Por Francisco Javier Méndez
Las alturas me dan vértigo. Cada vez que inicio mi ascenso en un puente peatonal me ataca una sensación de incomodidad que se incrementa con cada paso que doy. Cuando voy más o menos por la mitad de la rampa —nunca subo por las escaleras porque se puede ver hacia abajo— mis piernas empiezan a temblar, mis manos a sudar y mi cuerpo a encorvarse. Mi rostro se transforma en una mueca de pánico, o eso creo por el modo en que me miran los demás peatones. Ya en lo más alto, los objetos y las personas a mi alrededor se empiezan a mover, como si estuviera en medio de un terremoto que solo existe para mí. Es una sensación difícil de describir, que encima apareció de la nada. Pero sí que me ha jodido la vida. Dejé de asistir durante algún tiempo a un grupo de estudio en la Universidad Nacional solo por no tener que cruzar el puente que sale de la estación de Transmilenio. También le he cancelado varias citas a amigos y conocidos por el mismo motivo.
Sin embargo, sufro de un vértigo peor. El vértigo que me produce subir los peldaños que me puedan conducir a cumplir con eso que llaman sueños. Y es que cada que intuyo que me estoy moviendo hacia arriba (hacia la realización personal y profesional, por llamarlo de algún modo) me invade una casi idéntica sensación de incomodidad a la que me produce poner un pie en un puente. Es como si fuese la misma vocecita en mi cabeza diciéndome que lo más sensato es no correr el riesgo de treparse a una superficie más alta, que lo único seguro es el suelo y que todo lo demás puede desmoronarse en cualquier momento. Entonces paso de la prudencia a la cobardía y del autosabotaje a una pesadumbre casi que paralizante.
Mis miedos e incertidumbres me atan al piso. Y como pienso que casi no tengo logros propios, me deleito con los ajenos. Paso las horas contemplando a través de redes sociales a otros alcanzar sus metas. Los veo como si fueran pájaros en el cielo y esto me transmite cierta paz. Hasta que una pregunta aparece en mi cabeza, provocándome una angustia atroz: «¿Y tú cuándo vas a alzar el vuelo?», me escupe mi yo del pasado, ese que juró no conformarse con una vida mediocre. «No sé. Las cosas son más complejas ahora», le contesto, mientras lo veo desaparecer con una expresión de decepción en el rostro.
Porque la verdad es que no sé. No sé cuándo logre desprenderme de esa carga emocional que me oprime y a veces me aplasta. Lo único que sé es que tengo que levantarme de este sofá, caminar por la rampa de puente imaginaria que me lleva hasta mi computador y ponerme a escribir.
*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.
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