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Las razones del odio

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Es necesario recuperar la esencia de las protestas sociales que se dieron durante el actual gobierno para enfocar certeramente la campaña presidencial. Mientras se agotan ríos de tinta hablando sobre el tema pensional, trenes entre Barranquilla y Buenaventura y lo que Petro ponga en la agenda de debate, porque es el único que mueve las temáticas de las demás candidaturas (que son importantes, por supuesto), se están relegando temas de vital importancia que llevaron a millares de personas, en su mayoría jóvenes, a manifestarse desde noviembre de 2019 y casi todo el 2021, sin que las protestas fueran siquiera atendidas por el gobierno o analizadas en un contexto más amplio y estructural.

La mayoría de la juventud que se lanzó a las calles a protestar, está reclamando un futuro más promisorio, que consiste en mayores y mejores oportunidades para alcanzar unos mínimos de bienestar, una vida digna y estabilidad económica. En Colombia se sataniza el odio como si fuera un sentimiento infundado, irracional, sin razón de ser ni causas objetivas, cuando la ira que se manifiesta en las plazas y las calles durante las protestas, hunde sus raíces en siglos de desigualdad social, violencia estructural desde el propio establecimiento y el acaparamiento de la riqueza, el territorio y el poder político por parte de unas élites estrechas, discriminadoras e intocables.

Es allí, en estas problemáticas, en donde se deben concentrar las propuestas más profundas. Es necesario reconocer que en Colombia no se vive una vida digna, excepto las personas que logran construir sus burbujas de bienestar y no padecen las injusticias sociales que se deben enfrentar a diario. Pero estos bendecidos son una minoría, mientras las grandes mayorías deben subsistir con menos de lo básico y hacer grandes sacrificios para pasar el día. La economía en Colombia crece y al mismo ritmo crece la pobreza, lo que quiere decir, en un análisis simple, que la economía solo crece para los ricos.

Por eso, más allá de estigmatizar el odio y hablar de “polarización”, como si hubiesen dos fuerzas contrarias y equivalentes alterando la tranquilidad de la gente de bien, es necesario detenerse a estudiar de dónde proviene esa rabia social contenida que estalla de vez en cuando, cada vez que el gobierno comete alguna arbitrariedad contra la población y la gente alcanza a comprender que se va a precarizar, aún más, su ya deplorable calidad de vida.

Y más rabia da, que a esas personas que representan a sus comunidades y luchan por sus derechos en los territorios, se les esté aniquilando sistemáticamente en todo el país. Ya van más de 1200 líderes sociales asesinados desde que se firmaron los acuerdos de paz de La Habana, dejando a muchas comunidades intimidadas y sin voz. También da rabia que Colombia sea el país más peligroso para los defensores del medio ambiente. Según la ONG Global Witness, en 2020 fueron asesinados al menos 227 activistas ambientalistas en todo el mundo, 65 de ellos en Colombia, es decir, casi un tercio. Y ni hablar de la rabia que provoca que los firmantes del acuerdo de paz estén siendo asesinados después de haber dejado las armas. Ya van casi 300 desmovilizados de las FARC que mueren por culpa de las fuerzas oscuras que aborrecen la paz. El odio en Colombia está teñido de sangre, porque no puede haber sentimientos distintos a los de repudio, rechazo e indignación, ante la flagrante violación de los Derechos Humanos en contra de las voces que se alzan para reclamar mejores condiciones para su gente y para la tierra. También da rabia que le echen el Esmad a los indígenas emberas en el Parque Nacional para que gaseen a sus ancianos, mujeres y niños, que están allí cansados por no poder vivir en sus territorios, porque son permanentemente asesinados, desplazados y vejados por todos los actores del conflicto con total impunidad.

De otra parte, la corrupción que se enquista como una forma de vida en las altas esferas del Estado también es detestable. Aún no se recuperan los 70 mil millones de pesos del anticipo que se le dio al consorcio Centros Poblados por parte del MinTic para garantizar la conectividad de los colegios en las zonas más apartadas del país, y los más de mil millones de pesos que se feriaron en contratos para la esposa de uno de los asesores de la jefe de gabinete del presidente Duque, no pasaron del escándalo y el olvido, como la mayoría de casos de corrupción que se han presentado durante la actual administración. Es de aborrecer que el rector de una universidad, la universidad de la que se graduaron el presidente, el fiscal general y otra serie de funcionarios del alto gobierno, le diga a una funcionaria judicial que intenta administrar justicia que “no conoce cómo funciona la sociedad”, porque no cede ante las pretensiones de una mafia de la contratación pública para que retire los cargos en su contra.

Así, la lista de cosas que pasan en Colombia para que el odio se dé silvestre es interminable. Y cuando a la gente se le llena la copa y se lanza a las calles a exigir que la dejen de robar vía impuestos, para compensar lo que se pierde en corrupción, el Estado lejos de escuchar las demandas y plantear soluciones, acude a la represión salvaje de la fuerza pública para acallar el clamor popular del pueblo que está jarto de vivir mal y cada vez peor. Y gran parte de “la gente de bien”, esa que vive con pánico de que se le reviente la burbujita de bienestar que se han creado para mantener sus privilegios, se cree con el derecho de dispararle a los manifestantes porque la policía los legitima, los acompaña y los avala. Y mientras la gente espera que las fuerzas militares garanticen su vida, honra y bienes, como lo consagra la Constitución Nacional, el pusilánime ministro de defensa muestra como grandes logros operacionales el asesinato de civiles que celebran un bazar en una vereda remota del Putumayo o llama “máquinas de guerra” a los niños que han sido reclutados por la guerrilla o por la pobreza para empuñar armas en contra de su voluntad.

Es evidente que el odio que se siente en Colombia no es infundado. Las injusticias que se viven a diario a cualquiera le hacen crujir los dientes y lagrimear los ojos. El ciudadano de a pie que debe movilizarse a diario en un sistema de transporte público miserable, repleto e inseguro, para llegar tarde a todas partes, no puede sentir más que odio. La persona que decide bajarse de ese servicio público y subirse a la bicicleta que le roban en cualquier parte de la ciudad, no sin llevarse antes su puñalada, siente odio. La mayoría de la gente vive maluco, apiñada, insegura y cansada.

Por todo lo acá explicado, y un sinfín de asuntos que se me quedan por fuera, es que el lema de Francia Márquez toma un valor superlativo en el enfoque de una campaña política exitosa. “Vivir sabroso” es mucho más que una expresión. Debería ser el propósito colectivo de una nueva nación. Vivir sabroso es el mejor antídoto contra el odio que se vive a diario en una sociedad en la que se vive mal. Vivir sabroso es atacar las causas estructurales de la profunda desigualdad social que afecta al país, extirpar esas fuerzas oscuras que callan la voz de las comunidades a bala, comprender que la protesta social es mucho más que grupo de vándalos atacando la propiedad pública o los bienes privados, sino que es gente con odio en su mente y en su corazón, cansada de enfrentarse todos los días a la precariedad y a la falta de oportunidades para poder vivir dignamente.

Entonces, el discurso no es atacar “el odio” como si fuera la causa fundamental de todos los males. Al odio es necesario comprenderlo como la consecuencia natural del malvivir, de las humillaciones, de las dificultades y los sufrimientos que deben padecer la mayoría de los colombianos que se deben enfrentar a diario a un país injusto, desigual y precario. Vivir sabroso es mucho más que sobrevivir. Vivir sabroso es poder disfrutar las bondades de un país más justo para todos, con más oportunidades y con mayor dignidad. Por eso hay que construir una campaña con el firme propósito de consolidar la lucha por vivir sabroso.

Contra la rabia que provoca el odio, vamos a vivir sabroso.

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