Por Francisco Javier Méndez Giraldo
Sé que el miedo va a volver. Por un tiempo he logrado esconderme, perderle el rastro, ocultarme de él. Pero sé que volverá, por lo que, siendo coherente con mi personalidad obsesiva, he pensado constantemente en la manera de afrontar la situación. Al final, después de mucho cavilar, he llegado a una arriesgada conclusión: cuando el indeseado visitante se cuele en mi frágil estado emocional, lo recibiré con los brazos abiertos, invitándolo a pasar a mi organismo; con la esperanza de que algún día podamos convivir.
Hubo un tiempo en el que yo, Esteban Molina, me sentía parte de la ciudad. Sus calles me acogían, ella me brindaba su abrazo tóxico en cada bus que pasaba, cuando caminaba anónimo entre la multitud formaba parte de ella, las esquinas me traían recuerdos de momentos felices y no tan felices. Por aquel entonces yo era un joven de 19 años recién salido de la casa de mis padres, ubicada a 30 minutos de la entrada occidental a Ciudad Capital, viviendo solo en un barrio modesto y algo bulloso, desde donde hacía de lunes a viernes el trayecto a la universidad a la que acababa de ingresar a estudiar Historia. Esto último, gracias al apoyo de mis padres quienes, no está de más decirlo, me soportaban económicamente.
Si bien es cierto que había ido a Capital varias veces, nunca la había experimentado del modo en el que lo hice en esa época. El transitar de manera cotidiana sus avenidas y callejones me hizo notar detalles en ella que antes no veía: un barrio de edificios torcidos que, a pesar de ello, no se habían desplomado en 20 años, una mezquita en un país orgulloso de su catolicismo, una frase escrita sobre una pared de afán en alguna protesta, un maniquí roto en algún escaparte. Todo ello contribuyó a que se me despertara una curiosidad insaciable que me llevaría a dar largas caminatas con la intención de descubrir ese mundo de edificios y locales comerciales.
Pero esto cambió, no sabría precisar en qué momento, pues no hubo, al menos hasta donde me da la memoria, un hecho concreto que rompiera mi relación con la urbe. Simplemente sé que sucedió. Tendría unos 23 años cuando me empecé a sentir ajeno a aquel escenario gigante, con millones de habitantes, en el que había vivido el tramo más reciente de mi vida. Como si algo me indicara que ese ya no era mi hábitat y que debía abandonarlo lo más pronto posible. A pesar de no saber a ciencia cierta qué ocurrió, he sacrificado varías horas de sueño y estudio pensando en el origen de esta ruptura, con la creencia de que allí está la clave para retomar la vida que venía llevando y que tanto disfrutaba.
Sin embargo, en un proceso como este, que no tiene un «hecho fundacional», sino que se va dando de a pocos, una dificultad importante para encontrar su razón de ser es el no saber en cuál de las partes involucradas está el problema. Es decir, que no sé si lo que cambió fui yo, fue Ciudad Capital o fuimos ambos. El caso es que, por un lado, empecé a ver noticias en redes sociales de robos y eventos de violencia en lugares que yo solía considerar seguros, tales como las estaciones donde esperaba los buses de transporte público o ciertos lugares de la ciudad que transitaba con frecuencia. Además de ello, hay que admitir que Ciudad Capital es un sitio donde las cosas se hacen improvisadas, por lo tanto, son muy propensas a no funcionar del todo bien, por lo que los accidentes son bastante comunes, algunos de los cuales rayan en lo ridículo.
En complemento de lo dicho, mi imaginación, ya de por sí hiperactiva desde que era niño, me llevaba a ponerme en esas situaciones, como si fuera yo y no otra persona en una pantalla el que estuviera siendo robado, apuñalado o atropellado por un bus, a tal punto que lograba vivenciar de algún modo la angustia ajena como si fuera propia.
La cosa empezó en lugares determinados, probablemente en los puentes peatonales, donde me sorprendía constantemente sintiéndome incómodo en medio del gentío, justo antes de que me invadiera un vacío que terminaba por convertirse en una angustia fastidiosa, algo así como el temor que nos da cuando vamos a entrar a una cirugía que sabemos nos va a doler. Recuerdo que lo único que pensaba en esos momentos era en salir corriendo, en escapar con las piernas temblorosas y las manos sudando hacia un sitio seguro donde recomponerme. Sin embargo, no lo hacía, pues creía que restándole importancia al asunto este terminaría por desaparecer. No pasó mucho tiempo para que estos episodios empezaran a atormentarme con mayor frecuencia, ya no solo en los puentes sino en cualquier rincón de la ciudad.
No obstante, la sensación era controlable, por lo que podía de algún modo continuar con mi vida. Mas la cosa no iba a detenerse ahí. Con el pasar de los días fue germinando en mí la semilla de aquel intruso que de algún modo terminaría casi que por obligarme a cumplir detención domiciliaria.
A partir de cierto punto, que de nuevo no puedo precisar, el vértigo me poseía de tal forma que sentía que me iba a desplomar sin aviso previo. En esos momentos veía el mundo a través de las gafas de la desesperación, las cuales transformaban mi alrededor en un desfile de rostros hostiles y suelos movedizos, donde no sabía si primero iba a ser atacado por un ser humano o tragado por un hueco aparecido de la nada debajo de mis pies. Mis pensamientos se amontaban en mi cabeza, augurando un futuro nada agradable. De pronto, perdía el control sobre ellos y se volvían pesados, tan pesados que me empujaban hacia abajo como si fueran a clavarme en el cemento. Y de repente sucedía: yo ya no era yo, sino una masa de carne y huesos tensa que se sostenía de alguna baranda que me diera estabilidad. Lo poco que quedaba de mí, trataba de retomar el control de aquellas extremidades agarrotadas, mientras contemplaba la escena como si la estuviera viendo desde afuera, como si ese cuerpo ya no me perteneciera y de algún modo lo tuviera que negociar con esas ideas endemoniadas que se rehusaban a dejarme en paz.
Al final, de algún modo, sacaba fuerzas de no sé dónde y lograba regresar a mi domicilio. Pero llegaba exhausto, como si en vez de estar realizando una actividad corriente, como pasar un puente o coger un bus, hubiera estado en una de esas películas de terror donde por más que los protagonistas corran, el asesino los alcanza caminando casi que con pereza. Solo encontraba tranquilidad en mi casa, en la universidad y en el trayecto entre ambos; de resto allí estaba el miedo esperándome para acompañarme a donde quiera que fuera.
El habitar una metrópoli hostil donde la gente se las arregla para tener una cotidianidad en medio de la violencia, la precariedad y la delincuencia, tampoco es que fuera de gran ayuda. Algún día haciendo caso omiso a aquella voz que me advertía que si abandonaba mi «cueva» iba a aparecer aquella horrible sensación, decidí visitar a mi amigo Joaquín en su casa. Su hospitalidad me hizo olvidar por un momento de mis temores, pudiendo encontrar algo de paz en sus palabras y sus gestos, pero al salir de su cálida morada no alcance ni a cerrar la puerta que daba a la calle cuando me percaté de que el miedo estaba allí al acecho. Traté de ignorarlo.
Pero me fue imposible obviarlo y a medida que me alejaba de la casa, la ansiedad iba en aumento. Cuando empecé a subir el puente para cruzar la avenida, el vértigo fue tal que sucumbí al impulso de mandar la mano para agarrarme de algo, con tan mala suerte que ésta aterrizó sobre la maleta de un transeúnte. Aquel hombre se volteó y con una fuerza descomunal me clavó un puño en la nariz; la sangre empezó a descender por mis labios que trataban de explicar sin resultado la situación. No alcancé a salir de la sorpresa cuando sentí el impacto de una rodilla que me dejó sin aire, seguido de un sonoro: «¿Qué le pasa hijueputa? ¡A mí no me va a robar!». Me doblé y me tiré al suelo. En esos instantes de confusión solo atiné a cubrirme la cabeza por si venían más golpes, ya fueran del tipo que me había dejado fuera de combate o de alguna de esas «personas de bien» que tienen la costumbre de patear en gavilla a los presuntos ladrones y luego, cuando ya el daño está hecho, preguntar qué pasó. Afortunadamente los golpes nunca llegaron. Después de un rato me pude incorporar para coger un taxi que me llevara con el cuerpo y el orgullo magullados a mi hogar.
Este suceso, junto a otros que por fortuna fueron menos violentos, me llevaron a salir cada vez menos de mi casa. Primero, suspendí mis caminatas sin rumbo fijo. Después, empecé a inventar excusas para no verme con mis amigos y, en última instancia, solo iba a comprar lo necesario para vivir, a un par de cuadras de mi morada. El hecho de haber terminado materias en la universidad y solo tener pendiente el trabajo de grado, me permitía asistir a la misma una vez por mes, por lo que no tenía realmente impedimentos para mi encierro voluntario.
Y aquí estoy escribiendo esto, como para matar el tiempo entre latas de cerveza vacías y empaques de comida de microondas. Han sido días difíciles. Si bien es cierto que al principio me sentía aliviado de poder evitar que el miedo me destrozara la psique, no me puedo negar que las cosas que realmente quiero están fuera de la comodidad de mi lugar de residencia. Unos cuantos metros cuadrados son muy poco espacio para una vida de sueños y metas.
Hay quien dice que el miedo es ansiedad acumulada y en mi caso no le falta razón. Durante mi reclusión dentro de estas paredes desde las que narro lo que he experimentado, he tenido mucho tiempo para pensar acerca de ello. La percepción de que me iba a desplomar se daba por la suma de pequeños eventos que me provocaban malestar, acumulándose dentro de mi cuerpo hasta formar una maraña de efectos nocivos. Andar por la calle con los carros pitándome al oído, cruzarme con otros peatones mientras camino, pasar un puente o hacer trasbordo en el transporte público son cosas que aisladas me producen estrés. Supongo que esto es normal, pero cuando tenía que hacer varias de ellas en un solo trayecto, la sumatoria me sacaba de mis cabales.
Ahora me sucede lo mismo, solo que la ansiedad no se transforma en miedo sino en depresión. Pequeños pensamientos aparecen en mi cerebro, generalmente reprochándome a mí mismo el hecho de no ser más ese joven inquieto y curioso que soñaba con comerse el mundo y que actuaba en consecuencia. La cantaleta que me doy constantemente se ve agravada cuando pienso en que las demás personas están cumpliendo sus objetivos mientras yo veo videos en youtube sobre lugares a los que, de seguir así, nunca iré. Y de repente me empiezo a sentir como una estatua. Mientras todo el mundo se mueve, tiene citas importantes, va a sitios maravillosos y conoce gente interesante; yo estoy paralizado, quieto, estático ante el pasar del tiempo que va deteriorando la piedra y la carne. ¿Cuánto tiempo llevaré sin enfrentarme a Capital? Quizás un par de meses.
No obstante, estos mismos pensamientos que me llenan de una tristeza profunda, paradójicamente, también traen algo de esperanza. Si todo el mundo es capaz de desenvolverse en ese manicomio a campo abierto que es Ciudad Capital, yo también debo poder. Puede ser que los episodios de violencia hayan aumentado, como lo he intuido durante estos meses, pero sigue habiendo gente que sigue adelante sin siquiera reparar en ello, por lo que la situación no debe ser tan grave como yo mismo me la he pintado. El problema por ende debo ser yo, lo que significa que la solución tendría que estar en mí.
Con esta última reflexión en mente hoy he decido salir, por eso sé que el miedo va a volver, porque me harté de este aislamiento autoimpuesto. He cogido mi chaqueta y he pisado el asfalto, sin saber a dónde ir, pero con la convicción de tener que llegar a alguna parte, no importa el destino siempre y cuando esté fuera de esta celda. Camino, voy mirando a la gente y me empiezo a poner nervioso, pasan los carros y la angustia se intensifica, pero no me pienso dejar vencer. Sigo andando con paso decidido unas cuadras más, hasta que mis pies firmes se vuelven dubitativos y cada paso los va debilitando. Sin embargo, me sigo moviendo, lo importante es no quedarse quieto. Llego a un puente peatonal y lo atravieso con gran dificultad, con el rostro trastornado por el vértigo, logrando de algún modo inexplicable llegar al otro lado. Continúo con mi trayecto a ninguna parte por más o menos otros quince minutos.
Pasado este lapso decido que ya fue suficiente por hoy y me dispongo a desandar el camino andado. Al llegar al puente me altero bastante y a la mitad de la subida me devuelvo, pues no me siento con fuerzas para atravesar toda la estructura de metal. Vuelvo a intentarlo, pero de nuevo lo mismo, otro intento y nada. Al final me rindo y tomo un taxi gastando la poca plata que tenía en los bolsillos. Creo que mañana no voy a poder comprar cerveza. Llego a casa con un sabor agridulce: he salido, pero el miedo me ha ganado la partida.
«Miedo, miedo ¿en qué habíamos quedado?», me digo a mí mismo mirándome al espejo esa noche. «Sabía que ibas a venir, pero no así. Debemos por lo menos soportarnos el uno al otro y para eso tienes que dejarme hacer aunque sea lo básico, lo que hace todo el mundo». Finalizada la frase me acuesto. Me gustaría decir que a dormir, pero la verdad es que no pude conciliar el sueño, las horas nocturnas se me pasaron pensando en cómo iba a hacer para manejar la situación, sin hallar respuesta.
Y otra vez encierro. Los días pasan y me empiezo a desconectar de la realidad, las personas y lugares que solía frecuentar están cada vez más lejanos. Si bien no he avanzado nada del trabajo de grado, este me sirve de excusa para no ir más allá de la tienda donde compro provisiones. El tiempo lo gasto recordando lo que ha sido mi existencia hasta ahora y pensando en qué hubiera pasado si hubiera actuado de otro modo en momentos puntuales de la misma. Es una actividad que en principio puede ser divertida, pero que se vuelve tediosa y agotadora cuando después de dos horas de sopesar las posibles respuestas que me hubiera dado Lorena hace diez años, de haberle revelado lo mucho que me gustaba, la alarma de un carro me recuerda que en este momento no hay Lorena ni respuesta, solo yo tendido en una cama queriendo haber sido más decidido, mientras miro al techo.
Una tarde, mientras dormía a deshoras, como se había vuelto costumbre en mí, sonó el celular. Era Juan David, un amigo de la universidad con el que había hecho y deshecho en la que considero la mejor época de mi vida, es decir, los primeros años en la carrera de Historia. Contesté sin ganas:
—¿Aló?
—Quihubo, Esteban ¿Qué hace?
—Aquí en la casa dándole al trabajo de grado, ¿y usted?
—En donde Martín, que hay farra, caiga.
— Uyy, parce, me gustaría resto, pero estoy re colgado con esta vaina.
—¡Qué va! Lleva diciendo eso como tres meses. Deje de sacar excusas.
—Marica, es a lo bien.
—Bueno, pues usté verá, entonces pillamos.
—Vemos pues.
Al colgar, una frustración enorme se apoderó de mí. Mientras daba vueltas entre las cobijas, pensaba en lo mucho que me hubiera gustado ir donde Martín, pero sabía que el camino de ida y de regreso serían experiencias horribles. También reflexionaba sobre lo solo que me sentía en esto, pues no había querido contarle a nadie el motivo real por el que decidí alejarme de todos. «Quizás este sea el momento de decir la verdad», pensé.
Para mi sorpresa, mis amigos y conocidos se mostraron bastante comprensivos cuando les hablé del tema. Juan David llegó incluso al punto de involucrarse en el asunto, acompañándome a caminar por la ciudad varias veces a ver si esto tenía algún efecto terapéutico. Durante estas jornadas de redescubrimiento de la urbe me di cuenta de que la sensación de tener a alguien de respaldo era reconfortante. Cuando estaba con mi amigo, el miedo, si bien no desaparecía, disminuía notoriamente.
En consecuencia, empecé a buscar una red de respaldo entre amigos y conocidos que me acompañaran en mis trayectos a los sitios donde quería o tenía que ir. Muchas veces mi casa le quedaba de camino a alguien cuando había algún encuentro, otras, en cambio, las personas tenían que desviarse varias cuadras para recogerme. Volver a salir fue algo liberador, al fin pude ir donde Martín y ver caras conocidas. Pero en el fondo sabía que esto no era una solución definitiva, pues a pesar de que había un gran número de personas dispuestas a ayudarme, después de unas cuantas salidas, sentirme como una carga para los demás me fue inevitable.
El que a mis 23 años tuviera que estar acompañado permanentemente para poder lidiar con el espacio público, me llevó a una especie de retroceso: ahora era como un niño que necesitaba de un adulto responsable para salir a la calle. Mis amigos ya no eran esos compañeros de borracheras y aventuras, sino guardianes de un ser frágil y vulnerable que se escondía detrás de ellos cada que pasaba un grupo de gente o había que transitar por un puente peatonal. Me di cuenta de que la cosa llegó demasiado lejos cuando un día, planeando ir a alguna fiesta, una amiga, con la que tenía una de esas relaciones de camaradería basadas en ofensas mutuas, me dijo: «Esperemos a ver si puedes ir, qué tal que nadie te recoja y como no puedes llegar solito». Directo al rostro, en ese momento no tuve más opción que reírme, como si fuera un boxeador desorientado después de un knock out. Pero la frase me quedó dando vueltas en la cabeza hasta el día de hoy, un par de semanas después.
Las palabras de esta mujer me hicieron sentir transparente. A partir de entonces, tengo la impresión de que todo el mundo puede ver a través de mí y leer hasta mis más íntimos secretos. Al parecer, no solo era yo el que me veía como un ser de cristal propenso a romperse en cualquier momento, todos a mi alrededor compartían esta noción de mi persona. Lo anterior, para un tipo adulto que solía presumir pasarse la vida entre cantinas, toques y amanecederos, es una puñalada a la autoestima. Y de repente me asaltó la duda: ¿Qué pensarán en realidad los demás de esta situación? ¿Cómo me verán ahora que dependo de ellos para salir de mi casa? ¿Qué pensaría Lorena de saber todo lo que me está pasando? Por lo poco que sé de ella ahora es una mujer independiente que trabaja en una empresa de mercadeo y paga sus propias facturas, no creo que un bebé gigante lleno de angustia sea precisamente el hombre de sus sueños.
Resuelvo salir de nuevo sin llamar a nadie. Quién sabe qué pase en esta nueva travesía, quizás logre por fin alejarme de casa y regresar por mis propios medios, sin tener que gastar el presupuesto costosos taxis, o quizás me desplome en la mitad de un puente peatonal y me despierte sin zapatos ni billetera. No lo sé. En momentos como este quisiera creer en Dios para tener garantía de que todo va a estar bien, pero a diferencia de lo que dice mucha gente, esas son cosas que uno no decide. El azar es parte de la vida y el miedo lo sabe, la incertidumbre es su mayor alimento. Cierro la puerta lentamente detrás de mí, me encuentro con el indeseado acompañante, lo saludo: «Qué dice, loco. ¿Vamos a dar un paseo?».
Comment here
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.