Por Guiselle Ramírez Anaya
Empecé a gestar dos vidas nuevas: una de ellas tardé nueve meses en crearla y la otra tardó un poco más.
Estaba sola en una fría habitación, clima normal en todo el año en la ciudad de Bogotá. Tenía en mis manos una prueba de embarazo, en mi mente deshojaba una margarita pensando: ¿Será que sí? ¿Será que no? Pero con la petición latente al universo de que diera un resultado negativo. Creo que nunca se está lo suficientemente listo para ser padre o madre, siempre esperé una segunda oportunidad y prepararme mentalmente para ello, aun cuando a mi reloj biológico se le estuviera acabando la arena.
Pasaron un par de horas y por fin tuve la valentía de hacer la prueba: el resultado fue positivo. No recuerdo haber llorado tan desgarradoramente en mi vida, una profunda tristeza se apoderó de mí. Inmediatamente empecé a juzgarme ¿Cómo es posible que no pueda llorar de alegría? ¿Cómo puede haber tristeza en mí? ¿Qué clase de mujer no se emociona de felicidad al saber que espera un hijo del amor de su vida? En ese momento no entendía la causa de mi dolor, pero era ella quien lloraba, se alistaba para partir.
Desde entonces, las noches empezaron a ser largas. Era necesario sentir el olor del jazmín para poder dormir, funcionaba como una clase de dopaje. Me convertí en un zombi, más allá de los padecimientos hormonales propios de una mujer embarazada, yo sentía que mientras ese capullo divino crecía dentro de mí, otra parte iba muriendo lentamente. Aunque frente a la sociedad y mi familia, incluso frente a mi esposo, fingía que nada pasaba, sentía que si contaba sobre mis tristezas, me enviarían a la hoguera. Mi abuela decía que sólo las brujas no desean tener hijos, pues lo consideran como un castigo de Dios. Por fortuna, ella tenía razón en pocas cosas.
Despertaba cada día con la esperanza de que todo fuese un sueño, presentía que abriría los ojos y me encontraría en mi cama de soltera, mirando los ladrillos rojos del vecindario a través de la ventana, sintiendo el olor de las hojas del árbol de guayaba que sembró mi padre en el patio. Estaría allí esperando con ansias la llegada de la lluvia, solo para sentir el olor que deja en la arena. Guardaba la esperanza de escuchar los ladridos de Martina y que mi madre iba a tocar la puerta con prisa, indicando que se me hacía tarde, como de costumbre. Extrañaba esos días. Las personas suelen decir que se es feliz sin ser consciente, pero yo no, yo me sabía feliz, con todo y la prisa de mamá.
Pasaron casi dos semanas, la autocompasión era mi fiel compañera, solía pensar en lo mal que la iban a pasar mis pulmones, mis riñones, mi estómago y ni qué decir de mi pobre corazón, ese tendría que repetir diástoles y sístoles todo el día, pero ahora lo haría por dos. Mi cerebro ahora se olvidaría de todo, mi pared abdominal se dividiría en dos y mi piel se haría añicos, pero esas eran las más superficiales de las preocupaciones. La verdadera crisis llegó cuando empecé a leer las estadísticas de abusos a niños, los índices de maltrato y matoneo en los colegios, sentí que le haría un daño al capullo divino trayéndolo al mundo.
Siguieron en mi mente miles de cuestionamientos: no volveré a ser la misma trabajadora de antes, mi cerebro se pondrá en modo mamá y ya no seré la máquina de resolver problemas de la oficina, ya no sería la Súper Yo. Pensaba que los jefes ya no me tendrían en cuenta para cosas importantes, pues las señoras con hijos piden muchos permisos; ya no me verían igual, era el final de mi carrera como profesional. Además, no había iniciado la maestría, ya no tendría oportunidad de hacerla, solo quedaría en mi lista de deseos por cumplir.
Eran tantas frustraciones: los viajes pendientes, saber que no volvería a ser dueña de mi tiempo, de mi espacio, de mi sueño y, sobre todo, de mi libertad. Desde el momento de la noticia sentí que me habían atrapado en una cárcel.
El tiempo pasaba pero nada mejoraba. Creí que con el transcurrir de los días mi mente se iba a despejar, que la felicidad de la maternidad por fin llegaría a mí. Quería sentir esa dicha de la que tanto me comentaban mis amigas, familiares y congéneres que decían que estaba pasando por el mejor momento de mi vida y que disfrutara de cada segundo. Yo no entendía de qué manera podría disfrutar que mi espina dorsal se doblara y que cada día fuese más complicado respirar. Noté que la sociedad romantiza de manera exagerada la maternidad, la venden como algo maravilloso todo el tiempo. Estaba segura de que todo hacía parte de un plan para preservar la continuidad de la existencia de la humanidad, tenía la idea de que todas ellas habían pasado por momentos igual de duros al mío, pero lo ocultaban, guardaban esos recuerdos en un cuarto oscuro donde nadie pudiera verlos y así nadie dudaría de las bondades del embarazo y la maternidad, como si un ser malvado y superior manejara sus cabezas.
Pero a mí no me engañaban, empecé a recordar cuántas veces vi llorar y sufrir a mi madre por cuenta de la maternidad. Tuvo cuatro hijos y, aunque nos ama con locura, siempre se quejó de lo duro que eran los embarazos, de lo difícil que era la crianza de los niños y de cómo había sacrificado su vida por estar presente en la nuestra. Sin embargo, esa misma señora fue la primera en exigir nietos y decirme que los hijos son la felicidad de un matrimonio. En ese momento supe que el ser malvado y superior también estaba manejando su cabeza.
Empecé a escribirle a todas las conocidas que ya eran madres. Quizás alguna ya había pasado por una situación similar a la mía. Todas seguían hablando como una propaganda de pañales para televisión y en ese momento sentí que era yo quien estaba mal. Estaba enloqueciendo, mi mente estaba desvariando, sobre todo cuando empezaba a anochecer, eran los peores momentos. La melancolía de saber que la vida tal y como la conocía iba a cambiar, casi que a desaparecer, me arrastraba al abismo más profundo, sentía que me estaba muriendo lentamente.
La soledad se convirtió en compañera de mi tristeza. Por causa de la pandemia, que afectó al mundo con gran incidencia en el año 2021, nadie me visitaba, pues suponía un riesgo para mi vida, así que mis días transcurrían en constantes conversaciones internas. Era yo luchando contra miles de demonios.
En los siguientes días mi semblante empezó a deteriorarse, cada vez me quedaban menos ganas de hacer cualquier clase de actividad, solo quería estar en mi cama. Pensaba que quizás, en un golpe de buena suerte, llegaría el sueño y no volvería a despertar. Confieso que comencé a preocuparme por mí. A esas alturas sentía que algo malo estaba pasando con mi salud mental, pues estaba teniendo pensamientos autolesivos. En mi mente empezaron a rondar pensamientos acerca de desaparecer para siempre. Simplemente no quería despertar y sentir la tristeza tan grande que me agobiaba a diario, no me gustaba esa sensación de haberlo perdido todo.
Miraba a mi esposo como si él fuese el causante de que algo muy grave me estuviera sucediendo, él me había hecho daño con su deseo de tener hijos, él me estaba cortando las alas, había levantado los barrotes de mi cárcel, como un odio secreto. Pero él, contrario a mí, me lanzaba una mirada de amor, me veía como la diosa de la creación y se ponía a mis pies ante cualquier pedido. Hoy debo confesar que era un gran aliciente.
El aceite de jazmín se acabó y con él mis momentos de tranquilidad. Ese día hacía mucho calor, recientemente me había mudado a una ciudad costera para estar cerca de mi familia. Mi esposo salió muy temprano. Esa mañana no compartimos el desayuno, él tenía afán por llegar a su trabajo. Me preparé una infusión con algunas hierbas de menta y maracuyá. Salí al balcón del apartamento y empecé a pensar en la posibilidad que tanto había rondado mi cabeza en días anteriores : ¿Y si solo dejo de existir?
Miré hacia abajo y pensé en la posibilidad de simplemente cerrar los ojos y saltar. En el jardín del primer piso había una niña que jugaba con un perro. Pensé en ella. ¿Cambiaría su vida si junto a ella cayera mi cuerpo sin signos de vida? ¿Tendría pesadillas de solo recordar como la sangre corría de la cabeza de una mujer que resolvió lanzarse del piso diez?
Sentí empatía por ella, me dije que si lo iba hacer debía esperar a que ella terminara su turno de juegos. Esperé pacientemente, con la cabeza muy nublada. Pensaba que si era preciso escribir una nota de despedida, sin embargo, creí que mis argumentos sonarían demasiado estúpidos cuando los leyeran, sentía que lo mío era solo un acto de cobardía. Pero aun así, tenía todo el derecho de serlo y decidí acabar con ese profundo dolor en el pecho y esa tristeza infinita que me producía ser madre.
Pensé en mi familia. Mi madre estaría muy triste, su dolor sería inconmensurable, pero apostaba a su facultad de resiliencia. Mis hermanos tendrían que seguir con su vida, tienen unos hermosos hijos, tendrían en qué ocupar la mente. Los imaginaba hablando de mí en la cena de Navidad o en cada cumpleaños.
Luego estaba mi padre, en ese árbol familiar mental que había hecho. En ese momento recordé su rostro cuando mi esposo le dio la noticia de mi embarazo. Él fue el único en la sala que no sonrió, recuerdo que su expresión se volcó preocupada. Ese día comió más lento de lo habitual. Luego con un poco más de intimidad me abrazó y me dijo: “Ojalá todo salga bien”.
Seguramente mi padre auguraba que todo este asunto de la maternidad sería duro para mí. Me parezco mucho a él. Quizás para él también lo fue, solo que, como yo, no se lo dijo a nadie.
Volví a mirar el vacío, ya no estaba la niña, solo éramos el vacío y yo. Suspiré, miré hacía atrás como en una sutil despedida. Pensé en mi caída, había leído que las personas que se lanzan al vacío tienen un infarto antes del golpe contra el suelo y que por tanto no sentiría dolor.
Surgió una nueva preocupación, mi sentido de la estética salió a flote y pensé en lo horrendo que se vería mis rostro lleno de sangre o quizás el color carmín haría un maravilloso contraste con mi color de piel. La muerte también puede ser bella.
Pero había alguien en quien no había pensado: mi esposo, sería el más afectado con mi posible suicidio. Pensé que no volvería a ser el mismo, no solo me perdía a mí, sino a su hijo, y lo peor, es que no sabría el porqué. Recordé lo sensible que es, lo mucho que lo afectan los problemas familiares. Concluí que él jamás lo superaría, de todos, solo él no podría continuar con su vida. Llevaría una herida mortal de la que no lograría sobrevivir.
Las lágrimas empezaron a brotar, no podía herir de muerte a una persona que solo vivía para amarme y muy dentro de mí sabía que moriría conmigo ese mismo día. Entré y cerré el balcón. Tomé mis cosas y conduje hacia el consultorio del psiquiatra.
Llegué al lúgubre consultorio. No era la primera vez que iba, siempre he tratado de incluir la salud mental en la canasta familiar ¡ah! y no creo en los psicólogos. En la sala de espera contaba los minutos mientras salía una paciente que estaba en el consultorio, pensaba en lo sucedido como una niña que había hecho algo muy malo, pero en medio de mi conmoción interior tenía un sabor a victoria: De alguna manera la vida había triunfado sobre la muerte.
Salió la paciente. Entré algo nerviosa, podría jurar que tenía la frecuencia cardiaca acelerada, pero con la presión baja, síntomas normales en mí cuando hacía algo que consideraba estaba mal. El consultorio estaba frío, mi cuerpo también, temblaba un poco, me toqué el vientre y me sentí una villana. Con toda esa montaña rusa de emociones podría estar afectando al más inocente de la historia, mi bebé. Él no tenía la culpa de todo el desorden de sentimientos que tenía en mi cabeza.
El psiquiatra me saludó en tono algo serio, yo le había anticipado en un mensaje lo que había intentado hacer. Me dijo en tono cortante: “¿Quieres abortar?” y que si era así, él podía emitir un concepto diciendo que la gestación ponía en riesgo mi salud mental y que estaba siendo autolesiva. En ese momento sentí que caí en un abismo oscuro, se me durmieron los labios y las cejas. Me sentí tan culpable, me sentí asesina. La mirada del psiquiatra no ayudaba.
Le contesté: “No abortaré”. Respondió: “Entonces asume la responsabilidad física y emocional de llevarlo en tu vientre”. Continuó diciendo que yo tenía el carácter suficiente para hacerlo, que me hablaba como amigo, que yo podía con eso y más. Salí del consultorio como la niña que siente el dolor de la vacuna, pero lleva un chupetín en las manos.
Llegué a casa. Comí un postre de queso con mermelada de fresa. Empecé a pensar en la decisión que había tomado al interior del consultorio. No iba a abortar, seguiría con mi embarazo, como una mujer normal y contenta de su estado. Desde ese momento me metí debajo de la piel de una mujer que aceptaba su condición.
Habían transcurrido doce semanas de mi embarazo. Fui a hacerme una ecografía obligatoria, ese día escuché los latidos del corazón del capullo divino. Por primera vez sentí algo de lo que tanto hablaban las otras madres, un instinto genuino por conservar su vida y bienestar.
El ecógrafo le dictaba a su asistente: feto con brazos, piernas, cabeza, manos con crecimiento normal, mientras yo veía en la pantalla que efectivamente era así. Sí, ese muchacho ya tenía sus extremidades completas. Juré proteger con mi vida cada pedazo de su cuerpo. Entré en modo guardián del anillo.
La tristeza no se fue, pero empecé a tener un compañero con quien compartirla, mi bebé. Empecé a tener conversaciones con él, le contaba que su madre no era una persona mala, solo que le costaba aceptar la nueva vida. Le contaba lo que hacía a diario, le decía que si le mandaba vibras tristes no era su culpa.
Así fue pasando semana tras semana, el capullo ya daba patadas y las conversaciones eran más fluidas, llegábamos a acuerdos, si íbamos a compartir el mismo cuerpo, al menos debían existir algunas reglas: las patadas no tan fuertes y que por favor no se demorara tomando el té sentado en mi pelvis, dolía.
Él también impuso algunas reglas, había que comer mucho, saludable, pero mucho. No puedo decir que el ser superior ya había absorbido mi cerebro y que ya estaba en modo mamá de comercial, pero el tiempo se hizo más llevadero.
Ya empezaba a entrar al último trimestre, ocupaba mi tiempo y mente en alistar cosas, ropa, bañeras, pañales y demás. Tenía una misión y debía hacerla bien.
Hubo un conato de parto. Llegué al hospital dos días antes de salir de cuentas, tenía un poco de dolor, sin embargo, fue una falsa alarma, me enviaron a casa.
Llegó el día. Mi madre y mi esposo me acompañaban. Mi madre, como nunca en la vida, me peinó. Ese día me hizo una trenza, eso nunca había sucedido, siempre me quejé de ello. Dije: “Vaya que esto es un evento especial”. Entró una hermosa mujer, se presentó, era mi ginecóloga, me dijo que no podría tener un parto natural, que el capullo divino estaba muy grande y había riesgo de desgarro, hemorragia y asfixia del bebé.
Entré al quirófano. Hablé con el anestesiólogo, un tipo realmente agradable, me dijo: “Me ocuparé de tus signos vitales, todo estará bien”.
Me quité la ropa, y me puse una especie de bata azul que tapa todo y nada, todas las enfermeras podían ver mi cuerpo desnudo, pero no le daban gran importancia. Una vez aplicada la sustancia en mi columna vertebral, dejé de sentir mi cuerpo de la mitad hacía abajo, sentí demasiada vulnerabilidad, ese sentimiento no me gustaba.
Pasados cinco minutos llegó la cirujana tapada de pies a cabeza con una bata verde. Solo podía ver sus ojos, parecía amable. Tomó los fórceps, las espátulas y las ventosas y procedió a sacar el bebé. Podía escuchar el ruido de un especie de bisturí electrónico y un cierto olor a carne chamuscada.
El anestesiólogo decía: “Signos vitales normales”. Eso me hacía sentir muy bien, realmente tenía miedo de morir durante la operación.
Mi bebé llegó al mundo dando fuertes gritos. Luego pude verlo. Realmente era grande, era bello, lo acercaron a mi rostro y le di un beso. Se lo llevaron, “¿a donde?”, pregunté, “a darle calor”, respondieron, “tú no estás en condiciones”.
Todo el personal médico decía que el bebé había nacido bien y que ya estaba en custodia del pediatra. Desde ese instante siguieron ocupándose de mí, pero hablaban como si yo no estuviera. Por un momento creí que había muerto y que los escuchaba desde otro plano. Sentí un dolor profundo en el tórax. No, en efecto, no había muerto.
Me llevaron a una habitación a recuperarme, yo aún no me sentía madre, sentía que no había tenido suficiente contacto con mi bebé. Una sensación de alivio se apoderó de mi cuerpo, volvía a ser solo mío.
No pasó mucho tiempo y trajeron a mi hijo. Me volteé y lo vi mirarme por primera vez, solo se me ocurrió decirle: “Eras tú quien estaba en mi vientre”. Lo reclamé como mío y, unos minutos después, ella murió. Sí, aquella que no era madre.
Me despedí de ella suplicándole que me dejara algo de su indomable carácter, de su falta de miedo para lanzarse al vacío, le supliqué que no se marchara, pero no escuchó, me dijo: “Por más que lo anheles, por más que lo quieras, tú y yo no podemos coexistir. Al menos no en estos momentos”.
Se alejó mirándome con una sonrisa en su rostro, como deseándome suerte, con el convencimiento absoluto que me había estaba preparando toda la vida para cultivar ese nuevo ser que hacía unos momentos me miraba por primera vez.
Mi bebé y yo, solos en la habitación. Lo miraba, era tan pequeño, tan vulnerable. Me pregunté: ¿Qué daría yo por él? El corazón mismo si es preciso, me respondí.
Eso fue una sentencia. Había decidido entregarle la propia vida si era necesario. Es que cuando eres madre no tienes opciones, no puedes elegir, solo puedes amar a esa criatura, aunque en ese trasegar entierres tu propio ser.
Una enfermera se asomó, se aseguró que todo estuviera bien y me preguntó cómo me sentía. Le contesté: “Rota”. Sonrió y me dijo: “Estás haciendo un duelo, es un dolor sanador.” Se fue, sin olvidar decirme que procurara darle pecho a mi hijo, que era lo mejor.
Lentamente pasaron las horas, la anestesia empezó a perder su efecto y con ello llegó el dolor que se siente luego de que te han cortado siete capas de piel y músculo. Llegó la noche. Apenas pude dormir minutos. Sabía de la muerte súbita del lactante y simplemente no podía dejar de mirarlo mientras él dormía. El pediatra había dicho que un bebé podía olvidar la función de respirar o que se podía ahogar con su propia saliva o vómito. Entonces me convertí en un centinela. Mi esposo, vencido por el cansancio del día, se quedó dormido. Yo no, debía estar vigilante así me costara la cordura.
Al día siguiente nos fuimos a casa, mi bebé estaba fuerte y yo estaba bien de salud. No había complicaciones.
Empezaron los días del postparto, yo no me había equivocado, ser madre era muy difícil, la lactancia materna inicial me hacía sentir como si cien agujas atravesaran mi pecho de manera simultánea, sentía ganas de llorar, no lo hacía por no asustar a mi hijo. El dolor de la cesárea era terrible, cuando subía el nivel de oxitocina en mi sangre, el útero de contraía y hacía que mi herida abdominal doliera, todo eso mientras sentía el ardor en mi entrepierna, la piel se me había caído por no usar suficiente crema hidratante.
Mi bebé cada día se hizo más dependiente de mí, era como tener un grillete. Las horas en la mecedora eran interminables, aunque el olor de su cabello era el aroma más delicioso del mundo, no era menos cierto que esas horas mal sentadas en esa silla me ocasionaron una escoliosis. Aún lucho con ella.
Ninguna amiga que no fuera madre me volvió a escribir. Seguro se sintieron traicionadas por mí. Las extrañaba.
Mi vida se convirtió en una especie de bucle del tiempo infinito, a partir del día del nacimiento de mi hijo todos los días se repetía la misma historia: no dormir y vigilar toda la noche para que no muera, darle pecho aunque sintiera la agujas atravesarme, verle dormir sentada en silencio en una silla que me tallaba la espalda. Ese ciclo se repetía día a día.
El chico crecía de maravilla. Yo cada vez lo amaba más, pero el amor no hacía que desapareciera el dolor físico, ese amor que aumentaba con el pasar de los días, no hacía que dejara de extrañar a mi antigua yo.
Ha pasado un poco más de un año, ella ha vuelto un par de veces, ha cantado a todo pulmón las canciones de Juan Diego Flórez, de manera pilla ha comido un roscón y tomado una sangría, ha salido a la peluquería y en algunas ocasiones me ha acompañado al trabajo. A ella siempre le digo que la amo, que la extraño y le agradezco.
Ella, muy coqueta, sonríe, dice que no está muerta como yo creía, pero ahora está muy lejos, dice que con el tiempo quizás volverá. Menciona que estará presente en algunos momentos, que se irá acercando un poco más cuando el capullo divino impunemente salga de los brazos de la madre, extienda sus alas y empiece a volar.
Yo, mientras tanto, trato de ser feliz con lo que tengo, trato de vivir una nueva clase de amor, disfrutar en medio del descontento y la vulnerabilidad que me genera amar tan incondicionalmente a un ser que no soy yo.
Ser madre implica perderte de muchas cosas, es como una especie de maldición a la que empiezas a tomarle cierto gusto, pues el amor hacía la criatura te distrae, pero duele, duele con toda el alma.
***
Carta a Antoine:
Querido, ya he terminado de escribir el relato de una gestante. Seguro no sabes de qué estoy hablando, pronto lo sabrás.
Antoine, relato de una gestante es un catarsis que hice en un momento de mi vida que tiene todo que ver contigo. Me refiero al momento en que con todas la energías de mi cuerpo fabricaba cada partecita de nuestro hijo. Recuerdo que una vez te dije: Estoy cansada, creo que hoy le he fabricado los riñones. Tú me miraste con rostro compasivo.
No sé que vas a pensar cuando leas cada párrafo, pero sé de uno que te dejará helado. Te vas a preguntar: “¿En qué momento pasó? ¿Cómo no pude notarlo? Ella parecía estar bien”.
Eres un hombre de sentimientos poco predecibles, debo confesar que me asusta un poco que te enteres de esto, no quiero dañar la armonía de nuestro hogar, pero siento que es necesario que lo sepas, hace parte de mi duelo como mujer. Me he preguntado muchas veces si es necesario que lo leas y siempre una vocecilla en mi cabeza responde: “Recuerda las palabras que él alguna vez dijo: ‘quiero ser lo más transparente posible para ti’. Creo que debo corresponder a ello”.
He decidido ser totalmente diáfana para ti, es por eso que hoy te hablo de este relato. Después de matarme la cabeza pensando en tus posibles reacciones, solo puedo decirte una cosa y quiero que la lleves en tu corazón para toda la vida: tú me has salvado. No solo esta vez, tu amor me ha salvado desde el año 2016 cuando ya no creía que se podía ser tan feliz en pareja, cuando creí que debía conformarme con poco.
Debo reconocer, amor mío, que me has amado con devoción y la mejor forma que he encontrado para corresponder a ese sentimiento es estar junto a ti. Esa tarde decidí no robar para siempre tu maravillosa sonrisa, ese hermoso brillo en tus ojos café, y esa coquetería innata, que habría desaparecido si, llevada por la depresión y el agobio, hubiese resuelto lanzarme desde aquel piso 10.
Amor mío, cada abrazo que me has dado, cada beso, cada baile, todos esos chistes malos, todo eso me salvó.
Cuando te veo en el mar jugando con nuestro hijo, riendo, celebrando cada cosa que hace o cualquier balbuceo, pienso que no tenía derecho a negarte esa dicha. A veces pienso cómo hubiera sido tu vida después de un evento tan catastrófico. La verdad, solo te veo rodeado de dolor y no lo mereces.
Mereces ser feliz, mi querido Antoine. Juntos haremos más llevadera esta nueva vida, que ya sabes, me cuesta mucho.
Ah, hoy Joaquín aprendió a decir agua.
***
Carta a Joaquín:
Amor pequeñito, debo empezar hablándote de una teoría muy importante: el amor y el tiempo no son lineales. Quiero que sepas que te amé desde el primer día que te conocí, ¿puedes creerlo? Pensarás que miento. Dirás que no es posible, pero algún día lo entenderás, se puede amar a una persona con solo ver su ojos por primera vez.
Tú ya conoces de mi relato, todo eso lo vivimos juntos, pero con el tiempo lo olvidarás, no sé a qué edad vas a leer esta carta, solo quiero que tengas una cosa clara, mi conflicto con la maternidad no es tu culpa. Yo resolví junto a papá traerte al mundo, pero no sabía que tendría que sacrificar tanto y eso en este momento de mi vida aún me cuesta asimilarlo
Esto ha sido tan duro, mi amado Joaquín, que me ha dado la valentía de hacer y lograr cosas que había pospuesto por años. Sí, Joaquín, ya te debo la primera cosa: gracias a ti soy más valiente. No has cumplido tus dos años y mamá está en su tercer semestre de maestría, ni yo puedo creerlo.
Nunca quiero que te sientas mal o que piense que te amo menos por haberme sentido de la manera en que lo hice durante tu gestación, no dudes que el amor de tu madre hacia ti es infinito, no me importa el dolor, no me importa el cansancio, sólo me importa que tu estés bien.
Pero debes saber que, aunque tienes la sonrisa más rutilante que haya visto, a mamá le sigue doliendo la espalda y se sigue sintiendo cansada, eso quiero que lo entiendas.
No quiero que sientas que me debes nada, te libero de eso, tú no pediste venir a este mundo. Mi deber es cuidarte, estar a tu lado y guiarte. Amarte me sale muy natural.
Mi muchacho valiente, de pasos firmes, de rostro angelical, te amo desde lo más profundo de mis entrañas, te amo sin reparos, sin condiciones. Espero que a lo largo de tu vida sigas sintiendo toda esta fuente de amor que sentimos tu padre y yo por ti. Mi única ambición, mi querido Joaquín, es que cultives un corazón sano, que aprendas amar y a tener empatía por los demás. Esas cosas salvan.
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