Por Catalina Torres Hernández
A mí sí me habían dicho que en Bogotá llovía a cántaros. Es que esto parecía el diluvio universal, pero sin arca de Noé para refugiarse. El cartón de los forros se me estaba empezando a desbaratar entre las manos. Con esto, los discos podrían sufrir daños y ahí sí que no me pagarían el encargo al llegar al puesto del mercado. Y peor aún, ya tenía que regresar al aeropuerto, porque ni para un hotel tenía. Revisé con dificultad entre los bolsillos para contar cuántas monedas me quedaban. Miré a ver si me alcanzaba aunque fuera para resguardarme de la lluvia y tomarme un café negro donde Amalita, que fue a donde Robles me llevó el primer día. De hecho, era ella quien me estaba cuidando la maleta, porque tuve que entregar la habitación esta mañana. Es muy amable esta seño’. De paso, aproveché para preguntarle dónde debía tomar el camión para el aeropuerto, porque no tenía ni pa’ un taxi. Todo se me acabó en negociar los discos que me pidió el señor Rosendo. Son muy curiosos estos colombianos. Amables, pero curiosos. Le llaman tinto al café negro. Yo pensé que la sabrosura que desbordaban se debía a que desayunaban con alcohol en las mañanas. Pero no, «no sea tonto», me dijo Robles, «así le dicen ellos al café negro». El hecho es que mi sueño de venir a Colombia se estaba aguando entre la lluvia, el «tinto» de Amalita y mi decepción por esperar, quizás, otro lugar al que me vine a encontrar estos días.
—¿Cómo le fue, mijo? —me saludó Amalita.
—Bien, seño’, gracias, ya ve, aquí todo mojado —respondí.
—¡Ay, qué pecao’, cómo volvió todo emparamado! Venga le traigo una toalla. ¿No le provoca también un tintico para el frío?
—Bueno, muchas gracias —respondí apenado.
—Siéntese. ¿Entonces sí logró encontrar todo lo que buscaba? —, me decía mientras me pasaba una toalla y luego una taza de café.
—Pues sí, pero la verdad pensé que este señor me iba a dejar ese vinilo más barato.
—Ahh, es que usted está como nuevo en esto de negociar, ¿cierto, mijo? —La señora Amalita lo trataba a uno como si fuera su mamá y le hablaba de usted, algo muy típico de los colombianos.
—Amalita, quería molestarla con algo, ¿de casualidad no sabe dónde pasa el camión…perdón, el bus, para el aeropuerto? Robles me dijo que debía llegar a las cuatro —pregunté.
—Ahh, venga. Mire, camine dos cuadras allá hasta la Décima. Ahí espera la que dice “El Dorado”. Oiga, mijo —, dijo bajando la voz‒. Espere le doy una bolsita para guardar sus disquitos y que no se le frieguen.
Llegué a una calle llena de humo y pavimento brillante como un acetato sin prensar, como los que imprimía cuando trabajé en la Peerless. Una fila eterna de camiones trompudos, como los que salían del Zócalo, frenaban a cada paso y se escurrían personas por las puertas. Las banquetas estaban llenas de vendedores y kioscos, y la gente corría por todos lados y empujaba para pasar. Por un momento me imaginé en San Juan de Letrán esperando transporte. Finalmente, pasó un camión gris con morado que decía «Ciudad Universitaria – Dorado» y pagué con lo último que traía. Me senté al lado de la ventanilla y agarré fuerte los discos. «Tenga cuidado con los ladrones en la buseta», me advirtió Amalita antes de irme. Acto seguido, saqué mi kodak de la mochila. Tomé fotos de un rascacielos en construcción más alto que la Latino. A lo lejos, lo que Robles me había señalado días antes era la Plaza de Toros. Pensé mejor en racionar las fotos porque sólo tenía un rollo que estaba por acabarse, sin saber que estas serían mis únicas vistas de Colombia en mucho tiempo. En la radio se oía la estación «Radio 24» y sonó una canción que justamente traía en uno de estos discos: «Entre rejas» de Lisandro Meza. La reconocí de inmediato porque la había bailado tirando paso con la Pati donde los sonideros que iban los sábados en la noche a la colonia, a donde presumía mi chamarra «Travolta» pasada de moda, que la lluvia acababa de arruinar. Empecé a teclear las notas sobre los discos. Había aprendido a tocar el acordeón en mi adolescencia en la banda municipal. Me encanta la música de Lisandro desde que lo vi tocar en Veracruz con Los Corraleros hacía mucho tiempo. También gusta mucho en la república mexicana. Por eso mismo creo que el señor Rosendo me escogió para esta misión, porque sé bastante de cumbia y tropical, conozco no sólo de música colombiana, sino también de Perú y Venezuela, y sabía que traería los discos correctos. Dejé mi instrumento imaginario y seguí mirando por la ventanilla. Sonó música de mariachi. «Vaya, aquí también se oye de esto», pensé. El chofer cambió la estación y entonces sonó una rola que no conocía, pero me gustó lo que decía: «Y una mañana mientras el café mezclaba, en una servilleta blanca yo te dibujaba, yo te dibujaba…». «Con razón tenemos que aventurarnos a conseguir discos aquí en Sudamérica», pensé. Nos falta conocer mucha música.
En efecto, el aeropuerto se llama «El Dorado», como dice en la torre y en el letrero del camión. Pregunté a un policía por la Terminal Internacional.
—¿Qué aerolínea?
—Mexicana, hacia el D.F. ‒respondí.
‒Por allá.
Entré buscando a Robles con la mirada y no lo vi. Un reloj a lo lejos marcaba pasadas las tres de la tarde. Hmm, muy temprano.
‒«¡Zayitas!» ‒Oí a Robles gritar a lo lejos. Me llamo Omar, pero él me dice Zayitas porque dice que me parezco al actor ese de las ficheras ‒. Qué onda, ¿cómo te fue?
‒Pues al final logré comprar quince, varios de los que me encargó don Rosendo: cuatro de los Cañonazos, los Discos del Año, Pastor, la Dinamita, Piper Pimienta, Fruko… ¡Y éste…fue el que más me costó! ‒le contaba emocionado ‒Pero valió cada centavo: Alfre…
‒Sí, sí, está bien ‒me interrumpió‒. Ahí está tu boleto, ¿listo el pasaporte, wey? Oye, ¿dejaste algo para los aduaneros? ‒me preguntó.
‒¿Cómo? ¿Aduaneros? ‒Lo quedé mirando con ojos de plato.
‒Sí, cabrón, ¿no ves que desde que el negro Durazo está ahí arriba, estos tipos están más perros y cobran por todo? Es difícil pasar algo sin que te lo confisquen, pinches rateros —expresó molesto y yo me subí angustiado al vuelo. Aunque me tomé varios tequilas mientras iba leyendo una Condorito en el camino, no se me quitó la preocupación.
Al aterrizar en el D.F., me sentí nervioso, lo cual lo hace ver a uno más sospechoso a la hora de pasar por migración. La fayuca aumentó mucho en esos tiempos, desde los tenis Nike que usaban Starsky y Hutch, pasando por las teles a color, hasta los modernos estéreos pequeños, esos que traen desde Japón. Por eso pensé que mis discos pasarían desapercibidos al ser menos valiosos. En la fila de migración, sentí como Robles le hablaba bajo y con confianza al agente a cargo; luego me volteó a mirar de reojo de una forma rara. Después le pasó algo debajo de sus documentos, seguro que una lana. Recogimos las maletas y Robles se dirigió a mí un poco mala onda.
‒¡Wey, dame los discos!
‒No, wey, cómo crees, yo los conseguí y son mi paga ‒le respondí echando atrás mi maleta.
‒Hmmm, su puta madre. ‒Me miró desafiante.
Antes de salir, se aproximaron a mí unos oficiales de aduana y me dijeron que iban a revisar mi equipaje. Abrieron el belíz y de nada valió esconder bien los acetatos.
‒¿Por qué lleva tantos discos? ¿Son para vender?
‒Ehhh, pues…no, soy coleccionista ‒balbuceé. Mientras tanto, me di cuenta de que Robles salió corriendo y se subió a un vocho.
‒¡Espérate, wey! ‒grité.
‒¿Venía con usted? ‒preguntó el oficial.
‒Sí, señor.
‒Campos, tráetelo —gritó uno de ellos.
‒A ver, joven, nos va a contar a quién se los va a llevar.
‒Ya le dije que son para mí.
‒Sííí, claro. Acompáñenos, por favor. ‒Mi cara de nerviosismo era evidente a kilómetros. Mientras caminaba con ellos, iba maldiciendo al pinche rajón del Robles. Me sentaron en una oficina algo oscura con papel tapiz color beige y piso de vinil.
‒A ver tu pasaporte. Omar Suárez. Ok. A ver, cabrón, vamos sin rodeos: ¿cuánto traes? ‒me hablaba un oficial que parecía el jefe de los otros.
‒No, oficial, la neta es que ando sin un clavo —le respondí, tratando de parecer tranquilo.
‒Hmmm, enséñanos qué traes ahí. ‒Medio resignado, saqué del belíz la bolsa azul de Sears donde Amalita me guardó los discos.
‒Ahhh, te gustan las cumbias, regálame uno de estos, ¿no? —me dijo el oficial sonriendo maliciosamente.
‒Pues sí, mi comandante, si quiere. ‒Me reí con alivio‒ ¿Cuál le gusta más? ‒le dije, aunque esto significara menos paga de parte de don Rosendo. Yo supongo que muchos de esos oficiales también asisten a los sonideros y oyen esta música con frecuencia. También son barrio, como aquí su servidor.
‒No sé, recomiéndame uno, wey.
‒Mire, este de Fruko, es de lo que más se está oyendo en Colombia.
‒¡Ándale! ‒Agarró ese y de paso me chingó también uno de los «Discos del Año» sin decir nada.
‒Oye, oye, me dijiste que uno…
‒Siéntate, cabrón. ‒Me empujó‒. Así y te dejamos limpio o te vas al bote por fayuquero, cómo la ves —gritó.
Me quedé helado y pregunté si ya me podía ir. Primero me hicieron llenar una forma que escribí sin dejar de temblar.
‒Ya vete de aquí, cumbierito. ¡Y cuidado una palabra! —me amenazó el oficial. Tenía razón el culero de Robles: desde que llegó Durazo, hay mucha chingadera y corrupción.
Llegué finalmente a Tepito, al puesto de don Rosendo. Este era un viejo colmilludo de barrio. Además del puesto de discos, era el bueno de varios puestos de mercancías. Cuando Robles me recomendó la chamba con él, no me lo dijo en esas palabras, pero me dio a entender que era un mafioso de los más picudos. Me saludó muy efusivo.
‒Jajaja, ¿qué pasó, mi «Simpatías», cómo te fue en Colombia? ‒Me decía «Simpatías» como el personaje de «La Carabina» porque también me apellido Suárez‒ .Mire, a este muchacho lo mandé a que me trajera varios títulos de los que más me piden aquí ‒le contaba a un señor que parecía un cliente.
‒Pues más o menos, don Rosendo ‒le respondí modestamente ‒. Le conseguí estos, aunque la verdad, los polis me quitaron dos en el aeropuerto —le conté mientras se los daba.
‒Ahh, jeje, no te preocupes, siempre hay que sobornar a esos hijos de la chingada para que lo dejen a uno en paz. A ver…¡Pero sólo me trajiste trece! ‒decía contando los discos‒. ¡Qué pedo, wey! Yo esperaba mínimo veinte. Además los forros están todos gastados. ¿Sí los compraste donde te dije? ‒me reclamó mientras los volteaba y miraba con cuidado‒. Mira, chamaco, mi negocio tiene fama entre los sonideros de aquí y de Monterrey, y eso se debe a la calidad que les ofrezco. Tengo el mejor repertorio del lugar, siempre en buenas condiciones y al día con lo que está de moda —decía con orgullo‒. Y yo te mandé porque tienes buen oído y sabes de esto, no como el inepto de Robles, que tiene oído de artillero. Pero no los mandé tan lejos para que me trajeran menos de veinte discos… ¡y con estuches rotos! ‒me sermoneaba. Me preocupaba mi dinero, pero no sabía cómo mencionarlo.
‒¡Chale! Pues de veras lo siento, don Rosendo. Le prometo que a la próxima no vuelve a pasar. Bueno…ehh, ¿y entonces cómo quedamos? —le pregunté rascándome la cabeza.
‒Ahh, está bien, jejeje, eres novato, Simpatías. Ahí luego te vas curtiendo. ¿Qué te parece 200 varos por cada uno?
Salí contento del puesto, con mi lana en el bolsillo, sintiéndome el más chingón. Al fin tenía para pagar un mes más del cuartito que rentaba en el centro. Fui corriendo hasta la Kodak de Tepito para mandar a revelar mis fotos de Bogotá. Antes de irme, don Rosendo me pidió volver la semana siguiente para otro encargo. Ya sobre mi cama, soñaba con finalmente conocer la «playa, brisa y mar» que prometía Colombia en sus cumbias. Aparte de tocar música, era mi sueño conocer el país cafetero. Crecí oyendo en la radio la música de Lucho Bermúdez y Pacho Galán. Desde ese entonces soñaba con ese país alegre y tropical. Con la banda del pueblo toqué «La Pollera Colorá» y «La Yerbita», quizás mucho antes de que Linda Vera y Mike Laure los popularizaran en el país. Llegué al D.F., como muchos, buscando fama y fortuna con mi talento musical. Y aunque el destino siempre me jalaba hacia el camino de la música, la suerte nunca estuvo de mi lado. Como mencioné antes, trabajé en Discos Peerless prensando vinilos, gracias a un contacto que me consiguió esa chambita. Allí conocí la discografía de Discos Fuentes. Adicionalmente, me salía uno que otro hueso aquí y allá en los bares y centros nocturnos de renombre. Sin embargo, las puertas de la XEW y de Telesistema Mexicano, que después se convirtió en Televisa, siempre estuvieron cerradas para este muchacho provinciano, sin amigos en el Sindicato ni en la cumbre de la farándula mexicana. Luego me conecté con el círculo cumbiero de Monterrey, donde ya se estaban formando grupos de ritmos colombianos y llegué a tocar con el Super Grupo Colombia y los Sonor’s. Con esta gente me hice asiduo de ir al mercado de Tepito a conseguirles volúmenes de lo nuevo en música bailable que llegaba de Sudamérica. En esos ires y venires, conocí a César Robles, quien era el conecte de esos puestos. Esa vez me invitó a almorzar tortas a La Lagunilla y allí me contó de sus viajes a Colombia. También me prometió presentarme al mero mero petatero del negocio, don Rosendo Morales, para trabajar con ellos.
Una semana después de volver, pasé a recoger mis fotos y de paso me comí unas quecas y un chesco, antes de llegar al puesto de Don Rosendo. Cuando me iba acercando, noté un movimiento raro y gente agolpada. Parecía una redada. No me importó. Valía más buscar mi siguiente travesía, que sería mucho mejor que la anterior. ¡Mierda, eran judiciales! Estos eran peores que los aduaneros.
‒¡¿A dónde vas?! ‒me dijo uno de ellos.
‒Con mi jefe, allí. ‒Oí a don Rosendo gritándome «¡chamaco!» y lo alcancé a ver haciéndome señas de que me fuera. Apenas estaba entendiendo la situación, cuando me apañaron los polis y me tiraron al suelo.
‒¡Órale, jefe, qué pasóóó!
‒¡¿Qué relación tienes con Rosendo Morales?!
‒Es mi patrón, le hago encargos…, ¡ayayay, suave, wey!
‒¡Pues tú también vienes con nosotros, están todos detenidos por cargos de tráfico ilegal!
Nos subieron a la patrulla a mí, a don Rosendo, a varios de sus chalanes, a una gente de otro puesto de electrodomésticos y a las chavas de uno de ropa. Lo curioso de todo, pensé, fue no ver a Robles por ninguna parte, ni siquiera desde que volvimos.
En la delegación vi como aparecimos en el noticiero de Jacobo Zabludovsky y luego unas declaraciones de Durazo felicitando a la policía por el «exitoso operativo contra el crimen». Me dio tanto coraje todo. Ahora mi viaje se quedó en veremos y yo quedé en medio de un enredo criminal por la pura necesidad de trabajar. Días después, me mandaron para el Reclusorio Norte, en donde pasé cinco años, más por falta de defensa que de cargos. Aunque el Ministerio Público me había asignado un defensor de oficio, el licenciado vivía demasiado atareado para enfocarse en mi caso. Una tía y una prima vinieron desde el pueblo a dejarme algunas cositas, incluído un radio Sony de pilas, que fue mi mayor tesoro durante esos años y que cuidé hasta con la vida. Pues no importaba dónde estuviera, en el patio, en mi litera, buscaba la estación de tropical y escuchaba recordatorios de mi desgracia, enviados con alegría desde Colombia: «En el mundo en que yo vivo, siempre hay cuatro esquinas, pero entre esquina y esquina, siempre habrá lo mismo…». «Me has olvidado, me has engañado, hoy que me encuentro aquí entre rejas…». «Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos, dame si puedes la libertad y recursos, para salir de esta celda donde me encuentro amargado…».
Pasaba días y noches sentado contemplando mis fotitos de Bogotá: veía combis y vochos, pero no eran del transporte público. Había taxis grandes y antiguos. Coches y camiones que van de mil colores, como las caleñas a las que canta Piper Pimienta, naranjas, amarillos, azules, verdes. «Muy acorde con esa alegría innata que caracteriza a los colombianos», pensaba. Miraba los rascacielos bogotanos y edificios históricos del centro. Una fuente de agua sucia con la figura de una mujer en el medio. Un hombre vendiendo floreros camino al aeropuerto. Un retrato mío con Amalita en su café. Tantas cosas que no aprecié en ese momento se fueron convirtiendo en añoranzas que deseaba ver de nuevo.
Reflexionando en el aislamiento de la celda, me preguntaba cómo fue que llegué a este punto tan bajo en mi vida. Desde siempre he sido un solitario. Siendo muy niño vivímos en Tamaulipas. Dicen que mi papá se perdió en una de sus andadas por la frontera y no volvió a aparecer. Parece que se quedó del otro lado. Mi mamá murió en un accidente en la maquila donde trabajaba, cuando aún vivíamos allá y unos vecinos avisaron a la familia de ella para que fueran por mí. Pero aún era muy chico para recordar o entender todo eso con claridad. Eventualmente, mis primos se convirtieron como en mis hermanos, aunque siempre se me ha dificultado relacionarme con los demás. Y para triunfar en el mundo de la música, hay que tener mucha personalidad. Tal vez por eso me sentía más cómodo en eventos modestos…y en el bajo mundo.
Pasados unos años, el defensor logró finalmente sacarme del bote y decidí regresar al mercado a buscar respuesta a tantas preguntas que me quedaron en la mente. Unos meses antes de salir, ocurrió un terremoto fuertísimo en la ciudad que incluso fue noticia mundial. Aunque en el reclusorio no se sintió tan terrible, derrumbó casi en su totalidad la zona que era familiar para mí en la capital. Eso sumado a que, pocos años antes, el valor del peso se había caído, empobreciendo aún más a los comerciantes. Y a pesar de que López Portillo lloraba por la tele diciendo que había defendido al peso como un perro, eso terminó por arruinar la ya de por sí frágil economía del mercado donde me movía y conseguir chamba se volvió prácticamente imposible. El barrio se convirtió en un mundo diferente. El puesto de discos tampoco estaba. Varios vecinos de puestos contiguos, que eran amigos míos de antes, me contaron que los judiciales le habían seguido la pista a don Rosendo por mucho tiempo, no por contrabando, sino porque estaba vinculado a las mafias de algo que en esa época se escuchaba tantito en secreto y que luego se volvería un fenómeno nacional: el narco. «Con razón tenía sus conectes de negocios en Colombia», pensé. La compraventa de discos era sólo una fachada para mover el dinero. Sin embargo, don Rosendo tenía suficiente feria para pagar la fianza y pelarse, mientras que a mí me dejaron guardado a mi suerte. Se especulaba que andaba donde los gringos, en las Bahamas o con las mafias de la frontera, cada cual tenía su versión. Ah, y que Robles fue quien sirvió de soplón a los policías para lograr capturarlo, y de paso llevarme a mí entre las patas con ellos.
Caminando por entre el mercado, las cosas habían cambiado bastante; ya no se vendían acetatos en locales, sino cassettes y CDs piratas en las banquetas. Los gustos musicales también eran muy distintos: se escuchaba Madonna, Michael Jackson; grupos juveniles como Timbiriche, Flans y Pandora; el llamado «rock en tu idioma», y géneros norteños. Y en general, se respiraba un ambiente de pobreza por todos lados, primero por la devaluación y luego por el terremoto. Así que, sin nada más que hacer en la capital, decidí regresar junto a la familia de mis tíos. Con el tiempo, mis primos y yo montamos un bar en el puerto de Veracruz, de donde voy ahorrando poco a poco mis pesitos para poder subirme muy pronto a uno de esos barcos que aquí llegan y me lleven hasta «Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, las tres perlas que brotaron en la arena» o poder disfrutar de nuevo un «tintico» en el café de Amalita en Bogotá. Mientras tanto, gracias a la sinfonola que instalamos, me hice un famoso bailador en el puerto y cada fin de semana galaneo con las chavas y señoras, sacándolas a bailar al ritmo del «Cuartetazo», la «Colegiala», «Amaneciendo», «La Sirena» y demás canciones pasadas de moda.
*Fotografía del inicio: Diego Cera. Tomada del portal local.mx
Diccionario de Mexicanismos
Camión: Bus de pasajeros, urbano o intermunicipal.
Peerless: Antiguo sello disquero mexicano.
Zócalo: Plaza principal de una ciudad o pueblo. Aquí se habla de la plaza del centro histórico de la Ciudad de México, donde está ubicado el Palacio Presidencial, entre otros.
Banqueta: Andén. En el Cono Sur: vereda.
San Juan de Letrán: Antiguo nombre de una vía del centro de la Ciudad de México, que ahora hace parte del Eje Central.
La Latino: Torre Latinoamericana, edificio emblemático en el centro histórico de la Ciudad de México.
Sonideros: Grupo de personas que se especializaba en armar fiestas al aire libre o en grandes carpas en los barrios populares en México, en especial en la Ciudad de México o Monterrey, con disk jockeys que tocaban discos de música tropical, principalmente traídos desde Colombia, Perú, Venezuela o República Dominicana.
Chamarra: Chaqueta o abrigo.
Rola: Canción.
«Zayitas»: Referente al actor Alfonso Zayas, famoso por las películas de Ficheras, género cinematográfico mexicano entre los años 70 y 90, basados en comedias de corte ligero, con vocabulario de doble sentido y contenidos sexualmente explícitos, donde participaron muchas vedettes como actrices principales, junto con actores masculinos de trayectoria en el cine, como Zayas.
Wey: amigo, compadre, hermano. Equivalente en España: tío. Perú y Chile: weón. Colombia: marica, parce.
El «negro» Durazo: Arturo Durazo Moreno, jefe del Departamento de Policía de la Ciudad de México durante el sexenio del presidente José López Portillo entre 1976 y 1982.
Perros: Duros o difíciles
Pinche: Desgraciado.
Fayuca: Contrabando.
Fayuquero: Contrabandista.
Lana: Dinero.
Beliz: Maleta de viaje.
Vocho: Automóviles «Escarabajo» de Volkswagen, usados en México como taxis.
Rajón: Traidor.
Neta: Verdad.
Barrio: Gente o sector perteneciente a las clases populares.
Cabrón: Palabra para referirse a una persona, a veces en tono peyorativo.
Chingar: Joder, quitar, robar. En México tiene muchísimos más usos en la cotidianidad.
Bote: Cárcel.
Culero: Desgraciado, malvado, mala persona.
Chingadera: Cosa mala o buena, dependiendo del contexto.
Tepito: Barrio o sector donde se encuentra un gran mercado popular de artículos de contrabando y otras mercancías en el centro de la Ciudad de México.
Colmilludo: Persona con valores éticos torcidos o cuestionables.
El Bueno: El jefe, el duro, el mandamás
Chamba: Trabajo.
Picudo: Importante y/o peligroso a la vez.
«La Carabina»: La Carabina de Ambrosio, programa mexicano de humor de los años 70 y 80. Uno de sus personajes era «El Simpatías», interpretado por Alejandro Suárez.
Chale: Expresión para sorpresa o desilusión. Equivalente a «¡vaya!».
Varos: Pesos (de moneda, divisa).
Chingón: El mejor, muy afortunado.
Linda Vera y Mike Laure: Cantantes mexicanos de música tropical de los años 60, pioneros interpretando canciones bailables colombianas en México.
D.F.: Distrito Federal, antigua denominación de la Ciudad de México, hoy en día CDMX.
Hueso: Trabajo como músico en eventos y lugares de espectáculos.
XEW: Tradicional emisora radial mexicana, que luego dio origen a Televisa.
El Sindicato: Sindicato Único de Trabajadores de la Música de México (SUTUM)
Tortas: Sándwiches grandes.
La Lagunilla: Mercado popular en el centro de la Ciudad de México, contiguo al barrio Tepito.
Mero mero petatero: El mandamás.
Quecas: Quesadillas. Tortilla plana de maíz doblada a la mitad y rellena con diferentes ingredientes, como queso, carnes, hongos o vegetales.
Chesco: Refresco, gaseosa, soda.
Judiciales: Oficiales que pertenecen a la Policía Judicial Federal, encargados de investigar crímenes, delitos y contravenciones en toda la República Mexicana.
Chamaco: Chico, niño.
Apañar: Agarrar, capturar.
¡Órale!: Expresión de sorpresa.
Chalanes: Ayudantes.
Delegación: Estación de policía.
Jacobo Zabludovsky: Famoso presentador de noticias de la televisión mexicana entre los años 60 a 90.
Coraje: Rabia.
Reclusorio: Centro penitenciario.
Ministerio Público: Fiscalía, organismo público autónomo cuya función es investigar hechos constitutivos de un delito.
Licenciado: Profesional de oficio, en este caso abogado.
Combi: Camioneta o van de Volkswagen, que hicieron famosa los hippies, pero también se usa en México para el transporte público.
Maquila: Fábricas de manufacturas en masa ubicadas en la frontera entre México y Estados Unidos.
Feria: Dinero.
Pelarse: Escaparse.
Soplón: Delator, campanero. En Colombia: Sapo.
Sinfonola: Rockola, máquina de monedas para poner música.
Galanear: Conquistar mujeres.
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