Por Felipe Alejandro Chaves Ortega
I
Se había levantado cuatro veces al baño durante la madrugada. Estaba aún borracho. Sabía que era lunes ya, que eran más de las nueve y que, aunque quisiera negar el día tras las cortinas, el sol se metía con rebeldía. Su cabeza daba vueltas, más que por el mareo, por pensar en ese puto minuto 85. Sabía que la gloria no era parte de su vida, más bien era como una explosión que había arrojado unas cuantas esquirlas a su orilla, pero que, luego de ese minuto 85, volvió a meterlo en la realidad. Solo era un peluquero y tenía 41 años.
Segundo era el mayor de cuatro hermanos, irónicamente, a este mundo era a lo único a lo que había llegado de primero. La vida no lo había premiado ni con belleza, ni con talentos. Se dedicó a la peluquería desde que tenía 21 años porque había intentado con otros oficios, pero lo echaban a las semanas. Y no es que haya sido destinado por los dioses de las tijeras a ser uno de sus hijos, simplemente compró una máquina para cortar el pelo porque la vio en una prendería y era para lo único que le alcanzaba. Además, sus clientes no estaban acostumbrados a alzar la voz ni a quejarse; siempre acomodados en la resignación, esperaban que el pelo les creciera para volver donde él.
Su peluquería no era más que la sala de su casa, con una división en triplex. A diferencia de otros lugares, prestos a la estética, el negocio de Segundo no tenía en sus paredes cuadros de modelos, ni revistas con estilos de cortes, ¿para qué? Si él no sabía cómo hacerlos. El moho causado por la humedad era disimulado por un afiche del América de Cali del 98, una foto de sus papás y un televisor que servía también de repisa donde reposaba su radio.
Y es que cuando ese radio estaba prendido y había partidos de fútbol, un corte de pelo podía durar hasta una hora y media, pues el paso de la máquina era suspendido cada vez que Edgar Perea o William Vinasco aceleraban su narración y aumentaban la emotividad en su voz. Este hecho no alejó a sus clientes que, por el contrario, crecieron en número porque tomaron la peluquería como fortín para escuchar los partidos y así compartir esa emoción de gritar goles en comunión. Esto les hacía olvidar un poco sus penas, sus carencias y que sus cabezas estarían las siguientes tres semanas con el pelo creciendo de manera dispareja.
La ubicación de las personas siempre era la misma: en la silla rimax blanca que quedaba al lado de la puerta se hacía don Javier; en un sofá largo apoyado en la división de triplex se hacían Campo Elías, Jaime, Pedro y Franco; afuera, en el andén, estaban Andrés, David y Vicente. Las primeras veces las emociones venían de la radio, pero luego, y para demostrar que la felicidad podían ser cuatro piedras y un balón, hicieron de la calle su Maracaná.
Las piedras ubicadas una a seis pasos de la otra, el pico y pala para escoger a los jugadores de cada equipo, sentirse bien por ser el primero en esa elección y sentirse tronco por ser el último, alegar porque el tamaño de la cancha del otro equipo era más angosta, gritar “¡carro!” y levantar las canchas a toda prisa se había vuelto su rutina. Los partidos que se jugaban no despertaban emoción alguna más que para los jugadores. Los posibles espectadores sólo veían a nueve vecinos del pueblo dándose patadas en las canillas, todos corriendo detrás del balón, sin táctica ni estrategia.
II
Segundo se despertaba cada mañana con el sonido de los perros y algún gallo, pensaba que si no fuera por ese bendito radio, odiaría ser peluquero. Habían pasado 21 años desde que empezó en el oficio, pero todavía le temblaba la mano. Sabía que estaba viejo y solo, que le hacía falta decirle a alguien “buenos días” y que ese saludo sea correspondido al otro lado de la cama. Alguien con quien compartir sus fugaces alegrías y sus lentas amarguras.
Mientras tomaba su café, recordó que alguna vez hubo una mujer, duraron poco. El recuerdo que más le generaba nostalgia es el de cuando al pueblo llegaron una montaña rusa y una casita del terror. Lo que más lo hacía sonreír era saber que compartían el poco aprecio que le tenían a la vida al subirse a esa montaña rusa que estaba apoyada en unos ladrillos. O tal vez era ese motivo lo que hacía que se tomaran de la mano con fuerza, “si me muero que sea al lado tuyo” tal vez decían sus miradas. Sus corazones latían a mil y al final de los cuarenta segundos que duraba la atracción, se sonreían. Luego, pasaron a la casita del terror, que si existieran las casitas del terror de interés social, esta podría ser el modelo perfecto. Agarrados de la mano pasaron de extremo a extremo, mientras a los lados salían dos trabajadores con máscaras, uno con una sierra y el otro con una pinza de soldadura, sin ánimo de asustar y menos con el hambre golpeando en sus estómagos. Parecían empleados haciendo mantenimiento.
Al final, ella se fue, ¿qué pasó? No le gustaba ser la novia del peluquero, no le gustaba su afición al fútbol, o su único recuerdo con ella era esa montaña rusa. Porque quizá sus bolsillos y sus conversaciones no daban para más que para hablar de penaltis y goles en el último minuto. Acabó su café y abrió la peluquería.
III
Cabrera es un pueblo, queda a veinte minutos de la ciudad, pero es un pueblo, bien podría ser un barrio, pero no, es un pueblo. Con gallos que cantan a la madrugada, con gente de botas, con dormirse a las ocho y despertarse a las cuatro. El torneo de fútbol que organizaba la parroquia para recolectar fondos cada año alteraba la rutina y hacía del lugar algo especial. Este campeonato atraía hasta equipos de la ciudad.
Las reglas eran fáciles, once versus once con derecho a tres cambios, cada equipo pagaba una inscripción de $300.000. El premio por ser campeones era de $950.000, que si se dividían entre la nómina no era más que lo que se podían ganar en un día de trabajo. Pero es que, a decir verdad, eso era lo de menos. ¿Quién dijo que la gloria tiene una caja registradora? Tal vez los profesionales, Higuita, Aristizábal, el Pipa de Ávila, ellos le podrían poner precio, pero en el fútbol aficionado es diferente, se corre cada balón con hambre, si te golpean no te tiras a dar volteretas por toda la cancha, más bien prima el ojo por ojo y el diente por diente.
El cartel ya estaba colocado afuera de la iglesia invitando a la inscripción de los equipos, además el párroco ya lo había anunciado en la misa. El vigente campeón era Javeriano, un equipo de la ciudad, que desde la apariencia ya entraba ganando, tenían uniformes originales, guayos, canilleras, hasta nevera con hidratación. Y para el año en cuestión hacían también su inscripción. En Cabrera ese equipo era detestable. En anteriores torneos en instancias finales ya no había ninguno de los cuatro equipos inscritos del pueblo. La gente le hacía fuerza a cualquier equipo que jugara en contra del Javeriano, incluso si este equipo había humillado al equipo local.
Para ese año se habían inscrito dieciséis equipos hasta las 4:00 pm del 25 de enero. Fecha límite de cierre. La dinámica del pueblo era irrumpida por los doce capitanes de los equipos de la ciudad que hacían fila en el despacho parroquial.
Segundo, quien estaba realizando el último corte del día, fue el que comentó que faltaban dos horas para el cierre del torneo de la parroquia y fue Vicente el que lanzó el atrevimiento de “¿y si nos inscribimos?”. Todos los que estaban ese día en la peluquería se miraron unos a otros, tal vez imaginándose pasar ronda a ronda el torneo, siendo aclamados por todo el pueblo, ganarle al Javeriano de una vez por todas y no pasar a la historia por ser campeones sino por ganarle a ellos, ser campeones podía esperar.
Cuando acabó ese silencio que se mezclaba con la gloria soñada, hicieron cuentas y obligándose a apretar más el cinturón de las siguientes semanas juntaron la plata de la inscripción. Así fue como todos los nueve de la peluquería se fueron hacía el despacho parroquial, llevando la plata como si fuera un trofeo, y el recorrido que estaban haciendo, su vuelta olímpica.
Cuando llegaron, el encargado de las inscripciones los recibió con cara de desánimo, pues con ese equipo serían diecisiete los inscritos y descuadraban el fixture del torneo, que siempre se había hecho en grupos pares de equipos; así que aludió a que ese equipo sólo tenía nueve jugadores, por lo que no los podía inscribir, y fue como les cerró las puertas del torneo en la cara. Los capitanes de los otros equipos que todavía estaban ahí observaron toda la situación y asumiendo la forma de jugar del equipo de Segundo por su apariencia, intervinieron diciendo que sí, que los inscriban, que buscaran los dos jugadores que les hacían falta y que entraran al torneo. El apoyo que recibieron en ese momento no era compañerismo ni espíritu deportivo, simplemente sabían que eran el comodín del torneo, el equipo fácil de ganar, todos necesitaban al equipo de Segundo, los ganadores para aumentar la diferencia de gol y los perdedores para no sentirse tan perdedores.
El encargado de las inscripciones volvió a hacer una mueca y les dio el plazo de las seis de la tarde para conseguir los dos jugadores faltantes para completar el equipo. Todos daban nombres de quiénes serían esos dos jugadores, pero cuando iban a buscarlos se negaban a participar en ese torneo. Fue así como el tiempo se agotaba y, llenándose de resignación, todos volvían a la peluquería con tristeza. Cuando pasaron por la carnicería, don Libio los saludó con la intriga de haber visto la felicidad de hace un par de horas y su tristeza inmediata, así que les preguntó qué había sucedido. Le contaron los hechos, él sonrió y se ofreció al equipo, sabían todos que él era un borracho, pero a escasos quince minutos del cierre de las inscripciones, no buscaban un Pelé, solamente sumar nombres. Mientras todos celebraban la más reciente incorporación, también se preguntaban por el jugador número once y Libio, como si estuviera esperando por años esa oportunidad, lanzó el nombre de su hijo, que aunque tenía quince años, todos lo habían visto cargando reses en el matadero y sabían que era fuerte y podía ganar en el cuerpo a cuerpo.
El equipo estaba completo y así daban su segunda vuelta olímpica con destino final en el despacho parroquial. Cuando les preguntaron por el nombre del equipo, se miraron a las caras sabiendo que no habían pensado en eso y si era escoger un nombre que los representara, llamarse “los perdedores del pueblo” no era muy glamuroso.
—¿Es que son güevones o qué? —decía Libio—. Nos vamos a llamar “Los Diablos Rojos” como el cuadro que tiene este man en la peluquería. Es más, yo tengo camisetas rojas de la carnicería que nos sirven de uniformes. —El nombre hizo sonrojar a todos en el despacho de la parroquia, pero así quedaron inscritos. Ya solo quedaba esperar el fixture.
Esa noche se emborracharon, hicieron planes con el premio, hubo tiempo hasta para teatralizar la celebración de los goles, aunque en el fondo sabían que eran el peor equipo que había en el torneo. Todos se fueron a dormir imaginando que metían el gol del campeonato; menos Segundo, él se imaginaba tapando un penalti, achicando un mano a mano y escuchando al pueblo corear su nombre. Al otro día, tomó un bus hasta la ciudad. En una bolsa negra, bien empacada, tenía una de sus máquinas del pelo, la fue a empeñar. Con lo que le dieron se compró un par de guantes y una balaca.
El fixture del torneo lo publicaron cinco días después, Los Diablos Rojos estaban en el grupo B, junto con Los Rayados de Pandiaco, Potrerito —que también era equipo del pueblo— y Leones. Su primer partido estaba programado para el 15 de febrero contra Los Rayados de Pandiaco.
IV
Jueves, 6:00 pm. Segundo cerró su peluquería, se colocó su balaca y caminó junto a Libio y su hijo a la cancha del pueblo. Ahí ya estaba el resto del equipo, habían quedado en entrenar y definir las posiciones, Segundo era el único con la certeza de su función. La cancha, aunque era más tierra que césped, era mucho más cómoda que el duro asfalto sobre el cual llevaban meses jugando, corrió hacia los tres palos y dio un par de saltos para tocar el travesaño, también midió la distancia para llegar a los ángulos.
Los jugadores empezaron a tocar, armaban paredes y disparaban al arco. Segundo encajonaba cada uno de los remates y, por primera vez en años, sintió seguridad. Sus manos no le temblaban. Para los once jugadores fue rara esa noche, aunque llevaban toda su vida viviendo en el pueblo era la primera vez que pisaban esa cancha, siempre ajenos a todo, pensando que nada en esta vida les pertenece, jugaron tímidamente. Por primera vez se sintieron parte de algo, aunque les haya costado $300.000. Al final del entreno ya sabían cómo iban a formar: un 3-5-2, con Javier, Campo Elías y Jaime como defensas; más adelante, Pedro, Franco y Andrés como contención; en la creación estaban David y Vicente; en la delantera, Libio y su hijo, quien llevaba el mismo nombre.
El viernes todos se reunieron en la peluquería, recordaron sus posiciones y además averiguaron cómo estaba el otro equipo. La primera buena noticia fue la lesión del creativo de los Rayados de Pandiaco, esto les aseguraba que si perdían no sería por goleada y menos por el goleador del torneo pasado. Los defensas eran nuevos, uno había jugado en la Sarmiento Lora de Cali y el otro sí era un gordito al que también les tocó meter a última hora para completar el equipo. La reunión fue corta, había tanta mística en esa noche previa al partido que hubo abrazos, se recordaron el aprecio que se tenían, parecía que lo que iba a suceder al día siguiente era el robo a un banco, no un cotejo futbolístico en su pueblo. Al salir de la peluquería escoltaron a Libio hasta su casa, para evitar que se desviara a la cantina.
El sábado, Segundo se despertó y el primer pensamiento que se le vino a la mente fue “hoy no soy peluquero”, hizo una mueca que debía ser la sonrisa de un hombre que no estaba acostumbrado a sonreír y se paró. Todo lo hizo lento, desde la ducha hasta el guardado de sus guantes; pensaba que así debía verse la entrada de su equipo, en cámara lenta, cada uno de los jugadores besando la grama y entrando con un trote suave pero aplomado. Ojalá que estuviera venteando para que los uniformes se vieran ondeándose y que el pueblo, al menos por ser el equipo local, gritara su nombre.
Cuando llegó a la cancha todo fue diferente, las camisetas de la carnicería no eran cómodas para el fútbol, los espectadores se sorprendieron al verlo calentando, pues en el pueblo se rumoreaba que era marica, así, a secas, el peluquero marica del pueblo. Además el otro equipo llevó más gente para hacerles barra.
El árbitro llamó a los dos capitanes, en Los Diablos Rojos, como gratitud por los uniformes, fue Libio; los Rayados escogieron arrancar jugando hacia el lado sur. La razón de ésta decisión fue que la cancha colindaba con la cárcel, justo detrás del arco norte,y si el jugador que estaba atacando le pegaba muy fuerte al balón, el esférico golpeaba la fachada de la prisión. Había quiénes decían que una vez alguien pateó tan fuerte que el balón cayó en uno de los patios y nunca lo devolvieron, ese día se escucharon cantar goles prisioneros, y en la cancha les tocó acabar el partido, con la mala fortuna de que el equipo perdedor del balón estuvo cerca de empatar el marcador, este resultado los eliminó dando el paso a la semifinal al Javeriano.
Pitazo inicial, Libio tocó el balón con su hijo, dando un pase atrás, Vicente paró el balón, esperando que alguien se le mostrara, los Rayados robaron el balón y dieron un pase al lateral que sin mucho esfuerzo llegó hasta la línea final para lanzar un centro, todos saltaron para cabecear el balón, bien sea para sacarlo o hundirlo en la red, el esférico caprichosamente se fue cerrando hacia el ángulo y cuando estaba a punto de cantar el primer gol para los Rayados, las puntas de los dedos de Segundo desviaron el balón que dio el primer tiro de esquina a escasos treinta segundos de iniciar el partido. Se cobró el tiro de esquina y entre los cuerpos emergió Segundo para hacerse con la bola y alentar a su equipo a que saliera. Justo cuando iba a patear, el defensa central que había subido para el tiro de esquina le decía si el era el marica del que se hablaba en el torneo. Libio, quien vio toda la situación, quizá recordando el tradicional apoyo que se da en las cantinas, le recriminó que no se creyera tan figura por haber estado en Cali, si igual había terminado jugando un torneo de pueblo, todo esto acompañado de un pisotón. Quién lo creyera, Libio, tan viejo zorro, lo fue sacando del área, para que la agresión no fuera penalti, además lo hizo con la finura de quien corta carne, por lo que nadie se dio cuenta y el árbitro le ordenó al defensa que se levante. El primer tiempo fue de mucho correr y cubrir a los laterales de Rayados quienes hicieron doce centros y ninguno lo ganaron los defensas del equipo local.
El segundo tiempo no cambió mucho, sólo que Segundo tuvo más trabajo, dos cabezazos más: uno al ángulo y otro de palomita que lo sacó a media altura, era increíble cómo a su edad podía tirarse con tanta facilidad. Los vecinos del pueblo no podían creer lo que estaban viendo, así fue como cada vez que Segundo tenía el balón, la tribuna compuesta de no más de veinte personas aplaudía. Faltaban doce minutos y ambos equipos estaban cansados, el volante de creación de Rayados tomó el balón en mitad de la cancha y el hijo de Libio, acostumbrado a cargar reses en el matadero, le metió un cuerpo que lo hizo caer, así fue como se hizo con el balón corriendo derecho al arco, el central experimentado fue sacado de carrera con un amague y el central pasado de peso nunca llegó, el vástago del carnicero, quedando mano a mano con el arquero, le pegó un puntazo en toda la mitad del balón que lo guardó dentro de la red. No se lo podían creer, estaban ganando por primera vez en su vida. Libio hijo miró hacia el campo de juego a sus compañeros que corrían hacia él mientras que los Rayados agachaban la cabeza y limpiaban el sudor con sus camisetas. Pasaron los minutos y el juez pitó el final del partido. 1-0 ganó el equipo del pueblo.
El equipo se quedó a ver el siguiente partido, entre Potrerito y Leones, quienes al finalizar los noventa minutos, sellaban un empate a cero goles, lo que ponía a los Diablos Rojos de primeros en la tabla de posiciones. Cuando ya la gente se fue de la cancha, Segundo quiso volver a pisar el césped y recordar lo que había sido ese día, tocó el arco del lado norte y entre unas rejas de la cárcel, escuchó una voz que lo felicitaba y le agradecía. Varios presos habían apostado por ellos y habían ganado, el próximo partido también les harían barra, terminó diciendo. El siguiente rival sería Potrerito.
El lunes luego del primer partido, Segundo y los otros sacaron jugo a esa primera victoria, pues la peluquería tuvo más clientela ese día que en semanas. Igual le sucedió a Libio padre con la carnicería. Todos caminaban y sentían como el rumor de su victoria se había esparcido por cada una de las calles del pueblo. Así continuó la semana, hasta que llegó el sábado.
El juez pitó el inicio del partido y Segundo empezaría tapando en el arco sur. Los jugadores mejoraron de nivel, menos uno, Libio, quien para los escasos minutos del partido, sudaba más de la cuenta y sus pasos torpes delataban la borrachera de la noche anterior. Potrerito se les vino encima y para los minutos finales del primer tiempo marcaron el primer gol.
En el tiempo complementario, Segundo sentía como empezaban a corear su nombre desde la parte de atrás de la portería, eran los presos que por segunda vez habían apostado por la victoria de los Diablos Rojos. Aunque tapó los tres remates del otro equipo, arriba no había delanteros y el partido lo perdieron por la mínima diferencia. Igual que en el primer partido, se quedaron a ver como Rayados perdían de nuevo y prácticamente quedaba eliminado del torneo.
A pesar de que perdieron el partido, el equipo dejaba una buena sensación en el pueblo y los prejuicios que podían tener con Segundo se despejaron con atajadas. Él, que siempre fue un solitario, pudo sentir como las miradas femeninas apuntaban hacia su dirección.
—Usted casi me hace dar un infarto, yo le hice fuerza a Potrerito porque ahí juega mi hermano, pero no quería que ustedes perdieran, ojalá hubieran empatado, el otro partido voy a verlos y los apoyo.
Esas fueron las palabras de Sara, quien encontró a Segundo cuando abría la peluquería. A partir de ese momento supo que el siguiente partido además de definir su clasificación, le definiría conocer a alguien. Él se sentía igual que los presos, que ya le pierden la emoción a los días y estos se vuelve un cúmulo sin sentido, uno detrás del otro; pero cuando hay fútbol miden su condena en sábado tras sábado y sólo esperan ese día para sentirse por un momento libres, y así se sentía Segundo, esperando el sábado. El día previo al partido volvieron a escoltar a Libio hasta su casa y no se fueron hasta pasada la media hora esperando a que el viejo ya estuviera durmiendo.
Todos sabían la importancia de ese partido, llegaron temprano y vieron un empate a dos goles entre Potrerito y Rayados, así que ellos tenían que ganar para clasificar primeros de su grupo. Segundo se dirigió al arco norte, en donde apenas pisó el área pudo escuchar corear su nombre, saludó a los presos y buscó en la tribuna los ojos de Sara, pero no estaba ahí, sintió que entró perdiendo el partido, el árbitro pitó y los Diablos Rojos empezaron a tocar por la franja izquierda. Libio, quien cuando estaba sobrio daba tintes de un pasado glorioso, tocaba y corría hacia los espacios para lograr la línea de fondo y hacer pases dentro del área buscando a su hijo. En el minuto veinte, Diablos Rojos ya iba ganando uno a cero, Leones se acercó solo una vez al final del segundo tiempo, con un pase filtrado que dejó al delantero mano a mano con Segundo quien cuando salió al achique se lo llevó y el árbitro que siguió la jugada de cerca pitó penalti.
Pese a las protestas del equipo y la tribuna, el árbitro contó los once pasos porque la cancha no lo tenía señalizado y, mientras el juez hacía eso, Segundo, que estuvo concentrado todo el encuentro, miró a la tribuna y ahí estaba Sara con su hermano. Se ubicó el balón y dio la orden de pitar, el balón fue a media altura al lado derecho y el peluquero, como quien estuviera esperando toda la vida para un instante de gloria, se tiró y a mano cambiada mandó el balón al tiro de esquina, todos corrieron a abrazarlo y entre el vaivén de cuerpos y brazos logró ver en la tribuna a Sara celebrar mientras su hermano se enfadaba por lo mismo. Pitazo final y el equipo que jugaba en la calle, contra todos los pronósticos, pasó primero a la siguiente ronda.
El fútbol logró que los Diablos Rojos pasaran de ser unos pobres diablos a ser reconocidos en el pueblo: saludos, felicitaciones, incluso lograron que les fíen en todos los negocios y más aún cuando en el partido de cuartos de final, ganaron tres a cero y Libio se convertía en uno de los goleadores del torneo. En la semifinal luego de un entretenido cero a cero se fueron a penaltis y ganaron con dos atajadas de Segundo.
Al acabar ese encuentro, el público, que había aumentado a medida que pasaban los partidos, se metió a la cancha y celebró con el equipo rojo el paso a la final, Segundo corrió hacia donde estaba Sara y le agradeció estar en la tribuna, le confesó que desde que ella fue a verlos encontró una razón más para lucirse en el arco, pues luego de cada atajada volvía la mirada hacia ella y podía ver su cara de emoción y, como quien vuelve a confiar en sí mismo, la invitó a salir.
V
Sara y Segundo salieron en la noche de ese sábado, se sentaron en el parque a mirar un grupo de niños jugar a fusilarse con un balón de microfútbol, y como quienes no están acostumbrados a deslumbrarse con mucho, disfrutaban lo que estaban viendo hasta llegar a las carcajadas. La mano derecha del arquero, aunque temblorosa, se desplazó hasta las manos de Sara, quien con un poco más de seguridad la entrelazó y lo miró por un segundo a los ojos, antes de agachar la mirada. Segundo tal vez hubiese querido que le sostuviera la mirada, parar el tiempo, decirle que ella podría ser el buenos días que escuche del otro lado de la cama cada mañana, que el café que prepara alcanzaría para los dos, que quisiera que ella fuera la novia del peluquero. Pero no, tragó saliva y tampoco pudo sostener la mirada, ella sacó de su bolsillo un regalo para él, una balaca, le hizo prometer que la usaría en el partido final.
Segundo sentía que estaba tocando el cielo con las manos, la peluquería estaba llena, a nadie le importaba estar trasquilado si el trasquilador era Segundo, todo el pueblo sabía su nombre, en la iglesia el párroco los nombró en todas las misas, diciendo “el equipo del pueblo”, claro está. Los Diablos Rojos se reunieron a entrenar todas las noches, luego repasaban tácticas en el negocio del arquero. Los vecinos, que aunque estuviera cerrada la peluquería sabían que estaban adentro, les gritaban en señal de apoyo. Libio, por su parte, había mandado a hacer uniformes, movido por el hecho de no haber contribuido para la inscripción del equipo y por la vergüenza del segundo partido. La frase que más escucharon todos fue “a ganarle al Javeriano”.
Para el partido final, además del juez central, había jueces de línea y un cuarto árbitro. Segundo se colocó la balaca que le dio Sara y empezó a calentar, las graderías estaban totalmente llenas y en las pequeñas ventanas de la cárcel se podía ver un cúmulo de cabezas que gritaban en apoyo a los Diablos Rojos y uno que otro insulto a los jugadores del Javeriano. Antes de empezar el partido, entre las trescientas personas que había aproximadamente, Segundo pudo ver como Sara se abría paso para quedar en la parte de adelante. El pateó el balón hacia donde estaba ella y, con la excusa de ir por el esférico, se acercó a saludarla, le dijo que si ganaban el partido quería celebrar con ella.
El partido para la primera mitad iba cero a cero, los equipos habían sido tacaños en cuanto a magia y se concentraron en ser ordenados. El segundo tiempo fue diferente. Libio, Vicente, Campo Elías, como si también tuvieran su Sara en la tribuna, jugaron con coraje y gallardía, “toco y voy” gritaba David, recibía Libio y pasaba a Vicente que le pegaba de afuera y el palo más largo del arco les negaba la victoria. El equipo había adelantado las líneas y por primera vez en años el Javeriano se veía acorralado en su campo, además ya había quemado sus tres cambios y los once jugadores se sentían cansados. Libio preguntó al árbitro el tiempo restante, diez minutos para alcanzar la gloria. El pueblo y la cárcel coreaban a una sola voz el nombre del equipo, Segundo tenía fe en que ese gol iba a llegar. Pasaron cinco minutos para que el equipo del Javeriano, aprovechando que los Diablos Rojos estaban arriba, filtrara un balón a su delantero que llegó sin aire al mano a mano y le pegó sin fuerza al balón. Segundo, quien había visto jugar y hacer goles en otros partidos a ese delantero, sabía que le gustaba bañar a los arqueros, así que decidió anticiparse a los movimientos del rival y saltó haciendo el ridículo, porque el balón pasó suave y torpemente a ras del suelo hasta besar la red. Caminó lentamente a coger el balón, cada paso en complicidad con el tiempo lo devolvía a su realidad, además el silencio en la cancha le devolvía esa sensación de soledad. “Vamos que no pasa nada” le decían sus compañeros de equipo, que tocaron y siguieron jugando como antes del gol, y así fue como faltando dos minutos para acabar el partido Vicente lanzó un centro que lo tomó Campo Elías y le metió un frentazo que lo mandó a dormir en la red, todos celebraron el empate que forzaría a definir el ganador por penaltis, pero el silencio se apoderaba por segunda vez de la cancha al ver al juez de línea con la banderilla en alto señalando un fuera de lugar. Se dieron dos minutos de adición y el campeón por cuarta ocasión era el equipo de la ciudad.
Ese día no hubo campeonato, solo aguardiente y soledad. Segundo estuvo sentado en su peluquería a puerta cerrada mirando el cuadro del América de Cali; los insultos que venían de afuera los intentaba tapar con música, fue entonces como una canción de Héctor Lavoe contrastaba con los golpes en su puerta que a medida que pasaba el tiempo se hacìan más fuertes, “no estoy” gritaba con la voz cortada, pero los golpes se hacìan más fuertes. Entonces fue cuando dando tumbos caminó hasta la puerta. Ahí estaba Sara, mientras de fondo se escuchaba un “pronto llegará el día de mi suerte”. Lo abrazó y se quedó con él, acompañando su tristeza en silencio.
El lunes, cuando Sara se fue, Segundo por fin le dio la cara al pueblo, salió de su casa y en las tres cuadras que caminó escuchó burlas e insultos, la verdad es que hubo gente que lo apoyó, pero sus oídos sólo quisieron escuchar los odios de las personas que había perdido plata apostando por su equipo y otros que no querían que el Javeriano campeonara. Sólo caminó tres cuadras porque al final de la última su paciencia se terminó y golpeó la boca de un viejo, boca que antes había lanzado un insulto.
Su corazón, que parecía taquicárdico, sus pupilas dilatadas y su mano, que aún conservaba la forma de puño, permanecieron así hasta que se formó una ronda de chismosos que lo trataban de sádico. La policía llegó enseguida y se lo llevaron a la estación por influencias del viejo agredido, la pérdida de su libertad sería la síntesis de todas sus derrotas.
Entró esposado en compañía de dos policías a la cárcel del pueblo, tal vez estaría 48 horas o una semana, pero a medida que avanzaba sentía que iba a estar una eternidad. Sus ojos reflejaban temor, pasó por el patio donde pudo ver la cancha de fútbol, y ahí parada en la oscuridad, en el arco norte, estaba Sara, siendo milagro en el lugar exacto de la tragedia. Los policías no la habían dejado ver ni hablar con Segundo, pero ahí estaba parada esperando poder verlo aunque sea de lejos. Quizás a eso sabe la gloria de ganar un campeonato, aunque suene el pitazo final y nadie grite en coro su nombre, sentía que por primera vez en su vida había ganado.
Luego, uno de los policías abrió la reja donde se encontraban de lado y lado las celdas y sin siquiera dar el primer paso sintió la mirada de todos los presos que asomaban sus caras entre los barrotes. Al principio esas caras se mostraron duras, pero al ver que era Segundo, sus miradas cambiaron. “Muchachos, ya tenemos arquero” gritó uno de los reclusos, mientras le entregaba una cintilla de capitán. Segundo caminó por el pasillo que dividía las celdas hasta llegar a la suya, lo hizo lento, solemne, como hubiese querido que sea la salida de su equipo en cada partido. Mientras en todas las otras se escuchaba un coro emocionado “¡Segundo!, ¡Segundo!, ¡Segundo!”.
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