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La sin nombre

Por Mónica Lucía Navarro Lozano

Dejar de ser. Renunciar a mi vida para dar vida. ¿Y cuándo acaba este camino? Es para siempre, dicen las abuelas. Entonces ya estoy muerta y no lo sabía. Por lo menos me hubieran advertido para haberme hecho mi propio funeral y haberme despedido de mí como me lo merecía.

Me han entregado una pequeña masa de huesos con carnecitas de un rosa tan pálido que podía ver el trazo de sus venas como si fueran ríos en un mapa. Olía a dulce de melao y sangre. Yo estaba paralizada y muda, recostada en lo que pretendía ser una cama pero que era más una rebanada de espuma forrada en cuero y cubierta con una sábana blanca, que se partía en dos desde la mitad para abajo y sostenía en cada extremo una de mis piernas. Sentado frente a mí, a la altura de mi sexo, estaba un hombre con traje de carnicero mirando fijamente a través de sus gafas, en cuyo reflejo pude ver una a una las puntadas que zurcía para remendar las rasgaduras que el amasijo había dejado en su camino hacia la libertad.

A partir de ese momento, yo fui sentenciada a muerte y nació ella: la que no tiene nombre pero a la que todos llaman mamá. Yo me convertí en el fantasma que solía habitar este cuerpo pero que ahora solo es un recuerdo que salta a la memoria de vez en cuando, unas veces con alivio y otras pocas con nostalgia. Como aquel amigo de infancia con el que nos dimos el primer beso y un buen día nos preguntamos “Ve, ¿y qué será de la vida de Santiago?”, evocando su memoria pero sin ningún interés real en el destino del pobre infeliz. Yo soy ahora mi Santiago. Soy mi primer beso. Y más que un recuerdo, me he convertido en un espanto.

En un cuarto aséptico y con baldosines blancos, que más parecía un baño gigante, me han devuelto al amasijo ya ahora vestido y envuelto en una cobija. Tan pronto me miró a los ojos me desvanecí y ella, la sin nombre, se apodera del cuerpo que antes era mío. Yo la miro desde la distancia y veo cómo se abandona a las necesidades de esa nueva vida que me quitó la mía. Veo cómo recorre esa figura humana, y le revisa uno a uno los dedos, el pelo y las orejas y se olvida del dolor que aún siente en sus entrañas, en las piernas, en su centro.

No recuerdo haber jugado nunca a ser la mamá de mis muñecas. Siempre me incliné más por jugar con las Barbies. Tenía una pequeña colección de Barbies y mi preferida era una morenita a la que una vez le corté el pelo hasta casi las costuras de la cabeza, y se le veía como una pepa chupada de mango. A ella, la vestía en minifaldas hechas con mis medias viejas, la sentaba en el carro del hombre araña y la empujaba a toda velocidad por los corredores de mi casa para que recorriera el mundo. Con ella fuimos buenas amigas hasta casi mi adolescencia, cuando aún jugaba a escondidas pero ahora en sus viajes la acompañaba también un muñeco de GI Joe.

Eso del instinto maternal siempre me pareció una idea interesante. La manida imagen de la madre abnegada que se saca la comida de la boca para dársela a su cría, como la araña del desierto que regurgita sus fluidos corporales por semanas y al final termina devorada por su matrífaga descendencia. Me pregunto si esa madre araña sentía la presión de las otras arañas de la colonia para cumplir con su maternidad suicida. Me pregunto si pensaba en escapar o en abandonar el nido. Me pregunto si al poner sus huevos estaba pensando en lo que sería su final. La madre araña también ya estaba muerta pero ella sí lo sabía.

Si lo maternal, que está al servicio de la supervivencia, es instintivo, ¿por qué las madres humanas que actúan en contra de lo que la sociedad reconoce como instinto se convierten en enemigas de la especie, son condenadas al ostracismo y despojadas de su identidad, ya no de madres sino de humanas? ¿Será que a las leonas, a las osas o a las babuinas que habitualmente se comen a sus crías también les roban su identidad? Esta carga del instinto en la sociedad humana, tan pesada como injusta, ha liberado a los machos de nuestra especie para cometer impunemente su canibalismo filicida. Como el Saturno devorando a su hijo, inmortalizado por Goya, que emula al Titán Crono quien se comía a sus hijos por miedo a ser destronado. Como si los padres no tuvieran instinto para proteger más que su propia supervivencia, condenados injustamente a avergonzarse de su impulso protector y maternal.

Nos han empujado en nuestra camilla desde la sala de maternidad hacia nuestra habitación del hospital. Llevamos —la sin nombre y yo— el producto humano en nuestros brazos. Hemos cruzado el umbral de la puerta como si fuéramos unas heroínas de guerra que arriban triunfantes a su comarca. Al interior de la habitación nos esperan familiares y amigos para celebrar el arribo del crío que había permanecido por semanas al interior de nuestro cuerpo, pero que ahora se ha separado violentamente de nuestras entrañas y demanda con todas sus fuerzas su supervivencia. Los ojos de quienes nos esperan buscan con ansia la semblanza del pequeño, como si esa uva pasa humana, hinchada por el líquido en el que sobrevivió por meses, pudiera parecerse a nosotros los humanos secos.

La sin nombre le ofrece beber de nuestro pecho y el crío busca encajar su boca en la fuente, moviendo su cabeza de lado a lado como un péndulo diminuto. Tan pronto sus labios entran en contacto con el pezón, los cierra inmediatamente de forma hermética como un cepo que acaba de atrapar la pata de un conejo. Un relámpago de dolor nos golpea desde el pezón hasta la espalda. La sin nombre se congela por un instante y me ha dejado a mí la tarea de liberarnos de esta agresión que se sentía como la muerte. Como pude, nos liberé del pequeño depredador humano quien nos ha dejado un pezón adolorido y rojizo.

Durante mi adolescencia, la palabra “maternidad” era equiparable al título de una película de terror. Era la obsesión de las monjas del colegio a quienes —vaya ironía— llamábamos madres. Aún recuerdo a Teresa, la madre superiora, quien se deleitaba contando historias de adolescentes a quienes sus novios engañaban con el único propósito de robarles su pureza, para luego tirarlas como una semilla de mamoncillo a la que se le ha comido toda la carne, desechadas como bagazos impúdicos. La religiosa narraba episodios con intrincados detalles sumida en un trance casi hipnótico, como una sacerdotisa griega leyendo el oráculo de Delfos, mientras nosotras escuchábamos horrorizadas sus profecías que más parecían una condena al abuso perpetuo o a la soledad y al abandono.

Me pregunto qué sería de nosotras sin el miedo a nuestro cuerpo. En qué nos hubiéramos convertido si en lugar de temer, nos hubieran enseñado a amar. Qué sería de nosotras si en lugar de empequeñecernos, nos hubieran investido de autonomía. Qué diría la madre Teresa al saber que Afrodita nació de la espuma seminal de los testículos cercenados de Urano y que parió a Eros, la deidad del amor. Qué sería de nosotras si hubiéramos sabido desde un inicio que éramos quienes teníamos el poder de dar vida a la vida y de dar a luz al amor.

Mi madre no me amamantó. No sé si por vanidad, temor o vergüenza. Yo sospecho que el no tener a su propia madre a su lado cuando me parió, la condenó a dejarse llevar por el río del miedo. Lo vi en sus ojos cuando la sin nombre luchaba por aprender a alimentar al cachorro humano, y mi madre la miraba como una rana a punto de ser tragada por un remolino de agua. La misma mirada que presiento tenía cuando yo, aún oliendo a sus entrañas, yacía hambrienta entre sus brazos.

El instinto de alimentar a las crías, que pareciera inherente a la maternidad, no sobreviene naturalmente para nosotras las humanas. Este instinto es exclusivo de otras especies de mamíferos a cuyas hembras no se les prohíbe alimentar a sus cachorros en público y pueden exhibir sus tetas sin vergüenza. A ellas los machos no les han puesto título de propiedad sobre sus cuerpos ni les han clasificado ciertas partes de su anatomía para usos o deleites exclusivos. A ellas tampoco las señalan con el dedo si se atreven a embotellar nutrientes para alimentar a sus criaturas donde la supervivencia deja de ser importante y lo que es trascendente es la osadía de contravenir lo que ya es norma.

Desde el día en que vi las dos pequeñas líneas paralelas que atravesaban el rectángulo minúsculo de la prueba de embarazo, que minutos antes había bautizado con mi orina, advertí la presencia de la sin nombre. No la vi ni escuché su voz, pero la sentí revolotear a la altura de mis costillas, como un pájaro que entra por equivocación a una casa a través de una ranura, que vuela desesperado en busca de la salida y choca contra las paredes y los muebles hasta quedarse atrapado detrás del vidrio de alguna ventana, sin entender por qué ‘afuera’ es ahora inalcanzable.

Nunca quise ser madre. Desde que tengo memoria me convencí de que la maternidad era un rol que no había sido creado para personas como yo. Me veía más como alguien perteneciente a la especie que llenaba los relatos fantásticos del folclor celta. Probablemente lo que nunca quise fue ser el arquetipo perverso que por generaciones se ha construido para que nosotras sigamos perpetuando la figura de la madre sumisa y asexuada. Para que continuemos con la estirpe de las sin nombre. Desde las monjas del colegio hasta las novelas de las cuatro de la tarde, creaban reproducciones modernas de una madre virginal quien arrodillada en el suelo, limpiaba el cadáver de su hijo ultrajado.

El estado de gravidez me condujo inmediatamente a un estado de indecisión. La pugna entre lo que es esperado, lo temido y lo querido se comenzó a librar en el campo de batalla moral. Nos enrostran al producto de nuestras vísceras como un regalo, una bendición o un milagro que debemos acoger sin contemplaciones ni dudas. Al final, nos despojan también de nuestro derecho a cuestionar, porque la duda contraviene a la fe, que por definición es certidumbre. Qué suerte tienen entonces las yeguas quienes sin temor a ser llamadas malditas, interrumpen espontáneamente su preñez a conveniencia y eligen por instinto si han de continuar incubando a su descendencia.

La sin nombre ganó su primera contienda. Con el uso de la culpa y el miedo, como si estuviéramos en una versión moderna de la inquisición española, me ha forzado a no dudar. Porque para la sin nombre, la supervivencia del producto que ahora teníamos en nuestra barriga era la suya propia. A partir de ese momento, nos prohíbe dejarnos habitar por el hedonismo y nos condena a la mortificación y al ascetismo, a revisar las etiquetas de los alimentos en busca de ingredientes nocivos, a dormir con una almohada entre las piernas y a desocupar la vejiga al menor atisbo de un baño.

Me habría gustado que me hubieran enseñado a querer a la sin nombre. A que fuéramos amigas, a contarnos nuestras angustias y alegrías como dos adolescentes que van a su primera fiesta de quince años y se reúnen a contarse los chismes de la muchachada del barrio. Cómo me habría gustado que nos hubiéramos podido fundir en una sola. Que el mismo hilo que me une ahora al saco de huesos no se partiera en dos sino que al final ella y yo fuéramos una al otro extremo. Pero aún hoy, la miro con recelo. Como el perro al que le han ofrecido un bocado de carne pero al acercarse le dan un periodicazo en el hocico.

El saco de huesos y carne que salió de nuestras entrañas me mira fijamente y yo a él. Una sensación de calor me llega desde la región del pubis y se dispersa con gentileza como una humareda hasta invadir mi caja torácica. Ahora entiendo que el pequeño producto es inextricablemente parte, ya no de mi cuerpo sino de lo que me hace sentir, pensar y crear. Desde ahora y hasta siempre ese hijo mío estará atado a mí con un hilo tan invisible como indestructible y yo no tengo más remedio que amarlo y rendirme ante el poder de la sin nombre.

Ahora sé que las abuelas tenían razón. Era para siempre. Tal vez nunca sea tarde para hacerme mi propio funeral y despedirme de mí como me lo merezco.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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