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Evadir y afrontar

Por Natalia Torres Valencia

La estación apenas comienza a despertar cuando llega Ignacio. Él observa a sus alrededores como si fuera un forastero y lanza miradas ansiosas a las formas lejanas de los transeúntes y al perro que trota en la calle del frente. Se mete las manos entre el pantalón de gabardina y se inclina para ver mejor el mapa de las rutas. No tiene a dónde ir, pero tampoco quiere montarse en un bus al azar. Está absorto en un análisis excesivamente detallado, cuando una mano agarra su hombro y él da un brinco.

Frente a él está un joven de traje, con el pelo peinado hacia atrás y un carnet colgado del cuello. Parece que es de su antigua compañía, pero no recuerda haberlo visto nunca.

—Ignacio, ¿verdad? Venga conmigo.

—¿Cómo así? ¿Usted quién es?

—Soy el nuevo asistente de ventas, mucho gusto. —Le tiende la mano—. No tenemos tiempo que perder, lo esperábamos hace una hora y el supervisor está que explota.

El sujeto empieza a caminar con paso apurado e Ignacio lo sigue, buscando aclarar su confusión. Arruga la frente e intenta recordar si la última vez que estuvo en la empresa dejó algo pendiente. No puede estar seguro de si ya recibió su liquidación, cree que ya acabó su tiempo de trabajo, pero todo es extremadamente confuso. 

De pronto, el hombre abre una de las puertas grises que suelen estar restringidas, pero cuando Ignacio mira hacia adentro ve su antigua oficina, exactamente igual a como la recuerda. Sabe que hay algo extraño en todo esto, pero la urgencia de volver al trabajo lo mantiene allí, escuchando. 

—No sé si ya le informaron, pero tiene una consultoría agendada para las dos de la tarde —continúa el sujeto—, todos los datos del caso están en su correo.

—¿Perdón? ¿Agendaron un cliente sin llamarme?

—Lo siento, señor, yo sólo sé lo que dice la agenda. Puede llamar al Departamento de Servicio al Cliente, si quiere.

—Sí, voy a hablar con ellos. —Ignacio entra a la oficina y empieza a organizar su espacio de trabajo. Mientras tanto, el asistente sigue hablando.

—Por cierto, su hijo llamó. Quiere saber por qué usted faltó a su primera comunión.

Es entonces cuando todo le llega de golpe. Que está retirado, que está en una estación de bus, que su hijo ya tiene casi treinta años. El piso cae bajo sus pies y cuando aterriza está frente al cartel con las rutas de los buses. ¿Se había quedado dormido? Decide volver a su casa y hacer una cita con el neurólogo, pero no se siente preocupado. Su mente sigue en aquel sueño. En la primera comunión de su hijo. No sirve de nada arrepentirse, pero eso no hace que la culpa desaparezca. 

Gina llega a la estación después de su entrenamiento nocturno. Hay apenas unas pocas personas y ya empiezan a anunciar algunos de los últimos servicios. Se dirige hacia las escaleras subterráneas, que suelen ser el lugar más solitario a esta hora y que además la protegen un poco del viento nocturno. Se recuesta contra una esquina y saca su celular para buscar las fotos que preparó. La grieta en la pantalla ya es costumbre para sus ojos y no la distrae de la mirada cálida de su padre que la mira desde el fondo. 

La foto es de hace cinco años, su primera competencia. En ella, padre e hija sonríen, orgullosos de la medalla de bronce. Todo era más fácil entonces, cuando él estaba allí para guiarla y darle ánimo en los momentos de duda. No podía hacerlo sola. Fue esa desesperación la que la llevó a seguir una idea que cualquiera consideraría desquiciada, una posibilidad remota que tenía que funcionar.

Toma aire y trae a su mente sus recuerdos más preciados de él. Los sábados en el parque y las tardes de película en el sofá. El timbre de su voz aún está fresco en su memoria, la forma de sus manos es una textura familiar. Intenta relajarse, como si fuera a caer dormida allí mismo. Al principio, nada. Luego, como un murmullo o una intuición, siente que debe dirigirse a un sitio específico.

Gina abre los ojos y corre por el pasillo, ahora completamente vacío. Cuando llega al fondo y gira, éste continúa hacia adelante. Plano donde debería llevar hacia arriba. Sigue caminando un poco más antes de darse cuenta de que lo había logrado. No sabe exactamente qué es, pero sabe que es extraño, sobrenatural y, que a veces, ocurre en la estación.   

—¿Papá? —susurra. 

—Gina. —No está segura de si puede confiar en esa voz, no se atreve a tener esperanza, pero aun así corre.

Cuando vuelve a girar debe pararse de un golpe. Lo que ve es difícil de procesar. La figura tiene su misma cara, ropa y cabello. Como una sombra viva. Gina da uno y dos pasos hacia adelante y aquello se queda inmóvil. Siente escalofríos al estar en su presencia, pero no se ha olvidado de por qué está aquí. Le pasa por el lado y sigue caminando.

—Papá, ¿estás aquí?

—¿En serio crees que lo vas a encontrar? —, responde su propia voz. Por unos segundos se queda muda, perpleja de que ese ser pueda hablar. Finalmente, se resuelve en contestar:

—Creo que vale la pena intentarlo. —Se dispone a seguir buscando, cuando de repente el ser agarra su muñeca. Está frío al tacto y sólido como un cadáver.

—No vas a ningún lado —dice. Ella forcejea y con la otra mano empuja al demonio haciendo que este pierda estabilidad por un momento.  Sin embargo, se levanta de un salto y lanza a Gina contra la pared. Antes de que haga contacto la escucha repetir: “No vas a ningún lado”. 

El dolor la despierta de repente y cuando abre los ojos está otra vez en la esquina. Se apura a buscar su bus e ir a casa. Navega la estación sin problemas y espera solo unos minutos. No entiende bien qué sucedió, pero no está dispuesta a rendirse aún.  

Ignacio decide pedir una cita a un neurólogo particular. El siguiente miércoles llega a la estación con dos horas de antelación para montarse en uno de los buses que lo lleva al consultorio. Miles de personas toman el bus todos los días y cientos lo hacen al mismo tiempo, por lo que encontrarse con alguien conocido es casi como ser golpeado por un relámpago dos veces.  El rostro de la señora de Hernández se torna tan agitado, que se podría pensar que la electricidad en realidad estaba allí presente.

Ignacio asiente con la cabeza e intenta perderse entre la gente, pero la señora de Hernández se da la bendición y se abre paso hacia él. Por un momento, él hace como que no la ve pero la conmoción que hace a medida que se acerca es imposible de ignorar. Entonces él saca pecho y aprieta la espalda. 

—¡Mentiroso, bribón, sinvergüenza! —Algunos de los demás pasajeros se apartan, dejan libre el camino de la furia. 

—Señora de Hernández, qué bueno que está con ánimos.   

—¡No sea atrevido! Además de caradura e hipócrita. Debería darle pena salir a la calle después de lo que le hizo a mi esposo, que Dios tenga en su gloria. —Ignacio observa las miradas de los curiosos y se siente obligado a defenderse.

—Señora, por favor. Yo soy solamente abogado. Nada más. Hice mi trabajo como lo manda la ley.

—¡Como manda la ley! ¡Sí, todo al pie de la letra, cómo no! ¡Bribón! —Ella va y viene, dividida entre la pena y la furia que la invade. Se acerca unos pasos y luego hace un ademán de irse, pero nunca le quita a Ignacio los ojos de encima. Él, en cambio, permanece inmóvil y no sube el tono de voz, pero comienza a ponerse nervioso.

Es verdad que el caso del señor Hernández no era, lo que se dice, el pináculo de su carrera, pero tampoco cree que se tratara de una acción vergonzosa, y mucho menos ilegal. El hecho era que el señor Hernández había estado vinculado, en menor medida, con un caso de fraude, falsificación de documentos y lavado de dinero. Más allá de la información errónea que le habían dado los autores intelectuales del hecho a Hernández, no había forma de negar sus propias acciones. Ni de evadir la responsabilidad que había tenido de conocer la norma. 

En realidad, el señor Hernández había tenido suerte. No lo habían sentenciado a tiempo en la cárcel, que no es extraño en ese tipo de casos. Tal vez habría estado sin empleo durante un tiempo —Ignacio desconoce las circunstancias—, pero muy seguramente era un posible candidato de los programas de asistencia del Gobierno.  Claramente la esposa está en desacuerdo con tal interpretación, aunque puede ser por el haber quedado viuda estando aún próxima a pensionarse, o por la carga de terminar de criar a sus hijos sola. Ignacio sabe que deben ser momentos duros, pero no cree que tenga que ver con él, ni con lo que sucedió en la Corte.

—Bueno, perdone si la ofendí, pero por favor no mancille mi buen nombre. Yo solo soy abogado, no soy criminal —él contesta finalmente. La gente empieza a amontonarse hacia la vía, por lo que él se asoma a verificar que llegó su bus. 

La señora de Hernández le lanza una última mirada iracunda, pero se contenta con darse otra bendición y se une a la marea de personas que poco a poco llena hasta el último centímetro del vehículo. Ignacio, que tiene menos experiencia, se ve arrastrado y termina espichado en la mitad del autobús. 

Gina regresa a casa, a la hora usual, excepto que esta vez no va sola. Laura practica en el mismo complejo que ella, pero con un entrenador diferente la mayor parte del tiempo. Hoy está enfermo, por lo que regresan juntas. Gina no sabe mucho sobre ella, más allá del deporte. Los padres de Laura la obligan a ir, a pesar de que ella lo considera tortuoso, y el próximo año, cuando se gradúe, lo va a dejar. 

Van para direcciones opuestas, pero los buses paran en la misma plataforma de la estación, así que esperan juntas entre las dos paradas. Laura saca un chicle de su mochila y mientras lo masca se le ocurren mil preguntas que hacerle a Gina. 

—¿Tienes hermanos? Yo quisiera tenerlos, soy hija única.

—Sí, cuatro. Yo estoy en el medio —dice Gina, mientras se mete las manos al bolsillo de la chaqueta y se distrae con el vapor de su aliento.

—¿Y sí se llevan bien? Hay algunos hermanos que no se soportan —y sin dejarla responder, continúa—. Mi mamá y mi tío no se hablan desde que tenían mi edad. Cuando murió mi abuela, todo fue con el abogado.

—Bueno, más o menos. —Pero Gina ya está en otro mundo. Qué cínica era la muerte. Dos días de luto, y luego todo es abogados, herencias y papeleo. Su papá había muerto sin más que las semanas de pensión que tenía y un par de pesos en la cuenta de ahorros. Es bueno que nadie iba a aparecer e intentar reclamar nada, pero le hierve la sangre pensar en quienes se habían enriquecido a costa de él. 

—¿Y los mayores son hermanos o hermanas? Es mejor tener hermanos mayores.

—Ambos hombres. No es nada del otro mundo. —Los mejores recuerdos que tiene de sus hermanos, son de su infancia. Jugaban todos juntos con cualquier tontería. Pero ahora ambos tienen su trabajo y Lucas, incluso, es padre. Gina no conoce a su sobrino porque la madre encontró trabajo en otro país y todos se mudaron. Pensarlo le hace retorcer el estómago, pero no entiende por qué. 

—¿Y cuándo empezaste a correr?

La cara de Gina se ilumina y ella mira a los ojos a Laura por primera vez en esa noche.

—Quién sabe, de pequeña siempre corría. Después empecé con los cursos y como estaba feliz, seguí. —Sonríe y revisa que el bus aún no esté ahí. —Y nada, de un momento a otro estaba ya compitiendo. ¿Y tú?

—Bueno, tú ya sabes cómo son mis papás. Toca, por ahora, seguirles la corriente.

—Sí, los padres pueden ser así. Cuando fui a mi primera competencia, mi papá estaba más ansioso que yo.

—Ya, pero igual ganaste algo, ¿no? —Ella se ríe sin humor.

Tras un silencio incómodo, a Gina le parece buena idea averiguar por el tema de la estación. 

—Oye, ¿crees en fantasmas?

—No, hay que ver para creer —responde Laura con aire despreocupado—. Aunque sí me pasó una vez que iba para mi casa que vi a una señora y creí que era mi abuela. Casi me da un infarto, pero cuando quise volver a mirar ya se había ido. 

—¿Estabas pensando en ella o algo?

—Pues no éramos cercanas ni nada. Pero sí tuvo que ser algo así. ¡Ay mira, mi bus! —Laura emprende carrera para alcanzarlo, y luego se despide con la mano. Gina le devuelve el gesto antes de irse también. 

La próxima vez, todo sucede en la hora pico. Gina va del trabajo al entrenamiento e Ignacio regresa a casa luego de hacer unos trámites. Ambos están perdidos en la marea de transeúntes, vendedores y trabajadores. 

Las filas, el bullicio y los anuncios son un bombardeo constante de información que obliga a resguardarse en la mente. Nadie hace el esfuerzo de captar y entender cada una de las cosas que le rodean. En cambio,  la gente piensa en la cena, en una película que quiere ver, quizá en el trabajo, y así se desconecta del mundo. Las primeras veces puede resultar una tarea complicada, intentas distraerte pero es imposible ignorar ese empujón o aquel pisotón. Pero con el tiempo se hace más fácil, aprendes a mimetizarte y dejarte llevar por el gentío. Hasta que se vuelve automático. 

Gina está rodeada por el tumulto, pero poco a poco emerge del otro lado. 

Ignacio observa su propio reflejo en los pósteres publicitarios, mientras camina por la estación. Apenas reflejan su silueta, que se entrecorta a medida que pasa. Para el observador cuidadoso es posible notar cuando algo cambia, como si el mundo perdiera nitidez.  Pero Ignacio está enfocado en sus propios movimientos. Cuando su reflejo deja de entrecortarse, ya es demasiado tarde para dar vuelta atrás.

Al principio Gina no reconoce el lugar que ve. Es la estación y al mismo tiempo no. Algunos tramos del piso son de madera encerada y en las paredes cuelgan relojes con manecillas ruidosas. Detrás de los mostradores hay figuras organizando montañas de papeleo. Pero al fondo, al borde de la plataforma, alguien camina a zancadas. Le revela la gabardina pesada, con una tela gruesa que delata su antigüedad. Una herencia de aquellas que prometen durar a los hijos y los nietos. Ella corre a seguir a su padre.

Cuando Ignacio se para en seco, su reflejo ya no lleva puesta la misma ropa que él. En cambio, usa un par de jeans negros y una camiseta de The Ramones que su madre había tirado a la basura, hacía muchos años ya. El impulso de tocarlo se apodera de él y al principio ve sus propios movimientos en mímica, pero tanto él como su reflejo parecen darse cuenta de sus temores al mismo tiempo. Se queda paralizado y aquello lo mira de arriba a abajo antes de soltar una carcajada y seguir caminando.

Por un momento lo pierde de vista. Atónito como está, le toma un buen momento entrar en sí. Cuando lo vuelve a ver es diferente, no está solo. A su lado, su hijo lo ayuda a andar. No sabe si seguirlo. No sabe qué es lo que está sucediendo pero debe estar relacionado con la estación, ya que no ha visto o sentido nada extraño fuera. 

Su padre entra por una puerta y Gina lo sigue. Al ver dentro, tiene delante una silla alta de cuero y un escritorio. Como la oficina está vacía se propone salir y buscarlo en otro lugar, pero tras de ella ahora solo está la pared lisa. 

La urgencia no le permite entrar en pánico. Empieza por abrir los cajones. No hay nada que salte a la vista, solo suministros de oficina y carpetas de anillos. En la esquina hay un gran archivador con cajones etiquetados en orden alfabético. Intenta abrirlos uno por uno, pero todos están cerrados con llave excepto uno: el de su propio apellido. No se molesta en buscar otras carpetas ahora que sabe en qué tiene que enfocarse. 

La primera hoja tiene datos básicos, nombre del cliente, tipo de persona, NIT. En la segunda los datos del primer implicado: su padre. Tira la carpeta a la mesa del escritorio y cierra los ojos con fuerza, deseando en vano estar fuera de ahí. Revisa su alrededor otra vez, buscando una solución o una cosa distinta en la que enfocarse. Cuando los abre, nada ha cambiado.

Ignacio sigue a su doble, manteniendo la distancia. La persona que lo acompaña cambia en ocasiones, pero siempre la imagen de su hijo regresa. Se pierden de vista por unos momentos al llegar a la otra plataforma. Al lado del doble ahora está parada una muchacha, que se le hace conocida de alguna cosa, pero no sabe muy bien por qué. 

—¿No la reconoce? —pregunta.

—Debería darle vergüenza. —La voz viene de detrás suyo, pero él sabe bien de quién es. Es la esposa de Hernández.  

Es entonces cuando finalmente comienza a entender el trasfondo de todo esto. No se trata de sucesos al azar ni cosas completamente nuevas. Más bien, tienden a ser recuerdos. Pero ¿es realmente el caso contra Hernández tan importante?, ¿hay algo que ignora?

Recuerda que la última vez había visto su oficina. Si se dirige allí de seguro podrá ver todas las notas sobre el caso. No tiene que buscarla por mucho tiempo, la puerta es de madera y tiene su apellido inscrito y además no ha cambiado de ubicación. Gira el pomo y se encuentra con que ya hay alguien dentro. Es la misma muchacha que acompañaba al doble, pero esta vez es diferente. Algo la hace sobresalir entre el resto de cosas y personas que aparecen en la estación.

Gina se queda paralizada cuando ve a un hombre, ya de edad avanzada, entrar a la oficina. Es alguien que no recuerda haber visto en su vida. Es extraño, en la estación no suelen aparecer personas de la nada.

—¿Quién es usted?¿Qué hace aquí? —le pregunta.

—Soy Ignacio. Esta es mi oficina. ¿Y tú?

—Gina —le responde aún sorprendida antes de caer en cuenta—. ¿Su oficina? No me diga que es abogado.

—Va a ser que sí. Aunque ya me jubilé. 

Ella da una zancada hacia el escritorio, donde todas las hojas de la carpeta están desparramadas y coge un par para luego ponerlas en frente de Ignacio.

—¿Este abogado?¿El de este caso? —Ignacio se inclina para ver mejor.

—Sí, el mismo. ¿Eso qué tiene que ver?

Ella lo empuja con la fuerza de un atleta y él se tambalea. Como una represa que de repente se rompe, Gina llora y grita de la rabia.

—¡Él es mi papá! —Se detiene a pensar y la ira se transforma en tristeza—. Era.

—Lo siento. Que en paz descanse.

—No se moleste. Lo único que quiero es hablar con él. 

—¿Hablar con él? Pero… —Es una locura y no cree que vaya a funcionar, pero no es su lugar arrebatarle a Gina esa esperanza.  

Ella ya se anticipa a lo que él puede pensar de su plan, pero no le interesa dialogar al respecto. Cuando encuentre a su padre no importará más la demanda, ni la indignación, ni tampoco el infarto. Solo necesita hablar con él.

—Bueno, quizá —empieza Ignacio, pero se siente cohibido de repente—. Quizá es más fácil si le ayudo.

Gina no sabe qué responderle. Creía que tenía toda la ira del mundo acumulada contra ese sujeto, pero ahora solo se siente cansada. Sola.

Ignacio comienza a hilar el tema de todo lo que ha visto. Se trata de sus propios descuidos, su obsesión con el trabajo. Lo que hizo en el pasado que nunca rectificó. Podría disculparse mil veces, pero sabe que eso no ayudaría a Gina de ninguna manera. Tampoco se le ocurre una manera de hacerlo. No es posible interactuar verdaderamente con una persona que ya no está. Aunque caótico, este sitio igual parece tener una serie de reglas.

—¿Alguna vez le ha pasado algo bueno aquí en la estación? —finalmente Ignacio rompe el silencio. Ella se ve confundida por el cambio de tema, pero aun así se detiene a pensar.

—La verdad que no. Generalmente es algo terrorífico o me causa ansiedad. Si lo que intenta es detenerme…

—No. Se me ocurre algo. ¿Has intentado salir de la estación?  

—¿Salir? ¿Para qué?

—Creo que la salida es el único lugar que no hemos visto —reflexiona él —. Creo que aquí abajo solo se ven recuerdos negativos.

—Osea, ¿salir, como decir “salí de un problema”? 

—Sí, más o menos. O “salir de algo que me estaba estorbando”.

Es irónico que alguien como Ignacio se haya visto empujado a buscar una solución tan heterodoxa, pero más allá de la risa, Gina cree que tiene sentido. Es el tipo de enredo psicológico que puede pasar en la estación.

—Está bien. Vamos.

Afuera de la oficina, la estación está poco iluminada y el viento sopla enfurecido. La estación se ve igual que siempre, la única ilusión que queda son los dobles de Gina e Ignacio. 

—Tenemos que derrotarlos. No queda de otra —decide Gina—. ¿Cada uno al suyo o cambiamos?

Ignacio lo piensa demasiado. Ambos corren hacia Gina, uno de cada lado. Ella intenta abalanzarse sobre el doble de Ignacio y dejar atrás a la otra Gina, sin embargo, él se resiste. Le da tiempo a ella de unirse a la pelea.

Mientras tanto, Ignacio regresa a la oficina y busca algún objeto que le pueda dar ventaja. Del gran archivador desencaja uno de los cajones metálicos y lo levanta en sus brazos. Corre hacia la pelea pero luego se detiene.  Las dos Ginas son completamente idénticas y ahora que están tan cerca será difícil distinguir a la original. Lo único que puede hacer es mantener su propio doble a raya.  

Gina puede concentrarse completamente en su oponente una vez Ignacio se ocupa del propio. Su fuerza y destreza son completamente idénticas. Un empate en todo sentido de la palabra.

—¡Eres una tonta! —la doble exclama—. Es imposible que intentar hablar con los muertos arregle toda tu vida.

Gina se distrae y la doble la tira al piso. 

—No necesito que arregle nada. Solo lo necesito y ya.

—¿Ah, sí? —En un parpadeo cambia de forma—. ¿Verlo y nada más?

Es una ilusión casi creíble. Solo que demasiado joven y perfecto. Tiene una mirada iracunda que ella solo llegó a ver en un par de ocasiones. Sin embargo, no podría decir que está viendo una foto de su padre enojado, más bien es un reflejo en el agua. Un recuerdo borroso.

A unos metros de distancia, Ignacio usa el cajón para mantener a su reflejo lejos de Gina, pero puede darse cuenta de que no le está haciendo mayor daño. Apenas lo hace dar pasos hacia atrás, pero no lo obliga a evadir ni devolver los golpes. No hace falta mucho para que Ignacio se canse y el doble lo inmovilice contra el suelo. Se retuerce un poco pero no logra moverse ni un centímetro.

—Ríndase —le ordena—. Ya está muy viejo para esto. 

Es impotente desde ahí abajo, como si estuviera enterrado bajo una montaña. Pero si se rinde ahora, el doble atacará a Gina. La busca con sus ojos, tiene esperanza de que ya haya terminado. Pero no es así, en cambio ve que debe enfrentar la imagen de su padre y ahora está en desventaja.

Ignacio tensa los músculos de su pecho y se tira hacia un lado con el mayor impulso posible. El movimiento súbito hace que su doble suelte sus muñecas y libere sus manos. Él  le mete los dedos en los ojos y finalmente logra quitárselo de la espalda. Con los párpados apretados, el doble se aparta hacia una esquina. Ignacio no desperdicia la oportunidad y corre a ayudar a Gina.

—¡Gina! ¡No es tu papá! Es solo una ilusión.

—No se meta, ¿usted qué sabe?

—Hazle una pregunta que no le hayas hecho antes.

—¿Por qué hiciste lo que te dijeron ellos? —Gina le pregunta— ¿Qué te prometieron?

—Tienes que tener cuidado —la imitación de su padre corta la frase y comienza una nueva— …llegar tarde …tengo que trabajar….

Y así continúa repitiendo partes de frases. 

—¡Ya para! —Gina le da una palmada en la mejilla para transformar a la doble de regreso. La Gina que la mira de vuelta ya no le parece tan demoniaca como antes, ahora que sabe que todo viene de su propia cabeza.

—Ya no está, Gina —habla la otra—. Acéptalo.

—Yo solo… quiero volver a verlo.

—Ya sabes cómo funciona.

—Sí.

Ignacio da una última mirada a su doble, que aún está encogido contra la pared. A su lado, como conjurado por un mal presentimiento, su hijo aparece para consolarlo. No se atreve a interrumpirlos. 

—Lo siento. —Su voz se quiebra.

—No tiene que disculparse —le responde Gina, que está mirando hacia otra parte—. Solo cambie.

El camino hacia la salida es solemne. Ambos tienen la impresión de que al salir estarán confinados al lado corriente de la estación y no volverán a ver nada extraño. Ignacio ya comienza a pensar en lo que debe hacer cuando esté allá. Su hijo está a una llamada de distancia, y al mismo tiempo a décadas de resentimiento. 

Gina, en cambio, tiene la mente en blanco. La impaciencia no le da espacio para más. 

Entonces lo oye.

—¡Gina!

Su papá está parado justo antes del torniquete de salida, con los brazos abiertos. Ella se sorprende cuando de inmediato reconoce esa ropa y el peinado que solía llevar cuando ella era niña. Corre a abrazarlo una última vez, se niega a abrirle la puerta al duelo.

—¡Amor, eres muy rápida! ¡Llegaste de tercera! 

Ignacio está demasiado lejos como para oír lo que Gina solloza en el pecho de su padre, pero escucha la respuesta.

—¿Vamos por un helado?

El señor Hernández le da la mano a Gina y comienza a guiarla de vuelta, hacia el primer piso.

—¡Gina! Ven —Ignacio llama, y ella se detiene por un instante—. Vamos, hay que salir de aquí.

Quedarse inmóvil le cuesta a Gina toda su fuerza, incluso con Ignacio sosteniendo su espalda. Ambos observan la silueta y a la niña que va tomada de su mano mientras desaparecen. 

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