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Benjamín, cantautor de la esperanza

Por Hugo Rincón González
Hugo y Benjamín

Benjamín rasgaba con pasión nostálgica su vieja guitarra, esa que lo había acompañado a lo largo de muchos años de la historia de su trepidante vida. Ese instrumento musical fue descubierto por él en un luctuoso hecho que mezcló alegría y dolor en un momento de su infancia. A sus 74 años se mantenía vigoroso y alegre, a pesar de llevar en hombros la tragedia de haber nacido en la parte más alta de la cordillera central en el municipio de Chaparral, un espacio tan bello como siniestro por la violencia que durante varias décadas se había enseñoreado en este territorio.

Estaba sentado en la humilde cocina de su rancho, en la tierrita que aún conservaba como herencia de su padre, un terreno que como el de la mayoría de los campesinos del sur del Tolima, no tiene título de propiedad legalizado, por lo que un empréstito con cualquier entidad crediticia es imposible. En este espacio humeante por los leños que se consumían en el fuego, lo acompañaba su mujer, la compañera que ha compartido su vida en las buenas y en las malas, durante un tiempo que se le escapa a la memoria.

“Esta vida que en suerte nos tocó vivir, siempre ha tenido en la esperanza la llama que siempre nos ha iluminado como una posibilidad de estar mejor”, le decía Benjamín a su compañera.

Jugar con las palabras, organizarlas de una manera, desordenarlas de otra, era una de las diversiones que siempre acompañó a Benjamín. Cuando empezó ese “arte”, como él lo llama, lo hizo con retahílas y luego con coplas que componía. Las palabras le llegaban por ráfagas a su cabeza y él las juntaba y poco a poco las volvía melódicas y graciosas. Por algo lo llamaban “el cantautor de Las Hermosas”, aquel que, sin haber estudiado en una escuela, había cultivado una afición por escribir canciones sobre las cosas que veía, sentía o le contaban.

“Siempre hemos tenido la esperanza de vivir mejor, de tener que comer, de vivir tranquilos, sin el sometimiento a los horrores y la incertidumbre de estar anclados en este territorio que caprichosamente es la combinación perversa del jardín del edén por sus verdes y bellos paisajes y el infierno, por los horrores que se han visto”, sentenciaba Benjamín, sin tener certeza de que, a estas alturas de compartir con su mujer, ella lo escuchara.

Mientras esto decía, sintió un repeluzno en su cuerpo, al recordar tantas cosas que habían acontecido en este territorio donde nacen los principales ríos que dan de beber a tantas personas y alimentan con sus aguas importantes cultivos en la zona plana del departamento del Tolima.

Recordó a su padre, el viejo Domingo o don Domingo, como lo llamaban sus amigos y vecinos de las fincas aledañas. Hizo memoria de cómo él fue su referente y modelo de hombre trabajador, amoroso con su mujer y sobre todo, comprometido con el buen vivir no solo de su propia familia, sino de todos los habitantes en esas zonas olvidadas por el Estado y muchas veces, por la memoria del propio Dios.

Un hombre que no hacía sino el bien, que era alegre y dicharachero, que no se metía con nadie, a no ser para hacerle un favor o prestarle un servicio. Nunca entendió Benjamín, siendo aún un niño, cómo al viejo Domingo le pasó lo que le pasó.

Se llenaba de nostalgia y sus ojos se anegaban de lágrimas al recordar que un sábado, al final de la década de los cuarenta, mientras don Domingo venía del pueblo por una trocha fangosa con dos mulas cargadas de mercado para la alimentación de la familia, fue abordado por hombres armados que procedieron a robarle cuanto traía y no contentos con esto, lo asesinaron con alevosía y salvajismo a punta de machete. El viejo Domingo era señalado de ser un confeso cachiporro y eso, en aquellos tiempos de crispación social, no era perdonado por los godos, el color político que estaba en el gobierno en el momento en que se desató la violencia por la muerte de Jorge Eliecer Gaitán.

Supo Benjamín desde pequeño que la vida era injusta y cruel, pues desde el asesinato brutal de su padre, la vida les cambió extraordinariamente, no solamente porque habían perdido a Don Domingo, sino también porque desde ese hecho luctuoso las veredas de esa zona del municipio se fueron convirtiendo en territorios para las más innombrables masacres y asesinatos de humildes campesinos que no alcanzaban a entender qué estaba pasando.

En esa niñez, recordaba Benjamín, su madre se puso al frente de las responsabilidades que antes asumía don Domingo. Ella no solamente se dedicó al oficio malagradecido de la cocina, sino que también asumió la responsabilidad de cultivar la tierra, lidiar con los animales y atender a los trabajadores que en ocasiones venían a ayudar con tanto oficio en la finca.

Sus dos hermanos mayores, siendo también niños, tuvieron que madurar precozmente para darle la mano a su madre. Ayudaban con los oficios que requerían más fuerza física y, sobre todo, cargar cuanto bulto saliera para evitar que su madre pudiera caer fulminada de un infarto al excederse en levantar un peso que no podría soportar.

Fueron tiempos de zozobra en los que nadie vivía tranquilo por el temor de que alguna cosa mala en cualquier momento pudiera suceder. Sin embargo, la gente se aferraba a la vida en su territorio, no se resignaban a tener que salir de allí por el miedo, apostaban por la resistencia, profundizando los lazos amistad y reivindicando la necesidad de que en sus veredas todos se debían cuidar entre sí y ser buenos vecinos.

Benjamín fue creciendo en medio de este ambiente, pero siempre trayendo a su memoria el recuerdo de su padre, don Domingo. Decía, como don Domingo, que había que mantener la fe en la vida y que las cosas en el territorio donde vivían, deberían mejorar y cambiar positivamente en algún momento. Cuando creció un poco más, siendo niño aún, empezó a asumir responsabilidades que su madre y sus dos hermanos empezaron a delegarle. Fue asignado a cuidar las dos vacas que tenían en su pequeña finca, a estar pendiente de que los becerros aún sin destetar bebieran leche para fortalecerse, pero que dejaran suficiente para que ellos como familia, también la pudieran consumir.

Aprendió Benjamín las labores del campo, supo qué es sentir y ver cómo las manos se transforman en apéndices callosas que se endurecen ante cada actividad que se debía realizar.

Escuchaba un viejo radio que traía una señal que oscilaba de acuerdo con el clima de la alta montaña. Unas veces las voces y la música que surgía del parlante del radio eran claras y fuertes, mientras que otras se difuminaban hasta casi desaparecer. Ese radio que los entretenía, los informaba y amenizaba las fiestas fue el que lo acercó a esa primera vibración emocional que le empezó a producir la música.

Una vez que iban a celebrar en su vereda una fiesta, los vecinos llegaron con un radio más grande. El radio con varios botones fue encendido y las parejas que estaban en el jolgorio no esperaron más para salir a bailar. Bailaban alegres, tarareaban las canciones y disfrutaban la música, mientras las ondas sonoras llegaban claras y diáfanas hasta que, un momento después, el sonido se distorsionaba hasta desaparecer. Para Benjamín era chistoso ver a las parejas que, bailando rítmicamente la música que salía de los parlantes, en el siguiente minuto al irse la señal, se detenían como estatuas para luego, cuando regresaba el sonido, continuar bailando como si nada.

En ese baile que recordaba Benjamín sucedieron dos cosas que él jamás olvidaría. La primera, alegraba su memoria, pues fue la vez que vio como una revelación, una guitarra. No podía entender cómo ese artefacto de madera con esas cuerdas, pudiera producir esas melodías que acompañaban con las voces y los coros quienes las tocaban. Fue un descubrimiento maravilloso, y, durante toda la fiesta estuvo concentrado en las maneras en que estos músicos sacaban los sonidos más alegres de estas guitarras.

La segunda, en cambio, no la podrá olvidar por lo triste y desgarradora. En medio de la alegría, del jolgorio, de la fiesta, surgió una discusión que se transformó en riña. Una confrontación violenta, que esta vez no se desarrolló con las armas que en las peleas utilizaban los campesinos, es decir, los machetes afilados, sino que por primera vez se tramitó a balazos de revolver, que como por arte de magia aparecieron en las manos de varios de los asistentes. El resultado de esta revuelta entre amigos y vecinos no podría ser más lúgubre: Seis muertos y entre ellos, los dos hermanos mayores de Benjamín.

La alegría se cruzó con lo luctuoso, el jolgorio con la confrontación y la vida con la muerte. Desde esa época se empezó a convencer Benjamín de que en estas tierras la violencia es el mecanismo más utilizado para la solución de los conflictos. Que, ante cualquier desavenencia, cualquier malentendido, la conversación tranquila o el diálogo civilizado no se utiliza para resolver la diferencia y que, por el contrario, es la violencia la manera en que se resuelven las contradicciones. La violencia produce muertos, viudas, huérfanos, venganzas y rencor, eso fue lo que se generó en aquella fiesta entre vecinos.

Desaparecidos sus dos hermanos, quedó Benjamín con su madre, una mujer que quedó maltrecha por el dolor que le causaba la desgraciada muerte de sus dos hijos. Ella nunca se imaginó que la violencia se iba a ensañar de tal manera con su familia. Primero, su amoroso esposo, don Domingo, un alma de Dios por el que rezaba todas las noches y luego, sus dos hijos mayores, unos muchachos alegres y trabajadores que se cruzaron con la muerte sin quererlo en una de las fiestas más esperadas por ellos. La vida es una tragedia permanente para mucha gente buena, pensaba Benjamín en esa época.

A pesar de su corta edad, Benjamín empezaba a familiarizarse con la tragedia. Su madre curtida por el dolor, tenía una suerte de enorme resiliencia y, tomando las riendas del destino de la familia, animó a su único hijo a que debían salir adelante. Le decía enfáticamente que, a pesar de estas muertes tan cercanas a su alma, ambos se debían sobreponer a la adversidad y mantenerse en su tierra, que era lo único que los hacía recordar permanentemente a quienes ya no estaban con ellos.

En su memoria siempre se entrecruzaban las escenas duales del baile. La violencia feroz que le arrebató a sus hermanos y el sonido de las guitarras que tejían melodías alegres, que producían sensaciones parecidas a la felicidad. La música era algo celestial para sus oídos, ver esos dedos moviéndose con tal maestría sacando sonidos diferentes, que se combinaban armónicamente, fue lo que lo marcó para siempre y, a pesar de la desventura que sentía por la pérdida de esos seres queridos tan cercanos a su alma, ese día decidió que aprendería ese arte y lo volvería un oficio para contar historias que se acompañaran de la música para llegar a más gente.

Su madre nunca más se volvió a organizar con otro hombre. Ella, que era campesina, se dedicó a trabajar la tierra que le había dejado su esposo y a sacar adelante al único hijo que le quedaba. Quiso ella que su hijo, sin poder ir a la escuela, aprendiera al menos a firmar y a leer de corrido. Para ello se consiguió unas cartillas que utilizaban en las escuelas para enseñar a los niños una vez que bajó a la cabecera municipal de Chaparral.

La maestra de Benjamín fue su propia madre. Ella había estudiado hasta segundo de primaria y leía con mucha dificultad, pero hizo su mayor empeño para educar a su hijo y, enseñándole, ella aprendió más. Le enseñó las vocales, las consonantes, la formación de palabras, hasta llegar a construir pequeñas oraciones. A punta de planas de caligrafía que estaban en las cartillas, aprendió a garabatear sus primeras letras y con esta precaria preparación, Benjamín se defendió para, años más tarde, hacer composiciones sencillas pero cargadas de sentimiento que entonaba con su guitarra.

A la par que él aprendía sus primeras letras, palabras y oraciones, le decía a su madre que quería aprender a tocar bonito la guitarra, como lo hacían los señores que estaban cantando acompañados de ellas el día de la tragedia que les arrebató a sus hermanos. Insistía que él deseaba, con todo su corazón, tener una guitarra de éstas y que estaba dispuesto a ayudarle a su madre en todo lo que fuera necesario para que ella ahorrara algunos centavos y se la pudiera comprar.

Tuvo la fortuna Benjamín, que sus ruegos fueron escuchados por su madre, y ella, saltando matones y ahorrando cada centavo, pudo conseguirle una guitarra de segunda en buen estado que le vendió un vecino que la tenía guardada sin mayor uso.

Ya estaba en los doce años cuando él por fin fue consciente de que podía escribir frases cortas y sencillas, juntar palabras para construir oraciones y para su mayor dicha, tener una guitarra la cual pensaba aprender a tocar y así poder sacar de sus cuerdas las más sublimes y alegres melodías.

El proceso de aprendizaje con la guitarra fue empírico. Luego de las labores de la finca, llegaba al corredor de la casa, se repantigaba en una hamaca raída y escuchaba canciones en el radio transistor, tratando al comienzo con torpeza de reproducir el sonido en su guitarra. Le porfiaba durante horas a esta rutina y muchas veces llegó a sentirse desanimado de sus pocos avances. Sin embargo, diciéndose que la constancia logra lo que la dicha no alcanza, fue viendo cómo sus dedos iban ganando algo en habilidad, hasta llegar a generar sonidos musicales cada vez más parecidos a los de la música que escuchaba en el viejo radio.

A decir verdad, Benjamín siempre reconoció que él acariciaba la guitarra con tanto amor como impericia. Poco le importaba no sacar las notas más sofisticadas, se contentaba con producir notas alegres, con las que se acompañaba en el tarareo de las canciones que más le gustaban.

El hecho de estar en lo más alto de una montaña, hizo que Benjamín poco fuera al casco urbano de su municipio y se contentara con permanecer casi siempre en su finca y su vereda. Lo emocionaba el paisaje, le gustaba dejarse martirizar por el frío, especialmente cuando una bruma espesa caía en las tardes y en las madrugadas, le gustaba el verde del bosque y lo cristalinas que eran las aguas de las quebradas que pasaban por las fincas. Logró tal grado de identificación con su terruño, que se podría decir que él y la tierra eran uno mismo, que era casi imposible que él siquiera pensara en abandonar este territorio privilegiado.

Pasó el tiempo y Benjamín creció y se hizo un hombre joven. En ese interregno, la violencia siguió estando presente con la aparición de hombres armados que decían pertenecer a las guerrillas liberales y luego a las guerrillas comunistas. Cuando llegaban a su vereda, iban por las casas hablando con la gente, buscando solventar la comida y ganar simpatizantes para su causa. Al comienzo eran pocos, pero luego de tanto hacer presencia en esos parajes olvidados y marginados, fueron creciendo en número y en respaldo de la gente, que los veía como una autoridad que no tenían, pues ayudaban a poner orden a cuanta situación problemática fuera surgiendo.

Por esa época estos guerrilleros hablaban de la necesidad de un cambio, que los campesinos estaban pobres por la desatención de los gobiernos y que era necesario que ellos se organizaran y lucharan para salir adelante sin tener que estar subyugados a los partidos tradicionales. Además de sus palabras, a la gente le llamaba la atención que, aunque mal armados, tenían unas escopetas largas y unos pocos revólveres que les daban presencia y les hacían sentir como autoridad.

Justo en ese periodo Benjamín escuchó una poesía de un tal indio Rómulo sobre los políticos. Él se embelesaba escuchando:

¡Que tan solo mentira nos ofrecen!

Y van diciendo que es que son los redentores de los que están sin pan, sin techo y sin abrigo…

¡Y valga la verdad…!

Naite he ganao con que me echen el brazo por la espalda,

me den palmaditas,

me hablen ahí con unas gracias que naiden las comprenden,

armados en los balcones de las casas grandes, haciendas de los ricos,

y siempre con la misma cantaleta, con el mismo mentir de muchos años.

 

Le llamaba la atención su lenguaje rústico, costumbrista y sobre todo su mensaje social:

Toy cansao de serles un esclavo como les fueron mis taitas, mis abuelos…

¡Como mis hijos muy pronto lo serán!

¡Toy cansao de joderme con la yunta de bueyces, la pica, la garlanche, el asarón…

Pa’ que toito el fruto de mis esfuerzos se vaya derechito al bolsillo del que ha sido por siempre mi patrón!

 

Esa poesía completica se la aprendió de memoria, la recitaba para sí mismo y en ocasiones especiales lo hacía con sus amigos y luego en las reuniones que los guerrilleros comunistas empezaron a realizar con todas las familias de las veredas. Nadie faltaba a ellas, pues ellos pasaban casa por casa invitando la gente y poniendo cara de pocos amigos cuando alguien pretendía esgrimir alguna disculpa para no asistir.

En esas reuniones los guerrilleros daban charlas sobre el marxismo y el comunismo, y aunque los campesinos poco entendían de eso, los empezaron a seguir como los que podrían ayudarlos a salir adelante y protegerlos de tanta violencia que ocurría en esas bellas tierras.

Benjamín recitaba poesías y empezó a componer sus primeras retahílas y gracejos. Hablaba con donaire, gracia y humor.

Esas reuniones que eran convocadas inicialmente por los guerrilleros, se fueron volviendo rutinas de encuentro entre los campesinos, que ya sin ningún tipo de presión, se reunían a hablar de sus necesidades, de lo que debían hacer para exigir soluciones a las mismas por parte del gobierno, y en ellas Benjamín se empezó a erigir en esa persona que se levantaba y con su guitarra empezaba a cantar canciones con contenido social y otras con chistes sobre las cosas cotidianas que les pasaba a sus vecinos en la vereda. Así se dio a conocer, así lo empezaron a distinguir sus amigos y conocidos, como el joven que alegraba los encuentros y que cantaba con su guitarra mensajes que llamaban a que hubiera reformas sociales en el país y que los campesinos tuvieran la esperanza de un mejor mañana.

En toda esta etapa, su madre fue su más amorosa compañía. Ella vivía en su dinámica de trabajo en la finca, haciendo una cosa aquí, atendiendo otro asunto allá, pero siempre pendiente de Benjamín, pues como fuera, con lo trágico que había sido su existencia, él era ese hijo, su único hijo, que la alegraba, estaba con ella, compartía dichas y pesares, pero también el que le empezó a decir con sus pequeñas composiciones musicales todo lo que la amaba y le agradecía en la vida.

Benjamín amaba a su madre. Se lo demostraba con cada cosa que hacía. Si estaba trabajando en el campo abierto y de repente veía una flor silvestre de lindos colores, él luego de terminar sus labores iba y la arrancaba con ternura y se la llevaba a su madre. Le decía que ella era como esa flor, que él percibía su alma con todo el colorido de las flores más bellas que pudiera imaginarse. Él la abrazaba y la mimaba y ella no dejaba de sorprenderse. Sin embargo, pensaba que su hijo había heredado la amorosidad de su esposo, don Domingo, ese que no se metía con nadie y que solo pensaba en hacer el bien, ese que aun estando enfundado en las ropas más rústicas y llenas de mugre luego de trabajar, la consentía y le decía que ella era lo mejor que le había podido suceder. De tal palo tal astilla, pensaba y se dejaba acariciar.

La madre de Benjamín era feliz con el arte de cantar y componer historias de su hijo. Sin ser experta en las lides de la política, sí tenía la intuición y la sabiduría para advertirle a su hijo que debía tener cuidado con todo lo que decía y cantaba en esas reuniones que promovían los guerrilleros. Que la época era muy delicada, que a pesar de que con la presencia de estos hombres armados había disminuido la violencia, no se podían confiar porque esa mugre es traicionera y cuando se cree que ya se la tiene derrotada, vuelve a aparecer ensombreciendo la vida de mucho campesino inocente.

La madre de Benjamín, a pesar de ser una mujer de baja estatura, era aún ágil y fuerte. Hacía de comer, lavaba, ayudaba en las labores de la agricultura, cosía, ordeñaba las vacas y un sin número de tareas que iban saliendo en el día a día.

Una mañana, estando Benjamín trabajando en la finca de un vecino, vio que llegaron dos mujeres corriendo alteradas al sitio donde desarrollaba sus labores con un azadón, preguntando afanosamente por él. Lo llamaron por su nombre y él se les acercó con una desazón y un pálpito feo en su corazón. Le dijeron que su mamá estaba muy enferma y que se quejaba de un fuerte dolor en el pecho, que las acompañara a ver qué podían hacer por ella. Él sintió un latigazo en su cuerpo y su rostro se crispó de preocupación para después salir corriendo como una exhalación para la casa donde estaba su madre.

Iba corriendo y en su cabeza se arremolinaban los recuerdos de todos los momentos gratos compartidos con su madre, su piel transpiraba y su corazón saltaba con fuerza, pues no podía entender cómo la salud y la vitalidad que en la mañana tenía ella, se transformara en una situación como la que describían el par de mujeres.

Llegó a su casa y encontró a su madre en su vieja cama, recostada en los brazos de una vecina que le intentaba dar esos remedios caseros que sirven para todas las dolamas que azotan a los pobres del campo. Respiraba con dificultad y cuando lo vio llegar, sus ojos se iluminaron de alegría. Benjamín no pudo aguantar sus lágrimas y llorando la fue a abrazar y a preguntarle qué le pasaba, por qué estaba así. No podía entender que ese ser que le dio la vida pudiera estar acercándose ineluctablemente al fin de su existencia.

Su madre se dejó abrazar y le dijo que así eran las cosas de Dios, que él la estaba llamando para que se le presentara en su altar celestial y que por ese motivo no podía acompañarlo más en esta tierra de alegrías y desdichas. Desde que había sentido ese dolor desgarrador en su pecho, sabía que su último día había llegado y solamente estaba esperándolo para verlo la última vez y poder despedirse con el más infinito amor que una madre puede sentir por un hijo.

En los brazos de Benjamín su madre se fue desvaneciendo lentamente, se dejó ir despacito y, sin embargo, el rictus de dolor se fue transformando en una sonrisa final que él jamás olvidaría. Su madre se había ido para siempre y ahora él quedaba en una soledad que nunca se imaginó, sentía un dolor lacerante no en el cuerpo, sino en lo más profundo de su ser, en su alma, un dolor que lo volvía a sentir vivito cada vez que la recordaba, cada vez que la nostalgia lo abrazaba y cada vez que su memoria se la traía a la mente en los más bellos momentos que ambos compartieron mientras ella estuvo en este mar de lágrimas en la parte más alta de la cordillera central, en la vereda más alejada y más olvidada del municipio de Chaparral.

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