería y el resto viajaría conmigo.
Pasados quince días, emprendimos el camino. Salimos de Aranzazu a las ocho de la mañana con destino al paso de El Bufú, desandando el camino de treinta y tantos años atrás. Los caminos eran distintos, los extensos barrizales que antes encontrábamos los habían arreglado con palenques, y el tráfico constante los mantenía despejados. Al medio día arribamos a Salamina, siguiendo de largo hasta la quebrada de la Frisolera, allí paramos para tomar el almuerzo: un fiambre de gallina sudada con yucas, papas y arroz, empacados en hojas de plátano amortiguadas en el fogón. Después de un corto descanso, continuamos bajando por peñascos y cascadas, hasta las cristalinas y espumosas aguas del río Pozo; luego de vadearlo emprendimos la cuesta hacia las sabanas de las Trójes, con Salamina a nuestras espaldas. A las cuatro de la tarde llegamos al paso real del Bufú donde la quebrada Arquía une su frío y transparente cauce al borrascoso torrente del inmenso río Cauca.
La posada estaba llena, sin embargo, los arrieros que nos encontramos, conocidos míos, nos cedieron el cobertizo donde colgamos la hamacas para dormir, arrullados por el estridente y acompasado sonido del caudaloso río. Con el cielo despejado e iluminado por la majestuosa luna llena de julio, unos arrieros acompañados de tiple y guitarra, al ritmo de bambucos, pasillos y aguardiente, alegraron la noche. En medio de sus tragos, optaron por dormir a la intemperie, huyendo del sofocante calor, cubiertos solo con toldillos para protegerse de los abundantes zancudos.
Con el relincho de los caballos, el ajetreo de los arrieros y con el olor a chocolate y arepa asada, nos levantamos. Fuimos directamente a la cocina donde nos sirvieron un abundante desayuno: chocolate, arepa de mote, chorizo ahumado y fríjoles calentados con arroz. A las siete cruzamos el Cauca por el puente El Pintao, alertados por negros nubarrones que se cernían en lo alto de la cordillera. Entonces decidimos poner carpas a nuestros enseres hechas de lona y embadurnadas de cebo para repeler el agua. Apuramos el paso, para que la lluvia que se avecinaba no nos sorprendiera en la subida, dejando resbaloso el camino. Subimos por una arisca ladera al cerro Del Guamo. Después de una corta travesía, continuamos subiendo hasta el alto de Carmaná, donde nos sorprendió una lluvia ligera que nos acompañó hasta el nacimiento de la quebrada Taizá. Luego de un tramo, conectamos con el camino real que comunica a Caramanta con La Vega De Supía.
Seguimos sobre la cresta del cerro para adentrarnos en bosque de Las Castillas, que nos condujo al alto del Burro, donde en un día despejado como aquel, pudimos apreciar las humeantes chimeneas de las casas existentes en todo el valle del río Cauca. Al frente, la imponente selva verde-azulosa de la cordillera occidental, y más atrás, los nevados que coronan la próspera Manizales. En ese hermoso mirador, hicimos un receso para almorzar y darnos un merecido descanso. Terminado el reposo, continuamos por el cerro hasta Hojas Anchas, siguiendo a la fría Peñas Blancas, cubierta, como siempre, por un manto de espesa neblina. Subimos al alto Cruz de Helecho, desde donde iniciamos un leve descenso siguiendo un zigzagueante camino empedrado, para subir nuevamente a todo lo alto del cerro Tacón, alcanzando a ver los techos de teja de barro de las viviendas del marco de la plaza, y los de paja, de las afueras del caserío La Vega Supía.
Bajamos, al principio por el medio una rosa de maíz, más adelante por cultivos de yuca, plátano y fríjol para rematar en unos potreros donde el ganado se protegía del fuerte calor debajo de unos enormes guayabos que, en esa época del año, se veían amarillos por la abundante cosecha. A las cuatro de la tarde arribamos a la posada; los muchachos se quedaron descargando los animales, mientras tanto me fui con Eulalia y las hijas a dar una caminada por el pueblo. Entramos a la iglesia a darle gracias a Dios Nuestro Señor. Con el ocaso nos regresamos a la posada, donde ya los muchachos tenían todo dispuesto para la cena y la dormida, las mujeres dentro de la posada y los hombres en hamacas, a un lado de nuestras pertenencias.
El tercer día nos levantamos muy temprano a desayunar, no sin antes darnos un refrescante baño para contrarrestar el sofocante calor. Emprendimos el camino muy temprano, con las primeras luces del día. El primer destino fue Guamal, para culminar la jornada de esa mañana en el alto de Quiebralomo, allí hicimos una rigurosa parada para almorzar y darnos un breve descanso. El viaje prosiguió hasta Riosucio donde pernoctamos esa noche.
Al llegar, la fonda estaba llena, no quedaba lugar para un cristiano más. Afortunadamente, el dueño era un amigo mío que había trabajado con mi abuelo Martín. Se llamaba Juan García (el tuerto García), quien perdió su ojo derecho combatiendo al lado de José María Córdoba, según contaban algunos, creándole fama de guapo y peleador, pero él nunca participó en ningún combate. Sí estuvo con Córdoba, pero como cocinero. Una tarde, buscando leña para el fogón, se resbaló en un guadual y una tuna se le metió en el ojo, una verdad que pocos sabíamos. El Tuerto García se alegró al vernos y nos arregló alojamiento en una casa que tenía a una cuadra de su estancia. En seguida de la fonda estaba la gallera. Era muy común que los desafíos de gallos se hicieran en lugares aledaños a las fondas, los galleros y jugadores venían de todas partes, en medio de las recuas, junto a los arrieros, desde sitios muy remotos solo para jugar sus gallos, embaucando, sobre todo, a los indios, trabajadores de las minas y mazamorreros. Esa noche había riñas, así que muy temprano nos fuimos a dormir para evitar problemas, pues en las peleas de gallos hay mucho trago y esa gallera era famosa porque los indios, después de perder todo, se emborrachaban con su famoso guarapo, terminando de pelea con todo el que encontraran, y si era forastero, con más razón.
Muy a las cinco de la mañana estábamos enjalmando las mulas y preparando todo para salir, esa sería nuestra última jornada y quería que llegáramos temprano. El Tuerto García madrugó para preparar el desayuno, no permitió que le ayudaran, en cayanas preparó arepas de chócolo que sirvió acompañadas de queso, huevos con cebolla y tomate, además de fríjoles calentados, rematando con burbujeante chocolate espeso. Terminado el desayuno, arrancamos directo al alto del Tabor, nos tomó dos horas llegar. De ahí en adelante el camino no tenía pendientes de importancia, íbamos de travesía, a las diez llegamos al cruce de la entrada a Quinchía, siendo las once pasamos por la quebrada de la Estrella, después de dejar Barro Blanco e iniciar una suave cuesta que nos condujo a las frías tierras de San Clemente y allí pudimos ver de nuevo la montaña desde donde días antes habíamos partido. En el horizonte contrastaba la verde y espesa montaña con el infinito cielo azul; al fondo de la ladera apreciamos un minúsculo hilo de agua un poco achocolatado, que serpenteante separa las dos montañas. Era el río Cauca.
De San Clemente pasamos al alto del Tigre, desde donde tomamos un zigzagueante camino, que por toda la cresta de la montaña nos condujo en suave bajada hasta nuestro destino. Jesús se adelantó para avisar de nuestra llegada. Entrando a Anserma, por los lados de Partidas, nos estaban esperando Serapio con Ramón María, acompañados de Telésfora, María Serafina y Vicente, hijos Juan de Jesús, quienes nos llevaron hasta su casa donde nos esperaba el resto de la familia.
Juan de Jesús había construido su casa en el alto del Pensil, lugar privilegiado para divisar la mayor parte de su tierra, rodeada de potreros donde plácidamente pastaban sus ganados. A un lado una gran mata de guadua adornaba el paisaje, en su interior brotaba un manantial de aguas cristalinas. Desde allí las aguas eran conducidas por canoas de guadua hasta la casa y el potrero, donde continuamente dejaban caer su precioso líquido en una gran batea, hecha con el tronco de un árbol de arenillo, que servía de abrevadero para calmar la sed de los animales. En la parte trasera, un patio empedrado separaba el corredor de un cobertizo destinado a cría de cerdos, pesebrera y ordeñadero. Al llegar, encontramos a toda la familia reunida; unos trabajadores nos recibieron las bestias para darles de comer y llevarlas a descansar. Después de los saludos de rigor, nos sentamos en el corredor del frente, con nuestra vista hacia el valle del Risaralda, mientras contaba las anécdotas del viaje nos sirvieron la comida, al finalizar nos lavamos la cara y los pies en agua con sal, como era costumbre cuando terminábamos las pesadas faenas en el campo. Ya entrada la noche, nos retiramos a descansar.
Con el sol del día naciente iniciamos nuestra nueva vida en estas tierras, dejamos a las mujeres en casa y acompañado por Juan De Jesús partí a nuestra parcela, distante unos quince minutos a paso flojo de las bestias. La propiedad que compramos tenía una casa grande situada a la orilla del camino real, había sido construida para una fonda, pero no dio resultado, ya que se encontraba más o menos a una legua de la afamada posada de Palo Blanco. Nuestra propiedad contaba con establo, cobertizo para guarnecer las cargas de los arrieros, buen potrero, cultivo de caña dulce y pasto de corte. Además, poseía un amplio corredor que la rodeaba toda, chambranas de macana, patios empedrados y una amplia cocina. Los muchachos la tenían organizada y dispuesta para ocuparla.
Durante el viaje, Juan De Jesús se ofreció a ayudarme a comprar unas cuantas vacas y, de momento, mandó a traer tres atados para que al menos tuviéramos la leche necesaria. Luego nos pusimos de acuerdo para ir la semana siguiente a Sopinga, hoy La Virginia, a traer un lote de ganado que había comprado y de paso comprar unas cerdas para crías. Después de dar vuelta por la finca, encontramos a Eulalia que se había venido con el resto de la familia a tomar posesión de su nueva casa, Juan De Jesús almorzó con nosotros para luego salir con Ramón María que quiso acompañarlo con el pretexto de ir por sal para darle a las vacas que habían traído del Pensil.
Una tarde, cuando el sol se acercaba a su ocaso, Eulalia y yo nos sentamos en el corredor. Lentamente llegaba la noche con luna llena después de un día cálido de verano, mientras conversábamos iban apareciendo luciérnagas y cocuyos dibujando delgadas líneas luminosas al ritmo de su coqueteo nupcial, en la lejanía, un búho rompía el silencio de la noche. Estábamos embelesados cuando unas pisadas nos sorprendieron, era María Josefa, que acompañada por Jesús Antonio, llegaba con dos tazas de chocolate caliente.
Ramón María le compró un lote de tierra al coronel Ramírez en el Carmelo y allí empezó a construir su casa, mientras unos rozaron el terreno y lo nivelaron, otros cortaron guadua y aserraron la madera para la construcción. En menos de un mes estaba habitable. Su papá se dedicó con ahínco a su parcela, sembró maíz, fríjol, yuca y caña. Un día estaba con Jesús Antonio aporcando el fríjol cuando llegaron Zacarías y Vicente, sus hermanos menores, quienes en vacaciones se dedicaban a garitearles, les entregaron el almuerzo y les dijeron que en escuela les habían hablado de un cultivo nuevo muy rentable, el café.
El domingo siguiente, al salir de la santa misa, Ramón se fue a preguntarle a sus amigos si alguno sabía algo del café, pero nadie sabía. Consultó con el maestro de Zacarías y este le contó que lo había leído en un periódico en un viaje a Manizales. Él siguió con la idea en la cabeza, y cuando el frijol estaba listo para la venta, salió con cinco cargas de frijol y tres cargas de maíz directo a Manizales, llegó a la trilladora de maíz, vendió su carga y empezó a averiguar por el café. Allí le informaron que en la finca de don Justiniano Mejía, en Neira, podía conseguir semilla, pero que tenía que esperar a octubre o noviembre y para eso faltaban más de dos meses. Compró víveres, telas y algunos regalos para su mamá y sus hermanas.
A mediados de septiembre ensilló su caballo, llenó las alforjas con comida y emprendió viaje hacia Neira, pernoctó la primera noche en Supía, la segunda en Salamina y al tercer día estaba sentado en el parque de Neira conversando con don Justiniano quien le habló del cultivo, lo rentable que era y la forma de cultivarlo. Todavía no había madurado el café para sacar la semilla, pero le regaló unos esquejes para que los sembrara y obtuviera la semilla más adelante.
Con esos esquejes obtuvo sus primeros diez palos de café. Cinco años después, tenía varias cuadras sembradas.
*Fotografía aportada por el autor.
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