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Diatriba contra la sacralidad del arte, el maestro gurú y contra mi propio oficio

Por Juan Francisco Florido

La parodia aquí escrita, al estilo del ingenioso Hidalgo, Don Quijote de la Mancha, nace de mis experiencias personales, gente que he tenido el gusto y disgusto de conocer, el maltrato usado como método de enseñanza en el arte y las opiniones sectarias y religiosas acerca de cómo se tiene que enseñar el teatro. También tiene como fuente de inspiración el artículo de Chico Felitti y Beatriz Trevisan titulado «De la escuela de arte como secta (y el abuso en el mundo del arte)», parcialmente traducido al español en la web de Esfera Pública (https://esferapublica.medium.com/acusan-a-escuela-de-arte-por-violencia-f%C3%ADsica-y-sexual-4087c3e2213e), el cual no pude evitar encontrar dolorosamente cercano a mi propia experiencia y a la de muchos y muchas personas, cuyo proceso de formación fue, de alguna forma, paralelo al mío.

En un lugar de Bogotá, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hippie teatrero de los de máscara balinesa colgada en casa, maestro dictador, finanzas flacas y gato subalimentado. Una olla de algo más carve que libra de chatas, arroz con huevo las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún licor de malta de añadidura los domingos consumían las tres partes de su salario. El resto della concluían chaquetas de cuero de diseño independiente, botas Doc Martens de imitación para las fiestas con accesorios aparentemente de lo mismo, los días entre semana se honraba con su saco de lana de alpaca de lo más «fino». Tenía en su casa una AKT que en su ciudad no pasaba de los 60, y una novia que no llegaba a los veinte, y unos sobrinos que así malcriaba como hacía el saludo al sol diario. Frisaba la edad de nuestro artista los treinta y diez años, o más, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador cuando lo requería su oficio en el distrito y amigo de la autoalabanza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Maestro o Profesor (que en esto hay alguna diferencia en los compañeros de proyecto que deste caso se lamentan), aunque por conjeturas verosímiles se dejaba entender que en su falsa modestia no se hacía llamar «maestro»; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad (hasta donde la legalidad, las buenas maneras y la tirria de quien escribe lo permita).

Es, pues, de saber, que este sobredicho maestro, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de teoría teatral con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto del ejercicio del distrito, y aun la administración de su mermado patrimonio; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchos gramos de sus dotaciones personales, para comprar, por lo menos fotocopias o pagar su membresía en Scribd; y así malinterpretó y alabó ciegamente a tantos de sus por él llamados «antecesores en el oficio sagrado» cuantos pudo leer de sus escritos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compusieron los famosos Jerzy Grotowsky, Eugenio Barba, George Gurdjieff, Theodoros Terzopoulos y Antonin Artaud: porque el rigor de su desempeño, y aquellas intrincadas maneras suyas le parecían de perlas; y más cuando llegaba mareado por la resaca a sus lecciones matutinas a desdeñar hipócritamente de la teoría y a enamorar a jovencitas y jovencitos ahí presentes con citas fuera de contexto y amenazas de bajas calificaciones, o ataques personales al cuerpo ajeno: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera que mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra falta de talento a pesar y por vuestra fermosura» y también repetía «los altos cielos que de la divinidad de aqueste oficio divinamente con estrellas se fortifican, y os hace merecedora del merecimiento que merece la nuestra negociación de la calificación vuestra en horarios extracurriculares». Con estas y semejantes razones perdía el pobre demiurgo el juicio, a la vez que hacía perderlo a sus acólitas, y desvelávase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Tespis, si resucitara solo para ello (en caso de haber siquiera nacido, por supuesto). No estaba muy bien con el ácido láctico y los desgarros musculares que la biomecánica le generaba a él y a los suyos, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen enseñado, no dejaría de considerarse mejor que ellos, siguiendo sus ejercicios sin cambiar medio centímetro de sus movimientos; pero con todo alababa en su autor aquel desgaste físico que lleva al umbral del cansancio y de la creatividad como promesa de aquella maravillosa pureza carente de creatividad, y muchas veces le vino el deseo de tomar la pluma, y recopilar sus ejercicios heredados y propios; y sin duda alguna lo hiciera, y aun se los apropiaría descaradamente, si su afición por el alcohol y sustancias sagradas de la madre tierra, su enemistad con la ortografía y continuos coqueteos con menores de edad disfrazados de regaños y humillaciones para posteriormente invitarlas a bailar salsa no se lo estorbaran.

Tuvo mucha competencia con la llamada consteladora de su barrio (que era docta mujer graduada en Doméstika), sobe cuál había sido el más grande maestro de la Polonia de Segismundo, si Jerzy Grotowsky o Tadeusz Kantor: mas Maese Pierre Yves, dueño del bar del mismo barrio y autobautizado así para ocultar la vergüenza que le causaba el criollismo de su propio nombre, decía que ninguno de estos dos era digno del Olimpo y que si alguno se podía comparar, más allá de su provinciano origen brasileño, era Augusto Boal, porque tenía un contacto real con el mundo circundante; que no era melindroso ni hermético y que en su conocimiento no les iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de trago en trago, y los días de denuncia en denuncia, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la ortodoxia de todo lo que leía en las artes secretas del actor, así de ejercicios faltos de contexto, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y debates innecesaios, y asentósele de tal modo en la ideología propia que era verdad toda aquella máquina de aquellos rituales mágicos a los que nunca había asistido, que para él no había otra historia más cierta en el mundo, ni método más sublime que el propio, aun cuando no osara llamarle de tal manera.

(…)

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar el más extraño pensamiento que previamente otros infames ya habían dado en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el oficio de su Arte, con mayúscula, fundar su propia compañía y denigrar de los procesos ajenos (y a veces lisonjear a las posaderas adecuadas) para ejercitarse en todo aquello que él había leído, explotar mancebos y mancebas con el pretexto de la enseñanza y aumentar así su mermada hacienda, excusando todo género de agravio en su sabiduría propia, y poniendo a los suyos en ocasiones y peligros en detrimento de su autoestima, donde humillándolos en público sin reservas, cobrase eterno nombre y fama.

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