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Medicina de guerra

Por James Fredy Bernal Peña

No hay brisa que se cuele en este sombrío rincón del mundo, la humedad del sudor se funde con la oscuridad de la noche, como si se tratase de un mal sueño. No es fácil dormir en el suelo, cada movimiento resulta un acto de descanso, una ensenada de caprichos, reemplazando un momento incómodo por otro que, al final, termina por despertarme. Lentamente el sueño llega como el bálsamo que me permite dormir de manera profunda, salvo que en una sola posición. Quisiera tener más tiempo, poder dormir más. Con el paso de los minutos descubro nuevas dolencias que pensé que no tenía, hasta que ya no puedo más, este vaivén, finalmente, termina del lado de esta realidad. Es oficial: ahora estoy despierto. 

Haciendo un acto digno de contorsionismo, decido sentarme y medito en la oscuridad del lugar, sin poder ver nada, solo pienso en los minutos que pasan y me van llevando lentamente al alba.

Algo resuena a lo lejos, el sonido de una tela que se desgarra rompiendo el silencio, alguien camina pero no le veo, una lámpara de petróleo ilumina el lugar, un hombre grande, corpulento, con una botella en su mano y una gran voz ronca que lo caracteriza, me mira mientras sonríe y me llama por mi nombre, yo no dudo en acercarme, reconozco esa voz. Nos fundimos en un gran abrazo, Tijon me ofrece un trago, advierte que es lo mejor para comenzar el día, una voz un poco más apagada y distante viene tras de él, apenas si saluda con un escueto:

—Buenos días, compañeros…

Victor sale poco a poco de su trance, sentado en su catre, nos ve con el sueño aún en su mirada; aquella persona resulta ser nuestro jefe, Ian. Tijon envenena a Victor como solo lo saben hacer los rusos: con vodka.

Preparo mis cosas para salir, ya no hay tiempo, Kandahar, en Afganistán, no es amable y menos con nosotros, nuestros días comienzan a la madrugada y raras veces terminan de día. Estamos listos en cuestión de minutos. El frío inclemente nos recibe, hay dos autos parqueados esperándonos. Esto no me pinta bien, pero sigo adelante: así son las misiones para nosotros, nunca sabes qué te va a tocar.

Vista del campamento en Kandahar

Ian se decanta en prosa de agradecimientos, hemos venido de lejos, volamos más de dieciocho horas para llegar aquí. Dos tragos de vodka después y el frío comienza a no tener importancia, una botella de agua que compartimos apenas sirve para lavarnos la cara y poner atención a sus palabras, tenemos dos opciones: la primera parece sencilla, uno de nosotros irá con Ian, hay que enlazar cinco repetidores de radio, ajustar frecuencias y conectar cables, el terreno es seguro y no hay presencia de grupos armados en la región. Luce bien, salvo que las conexiones se hacen a cuarenta metros de altura en torres congeladas por el tiempo, mástiles de acero llenos de la incertidumbre del clima.

La segunda, una misión de acompañamiento a un equipo médico, dos galenos de guerra que precisan de una persona que les ayude a transportar material médico, digno de un hospital. Parece más un paseo que una misión y, aunque hay presencia de grupos armados, se nos garantiza el paso hasta catorce kilómetros en auto, de ahí se debe caminar la misma distancia.

 Como la vida misma, cada una trae su afán, con sus ventajas y desventajas, pero las dos bajo el mismo nombre: misión.

No hay mucho tiempo para meditar; mientras comemos una lata de atún y tomamos un café negro, tenemos que decidir; yo nunca he sido bueno en esto, Victor me mira sonriendo:

— Doctor, ¿plomo o altura?

Una sonrisa se dibuja en mi cara, siempre me he maravillado como pone las cosas más fáciles.

—Plomo…— digo con apenas un atisbo de seguridad en mi voz.

Así, sin más, nos despedimos, cada uno con su destino trazado. Ellos salen primero, estaban prácticamente listos, apenas si levantan la mano en señal de: «Nos vemos más tarde», pero quién lo sabe a ciencia cierta.

Dos figuras caminan lento hacia nosotros, saludan cordialmente. Julio me ofrece un trago de licor de cactus mientras me da la mano, lo mismo hace Rafael. Un peruano y un guatemalteco serán mis compañeros. Ellos me explican lo que debo hacer para ayudarlos. Cargamos el auto y sin más partimos con un conductor que no habla nuestro idioma, pero que se presenta como Ali. La noche nos abre paso y el camino cargado de luces maravilla nuestro andar, pero nos sume en el silencio de una ciudad que aún duerme. Ajustamos nuestros relojes y por fin soy consciente de la hora: 3:30 am.

El sol comienza a salir bastante rápido, los kilómetros se agotan, ya son las 6:00 y, aunque llevamos ya horas de carretera, el viaje comienza, al menos para nosotros. Varias personas vestidas con chaquetas de lino, desgastadas por el polvo, el calor, el frío y el viento, pero con fusiles Ak-47 en sus hombros, nos detienen. Saludamos con nuestras cabezas mientras ellos hablan con el conductor que nos indica que debemos bajarnos, somos rodeados por combatientes, curtidos por la guerra, la mayoría son jóvenes que parecen viejos, productos innatos del combate, quemados en el crisol de fuego, generaciones perdidas entre bandos, balas y creencias, pero todos amables. Les ofrezco un cigarrillo y ellos nos ofrecen un café amargo como el miedo mismo a quien porta un arma. Bebemos confundidos y nos separan para tratar de hablarnos, quizás para probar qué tanto miedo tenemos, pero la verdad es que esto no es nuevo para nosotros. No pasan más de veinte minutos y nos permiten el paso. Una vez más vemos como la carretera nos mantiene alerta, nos lleva de un lado a otro por un camino de tierra, de polvo, cicatrizado por la guerra, pues a cada tanto vemos cráteres, casas quemadas, cuerpos tirados esperando, la muerte dormida en el río de polvo.

Una hora más tarde y el camino se vuelve silencioso, dormido, ajeno a la realidad del lugar,  el viento y el calor libres a sus anchas. Finalmente, hemos llegado. De ahí para adelante solo nuestros pies recorrerán el camino. Los morrales al hombro, la botella de agua en la cintura, nuestras manos cargadas con el material, ahora solo nos tenemos a nosotros mismos, nos espera un largo día, no miramos atrás, es nuestra ley, no pensamos en lo que dejamos sino que avanzamos, porque solo tenemos el regalo del presente. Mirar atrás es solo para los que quieren estar cómodos. Hacemos fila india, Julio a la cabeza, yo, que no tengo experiencia, voy al medio; Rafael me vigila a mi espalda, desde cerca.

Quien lidera comienza a hablarme de la guerra, me nombra las misiones y los lugares que le han marcado, yo los escucho atentamente, mientras en la parte de atrás la voz de quien me vigila comienza a darme consejos. Es allí cuando un terrible temor me invade, ahora sé que estoy en tierra de nadie, trato de memorizar las partes importantes de la conversación, esto es otro mundo, aquí la vida ya no es dura, es una mierda, tiene la fuerza para hacerte morder el polvo, a capricho, a su voluntad. Debo aprender rápido a guardar silencio y caminar con más cautela, siento que, si no aprendo rápido de ellos, quizás no regrese. «Debo aprender para sobrevivir», me repito en silencio.

Finalmente tenemos el ritmo y caminar se vuelve una procesión en silencio, cortamos las curvas y tratamos de que nadie nos vea, pero es difícil no sentirse observado, aunque quizás no haya nadie del otro lado.

El camino polvoriento nos permite parar en medio de dos árboles, quiero adentrarme buscando la sombra que el paraje nos regala, llevamos casi ocho kilómetros recorridos, derrumbarme en la sombra es la mejor idea que he tenido en meses, sentir que puedo escapar por un minuto de los 32 grados que me pesan. Pero un brazo me detiene con fuerza; Rafael no pronuncia palabra, mientras su compañero me impide el paso. Por su mirada fuerte y ninguna expresión en el rostro, sé que cometí un error, el cual pudo ser fatal. En voz baja y señalando con su mano, me indican que hay un alambre, que resulta muy difícil de ver, y se desliza con serenidad hasta un costado. Debo reconocerlo, está colocado con sutileza, casi como con arte, justo en el punto exacto, esperando agazapado a cualquier persona que se adentrará buscando refugio.

Julio toma una rama y descubre algunas hojas, veo una placa de metal, con un letrero que reza: «Este lado hacia el enemigo»; pero yo no soy un enemigo, no soy un combatiente, solo soy una persona. Una persona que no escribiría esto. Me siento estúpido, un idiota salvado de entre los muertos. Mi cara lo dice y mi ánimo decae, terminamos sentados en la carretera, compartiendo agua y pan, en silencio, mientras el sol quema no solo mi cara, sino también mis pensamientos.

Fotografía del camino recorrido por James, Julio y Rafael. 

Revisamos nuestra carga: una camilla portable, una carpa de 3×3 metros, maletines con equipo de cirugía, cuatro botellas de whisky, dos de vodka, guantes, escalpelos y un desfibrilador que funciona con energía solar, vendas y gasas: material básico para un hospital. Pero la realidad es que hay que seguir. Sin más, nos levantamos, el equipo de nuevo al hombro, aún queda distancia por recorrer. Decidimos seguir por el centro del camino, nuestras pisadas son apenas la prueba de que estamos vivos. Seguimos avanzando a veces más lento, desconfiamos de cada curva, nos asomamos apoyados por un espejo y avanzamos cuando no escuchamos nada más que el viento pasar, aprendo rápidamente a revisar y estar alerta, lo que al comienzo me parecía difícil, con cada minuto se hace más parte de mí, pero el miedo no se va, lo aprendes a soportar, te mantiene con vida.

Es el medio día, pero no podemos parar, aún falta trecho por recorrer, el almuerzo es una ilusión, un capricho de nuestra mente. Algo nos detiene en el punto donde la carretera se ensancha con majestuosidad. Disparos suenan a lo lejos, la duda nos invade, la mente juega malas pasadas, solo espero que nos disparen en cualquier momento, mi ataque de pánico resulta ser muy jocoso para mis compañeros, quienes se ríen de mí. Me dan a beber agua mezclada con vodka y canela. Término por calmarme y decidimos seguir, pero a lo lejos se escucha un motor forzado, hace mucho ruido, vemos la estela de polvo que se alza, no está muy lejos, avanza con fuerza y decisión.

—¡Somos blanco fácil! —digo fuerte

—Somos el único blanco —replica Rafael.

Rápidamente nos hacemos a un lado del camino, el encuentro es inevitable. Sin reparo, elevamos nuestra bandera blanca, con una cruz encerrada en una media luna, rojas como la sangre. Nuestros morrales al suelo, no queremos parecer una amenaza, nuestras manos temblorosas siempre visibles. En el horizonte aparece una camioneta, desgastada por el polvo y el sol, lleva a varios hombres con fusiles en lo alto, que disparan al aire, todos gritan y, rápidamente, se dan cuenta de nuestra presencia. La camioneta frena en seco y derrapa por la carretera, los hombres en el platón nos apuntan con sus fusiles, gritan cosas que no entendemos. Con nuestras manos en alto se hace difícil respirar, vemos como saltan del auto y se acercan nerviosos, gritan con violencia mientras avanzan, hasta que uno dispara al suelo frente a nosotros. Me siento desfallecer, creo que estoy herido, no siento mis piernas y nada tiene sentido. Permanecemos inmóviles, apenas si giramos la cara esperando nuestro terrible final, pero los segundos pasan y ninguno cae, solo quisiera estar en casa, quisiera ver a mi perro, quisiera un último cigarro, un último abrazo de mamá, una cálida sonrisa y partir para no regresar.

Rafael grita, el único que habla su lengua, los combatientes con camisa de manga corta, la mayoría en pantaloneta, de piel negra, tostada como solo el sol podía hacerlo, con la fiereza que solo la guerra hace aflorar en los hombres, decididos como solo el valor de un fusil te hace, apuntan con una mano y sostienen un machete con la otra, se acercan, miran nuestra bandera y, sin anunciarlo, me toman por el pecho, me jalan con fuerza, me llevan casi a rastras, siento un cañón que me oprime la espalda, me obligan a caminar hasta la camioneta. Allí, tendido en la parte de atrás, hay un hombre. Calculo rápidamente que tiene unos 15 o 18 años máximo; yo no soy médico, pero al verlo sé que está por doblar, casi no sangra, pero se baña en un gran charco de sangre, trato de explicarles que no soy el hombre indicado, pero no hay razones cuando un compañero de lucha se muere, el fusil que me empuja me hace hablar en español. Rafael les explica que si nos presionan no podremos ayudarles, ellos se dispersan ante la orden de quien parece estar al mando, la tensión cesa y mis compañeros se acercan.

—Cómo lo ves, ¿sí aguanta? —dice Julio, para él todo parece normal.

—Mejor que aguante, si no, no salimos de esta —Rafael me mira mientras yo permanezco en silencio, solo quiero que todo esto termine. Luego habla con uno de ellos, se gira y nos pide que instalemos la carpa y que preparemos la camilla.

—¿Van a operar, qué vamos a hacer? —pregunto ingenuamente sin dejar de armar la carpa.

Julio ni siquiera me mira, parece que hablara al aire:

—Haremos lo de siempre: lo que podemos.

Tras unos minutos todo está listo: un quirófano improvisado se erige con fuerza en medio de esta tierra, que parece sedienta de sangre, aquel pobre joven es colocado en la camilla, sus compañeros salen, yo hago lo mismo y comienzo a cerrar la carpa. No soy útil aquí, no sé nada de medicina, pero una voz me detiene, al parecer soy necesario. Yo sonrío nerviosamente, soy de sistemas, trabajo con radios, computadores, cables y conexiones, yo no soy médico. Quiero largarme de allí, pero Julio se acerca y cierra la carpa tras de mí, me explica que para operar se necesitan al menos seis personas: honoris causa, hoy voy a ser médico. Miro al chico que comienza a ser desnudado con unas tijeras que cortan su escasa ropa, veo que tiene un agujero de bala en su abdomen y mientras lo giran, veo el orificio de salida. Ahora la vida me parece un sueño disuelto en el recuerdo, mis ojos se sienten cansados y el mundo me queda cada vez más grande, todo parece que se hace pequeño e insignificante, mis piernas se doblan y me siento liviano, la gravedad me abraza con su manto salvaje, que ahora parece dulce, voy rumbo al suelo, no vuelvo a saber de mí.        

Minutos después, un olor fuerte me despierta, abro los ojos y me rehúso a volver a olerlo.  Julio me ayuda a incorporarme y me ofrece la botella de whisky. Pienso en beber, pero él no me deja, me pide extender las manos y las baña, comprendo que el alcohol me dará algo de la asepsia necesaria para la operación. Tiemblo con fuerza, un escalofrío me atrapa, los veo preparar a aquel chico, apenas si respira, trazan con un marcador a ambos lados, un escalpelo se alza, los dos me miran y me preguntan si estoy listo, yo solo puedo decir:

—No, lo siento… Esto no es lo mío. —No me siento bien, me niego a ser yo mismo, el calor me sofoca, siento que me falta el aliento. La guerra se ve tan diferente en la televisión, pero aquí no hay cámaras, no hay efectos, no hay nada más que nosotros y un joven que ya no es consciente de sí. Julio se acerca y me abre la boca, deposita un chocolate en ella.

—Traga —me dice—, necesitas azúcar, eso es todo. —Parece que esto funciona.

El escalpelo que brilla con su filo certero está listo, quiere cortar la carne, sediento de sangre busca el mejor lugar. Todo es silencio, ahora comprendo, ellos son médicos de guerra y le hacen gala a su nombre, todo es claro, ellos saben lo que hacen, son dos personas curtidas por la experiencia, pero de otra forma. Jamás pensé que se pudiera operar en estas condiciones, pero ahora sé que no hay más, solo se hace lo que se puede con lo que se tiene, en el mundo real estaríamos lejos de ser un quirófano, pero aquí somos la única diferencia entre la vida y la muerte. 

De repente, una algarabía se escucha afuera, son mujeres, gritan con fuerza, se hacen de un lugar en este sitio. Por un momento me siento a salvo, tengo ganas de vomitar. Rafael se acerca y baja la cremallera de la carpa, nos explica que debe salir, le veo tratar de hablar, pero una de estas mujeres le entrega un niño en sus brazos, le empuja obligándolo a recibirlo completamente desmayado. Él ingresa rápidamente, yo me encargo de cerrar la tienda, veo rostros de dolor que se descomponen ante mi mirada. Colocamos al nuevo paciente sobre los maletines que, apostados a lo largo, resultan ser una útil camilla. El paciente, esta vez entre los ocho y diez años, también tiene un disparo en su abdomen. Ya no tiene hemorragia, pues al igual que al otro, no tiene más que brindar, respira agitadamente y su condición empeora con el paso de los minutos.

Mi cabeza se revuelve, ellos comienzan a canalizarlo con una unidad de suero, se miran discretamente, finalmente terminan y parece que estamos solos en el mundo. Esta carpa es nuestro universo, afuera solo hay llanto, un mundo que se recoge entre desolación, pero ahora todo parece reducirse a ese momento, el silencio que avecina la tormenta.

—Bien, la cosa está así, tenemos dos pacientes iguales, pero solo podemos operar a uno —Julio mira al niño, Rafael acaricia su frente.

—Bueno debemos votar, somos tres, cada cual tiene su criterio.

Todo queda en silencio, los segundos parecen horas, la carpa se capotea de un lado para otro con el viento, miro al pequeño tendido y solo veo la cara de mi sobrino, la votación comienza.

—¿Quién por el niño?

Debo confesar que a mí me parece irreal, no concibo la idea en mi cabeza de una votación, pero, aún así, convencido de que tengo la razón, extiendo mi brazo. Sus rostros vestidos de tranquilidad solo me miran en silencio, hasta que una voz se alza con fuerza.

—Un voto para el niño, ahora los que estén a favor del joven…

Sin mediar aviso, los dos alzan sus manos, es claro, he perdido, dos votos a uno.

—Lo siento, nos vamos por el combatiente…

Sin más, las manos se disponen nuevamente a su trabajo, la gasa vuelve a tocar la piel de aquel joven tendido en la camilla. ¡Pero yo no puedo más!

—No, esperen, algo no me cuadra, esto no puede estar pasando, no es posible, eso no es lógico, ustedes están mal, están lejos de la realidad. ¡Exijo una segunda votación! 

Los dos se miran y, con cierta condescendencia, dejan los instrumentos a un lado, yo tomo la vocería y llamo a la votación, pero nada cambia, vuelvo a perder.

Quiero decirles tantas cosas, que su equivocación es garrafal, que la guerra tiene límites y tiene prioridades. Nuevamente la respiración se acelera y siento náuseas, caigo de rodillas sin esperarlo, las lágrimas aparecen en mis ojos, algo se revuelve en mi estómago, vomito mientras me apoyo con las manos en el suelo. Alguien tira de mis hombros y apenas si me incorporo cuando me toman por la camisa y me levantan con fuerza.

—Mira, no sé qué mierda estés pensando, pero no podemos esperar más, necesito que te compongas, si quieres vomitar, llorar, gritar, hazlo de una puta vez, ¡pero ya!… perdemos tiempo, y esto no nos sobra. —Sus palabras, aunque duras, me hacen reaccionar. Las manos de Rafael ponen en las mías el retractor, sé qué debo hacer pero tiemblo con nervios, veo como un cigarrillo se coloca en mis labios y fumo como si nunca lo hubiera hecho.

—No vamos a dejar morir a nadie, pero debemos operar a uno para luego poder ayudar al otro, si pierdes más tiempo, los dos muertos serán tu culpa, así que manos a la obra, doctor.

Albergo la esperanza de terminar pronto, pero todo parece ir en cámara lenta. Los minutos pasan y no me doy cuenta. Me concentro lo mejor posible mientras fumo, de hecho, los tres fumamos. No sé cuánto pasó, calculo que son veinte minutos. Sin darme cuenta, el niño tendido ya no respira. Creo que soy el único en percatarse, la sutura va lentamente, una mano se posa en mi hombro.

—Lo siento mucho, revísalo y anota la hora… ya no podemos hacer nada.

Tomo sus signos vitales, ya se había ido. Con una toalla le cubro el rostro, es todo lo que puedo hacer.

Lentamente me giro y mi prosa arrabalera se escucha con buen tono en medio de la carpa. Les odio, les detesto y detesto esta guerra. Cómo añoro mi casa y la simpleza de los días. Pero es tan solo una veleidad que se desdibuja a medida que mi voz se quiebra, comienzo a vendarlo y lentamente veo como aquel joven comienza a recuperarse. Una parte de mí se siente feliz, pero otra me dice que he fallado, decido quedarme en silencio, no quiero saber más de guerras, no quiero saber más de nada.

Pasada una hora, el combatiente es trasladado al grito de «Allah es el más grande». Ellos celebran mientras las mujeres cargan desconsoladas al chico. Gimen y lloran, todo parece un sueño, una pesadilla de la que no se puede despertar. Los dos grupos se pierden en la distancia. La tarde comienza a caer, la misión debe seguir, nos apresuramos a levantar el improvisado quirófano. La marcha comienza una vez más. Solo sigo los pasos de ellos y cuando la primera estrella se asoma llegamos al lugar señalado. por fin hemos llegado a nuestra meta, una aldea nos recibe con algarabía, las personas salen de sus casas, están felices, finalmente tienen insumos médicos y para ellos una luz de esperanza se hace realidad.

Tiendo mi bolsa de campaña mientras ellos se estrechan en lazos de amistad. Las personas me ignoran y yo a ellas, busco el consuelo del silencio, decido perderme entre mis pensamientos, pero no puedo borrar la imagen de aquel chico de mi cabeza. El cansancio lentamente se hace conmigo y caigo profundamente dormido.

La mañana comienza con el ruido de un auto que resuena con fuerza. Apenas si despierto cuando Rafael se desliza por la entrada de mi tienda, tiene una taza de café en sus manos.

—Marica, arriba, nos vamos, tenemos suerte, el doctor tiene auto y nos llevará al punto de encuentro. Vamos, macho, que ya estás grande, arriba.  —Yo le miro mientras bebo, pero no digo nada.

Lo que ayer fueron travesías, hoy son un par de horas. No hablo durante el camino, veo los cuerpos tendidos al sol, al viento, a la merced de nadie, me siento como uno de ellos, quisiera poder derramar más lágrimas, pero no las tengo. Llegamos al punto de retorno y aquel grupo del día anterior vitorea consignas que no entiendo, están felices, los rumores se han esparcido, somos héroes, salvamos a alguien que, en un par de semanas, estará de nuevo frente al cañón, alguien que disparará y segará vidas, alguien que contará lo que vivió y cómo fue salvado, ¿pero se lo merece?, en verdad no lo sé. Yo me bajo del auto y camino en silencio, nadie interrumpe mis pasos y termino rápidamente en la cabina, queriendo que todo acabe.

Los veo desde lejos tomar café y sonreír, eran mis compañeros ayer, hoy son solo un par de mercenarios sin fusil, personas con las manos manchadas de sangre, celebrando la muerte sometida en desdicha, finalmente toman su puesto.

—¿Qué pasa, doctor?, ¿no dormiste bien? —pregunta Julio mientras me sonríe, lejos de ser amable, y con los rezagos de mi voz, replico «no», en buenos términos. Ellos solo se ríen.

Hemos llegado al campamento, ni siquiera me despido y mi proceso, en vez de mejorar, solo empeora. Compro algunas botellas de vino y decido pasar mi pena navegando entre el alcohol. Aquellos que me ven saben que tuve un mal día, una mala misión y simplemente se alejan. Así somos, así nos quejamos sin quejarnos.

Las horas pasan y me quedo dormido en el suelo del campamento, lejos, donde solo algunos, los más osados, se acercan para darme más alcohol. Es nuestra costumbre entregarnos a la pena y regodearnos en nuestra crapulencia y esperar que pase, que el tiempo diluya la amargura de esta cruenta vida. Despierto con resaca cerca del filo de la media noche, el polvo y la tierra poco me importan. Cierro los ojos y bebo más vino, siento que alguien se acomoda cerca de mí, son ellos, no quiero ni mirarlos, intento tomar de mi botella, pero esta vacía, una mano estira la suya y me convida amablemente.

—No quiero nada de ustedes —me rehúso, veo sangre en vez de vino, son asesinos vestidos de salvadores, pero ellos se ríen e insisten, Rafael toma mi mano y coloca la botella nuevamente.

—James, sé que no es fácil, sabemos que trabajas en sistemas, pero así son las cosas, también nos duele, ojalá lo hubieras sabido antes y, por mucho que nos odies, nada cambiará lo que pasó. 

Los miro con desprecio.

—¿Sabes por qué tomamos esa decisión? —continúa Rafael—, quizás no sirva de mucho, pero voy a explicártelo: cuando decidimos salvar al joven combatiente, lo hicimos movidos porque para su edad ya tiene esposa y al menos dos hijos. Si él muere, estaremos condenando a una familia a la muerte… 

Levanto mi cabeza, le miro como tratando de buscar más que una solución, una razón que me quite este peso de encima. Rafael sigue hablando: 

—Verás, en esta sociedad tan dura y difícil, el sustento de la familia es el hombre, aquí la libertad que conoces solo es un cuento de hadas, mierda que se pierde diluyéndose en el agua de un río de sangre que no termina, aquí, si falta un hombre, la mujer es tomada como esclava, posiblemente sexual, sus hijos o hijas serán esclavizadas de igual forma y morirán de cruel manera, porque no hay nadie que les defienda, están solos. Se perderán en la historia, tendrán suerte de llegar a fin de mes. Pero este joven regresó a casa, se recuperará y quizás, unos años después, con suerte, sus hijos tendrán la oportunidad de salir de esta cruda realidad. 

Sus palabras me sorprenden, esto no me lo esperaba. Después de todo, hay una razón lógica para este comportamiento:

—Ayer se nos fue uno, muy joven, sí, pero solo, sin nadie que lo lamentara, más que su familia, quizás con mala suerte, no sé, quizás sí sea nuestra culpa, pero como yo lo veo: dejas morir a un joven y condenas a cuatro más a la muerte o dejas morir un chico y este se va sin probar las balas, ni el recuerdo amargo de la guerra. No sé si seamos culpables o no, pero así es la medicina de guerra, así decidimos, movidos por acatar el menor de los males, aunque las dos pérdidas sean intolerables. Aquí la vida no vale más que para luchar o para morir matando. Pero ayer un pequeño se fue sin probar la sangre, y sé que no es muy loable, al menos para nosotros, pero se fue con las manos limpias sin manchas de sangre. Ojalá, todos algún día se fueran así, sin siquiera conocer la guerra. 

Las palabras que escuché esa noche cambiaron mi percepción de la guerra, de los límites, de las personas que están viviendo allí, de lo complejo y frágil de mi mundo. Un mundo con una sola mirada, a veces retraída y distraída, de la compleja trama que se extiende entre cientos y miles de paradigmas de mi trabajo y el trabajo de un médico de guerra, no diré que no me sentí mejor, al menos un poco, aún tengo grabada la cara de aquellos dos, a quienes deseo lo mejor.

El resto de la noche lo pasé divagando entre si fuimos o no héroes, y la verdad es que no importa, no somos perfectos y hacemos lo que podemos cuando podemos hacerlo, tomé calmantes para conciliar el sueño durante un par de semanas.

Han pasado al menos seis años desde aquel entonces y aún hay noches que me atrapa la melancolía de la tragedia, pero ahora antes de juzgar y negarme a mí mismo, siempre pienso en los puntos de vista de aquellos que no conozco y trato de entenderlos, aun si no los comparto. Al fin de cuentas, todos estamos en guerra. Y no, no me malinterpreten, la guerra no es romántica, no hay poemas ni canciones que la describan, no hay metáforas brillantes que la endulcen, ni aguas que laven el sudor, ni limpien la sangre que una vez tocamos, por eso hay muy pocos que hablen de ella, porque es mejor guardar silencio, antes que recordar lo que una vez vivimos, lo que una vez fuimos.

La guerra continúa y continuará, sabe Dios por qué, quizás para pulir a aquellos que la viven como yo, que la hacen su trabajo o como aquel que combate movido por sus ideales. Julio y Rafel siguieron su camino y yo el mío, dejamos la piel un día, una tarde de sol precioso, como el más cruel contraste de la vida misma y la lección que nos quería enseñar. Ahora solo somos levedad.

Recuerdo que cuando las personas me preguntaban qué es la guerra, respondía: «Un acto simple de rebelión, de sobrevivir». Pero desde aquel entonces, y ante la misma pregunta, les digo: «La guerra es el presente de muchos y el clamor de otros, la guerra la hacemos todos, todos los días, mientras luchamos por salir a flote. Y ¿contra quienes? Hasta con nosotros mismos, la guerra la vivimos todos; como tiranos o como héroes. A la larga, luchamos nuestra guerra en el silencio, en el presente, para asegurarnos un mejor futuro o el de alguien más. Que a lo mejor nunca llegue y jamás veamos ese día tan anhelado, pero día tras día, batalla tras batalla, es nuestro más preciado legado: el no rendirnos para seguir un día a la vez. Creo que todos tenemos una guerra que ganar y todos, de alguna manera, estamos en guerra».

James con Julio y Rafael en su regreso al campamento base después de la misión.

*Fotografías aportadas por el autor.

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