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Yo también me he sentido víctima

Sobre la obra El Palacio Arde del grupo Teatro Entre Tensiones

Por Juan Francisco Florido

Si pudiera recordar alguna vez en la que me sentí víctima, podría pensar en pequeños abusos de poder que consideraba incluso normales. Roces con la policía, discusiones con profesores o tal vez alguna persona más fuerte que yo burlándose de mí cuando yo era niño. A decir verdad, no son muchos. Como a todos, me afectaron más de lo que pensaba y llegaron a definir, sin querer, mi forma de ser. Eso fue lo que se me vino a la mente cuando me preguntaron si alguna vez en mi vida me había sentido víctima. Pero la pregunta se vuelve mucho más significativa cuando proviene de un grupo, entre cuyos integrantes hay dos familiares de desaparecidos durante la toma y retoma del Palacio de Justicia, todo en el marco de una puesta en escena. Mis heridas no son comparables ni en lo más mínimo. Sorprendentemente, entre las personas que se animaron a responder esta pregunta, hubo historias tremendamente fuertes. Tanto que sentí, en un principio, una distancia enorme entre quienes contaron sus historias, las personas en escena y yo. Me tomó un tiempo notar que, más allá de las circunstancias, yo también he sido vulnerable ante un abuso de poder y que, a pesar de todo, mis heridas también han sido dolorosas. De alguna forma, sentirse vulnerable ante un abuso de poder es un común denominador triste en este país.

Inés Castiblanco y Pilar Navarrete son dos familiares de desaparecidos durante los hechos del 6 y 7 de noviembre del 85 que hacen parte de la puesta en escena mencionada y llevada a cabo en la Casa del Florero, el jueves 3 de noviembre. Al ser este lugar uno de los últimos sitios en los que se vieron entrar a varios de los civiles rescatados con vida durante la retoma, el carácter de la puesta en escena adquiere un peso simbólico mucho mayor al que ha tenido durante toda su trayectoria. No hay emociones desbordadas, no hay consignas y no hay ningún tipo de revanchismo para que la obra sea conmovedora. La simple idea de revivir la memoria de Héctor Jaime Beltrán y Ana Rosa Castiblanco a partir del diálogo entre las familiares (llamémoslas testimoniantes) y las actrices y actores resulta sencillo, sobrecogedor, conmovedor y algunas veces, incluso cómico y festivo.

En lo personal, nunca sentí curiosidad por entrar a la Casa del Florero. Conocía su pasado bastante bien y fue de esas historias que me contaron mis padres, como parte de mi mitología familiar. Me daba miedo pensar en toda la cantidad de pesadumbre acumulada en esa casita esquinera durante siglos, pero solamente de muros para adentro. Conocerla a partir de la obra El palacio arde del grupo Teatro Entre Tensiones fue una buena forma de exorcizar esa mitología personal, sembrada por las historias de mis padres. Tengo que decir que no hubo mayor aporte estético a la obra desde el espacio, pero también tengo que decir que no lo demanda. Actores, actrices y testimoniantes están mirándose a los ojos como iguales, si bien el rol de cada quien difiere. Todos y todas visten ropa negra, hablan de sus experiencias personales, de cómo este suceso influyó en sus vidas y se presentan con sus nombres propios ante el público, sin necesidad de enmascararse o representar nada, excepto cuando la memoria de Héctor Jaime y Ana Rosa surge. Por esto mismo, también me tomé el atrevimiento de hacer mención a mi relación con este suceso en primera persona y a describir someramente mi primera experiencia en la Casa del Florero. Y para seguir siendo completamente justo con la obra es necesario mencionar a Leonardo Rodríguez, Laura Ortega y Luisa Gómez como parte del elenco que está en escena, hombro con hombro junto a las testimoniantes, exponiéndose muy a su manera y haciendo parte de este diálogo sutil con la memoria. Son él y ellas los artífices que dan carne y hueso a todas las preguntas posibles que las testimoniantes se hacen.

Es triste salir de una obra pensando en qué significa sentirse víctima y en cómo parece ser un rasgo común a todo colombiano, sobre todo con respecto a relaciones de abuso de poder, desde la negligencia más pequeña hasta los crímenes más atroces. Pero dentro de esta pregunta que me llevo, siento que hay algo implícito. Me he preguntado muchas veces desde ese día si he sido víctima, pero solamente hasta hoy, mientras escribo esto, si he sido victimario. Si he abusado alguna vez de un rol mío de autoridad con respecto a alguien. Y es que en un país donde todos nos hemos sentido víctimas, todos somos susceptibles de haber sido victimarios y de haber causado algún daño. Ponerse en los zapatos de las testimoniantes, más allá de ser un acto de memoria por lo que ocurrió, también es un acto de empatía. La idea de no repetición debe partir de esa misma empatía implícita en la pregunta. Sí. Me he sentido víctima. Me he sentido tratado injustamente y he sido humillado, ofendido y abusado de una forma u otra. Por eso mismo, me rehúso a ser el victimario. Porque jamás querré hacer con los demás lo mismo que hicieron conmigo en esos momentos. Quiero creer que ser consciente del daño hecho, tanto como lo soy del daño recibido, me permitirá romper el ciclo de la violencia. Esa es la respuesta que me queda de la pregunta que me llevé ese día. No quiero ser victimario porque también me he sentido víctima. Como todos.

*Fotografía: Daniel Sarmiento.

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