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Maternalmente incorrecto

Por Ana Milena Giraldo

—¿Qué consejo de madre me das?

—Que no tengas hijos  —le respondí—. Los hijos son un constante desafío a tu vida, a tus límites. No volverás a vivir cómoda ni podrás volver a dormir. No podrás hacer nada más en tu vida que dedicarte a ser madre.

Para ese entonces, mi hija Verónica tendría unos ocho años y se ufanaba tímidamente por ser todavía una niña, pero muy adolescente. Ignoraba ese saber comunitario de las dificultades y la rebeldía que traía la adolescencia y era para ella un orgullo silencioso sus olores corporales, que ya tenía, y las ansias de manchar de rojo su ropa interior. El tiempo para ella pasaba a veces muy lento. Su cuerpo era fuerte. A diferencia de sus amigos, ella casi no enfermaba, a pesar de que en momentos de histeria yo le decía, injustamente, que era floja y llorona. No me parecía nunca suficiente la cantidad de alimentos que comía, así como tampoco era correcta la forma en que se lavaba los dientes, aun cuando los tenía sanos y sin caries, como le decía su odontóloga.

Las piernas largas. Mis amigas se referían a ella como ‘La Gacela’. Piel canela. Estudiaba violín, pero nunca ensayaba. Estudiaba piano, pero odiaba tener que aprender la ubicación de las notas en las teclas. Iba a clases de fútbol. Empezó clases de equitación. 

Tenía emociones muy fuertes, aprendidas de su madre que me le igualaba en la pataleta, en el cansancio, en la alegadera y en la lloradera. 

Yo de mamá, sólo tenía el seudónimo. Me sentía mamá solo porque así me llamaba Verónica. Una sola vez se atrevió a llamarme por mi nombre, furiosa porque estaba obligada a bañarse y ese día afloraron en ella palabras de odio, palabras silenciadoras y palabras que me reclamaban el derecho de hacer también lo que ella quisiera, como no bañarse. Fue una pataleta que duró poco más de una hora y que cada vez que se agudizaba, su castigo se endurecía, lo que hacía que enfureciera más y terminaba todavía en un castigo peor. Ese día mamá no gritó, no lloró, no pataleó, solo abría la boca para endurecer cada vez más el castigo en un intento de aplicar los consejos de la psicóloga buscando demostrarle que si lo hacía como ella lo recomendaba, iba a ser peor. 

—Si te comportas, puedes pedirme lo que quieras —le dije a Verónica el día que se tenía que sacar una muestra de sangre para hacerse unos exámenes de laboratorio.

Como a todos los padres, me avergonzaba que mi hija se comportara como una niña de ocho años en un mundo hecho para adultos, manejado por adultos, acomodado y fácil para adultos, que castiga con la indiferencia y con la crítica a los niños que se comporten como niños. 

Así que el día de los exámenes de laboratorio, con tal de no pasar vergüenza con el mundo, de no tener que pedir perdón por el miedo de Verónica hacia las agujas, de sus ganas de salir corriendo o de desmayarse al ver cómo salía la sangre de su brazo al tubo, le prometí que haría lo que ella quisiera. 

—Tú siempre sabes decir que no, porque tú siempre tienes miedo, porque tú siempre encuentras más problemas, porque a ti siempre todo te parece difícil, mamá —replicó en medio del silencio que llevábamos camino al laboratorio, pero como en un acto de venganza y de aprovechamiento ante mi ofrecimiento libre, Verónica ese día se comportó lo suficientemente aceptable según los estándares de los adultos, para mi mala suerte—. Salva el gato del techo y lo adoptamos —me ordenó.

La gata, que después la llamamos Atenea, estaba en el techo de una casa, sobre la vía. Maullaba sin parar desde hace algunos días, pero no había cómo acceder a ella. Y debo admitir que soy una persona demasiado cobarde, que sí ve más problemas que soluciones y que cree que la vida es difícil de solucionar, pero ahí estaba Verónica, y yo no podía dar cabida a que me juzgaran por criar una niña con miedo a la vida. 

—Bien. Creo que debemos ir entonces con la policía primero para pedir permiso de ingresar al predio. —Era uno de esos lotes, vigilado pero sin dueño conocido. De la policía nos mandaron a los bomberos. Los bomberos nos dijeron que no podían entrar sin la policía. La vecina, una señora ya de edad con el rosario colgando de su cuello, me dijo que jamás había visto o escuchado un gato por ahí. En Planeación no me quisieron dar el número de teléfono del dueño del predio. De la Secretaría de Medioambiente nos dijeron que no había nada que hacer. 

—Pobre animalito, pero así es la vida —me dijo el coordinador de Protección Animal.

—Pfff, Mamá, así no puede ser la vida —me dijo Verónica ya con una evidente frustración en su ojos.

“No, así no puede ser más para ella”. Hace algunos años, Verónica estaba en un parque donde conoció a Luciana, una niña que le llevaba unos 4 años por encima, piel negra y con un alto grado de autismo. Luciana quiso subir al pasamanos detrás de Verónica, pero escuchó a la distancia que varios niños se le cruzaron por delante y le prohibieron el paso, alegando que ella, por ser ella, no podía pasar. Luciana se asustó y corrió hacia su padre. 

—Así te vas a encontrar muchas personas en la vida, Luciana —le dijo su padre con mucha tristeza. Ese día Verónica también me había dicho:

 —Pfff, así no puede ser la vida mamá. —Y aún hoy recuerdo con autocastigo no haber hecho nada al respecto.

Así que, buscando otra manera, entramos por una puerta de una casa posterior al techo donde estaba Atenea. Tal vez, subiendo por ese techo desde el otro lado, podíamos cruzar y llegar a la gata. La puerta daba a un pasillo largo, lúgubre, oscuro. Tenía puertas cerradas a lado y lado. Una vez entramos y empezamos a caminar por el largo pasillo, entre llantos de bebés y hombres discutiendo dentro de las habitaciones, nos cerraron a nuestras espaldas la puerta que daba a la calle. Con llave.

Entré en pánico y me devolví por el largo pasillo y empecé a tocar la puerta. De adentro hacia afuera. Pero no abrían. Yo gritaba y golpeaba la puerta desesperada, pensando en sacar como fuera a Verónica de ese lugar, pero sin saber conscientemente en ese momento dónde estaba. 

Ella, más sagaz, más tranquila, más certera, empezó a golpear cada una de las puertas que estaban a lo largo del pasillo. La puerta de la habitación 133 se abrió por un chiquitín de cinco años, que aunque no tenía edad para usar pañal, éste todavía se le resbalaba de la cintura por el peso de las necesidades de su propio cuerpo. Con ese frío andino, el niño solo tenía puesto el pañal y una sola media. 

—Hola —le dijo Jholdi a Verónica. Su mamá estaba sentada en la cama, dando la espalda hacia la puerta. No se molestó en mirar con quién hablaba Jholdi, así como no se había molestado en cambiar el pañal a su hijo por un buen tiempo. Tenía preocupaciones genuinas en su mente, mucho más grandes a mi entendimiento, por lo que suponía, la desnudez del niño no le preocupaba tanto como encontrar a su marido quien desde anoche salió a buscar la comida. 

—Vecina, buenos días —le dije para llamar su atención—. Busco al dueño de este lugar para pedirle un favor. Quisiera subirme al techo para sacar un gato.

—Chamaca, don Germán vive en la puerta del lado. Pero él no está a esta hora. Sale a arriar las vacas al lado del cementerio y después vuelve. Pero mientras tanto nos cierra la puerta con llave y yo no tengo llaves pa’brirle porque mi marido salió a buscar plata pa’comprar algo de comer. No demora, si quiere espere. —Pues sí, no tenía a dónde más ir. 

Don Germán llegó antes que el marido de Yaritza. Pero antes de despedirme de ella y de Jholdi, compartimos números de teléfono, para ayudarnos entre madres, para saludarnos, para compartirle ropa que Verónica ya no usaba o juguetes que ya no le interesaban. Ella me compartió una vez hallacas. Me fui ese día de su habitación sin haber sabido si al final su marido había conseguido plata o no para comer.

Logré subir por una escalera al techo y Verónica me esperaba abajo dentro del inquilinato. Creo que debió ver cómo mi rostro cambiaba de colores de pálido, a rojo, a azul, a morado y, a pesar de que era día frío, empecé a sudar. Eso le hizo recordar a ella mi miedo a las alturas. Empezó a hacerme porras, tal como me las hizo esa vez que fuimos a un parque de obstáculos y teníamos que pasar por los puentes colgantes. Su grito de ánimo me obligó a demostrar valentía para no enseñarle a ella que tiene posibilidad alguna en esta vida de ser cobarde, porque como mamá no tengo el derecho de enseñarle eso a mi hija.

Saqué a Atenea del techo, el cuerpo de su madre estaba junto a ella, víctima de envenenamiento, parece haber fallecido de manera rápida pero sufrida. El padre de Verónica, por el contrario, ha venido muriendo despaciosamente desde hace unos largos ocho años. Él ha decidido llevar una muerte larga, silenciosa e inestable, envenenado por las responsabilidades económicas, físicas y emocionales que conlleva criar una hija y que han sobrepasado sus capacidades. Verónica carga en su mente a un padre agonizante, pues se va borrando lentamente de su vida, pero revive dos veces al año cuando él la llama para decirle cuánto la extraña sin realizar mayores esfuerzos para verla. Él empezó a morir, aproximadamente, cuando Verónica tenía la misma edad de Atenea: menos de un mes y medio. Al inicio él fue obligado a ser presente, como se les obliga a todos los padres intencionalmente ausentes, pero la obligatoriedad parece recaer únicamente en recursos económicos y ése no es el interés de Verónica frente a su padre, así como tampoco estuviese interesada en que su padre sea presente porque le fue impuesto de manera obligatoria.  

Atenea estaba a punto de morir, lo que requirió estar nueve días hospitalizada. Durante esos días Verónica y yo hablamos de la importancia de tomar responsabilidades y Atenea iba a ser responsabilidad de Verónica. 

Así entonces, cuando Atenea llegó de nuevo a la casa, requería que Verónica le preparara biberones cada dos horas, que le realizara nebulizaciones todos los días, de despertarse en las noches a verificar que su habitación no estuviese muy fría, prender el calentador, enseñarle a comer paté, triturar las pepitas, obligarla a beber agua, llevarla a su arenero.

Esto ya lo había vivido antes. Los maullidos de Atenea cuando tenía hambre eran como los alaridos de Verónica recién nacida. El tener que levantarse porque no había espera para cambiar el pañal, así como tampoco hay espera para llevar a Atenea a su arenero a hacer las necesidades, si es que no se quiere andar desinfectando y limpiando el piso después. Abrigar a Verónica en las noches que hacía frío, así como prender el calentador una, dos y hasta tres veces durante la noche en la habitación donde estaba acomodada Atenea.  Medicinas, horarios, trasnochadas. No hay posibilidad de decir que no se quiere hacer y, todavía más, no hay posibilidad alguna de decir que no se tienen recursos para sacar la bebé adelante. 

Verónica entonces pasaba sus días en el colegio. Llegaba a casa, comía algo. 

—Come pronto que tienes que hacer tareas y el día te debe alcanzar para hacer galletas para vender mañana porque a Atenea ya se le está acabando la leche… El día se está acabando y aún no has hecho las nebulizaciones… No se te olvide darle las vitaminas… Mañana tienes evaluación de lengua… Por favor, limpia su arenero, llévala hasta allá… Llévala a la comida, intenta que coma, que mastique, que trague… Úntale su naricita de agua para que le de sed… Llévala a la fuente y espera que tome agua… Mañana tienes práctica de fútbol, adelanta las tareas de mañana… Procura arreglar su cama, deja el biberón preparado para dárselo más tarde… Rápido que el día se acaba… No has terminado los ejercicios . 

Verónica de mamá, sólo tenía el deseo. Un deseo fugaz que se desvaneció pocos días después de traer a Atenea a su casa. Se sentía mamá porque Atenea la necesitaba para vivir. 

Había cruzado los límites. Se había sentido desafiada. La habían sacado de su zona de confort. En las horas que antes destinaba para ella misma, ahora tenía que preparar biberones y limpiar las necesidades de otro. Ya practicar fútbol no tenía buen gusto y equitación le quitaba horas en las que podía dormir un poco más. No recordaba dónde dejó el violín y el piano ya estaba desafinado. 

Los días se fueron llenando de tareas, de pendientes, de criar, de trabajos, de conseguir dinero, de responsabilidades por un lado y por el otro. Verónica se empezó a llenar de angustias, de cansancio, de agotamiento, de ansiedad. Solía pedir mi ayuda, que con cariño se la hubiese brindado cuando terminara de preparar la comida, de recoger el desorden, de alistar las loncheras para mañana, el almuerzo para el trabajo y para el colegio, de lavar los platos, de hacer los pendientes. 

—Pero ya me quiero dormir. Estoy cansada y todavía me falta mucho por hacer. Acuérdate que habíamos hablado de ayudarnos las dos en la casa.

—Sí, me acuerdo, pero no he terminado mis pendientes. Si termino rápido te ayudo.

—Pero estoy cansada, me quiero dormir. Mira, escúchame. Trata de entenderme sin criticarme: yo sé que fui yo quien pidió que la trajésemos a la casa, a ser parte de nuestra familia, que siempre te digo que es muy pequeña porque sólo somos tú y yo. Yo la amo y quiero que esté con nosotros por el tiempo que dure nuestra vida o la de ella. Pero estoy cansada, quiero dormir. Quiero levantarme tarde un día. No quiero preparar más comidas, no quiero tener que hacer más galletas, no quiero preocuparme más por plata, por comprarle arena gatuna o por limpiar su arenero. Quiero sentarme a ver televisión y ver una película completa. Yo sé que es pequeña y necesita muchos cuidados, pero mañana tengo mi evaluación de matemáticas y no estudié la tabla del cuatro. ¿Dónde estaba su papá?, ¿por qué no se preocupó por ella?, ¿por qué no le importa? Quiero mañana jugar fútbol. Hace mucho no toco el violín. Ya no quiero correr más detrás de ella para que no se caiga por la baranda de las escaleras o para que no se asome por la ventana porque le da frío, y si le da frío, ¡pues peor! porque entonces vuelve a enfermarse y otra vez tengo que hacer nebulizaciones y otra vez hay que prender todas las noches el calentador y apáguelo y préndalo y apáguelo y préndalo. Ya no quiero ver más si hace popó duro o popó blandito, y en este momento no me importa si ya tomó agua. Tengo frío y quisiera jugar en la computadora pero ya son las nueve de la noche y mañana, ¡otra vez me toca levantarme más temprano! Ayúdame, yo no puedo hacer más esto sola y me siento sola haciendo esto. ¿Acaso a ti no te importa? Así no puede ser la vida, mamá. Yo la amo, entiéndeme que yo la amo, y no sé por qué estoy llorando. ¡Yo también tengo derechos, mamá! Y mira, ya se fue rodando por las escaleras, y ahora tengo miedo todo el tiempo, pensando mientras estoy en el colegio si se subió por la baranda o no, miedo de que no coma lo que necesita, que no suba de peso, que no tome agua. Me da miedo que se quede sola, me da miedo no estar con ella. Y cuando te digo estas cosas, tú siempre respondes “Sí, yo sé”, pero no mamá, tú no sabes, tú no sabes lo cansada que estoy, tú no sabes todas las cosas que yo tengo que hacer, tú no sabes y a ti no te importa, ¿y sabes qué?, le he contado a mis amigos todo lo que hicimos para traer a Atenea, ¡les dije que hasta te subiste al techo!, ¡y a nadie le importa! ¿Por qué no se dan cuenta de todo lo que pasó?, ¿por qué no se dan cuenta de todo lo que hago?, ¿por qué no les importa todo lo que tengo que hacer todos los días? y aún así, me siguen dejando tareas, sigo teniendo evaluaciones, ¡ahora tengo que hacer ese estúpido robot con cajas para ciencias! ¡¿Por qué a nadie le importa?! —Verónica se llenó de ira, de agotamiento, de frustración expresadas en esa retahíla y en esa pataleta.

El resultado de los exámenes de sangre de Verónica llegó esa noche y sus niveles hormonales eran más altos. Esa misma noche se menstruó por primera vez. Fue el anuncio de una pubertad que llegó biológicamente antes de lo normal. Después de llorar incontrolablemente, se quedó sentada en el sofá, suspirando entrecortadamente como consecuencia de la histeria, con Atenea ronroneando en su regazo y ella pasando sus dedos entre su pelo con delicadeza.

Ahora los cambios en su cuerpo no iban únicamente a estar sometidos a la mirada crítica de hombres y mujeres que juzgarán el crecimiento de sus senos y caderas, que van a ser irremediablemente o muy pequeños o muy grandes según los estándares, sino que también  estaba ya preparándose para cumplir el destino biológico dado a las hembras: la supervivencia de la especie, una responsabilidad que lleva implícitamente la norma de hacerlo en silencio, porque no hay nada más molesto para la sociedad que los niños y las madres que hablan sobre ellos. 

Todo esto sucedió la misma noche en que Verónica renunció a ser responsable de otra vida que no fuese más que la suya, renunció al deseo de ser madre. Quería dedicarse sólo a lo que le gusta, a lo que llena su espíritu y alma: a tocar violín, jugar fútbol, aprender piano, montar en caballo, ver una película completa, dormir toda la noche, salir y volver a la hora que quisiera y al destino que ella libremente eligiera por los días que se le dieran en gana. Sobre todo, quería hacerlo sin ser juzgada, criticada y señalada, así como podrían hacerlo los hombres, la mayoría de veces. Pero sabía que esos deseos podrían solo cumplirse cuando Atenea pudiera valerse por sí misma en casa. 

Finalmente esa noche, lo que entre líneas Verónica manifestó, fue no querer cumplir lo que biológica y socialmente se le tenía destinado hacer como mujer. Se daría cuenta de que ese pensamiento la iba a llevar años más tarde a ser parte, como a muchas otras niñas, de la revolución más larga que han librado las mujeres por décadas.

Yo, mientras tanto, estoy nuevamente en sesión con mi psicóloga, descifrando cómo acomodarme resignadamente al destino que acepté sin cuestionarlo antes, como lo hizo Verónica. 

—Bueno, pues así es mi vida —terminé por decirle a la psicóloga. 

Aún tenía tareas inaplazables por hacer, como prepararle comida a Verónica. Quería simplemente salir pronto de esa tarea, pero lo rápido en la mayoría de casos no es lo adecuado. Le serví un plato de pasta blanca sin sabor a Verónica en la mesa, pues el queso artificial que acompañan los macarrones terminó en el piso cuando yo me dejé invadir por el cansancio y abrí agresivamente el paquete. Mi histeria vino acompañada de maldiciones hacia el queso en el piso y con mi hija esperando su comida en la mesa y sus ojos puestos en aquella escena de la cocina. 

—Mamá…

—Por favor, no me digas que no te lo vas a comer, ¡eso es lo que hay para comer y te lo comes!

—Mamá, ¡espera!. Tranquila…. lo estás haciendo bien. Siéntate tú también a comer. 

Sentadas las dos en el comedor, entre risas, pastas insalubres y pan tajado, contamos y recordamos las veces que Verónica se ha caído frente a su enamorado en el colegio, o cuando se nos pinchó la llanta del carro camino a una fiesta de Halloween y salimos a pedir ayuda en medio de la avenida disfrazadas de brujas locas, o cuando se nos rompió la bolsa de la ropa sucia en el parqueadero del conjunto sin darnos cuenta y los vecinos aparecieron en nuestra puerta con nuestros pantalones, camisas y ropa interior…

Esa noche, me dormí con Verónica en mi regazo y Atenea ronroneando.

En un futuro cercano, Atenea será operada para evitar quedar embarazada. A Verónica le quedaría todavía enfrentarse, si quisiera, a un largo camino de tutelas, demandas y explicaciones para hacer valer su derecho de hacerse la misma operación.  A mí solo me queda esforzarme por sembrar en Verónica suficiente amor propio, para que tenga las fuerzas necesarias de enfrentar la frustración que le generará el haber tomado cualquiera de los dos caminos que marcarán el resto de su vida: ser o no madre.

Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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