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Un mamerto en tierra de godos

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Mucho se repite que no se pueden perder amigos por la política. A mí esto me jode. La política es el ámbito público que más afecta la vida de los ciudadanos, de los países y si se quiere, del mundo. Porque las decisiones políticas tienen una incidencia directa en la cotidianidad, en el bienestar y en las condiciones mínimas de la existencia de cualquier persona. Es desde el Estado, una construcción política, que se establecen las reglas y las normas mediante las cuales se rige la vida de una sociedad. Por esto la política no es un tema baladí como tantos otros, que más allá gustos y preferencias, la controversia dada no afecta el día a día de quienes conversan, como el fútbol o la moda.

Por eso quienes nos apasionamos con estos temas los padecemos, porque los nervios más sensibles siempre están expuestos ante la deliberación y el debate. Soy un mamerto en tierra de godos. Crecí en un colegio jesuita y elitista. Me gradué de una universidad laica, pero cara, y en mi familia los principios católicos han primado particularmente. Mis amigos del barrio, con los que crecí, se han inclinado a la derecha por múltiples razones. Y yo, con el tiempo, a pesar de haber nacido, crecido y formado en un ambiente tradicional, religioso, respetuoso de las instituciones y de la autoridad; me he convencido de que vivimos en un país tremendamente injusto, sostenido por unas instituciones evidentemente corruptas y que el establecimiento ha favorecido un statu quo que parece más conformado por castas que por clases sociales, aunque los dos términos me parecen detestables.

Esta situación riñe con la armonía de la mayoría de mis círculos sociales, que si bien son bastante sensibles a las necesidades de los menos favorecidos, son muy dados a la caridad cristiana, que es la peor de las caridades, porque es la caridad que da desde el privilegio con entrañable misericordia, pero que no percibe con claridad ni mayor interés las tremendas inequidades de la estructura. Por eso me jode tanto hablar de política en los grupos de whatsapp, porque si los chistes son de mamertos, son buenísimos, y ruedan las cadenas en las que dicen que Petro tiene propiedades en Miami, en la costa Caribe, varios apartamentos en Bogotá, aparte de la casa en Santa Ana de Chía (que sí tiene), y confunden sin mayor filtro Ferragamo con Ferrari. No me joden tanto los chistes, que realmente son buenos, pero sí la desinformación que pasan a través de memes y cadenas que rotan sin ninguna verificación, dando por ciertas las mentiras más absurdas y mandando la información sin la menor intención de debatir. Eso, la verdad, me pudre, me jode, me indispone.

Por supuesto que las discusiones políticas son necesarias. Es importante escuchar la posición y las razones de los otros para fortalecer el criterio propio. Pero cuando las discusiones parten de falacias tan evidentes, que están más marcadas por los prejuicios que por los argumentos, por la repetición de mitos que se instalan en el inconsciente colectivo, se dificulta encauzar el debate hacia un rumbo constructivo. Y es allí en donde la vena de la frente se me estalla y las agrieras se convierten en un flujo permanente. Por eso estoy en un momento de la vida en el que no encajo con la mayoría de personas que me rodean, en el que las discusiones sobre política en las que participo hierven como leche, y en las que me aguanto poco el meme y las cadenas de desinformación y bulos. Me amargo con facilidad, me vuelvo agresivo e intemperante, resiento las burbujas en las que vivimos tan lejanas de la gente que sufre y que padece las consecuencias de tantos males nacidos de una corrupción estructural que han incrementado la pobreza, la miseria y la exclusión de las mayorías, mientras la riqueza y los privilegios se siguen acumulando en pocas manos.

Es muy probable que el terco e intransigente sea yo, un ser repelente que se ha construido el pedestal moral, intelectual y político que tanto critico, desde donde juzgo y condeno a mis semejantes. Por eso me tomo las discusiones políticas tan a pecho, porque sé que pueden afectar mis relaciones interpersonales, y prefiero los ambientes de café o cerveza a los de whatsapp para hablar de estos temas. Uso mis redes públicas como un atril de pastor en las que digo mucho y controvierto poco, siento posiciones beligerantes y lanzo mierda a diestra y siniestra. En realidad más a la diestra que a la siniestra. Esto me ha ido convirtiendo en un personaje huraño y solitario, que vive revolcándose en su propia bilis.

Es complicado ser un mamerto en tierra de godos. Cargo el estigma de andar vaciado, de joder por todo, de ser amargado. Es difícil mantener las relaciones y los afectos cuando me tomo con tanta seriedad las luchas sociales que se ven desde el panóptico de los privilegios como revueltas sin sentido, como jóvenes desequilibrados sembrando la anarquía y el caos, incendiarios de momento, sin detenerse a analizar por un momento las afugias y necesidades que los han llevado a estallar una y otra vez en los barrios populares y las carreteras olvidadas.

Son tiempos difíciles, tiempos de elecciones. Acá los nervios de la política se vuelven susceptibles y especialmente delicados. Espero que esta sensibilidad a flor de piel se me vaya moderando con los resultados. Y espero que mis amistades sobrevivan a lo que viene. Y que me inviten a sus casas de Miami cuando gane Petro.

*Fotografía tomada de Las Dos Orillas. 

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