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El fútbol es la vida misma

Por Danny Cano Puerta

Faltaba un minuto para terminar el primer tiempo y un jugador de Nacional fue expulsado por el árbitro por una supuesta agresión a un rival. Nacional jugaba mal, iba perdiendo el partido 1-0 frente a su rival de patio y, como si esto no fuera suficiente, se quedó con un hombre menos. En las tribunas se sentía la alegría de la hinchada del DIM y la tristeza, rabia y decepción de los hinchas de Nacional. En medio de toda la algarabía de las más de 40 mil personas que había en el estadio, escuché gritar a alguien: «¡Dejá jugar, árbitro hijueputa!». 

Levanté la mirada buscando a quién expresó estas sentidas palabras, no sólo porque mi sentir era el mismo, sino también porque ese tono de voz se me hizo familiar. Efectivamente, dos escalones más arriba de mi lugar, en la tribuna occidental alta, estaba ella; tan expresiva como siempre, con sus lentes empañados por el sudor que brotaba por su frente; de pie, con una mano señalando hacia la cancha y con la otra sosteniendo su radio, el mismo que la ha acompañado durante quince años escuchando al «paisita». Cruzamos miradas, la saludé desde lejos. Me sonrió, se quitó el gorro que cubría su cabellera blanca y se sentó en su puesto. Terminó el primer tiempo.

María tiene 65 años y está pensionada desde hace diez aproximadamente. Durante cuatro décadas ejerció la profesión de abogada especialista en derecho comercial y lleva 57 años de su vida disfrutando de su mayor pasión: el fútbol. Su amor por el derecho se lo inculcó su madre, por eso hizo de las leyes su profesión, la cual ejerció con disciplina y responsabilidad hasta el día de su retiro. 

—Pero ¿de dónde viene el gusto por el fútbol? —le pregunté durante el entretiempo. 

—¡De mi padre!  —respondió María, con gran entusiasmo.

La miré y pude notar que los gestos en su rostro eran una montaña rusa de emociones. El orgullo y la alegría que transmitía al hablar de su padre se mezclaba con la nostalgia de recordar al ser amado que ya no está.

—Mi papá fue un enfermo por el fútbol —continuó María—.  Su único vicio en la vida fue ver y vivir el fútbol como pocos. En la época de El Dorado, cuando Alfredo Di Stefano vino a Colombia a jugar en Millonarios, mi papá enloqueció de felicidad, pues ese fue su equipo adorado. Él solía ir al estadio con su hermano, mi tío Albeiro, otro loco futbolero. Cuando cumplí siete años, conocí el estadio por primera vez, porque no importaba si faltaba a la escuela o si no iba a la iglesia con mi mamá y mi abuela, lo que sí importaba realmente era que su hija mayor se enamorara del fútbol y de Millonarios. Y yo, en medio de mi inocencia, disfrutaba acompañarlo a ver partidos de fútbol, porque a tan corta edad, sólo tenía clara una cosa: estar con mi papá la mayor parte del tiempo posible. Aunque él soñaba con que su primogénito fuera hombre, la vida le mandó una niña, la cual se encargó de demostrarle a él y a su familia en general que este deporte no solo era para hombres, sino que las mujeres, aun desde temprana edad, podrían disfrutar el fútbol incluso con los prejuicios de una sociedad machista.

—¡Todo tiempo pasado fue mejor! —exclamó María.

— Pero ahora no hay tanto prejuicio respecto al gusto de las mujeres por el fútbol —le refuté.

—Es verdad —me respondió—. Sin embargo, la diferencia más grande es que antes yo disfrutaba el fútbol con mi papá a mi lado, y ahora ya no está.

Guardé silencio por un momento, pues la nostalgia que ella reflejaba en su mirada y en su tono de voz, me hizo comprender nuevamente el amor tan grande que le tuvo a su padre y pensé que quizás  venir a un partido de fútbol, que es tan común en nuestra sociedad, para ella representaba algo mucho más importante. Quizás era la manera de honrar la memoria de su amado padre y de cierta manera respetar su legado.

Después de tan emotivo momento y tan amena conversación, quería saber mucho más de su vida, de su familia y de su pasión futbolera, porque aunque nuestra diferencia en edad supera los treinta años, me sentía en confianza, porque tenía al frente a una mujer que expresaba en cada palabra la experiencia y sabiduría que dan los años, pero también la dulzura y amor de una niña cuando hablaba de su padre con una mezcla de vigor, energía y la espontaneidad que despierta un partido de fútbol.

Pude notar que ella también se sentía cómoda y disfrutaba compartir conmigo una parte de su vida, por lo que seguí haciéndole preguntas.

— ¿Y cómo terminaste siendo hincha de Nacional, sabiendo que tu padre era seguidor de Millonarios? —pregunté.

Sonrió de nuevo. Pero esta vez sus gestos fueron diferentes. Su rostro reflejaba malicia, picardía y, con tono burlesco, me respondió:

—¡Traicioné a mi padre!  Pero él tuvo la culpa. Fue víctima de su propio invento. Cuando yo tenía alrededor de doce o tal vez trece años, mi padre decidió aceptar una propuesta laboral en Medellín, y aunque al principio mi madre no estaba de acuerdo, poco o nada pudo hacer para que él cambiara de opinión. Así que nos mudamos, con más dudas que certezas sobre nuestro futuro, pero con toda la fe de que la vida nos estaba dando una gran oportunidad, o al menos eso decía mi padre, para bajarle la «caña» a mi madre. 

Una vez logramos establecernos en la ciudad, le dije a mi padre que me llevara al estadio, que quería conocerlo y ver un partido de fútbol.  Al principio se negó por sus múltiples ocupaciones y porque aún no había logrado estabilizar la economía de nuestra casa, así que me tocó esperar varios años. Sin embargo, culturalmente el fútbol era el «hobby» de la gran mayoría, así que hablaba mucho con vecinos y compañeros de escuela acerca de Atlético Nacional. Sin embargo, de puertas para adentro, sólo hablábamos de Millonarios, pues mi padre seguía escuchando los partidos del equipo a través de la radio. En esa época todo, absolutamente todo, era a través de los radios, por eso aún hoy, lo sigo usando. Luego, por allá en el 76, hubo un punto de inflexión que desencadenó en ser hincha de Nacional. 

— ¿La llegada de Zubeldía? —pregunté con emoción.

—Sí, definitivamente. Para esa época, cuando llegó el profe Zubeldia a Nacional, hasta a mi padre le dieron ganas de verlo en vivo y en directo, así que un domingo cualquiera, volvimos a un estadio y allí nació mi amor por Nacional, equipo que a la postre sería campeón.

»Ya en esa época yo tenía más de 15 años, por lo que ya tenía cierto grado de madurez que me permitió tomar la decisión de seguir a Nacional, aunque eso al principio le generó cierta decepción a mi padre, aun cuándo él en el fondo también le hacía fuerza al «verde».

»Él, como hincha acérrimo de Millonarios, solía decir que era más fácil cambiar de religión que de equipo de fútbol, por eso al principio solía decir que yo lo había traicionado. A veces lo decía con enojo, otras más en tono jocoso. Sin embargo, dejaba a un lado su orgullo y cada que tenía la oportunidad, me llevaba al estadio, para que yo pudiera ver a mi equipo adorado.

»Por eso al principio dije que él había sido víctima de su propio invento, pues su decisión de vivir en Medellín desencadenó finalmente en que yo traicionara su legado más importante, seguir a Millonarios.

»Pero, como todo en la vida se devuelve, hace unos años experimenté en carne propia la «traición» por cuenta de las decisiones de mi hijo menor. Pues él decidió ser hincha del DIM. Aun cuando su padre,  su hermano mayor y por supuesto yo, somos hinchas de Nacional. No sé en qué momento se me descarrió esa oveja, pero cuando sucedió, fue inevitable devolverme en el tiempo y recordar todo lo vivido con mi padre, así como las grandes lecciones que me dio para la vida sobre la libertad y el respeto que debemos tener con las decisiones de los demás, sobre todo si es un ser amado, así el contexto haya sido algo tan «poco importante» como escoger un equipo de fútbol. Y es aquí donde más eco hacen en mi vida las palabras de mi padre: «El fútbol es la vida misma».

 El silencio nos acompañó durante un pequeño instante.

Cuando iba a hacerle otra pregunta, María me interrumpió y me dijo:

— He sido apasionada por el fútbol desde que tengo uso de razón. El fútbol me ha regalado los mejores momentos de mi vida. Y no hablo de ganar un partido o un título. No. Hablo de que a través del fútbol pude compartir muchos momentos de mi vida al lado de mi padre. A través del fútbol pude conocer a quien es mi esposo y compañero de vida. Con el fútbol he podido compartir tiempo con mis hijos, y eso tiene mucho valor en una época en la que los jóvenes tienen tantas distracciones que los aleja de sus padres. El fútbol me ha dado amigos para la vida. Por eso yo amo el fútbol, por eso vengo acá cada semana.

En ese momento tuve una ráfaga de pensamientos y emociones difíciles de describir. Era increíble que una persona que sólo había visto un par de veces en mi vida, con la cual apenas había tenido una sola conversación, en unos minutos haya logrado emocionarme tanto como lo hizo María, mucho más cuando la tertulia era referente al fútbol; aunque después pude entender que lo que hablamos esa noche de domingo fue de todo, menos de fútbol. 

Volví a mi asiento y ella al suyo. Comenzó el segundo tiempo.

Han pasado varios días desde aquella amena conversación con María.

Durante este tiempo me he preguntado sobre la importancia que tiene el fútbol en la vida de las personas. Aunque gran parte de la sociedad lo vincula con las mal llamadas «barras bravas», generando una estigmatización a todo aquel que asiste a ver un partido desde una tribuna popular, lo cierto es que el tema es mucho más profundo que sólo hablar de la violencia que generan unos cuantos. Hablar de un hincha de un equipo de fútbol, sin importar el equipo al que pertenezca, es entender que en las graderías o detrás del tv hay una persona que goza, ríe, llora, grita y patalea por lo que sucede dentro del terreno de juego.

***

Cuando Felipe conoció el estadio por primera vez, tan sólo tenía siete años. Finalizaba la década de los 90´s y se jugaba la gran final del fútbol colombiano entre Nacional y América de Cali, partido que es considerado el gran clásico de nuestro país. Ese día, tarde de domingo, Nacional ganaría el título en los penaltis, dando la vuelta olímpica en el estadio Atanasio Girardot ante más de cincuenta mil personas que presenciaron esa gran final. Desde ese momento, aquel niño se enamoró de los colores verde y blanco del equipo paisa y se prometió a sí mismo que ese amor sería para toda la vida.

Hoy, casi 25 años después, sigue fiel a su promesa y acompaña a Nacional en cada partido de local en el Atanasio. Durante todos estos años, ha sido testigo de los múltiples títulos conseguidos por el equipo «verdolaga», incluyendo el que para él, y para la gran mayoría de hinchas del club, es el más importante de todos: la Copa Libertadores de América. Claro, también ha sufrido y ha llorado en las derrotas, como las dos finales pérdidas en 2004 ante Medellín y Junior, respectivamente, por mencionar algunas.

A diferencia de María, Felipe no heredó el amor al fútbol de sus padres. Al contrario, sus padres nunca han logrado entender por qué a su hijo y a la gran mayoría de personas que conocen les gusta este deporte. Ellos son de origen campesino, el deporte nunca fue una opción para ellos.

Sus primeros años de vida fueron en un pueblo muy alejado de la ciudad, donde un día la violencia los acechó tanto que tomaron la difícil decisión de huir a la ciudad, con más dudas que certezas, dejando atrás su mayor tesoro: su casa y sus tierras productivas.

El caos de la ciudad, la falta de recursos económicos y el estar en una ciudad completamente desconocida para ellos, los hizo pasar muchas noches en vela, deseando que el siguiente día fuera mejor. Sin embargo, Felipe, ajeno a las penurias de sus padres, aún sin entender la magnitud de lo que estaban viviendo, tenía un refugio: el fútbol.

Y aunque ver un partido de fútbol por televisión era un lujo que no se podía dar, porque en su casa ni televisor tenían, Felipe se hizo amigo de un vecino, un niño de su misma edad, quien lo invitaba a su casa a ver los partidos de Nacional.

En la actualidad, su vida es diferente. Su economía es estable y aquellas preocupaciones que un día aquejaron a su familia ya no están. Afortunadamente todas esas penurias quedaron en el pasado, todo pasó. Todo cambió menos una cosa: su amor por el fútbol y su amor por Nacional.

«El fútbol nunca me discriminó», solía decir. El fútbol fue su salvavidas en una época donde el hambre rondaba su casa, donde sus padres hicieron hasta lo imposible para que las condiciones socio económicas de la época y la violencia que un día los desplazó no dañaran la inocencia de aquel niño. Sus padres fueron sus héroes. El fútbol su refugio.

Ahora bien, ¿por qué se despiertan tantas pasiones cuando vemos un partido de fútbol?

La vida nos enseña lo efímera que es vez tras vez. Hoy alguien te acompaña y ya mañana no está. Hoy, en un día soleado, alguien está disfrutando en una playa frente al mar, tomando una cerveza local o quizás con una copa de vino en la mano, subiendo historias a Instagram, compartiendo la felicidad que siente en ese momento, viviendo al máximo su experiencia; porque sabe que en unos días volverá a su realidad, al caos de la ciudad, al trancón que no tiene fin y a una carga de trabajo acumulado.

Otros estamos en una pelea interna, haciéndonos pajazos mentales de que mañana al despertar, quizás, como por arte de magia, estemos viviendo la vida que soñamos. Y hay otros, como mi amiga Mariana, que con un papel y un bolígrafo escriben para intentar conocerse a sí mismos.

Todos estos podrían ser aficionados al fútbol, aquellos que cada vez que se ponen la camiseta de su equipo adorado sienten que esos colores los representa. Saben que ese es su lugar en el mundo, donde no importa quiénes son, qué profesiones tienen, dónde viven, ni mucho menos cuánto dinero tienen en la cuenta bancaria. En ese instante no importa nada más. La única certeza que tienen es que ese escudo les pertenece y que hacen parte de algo grande e importante. Algunos en las tribunas, otros en la sala de su casa frente al tv, otros en la tienda de la esquina tomando cerveza; no importa. Ese es su lugar. Lo demás no importa.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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