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IMPOSTOR 2.0

Por Cristian Betancur Beltrán

Era una tarde soleada en el mirador de Chipre, en Manizales. Allí, sentado en una de las bancas, se encontraba Manuel con la mirada fija hacia el horizonte. Los que pasaban cerca de él lo observaban, unos inquietos notando su inexpresividad; otros lo reparaban de reojo, creyendo conocerlo, y los demás se reían en voz baja. Eso era lo que menos le importaba. Intentaba comprender lo que le había sucedido ese mismo día. Cómo era posible que siguiera trabajando a pesar del error tan grande que había cometido: la información confidencial de varias personas había desaparecido luego de realizar un cambio sobre el sistema principal de un cliente.

Como parte de su trabajo en consultoría de sistemas, debía prestar apoyo y asesoría a los proyectos tecnológicos de muchas organizaciones. A Manuel no le iba mal con lo que hacía; o ese era el parecer de sus jefes, quienes valoraban demasiado su trabajo y la relación con los clientes. Aunque se le veía tranquilo con cada tarea que desempeñaba, por dentro siempre estaba hecho un mar de nervios y de reproches. «Eso no se ve tan fácil», «donde no lo haga bien, se darán cuenta de lo malo que soy», «ojalá que alguno lo haga mejor que yo», «espero que mi jefe no se entere del fraude que soy», eran los pensamientos que atacaban a Manuel constantemente.

Parecía que ese momento había llegado. Al arribar a la oficina, comenzó a recibir llamadas insistentes de un número desconocido, seguramente de uno de los clientes; a la vez que escuchaba en la sala de juntas que sus jefes estaban discutiendo. En los zapatos de otra persona, sería el momento más incómodo y estresante del día; para Manuel, era una situación diferente: a pesar de que los demás veían preocupación o ansiedad en su rostro, por dentro él se sentía liberado y genuino. 

—Manu, ¿puedes venir un momento?  

Esa voz lo dejó helado. Dulce, cálida, capaz de hacerle olvidar cualquier cosa que estuviese haciendo. Tragó saliva, se dio la vuelta, y allí estaba ella. Sofía, la gerente, con un cabello castaño que le llegaba hasta los hombros, de ojos verdes y expresión serena. Poseía un carisma enorme y un explosivo positivismo, tanto, que en los momentos más difíciles siempre tenía algo para decir y levantar el ánimo de todos.

Manuel solo la veía en las reuniones generales, o en las pocas veces que lo llamaba a su oficina para preguntarle algo o revisar algún asunto. Sus conversaciones duraban unos cuantos minutos; pero cuando miraba sus ojos, él se sentía tranquilo y se olvidaba por un momento de sus propias inseguridades. 

Desde que la conocía lo llamaba cariñosamente Manu. Solo que esta vez el tono de su voz sonaba serio; y esa sensación de libertad de antes se convertía nuevamente en angustia y preocupación. 

—¿Contestaste las llamadas de hace un momento? —Sofía miraba el computador, parecía leer algo importante. 

—La verdad no, estaba ocupado con otros pendientes —Para no sentirse «expuesto», Manuel respondía siempre a la defensiva o buscaba tecnicismos con los cuales justificar lo que iba haciendo.

— ¿En serio? ¿Realmente no sabes lo que ha pasado? —Por primera vez en tanto tiempo, no sentía en su voz el carisma que la caracterizaba. En ese momento, a él no le importaba sentirse descubierto. Lo que ahora le aterraba, era la posibilidad de haberla decepcionado.

Sofía le entregó una hoja, por lo que observaba Manuel, era la copia de un documento o de un correo. «¿Por qué me siento mal?, sabía que esto pasaría en algún momento», pensaba. No podía entender esas emociones, debería estar contento de decirle a todos, en especial a Sofía, que él no era ese hombre que ellos pensaban.

El documento explicaba que la base de datos confidenciales para los negocios de un cliente había desaparecido y habían identificado cuál era la causa. Manuel observaba la hoja lentamente esperando encontrar la respuesta a las discusiones de antes en la sala de juntas. Mientras tanto, meditaba en cuáles serían sus palabras de despedida, cómo explicaría todos esos años de falsedad y pediría perdón por ellos. Pero sobre todo, quería quitarse esa sensación de humillación que le recorría el cuerpo y no podía comprender: si esto iba a suceder, debía estar tranquilo, ¿por qué no era eso lo que sentía? No era capaz de imaginar lo que Sofía debería estar pensando de él en ese momento. ¿Podía ser eso lo que lo atormentaba realmente?

No daba crédito a lo que leía. Varias veces repitió la última parte: habían encontrado un error que le permitió a un usuario acceder, sin restricciones, al sistema principal y extraer la información confidencial de varias personas almacenada allí. Sin embargo, en la última actualización, Manuel había incorporado una mejora que registraba qué personas accedían a la base de datos sin autorización.

—Manu, realmente estamos impresionados con lo que ha sucedido. Este error puede verse grave; pero resulta que gracias a tus mejoras, saben quién es la persona que se ha robado esos datos, y parece que lo ha hecho durante mucho tiempo sin ser descubierto, hasta ahora.

—¿No me van a echar? —solo se le ocurrió preguntar eso.

—¿Estás loco? Pensamos que debes recibir algún incentivo, o un ascenso. Discutimos mucho tiempo tratando de encontrar alguna forma de resaltar tu trabajo. Especialmente yo.

Sofía sonrió y, sin darle tiempo a Manuel de reaccionar, apretó uno de sus hombros mientras lo miraba fijamente.

—Estamos orgullosos de ti. Estoy orgullosa de ti.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podían premiarlo por algo tan delicado como eso? ¿Era alguna especie de trampa? ¿Querían demostrar, cruelmente, que todo lo que hacía era una farsa? Lo peor era escuchar a Sofía diciéndole estas cosas y mirándolo con esa sonrisa. Imaginaba el plan de sus jefes, la veía a ella aceptando seguirles el juego para ver su caída, para señalarlo y exponer lo que él era realmente. Se sentía traicionado por ella.

Lo único que hizo en ese momento fue seguir ese impulso de darse la vuelta sin mirar a Sofía, salir del edificio, tomar el primer bus que lo condujera lejos de ese lugar y lo llevara a otro donde pudiera poner en orden sus pensamientos.

El mirador de Chipre le pareció a Manuel el sitio ideal para eso. Sentado en aquella banca en esa tarde soleada y con su mirada inexpresiva, intentaba explicarse a sí mismo qué era lo que acababa de pasar, cuál era esa razón para pasar por alto una situación delicada como la había leído en el documento. Sentía que era el motivo de burla de todos. Sabía que era grave lo que había sucedido y que no debía seguir trabajando en la empresa. Seguro sus jefes querían tenerlo cerca para darle la estocada final. Habían descubierto que era un fraude, e iban a empeñarse en que todos lo supieran.

Pero volvió a acordarse de Sofía.

¿Por qué estaba tan confundido y, a la vez, enojado con ella? ¿Acaso no esperaba que supiera lo malo que era en lo que hacía? ¿Realmente estaría orgullosa de él o solo lo diría como parte de su plan para desprestigiarlo? ¿Debería intentar saber si realmente era así? Era mejor para Manuel que le dijeran de frente que no servía para nada y así no jugaran con sus emociones.

Para muchas personas, sentirse el centro de atención de otros se convertiría en una droga tan adictiva que las llevaría hasta matar; para otros, como Manuel, era una lucha constante con su subconsciente que le hacía la misma pregunta todos los días: «¿Realmente mereces recibir toda esa atención?»

Pero no iba a quedarse sentado todo el día esperando a que la respuesta llegara del cielo. Por primera vez en su vida sentía que tenía que ser por su propia boca que todos supieran quién era él en realidad, y que tenían un concepto suyo que no era el correcto. No permitiría que fueran otros quienes lo expusieran: Manuel mismo iría e intentaría hacerlo mucho mejor que cualquiera de ellos, incluyendo a Sofía.

Se levantó de la banca y abordó el primer taxi que apareció, dispuesto a llegar lo más rápido posible a la empresa, que se encontraba al otro extremo de la ciudad. Una sensación de seguridad y suficiencia comenzaba a fluir a borbotones por cada poro de su piel, con una gran sonrisa que se dibujaba en su rostro y que era incapaz de disimular por la adrenalina que sentía.

Estaba gritándoles a todos que nunca hizo todas aquellas cosas por las que lo felicitaban, mientras señalaba a varios de sus compañeros pidiéndoles perdón por apoderarse de sus logros y hacerlos pasar como suyos. Miraba de frente y sin miedo a cada uno de sus jefes diciéndoles que se equivocaron con él y que no siguieran perdiendo su tiempo; por último, se acercaba lentamente a Sofía sin decir una sola palabra, perdiéndose dentro de aquellos ojos verdes. 

—¡Oiga! Hemos llegado. ¿Se va a bajar o qué? —El taxista sacudía su brazo abruptamente, terminando con aquella maravillosa fantasía y regresándolo a la realidad. 

—Perdone, ¿le debo cuánto? —preguntaba Manuel mientras buscaba en su billetera.

—Son 15 mil. Rápido que tengo prisa —El taxímetro en realidad marcaba 8 mil. Manuel no tenía interés de discutir con el conductor, así que se apresuró a salir del auto, después de pagarle, justo al frente de la entrada principal. 

No obstante, notó que el ambiente dentro del edificio había cambiado. En el pasillo había siempre algunas personas de otras oficinas y sus compañeros de trabajo solían caminar por dicho lugar para distraerse un rato. Esta vez, lo único que encontró Manuel fue silencio y soledad; ni siquiera estaba en su puesto el encargado del ingreso a los pisos superiores. 

Regresó afuera creyendo que el taxista, además de robarle, lo había llevado a un lugar completamente distinto, pero no era así: la dirección era correcta, ese era el lugar de su trabajo. 

«¿Cuánto tiempo estuve sentado en esa maldita banca?», pensaba Manuel. 

Miró su reloj y se percató de que, desde su salida, abrumado por la noticia de su ascenso, hasta ese momento, habían pasado tres horas. A pesar de estar sorprendido de haber estado bastante tiempo por fuera, no era la hora de salida, así que seguía sin encontrar alguna explicación de lo que había sucedido con todos en el edificio. 

Su renovada seguridad y suficiencia se convirtieron de nuevo en angustia y pesimismo. Para él, esto era una parte de aquel detallado y maquiavélico plan que tenían para exponerlo:

Sofía había pensado que estaba en el baño o en otro piso; sin embargo, al comprobar que no estaba, convenció a sus jefes de que esa era una excelente oportunidad para ellos. Usando alguna excusa, iban a solicitar evacuar las oficinas, no sin antes dejar preparado lo que tenían para vigilarlo cuando volviera. Escogerían el momento para llamarlo a su celular varias veces en un acto de desinteresada cortesía preguntándole qué le sucedía, previendo que se atemorizaría y correría de regreso…a no ser…«¡No es posible! No pude…no creo… » Manuel buscaba frenéticamente su celular, pasándose las manos por su chaqueta y pantalones. Creía que se lo había llevado consigo al salir, por lo que quizás lo había dejado sobre la banca en su prisa por regresar, o el taxista se lo había quitado. No tenía manera de comprobar qué había sucedido con el teléfono, aunque parecía un punto a su favor, porque ellos no esperarían un fallo como este en su plan.

La única forma de averiguar lo que estaba pasando era llegar hasta las oficinas de su empresa. Si en verdad querían tenderle una trampa para exponerlo como el farsante que era, debía verlo por sí mismo, y ese era el mejor momento para poder hacerlo.

Efectivamente, en el piso donde se encontraba la oficina de Manuel no había más personas. En los cubículos habían quedado documentos y carpetas por revisar, algunos computadores encendidos, y una que otra hoja de papel en el suelo. Registraba cada uno en silencio, observándolos con curiosidad y esperando ver algo sospechoso en ellos. Abrió la sala de juntas, donde sus jefes habían discutido sobre su ascenso, pero allí tampoco encontró a nadie. La recorrió sutilmente, buscando cámaras o micrófonos que estuviesen escondidos, sin ningún resultado. 

Solo quedaba un lugar por revisar: la gerencia, el puesto de trabajo de Sofía. Manuel no iba a desaprovechar la oportunidad que tenía para inspeccionarla. Estaba completamente seguro de que allí estaban las pruebas que corroboraban sus sospechas; estaba dispuesto a sacar a la luz aquello que se proponían hacer en su contra.

Al entrar allí, se olvidó por completo de cualquier prevención. Parecía empecinado en encontrar algo, así fuese lo más insignificante. Estaba obsesionado, Manuel tenía que ser quien descubriese a Sofía y a sus otros jefes, y no al contrario. 

Comenzó a revisar desesperadamente las carpetas y los documentos que estaban sobre el escritorio y en los cajones. Luego, desocupó un armario en el que Sofía guardaba las copias de los contratos de varios proyectos de la organización, dejando sobre el suelo todos los archivos. Intentó acceder a la computadora y bloqueó el ingreso al no conocer la contraseña y, por la frustración, dejó caer algunos objetos personales que ella había colocado al lado del teclado. Era tanta la impotencia de Manuel que no le importó voltear una silla, vaciar algunos materos y abrir la ventana del despacho, una y otra vez, seguro de que encontraría al menos un indicio que confirmara sus sospechas.

No obstante, tras haber pasado varios minutos inspeccionando hasta el rincón más impensado, se detuvo. Exhausto, colocó el asiento nuevamente en su lugar y se sentó, preguntándose qué era lo que estaba haciendo. Manuel recorrió con la mirada toda la oficina y, al fijarse en el desorden que había causado, se sintió ridículo. En ese momento comprendió lo que le sucedía: había permitido que sus inseguridades y la falta de confianza en sí mismo lo volvieran una persona paranoica que despreciaba sus propios logros, hasta el punto de pensar que debía comportarse como otra persona, por el miedo al qué dirán. No era un farsante, y si era así, tampoco había ningún complot en su contra para hacerlo ver como tal.

Unas cuantas lágrimas corrieron por sus mejillas. Era como si le quitaran una carga enorme de su espalda, la cual había llevado por años. Siendo consciente de sus capacidades y de sus miedos, se abrían ante él un sinnúmero de posibilidades y de tantas otras cosas por hacer. Por fin entendía que aquel error en su trabajo le podía haber sucedido a cualquiera y que eso no era motivo para un enredado plan conspiranoico. Sofía estaba realmente orgullosa de él.

Si eso era lo que sentía Sofía, ¿qué sentía él por ella? Por primera vez Manuel era capaz de hacerse esa pregunta. Estaba siempre a la defensiva cuando le hablaba, mostrándole a ella una máscara; mas en su interior se sentía desnudo cada vez que la escuchaba o cuando miraba sus ojos verdes. Manuel ahora sabía quién era realmente, por lo que, al colocar sus emociones en orden, encontró con facilidad la respuesta: la amaba, y quizás sus inseguridades y su paranoia lo estaban alejando completamente de ella. Lo más probable es que estuviese extrañada de su actitud cuando le dio la espalda, o lo más grave, que pensara que era una persona maleducada.

Sin perder más el tiempo, Manuel salió de la oficina de Sofía y fue a buscar en su escritorio si en alguna agenda o trozo de papel había anotado su número. No podía desperdiciar aquel momento de claridad para decirle a ella todo lo que sentía; aunque, la verdad, él no sabía exactamente cómo hacerlo. Su amor había estado tan oculto que le era difícil encontrar una manera de poder expresarlo. 

Al acercarse a su cubículo, se percató de que debajo de una hoja de papel, oculto con otros documentos, se encontraba su celular. Manuel estaba extrañado, y a la vez aliviado, pues pensaba que su teléfono lo había extraviado por fuera de la oficina; no recordó que él lo había dejado en silencio cuando recibió las llamadas del cliente que tenía el problema de las cuentas bancarias. Al levantar aquella hoja de papel y leerla, se dio cuenta de que era el documento que Sofía le había entregado cuando hablaron en su oficina; seguro se lo había dejado allí, creyendo que se había ausentado sólo por unos minutos.

—Manu, ¿eres tú?

Manuel se puso pálido al escuchar aquella voz tan familiar. Había estado tan desesperado en registrar la oficina de la gerencia, confiado porque no había personas en el edificio, que ni siquiera se fijó en la hora que era o si alguien regresaría. ¿Cómo explicaría el desorden en la oficina de Sofía? ¿Con qué cara podría decirle que él la amaba, pero que antes pensaba que ella y sus jefes tenían planeado hacerlo ver como un fraude?

—Oye, ¿te encuentras bien? Estás muy pálido. —Manuel no había notado que Sofía estaba muy cerca observándolo. Él estaba sudando y eran evidentes sus nervios.

—Es que…verás…yo…claro, mi celular. Lo había olvidado, y regresé a buscarlo, necesitaba hacer una llamada —Le mostró su celular haciendo una mueca nerviosa—.  Estoy extrañado de que el edificio esté tan solitario.

—Tantos años trabajando juntos y no me acostumbro a que no eres bueno recibiendo noticias —Sofía reía mientras acariciaba su brazo— ¿No te acuerdas? Hoy en la tarde venían a hacer una inspección por plagas. Te lo dije la semana pasada.

Manuel tampoco recordaba eso.

—Sí, tienes razón —le respondió —. ¿Qué haces aquí?

—También dejé algo en mi oficina. Espérame un momento — Manuel quedó horrorizado cuando la vio acercarse al despacho y abrir la puerta. 

—¡Manuel, ¿Qué ha pasado aquí?! ¡Esto es un desastre! — gritó Sofía.

—Una rata…sí, eso, una rata. Por eso fui a buscar mi teléfono. —Manuel le respondió a la defensiva, nuevamente.

—No me digas que intentaste matarla tú mismo. Es increíble, debemos desocupar todo el edificio y, aún así, los inspectores no hacen bien su trabajo —le respondió Sofía acercándose a él—.  Llamaré para poner una queja y que limpien este desorden. Al menos la carpeta que necesito estaba en el escritorio.

—Sofía, necesito decirte algo —Manuel se sentía culpable de mentirle acerca de su oficina; pero no le mentiría sobre sus sentimientos hacia ella.

—¿Puedes esperarme un momento? —Sofía tomó su teléfono para hacer la llamada. 

Pero él no estaba dispuesto a esperar más. La tomó del brazo, le quitó su teléfono y, sin darle a ella oportunidad de reaccionar, la besó. El tiempo se había congelado para Manuel, en lo más profundo de su corazón siempre esperó que llegara ese momento. Sus miedos habían sido tan fuertes que le parecía increíble haber encontrado valor para hacer eso.

Sin embargo, Sofía lo apartó con fuerza y lo cacheteó duramente. Manuel estaba confundido, y luego aterrado cuando la observó. Ella estaba demasiado enojada.

—¡¿Qué estás haciendo?! —le gritó Sofía.

—Perdón…es que yo…esto…pues iba a decir que me gustas. —Manuel sabía que había cometido un error.

—Ahora lo entiendo todo: lo que tú quieres es aprovecharte de mí, ¿cierto? Como te he tratado bien y amigablemente, entonces quieres tomar ventaja. Pensé que eras una persona diferente, pero veo que no es así. Sé lo que pretendes, Manuel —Sofía estaba muy molesta. Manuel juraría que ella se estaba comportando igual a él cuando había registrado su oficina.

—¿Qué pretendo? ¿A qué te refieres? 

—¡Cínico! ¿Todavía lo preguntas? No estás conforme con el ascenso que tienes, y pretendes seducirme para que, cuando menos lo espere, me quites mi puesto y me eches de aquí. Algunos me lo habían advertido; yo me negaba a creerlo. Ahora veo que eres un fraude. —Ella había comenzado a llorar; Manuel no comprendía qué estaba pasando.

—Sofía, yo te amo, ¿cómo es posible que pienses eso de mí? ¿Acaso no he demostrado lo que valgo? ¿No te lo he demostrado a ti?

Sofía seguía llorando y, sin contestarle una sola palabra, se dio la vuelta de camino al ascensor. Sus ojos verdes brillaban de furia, decepción y humillación. Se sentía traicionada por él.

Manuel había quedado petrificado, y no podía entender cómo el amor de su vida pensaba una cosa así de él. Había pasado tantos años diciéndose a sí mismo que era un farsante y, ahora que se había dado cuenta de que no era así, Sofía se lo recordaba nuevamente, restregándoselo en la cara. Sentía que le habían colocado un peso mucho mayor sobre sus hombros, y que este lo estaba aplastando por dentro. 

Corrió hacia la ventana que estaba en frente de su escritorio y, colocando sus manos sobre ella, miró hacia abajo deseando que Sofía no saliera del edificio. El llanto, el miedo y el desespero habían regresado, y eran difíciles de ocultar. Manuel sabía que la había perdido. Esta vez para siempre.

***

Sofía salió del edificio y, disimuladamente, se secó las lágrimas con un pañuelo que llevaba consigo. Habían sido una tortura esos minutos con Manuel. Su teléfono comenzó a sonar y, al mirar quién la llamaba, se sintió aliviada de contestar:

—Dime que lo has conseguido — le dijo un hombre desconocido al otro lado de la línea.

—Ese idiota resultó ser más inteligente de lo que pensábamos. Había desordenado toda mi oficina y revisado varios papeles. Menos mal no había imprimido los anticipos que la competencia me envió por esa base de datos, no sé qué hubiera pasado si él los hubiera encontrado. —Sofía le respondió, mientras miraba con alegría una pequeña pulsera metálica con una fotografía; pero que en realidad guardaba en su interior una memoria usb.

—¿Segura? Si hubiera sabido que iba a realizar registros de quienes accedían a esa información, no me hubiera involucrado —dijo enfurecido este personaje misterioso.

—Son las ventajas de mi cargo, me entero primero de lo que sucede. Si no me apresuraba a llamar a Manuel, tú y yo estaríamos en este momento en la cárcel. Por eso le mentí sobre el ascenso antes de que contestara las llamadas que le hacían. —le respondió Sofía, al tiempo que abría la puerta del carro—.  Fue una buena idea esa denuncia anónima de plagas en el edificio. Mis compañeros estaban furiosos, pero logré persuadirlos de que evacuaran y que yo me encargaría de llamar a los inspectores.

—Ofrecerle ese ascenso fue una mala idea; era evidente que sospecharía el verdadero motivo de dárselo. —El hombre sonaba bastante preocupado.

—Necesitábamos a un ingenuo como chivo expiatorio; aunque jamás me imaginé que él no lo era. Pero no te preocupes, eso no será más una molestia. Es más, estoy segura de que él acaba de hacernos un favor.  —Sofía estaba encendiendo el carro, y pensaba en lo cómico de esa situación y en la cara de desconcierto de Manuel cuando ella lo rechazó.

—Hay una vacante que debemos cubrir.

—En realidad, dos, así que no te estreses, habrá mucho tiempo para eso.  —Sofía le respondió, se sentía muy tranquila.

—Está bien. Entonces, te espero en mi apartamento y nos tomamos un vino para celebrar. Tengo curiosidad de saber los detalles  —le contestó aquel hombre. Sofía asintió y colgó su teléfono. 

Salió con su carro hacia la avenida tan rápidamente, que no alcanzó a escuchar aquel golpe seco de algo que había caído de lo alto del edificio hacia el pavimento.

Imagen aportada por el autor.

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