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No es sano

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Hoy me siento abrumado para escribir. Como sin ganas. Estoy tan lleno de desesperanza (o vacío de esperanza, no sé) que sentado acá, al escuchar el tic tac del reloj pegado a la pared, solo percibo que la respiración se me agita con suspiros pensando en cómo afrontar la incertidumbre que representa regresar a un país tan fragmentado, tan dolido, tan descompuesto y tan injusto como lo es Colombia. No sé cómo describir este sentimiento rancio que se me aloja justo debajo de la manzana de Adán, como si se me hubiera clavado una espina hace tiempo que jamás salió de allí. Me pesan los dedos para poderlo expresar como quisiera, pero intentaré que la inercia de las manos sobre el teclado y de las palabras en la pantalla hagan lo suyo.

Ya no soy el joven que va a regresar con todo el ímpetu para cambiar el mundo que lo rodea. No. Me veo más bien como alguien a quien se le envejeció el alma antes que el cuerpo, resignado, aburrido. Un viejito cascarrabias de bluyín, tenis y camiseta que se toma el tinto cargado, sin azúcar y casi frío para justificar su mal genio, que alza la mirada por debajo de las cejas con el ceño fruncido para ver en un televisor empotrado en un rincón de cualquier café de barrio el noticiero matutino. Y mientras sorbo ese tinto amargo, muevo la cabeza de lado a lado como si fuera un tic, resoplando y apretando los dientes como gesto de desaprobación, de indignación, de estupor, de rabia y de tristeza; esos sentimientos que provocan las noticias todos los días en un país que se acostumbró a la maldad con pavorosa indiferencia. Así me imagino.

Me imagino caminando rápido por las calles, con miedo, pasando las manos por cada bolsillo de vez en cuando para verificar que todo lo que llevo sigue allí, que todavía no me han robado, escrutando en la mirada de la gente sus intenciones, desconfiando, retándolos con los ojos aunque ellos no lo sepan para que presientan que también puedo ser un hijueputa de ser necesario, aunque sea solo la fachada, aunque detrás de esa mirada no haya más que un cobarde asustado que correría a la primera oportunidad.

Me imagino diciéndome al espejo cada mañana antes de salir “sé paciente, el tráfico va estar imposible, te vas a demorar”, “el Transmilenio va a estar tan lleno que apenas podrás respirar, sé paciente”, “sé paciente, quizás hoy vas a encontrarte con los carros parqueados sobre los andenes, las motos invadiendo las ciclorrutas y las bicicletas por todas partes. Sé paciente”. Y sé que no lo voy a lograr. No voy a poder ser paciente, andaré por ahí energúmeno, mascullando rabia, como cualquier otro.

No es sano, me digo, no es sano vivir así. No es sana la paranoia, la amargura y la desconfianza, no es sana la tristeza, no es sana la angustia ni el desasosiego. Pero tampoco es sana una sociedad en la que violan y asesinan niños indefensos casi a diario, la mayoría de ellos a manos de sus seres más cercanos. No es sana una ciudadanía en la que un profesional que se defiende de un atraco y mata a sus tres atracadores termina graduado de héroe porque la gente está cansada de que la roben, de que le peguen y de que la maten sin poder hacer nada porque la justicia no actúa, no existe; y porque la autoridad, las pocas veces que aparece, se presenta más para abusar y menos para ayudar. No es sano que se volteen los camiones en las carreteras del país y que la gente no ayude y prefiera robar. Y resulta delirante que si hay un accidente que cobra la vida de los saqueadores, existan personas que se alegren de esa tragedia porque creen que se lo merecían. Eso es perverso. No es sano.

No es sano que a quienes exigen que se respete la democracia y a quienes abogan por un país con justicia social se les trate de odiadores profesionales, de polarizadores, de resentidos, como si querer un país mejor y expresarlo con vehemencia y reclamarlo con rabia fuera para sembrar odio y no la reflexión en un país conforme, apático y dormido. No es sano que la corrupción se disfrace de institucionalidad y que los corruptos se refugien en la majestad de las instituciones para hacer sus fechorías porque allí, en sus cargos, se vuelven prepotentes e invulnerables. Porque cualquier cuestionamiento contra sus comportamientos corruptos o inapropiados es tachado por los biempensantes acomodados en sus sillones de ataque contra las instituciones, cuando son ellos, los reyezuelos, los que se carcomen las instituciones que representan y las llevan al desprestigio.

Hoy me cuesta escribir. Estoy desanimado y triste mientras veo despegar y aterrizar aviones de manera intermitente en donde se acaba el horizonte de mi balcón. Es verdad que extraño a todos los que quiero y están allá. Pero preferiría traerlos y abrazarlos acá. No regresar. Porque la patria se me ha perdido entre todas estas angustias, entre todos estos miedos. Y noto en retrospectiva que mi vida ha sido una eterna huida y que ya no tengo más patria que mis zapatos ni más nación que mis afectos. Que Colombia se me volvió un padre maltratador al que le tengo miedo, al que preferiría evitar de ser posible. Todo lo contrario al padre que tuve, que me amó y me protegió mientras estuvo vivo. El que me inculcó seguir luchando a pesar de todas estas cosas que no son nuevas ni diferentes, porque la Colombia que él conoció y la que yo conocí, no cambió demasiado. Pero Colombia es una eterna agonía y mi padre ya murió. Y a mí las ganas de luchar se me están muriendo también. El aliento solo me alcanza para la resignación, y si me animo un poco, para la indignación. Sé que esto no es sano. Pero es lo que siento. Tengo la patria enferma y no encuentro la cura.

Fotografía tomada de Semana.com

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