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Por el derecho a gobernar

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Me cuesta entender ese discurso manido de la derecha en Colombia que llama a los electores a unirse contra el candidato de izquierda para “defender la democracia”. Es una paradoja, teniendo en cuenta que quienes vamos a votar por ese candidato de izquierda también lo hacemos en democracia, o dentro de lo poco que queda de ella, porque si algún sector ha sido perseguido para exterminarlo de la escena política en Colombia, ha sido justamente la izquierda.

Desde que los partidos tradicionales en Colombia pactaron con el Frente Nacional la repartición equitativa del poder desde 1958 hasta 1974, y desaparecieron la mayoría de linderos ideológicos entre el partido conservador y el partido liberal, la izquierda ha sido replegada de la contienda democrática, estigmatizada y perseguida hasta nuestros días. De hecho, los grupos guerrilleros en Colombia surgieron justo dentro del contexto del Frente Nacional y lo más álgido de la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Mientras la mayoría de países de Sur América se llenaron de dictaduras militares para evitar que el comunismo se apoderara de los gobiernos, patrocinadas por el imperio del norte, en Colombia fueron las mismas fuerzas políticas aliadas con las fuerzas militares las que se encargaron de alejar a la izquierda de las urnas con gobiernos autoritarios y represivos, mientras nos hacíamos llamar “la democracia más estable de América Latina”. 

El panorama tampoco fue más alentador después del Frente Nacional. Fue el conservador Belisario Betancourt el primer presidente, después de este período, que intentó pactar la paz con la guerrilla en 1982. Del fallido proceso con las FARC surgió, en 1984, un partido político, la Unión Patriótica (UP), que si bien no era de combatientes, inmediatamente fue llamado por las fuerzas reaccionarias del establecimiento como “el ala política de las FARC”. Teniendo este rótulo, que más bien parecía una lápida, entre los años 80 y 90 fueron asesinados más de 4 mil militantes de ese partido en todo el territorio nacional, entre ellos dos candidatos presidenciales, Jaime Pardo Leal (1987) y Bernardo Jaramillo Ossa (1989), y el vicepresidente del partido, José Antequera (1989). Además, fue asesinado el senador Manuel Cepeda en 1994, por miembros activos del Ejército. De esta manera, todo un partido político de izquierda fue sistemáticamente aniquilado en todo el país por un contubernio que se formó entre caciques políticos regionales, narcotraficantes, terratenientes y militares, una fuerza que después se conocería como el paramilitarismo, que permeó las esferas más altas de la política y del Estado, y que sigue gobernando en gran parte del país hasta nuestros días.

El paramilitarismo además arrasó con gran parte de la izquierda intelectual, esa que denunciaba a través de investigaciones, estudios y análisis los desmanes de los gobiernos autoritarios y las confabulaciones de las fuerzas militares y sus aliados para desaparecer cualquier resquicio de izquierda en Colombia. Por las balas de fuerzas oscuras del paraestado fueron asesinados, además de políticos, profesores universitarios, investigadores, periodistas, líderes sociales, ambientales y estudiantiles, y un sinnúmero de personas cuyo único delito era tener pensamientos de izquierda y denunciar las injusticias históricas y estructurales de la sociedad colombiana. 

En este contexto y contra toda adversidad, solo hasta las elecciones de 2018 la izquierda mostró una verdadera vocación de poder para llegar a la Presidencia, con una votación inédita para un candidato que por primera vez, desde la Constitución de 1991, llegó a la segunda vuelta electoral. Este hecho prendió las alarmas del establecimiento que cerró filas alrededor del candidato de la extrema derecha al que se unieron todas las fuerzas políticas tradicionales, incluyendo las cabezas de los partidos liberal y conservador, otrora contendientes políticos, unidos por el pánico de que Colombia se convirtiese en “una segunda Venezuela”, que padece una especie de dictadura desde 1998, cuando Hugo Chávez, exmilitar golpista, llegó al poder por la vía electoral para cambiar la Constitución de su país y perpetuarse en el poder con las banderas de lo que llamó “el socialismo del siglo XXI”, una ficción política sin mayor sustento ideológico o económico que empobreció a uno de los países más ricos de América Latina, y que no ha sido más que una repartija de recursos y privilegios entre los militares y adeptos que acompañaron a Chávez en el fallido golpe de 1992, prolongado por el mandato de Nicolás Maduro, uno de los más fieles y estúpidos seguidores de Chávez.

Sin embargo, como ya lo he explicado en otras de mis columnas, ni Colombia es Venezuela ni Petro es Chávez. Chávez se tomó el poder con la mayoría de las fuerzas militares y políticas de su lado, y a pesar de que sufrió un intento de golpe en 2002, el fraccionamiento de una oposición torpe y ávida de poder, le permitió retomar el control con mayores prevenciones y muchísima más represión. Gustavo Petro no tiene ese respaldo, ni siquiera dentro de sus propios electores, que no cohonestarían un cambio en la Constitución del país para que se le permitiera si quiera reelegirse en la presidencia y mucho menos perpetuarse.

La izquierda en Colombia está luchando un espacio legítimo en la democracia que le ha sido negado sistemáticamente durante décadas a sangre y fuego. Si bien la lucha guerrillera se degradó al punto de que estos grupos con el tiempo se volvieron bandolas delincuenciales organizadas de asesinos, secuestradores, extorsionistas y narcotraficantes, no es allí en donde actualmente se concentra el foco de la lucha política o revolucionaria. De hecho, el partido que fundaron los desmovilizados de las FARC, Comunes, tiene unas votaciones paupérrimas, y quizás este sea su último periodo en el Congreso.

La izquierda actual se está organizando a través de convergencias políticas, sociales y comunitarias lejos de las armas, apelando a las urnas para llegar al poder y a la legítima protesta social para hacerse sentir, esa protesta que surge del abandono del Estado que afecta a los más vulnerables, que deja sin oportunidades a los jóvenes, protesta que surge además desde la reacción popular ante la soberbia de los que creen que los recursos públicos les pertenecen a una élite reducida, que ha convertido sus privilegios en derechos y que creen que los derechos de los menos favorecidos son regalos.

Es así que no se entiende por qué la derecha sigue exponiendo el argumento de que “Colombia debe unirse para salvar la democracia y la libertad”, cuando es por fin que una democracia maltrecha y una libertad reducida le dan la oportunidad a la izquierda de gobernar. Los líderes sociales siguen siendo asesinados por fuerzas oscuras con total impunidad, las llamadas “Águilas Negras”, que nadie sabe quiénes son, siguen amenazando a los líderes de izquierda para disuadirlos de sus aspiraciones electorales, los guerrilleros desmovilizados siguen siendo asesinados incluso dentro de las propias zonas de normalización, y los jóvenes que protestan son capturados y judicializados mientras que las fuerzas que los maltratan gozan de todas las garantías para seguir abusando de la autoridad y ejerciendo la represión. 

Si la democracia en Colombia peligra no es precisamente por la izquierda. Si hubo un presidente que modificó la Constitución para perpetuarse en el poder, no fue precisamente de la izquierda. Si las libertades, los derechos y las garantías constitucionales han sido cercenadas desde el establecimiento, no ha sido precisamente desde la izquierda. Si hay un medio de comunicación que está ambientando una confrontación abierta entre las Fuerzas Militares y el candidato de la izquierda, no es precisamente un medio de la izquierda. Lo que la izquierda exige en este momento histórico es que se le permita llegar al poder por la vía democrática, como corresponde, que se respete la voluntad de las mayorías si así se demuestra en las urnas, que dejen gobernar a otra forma de concebir el país, la sociedad, la economía y las oportunidades. Nada ni nadie puede garantizar que será el mejor gobierno. Ni siquiera se puede garantizar que será bueno, como no han podido garantizar buenos gobiernos las élites que han gobernado a Colombia durante dos siglos, pero la izquierda también merece la oportunidad y por eso está luchando esa oportunidad en democracia.

Es así que el pánico que debería unir al país en este momento no es el de la Venezuela de 1998 que le tocó a Chávez, lejos del espectro social y político de Colombia, sino el de la Chile de 1973 que le tocó a Allende, un candidato socialista que llegó a la Presidencia, resistido por las Fuerzas Militares, y al que terminaron “suicidando” en el propio Palacio de la Moneda para que Pinochet impusiera una dictadura de 17 años.

La democracia nos pertenece a todos, incluso a la izquierda, por eso lo único que se le pide al establecimiento es que respete la voluntad popular expresada en las urnas, y que dejen de decir que “hay que unir al país para defender la democracia”, cuando la palabra “democracia” en este contexto no es más que un eufemismo para que la ignorancia y el miedo defiendan los privilegios de quienes acaparan la riqueza, el poder y la tierra.

*Fotografía tomada de El comercio. com

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