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La paz total y la guerra infame

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Aunque parezca increíble, la paz en Colombia es una derrota para muchos. Cada vez que se recrudecen los combates entre los actores armados, que estalla una bomba matando civiles, que asesinan soldados y policías, que secuestran, extorsionan y desplazan habitantes del campo, y que llega el terror a los municipios del país, se escuchan las celebraciones de los gendarmes del conflicto en Colombia, esos vampiros y carroñeros que viven de la sangre y de la muerte, la desolación y la tristeza. Porque en Colombia la violencia es un negocio tremendamente lucrativo del que viven muchas personas que han hecho de la guerra una forma de vida para hacerse con el poder, la riqueza y las tierras de los colombianos más vulnerables. La paz les repele y la guerra les excita, porque son los que prometen acabar la guerra con más guerra, probando esa fórmula que en Colombia jamás ha funcionado, que lo único que ha logrado es escalar y escalar un conflicto que ya cumple más de setenta años ininterrumpidos, apaciguado solo por temporadas cuando las élites acuerdan que el pueblo no se siga matando porque encontraron el camino para repartirse al país como si fuera una torta. Pero estas soluciones son frágiles, porque jamás atacan las causas estructurales del conflicto, que tiene raíces mucho más profundas e históricas.

Por eso se regocijan cada vez que los procesos de paz sufren un traspiés, se oponen a cualquier opción de solución negociada y suelen apagar el fuego con gasolina, metiéndole más balas a una guerra de por sí exacerbada, que se alimenta a diario con los dineros ilícitos del narcotráfico, porque estos fanáticos de la violencia dicen en público que aborrecen ese mal, pero en privado se enriquecen con un negocio que entre más ilícito, más dinero da. Y así la coyuntura actual languidece bajo una nueva ola de violencia, alimentada por quién sabe qué intereses, pero alentada por esas personas que prefieren despotricar de este gobierno, que se la juega por la paz, que condenar el terrorismo propio de aquellos a quienes les conviene mantener la llama de la ignominia encendida a punta de atentados, emboscadas, secuestros y combates que ya carecen de ideología, por más que se vistan de causas sociales o intereses gremiales. A esta guerra se le acabaron las excusas sensatas, por más que le sigan inventando o manteniendo nombres altruistas a los grupos armados ilegales. Todos sabemos que los que portan fusiles en el campo están trabajando para un terrateniente, un narcotraficante o un político, cuyo único interés es valerse del conflicto para aumentar su poder, sus riquezas y sus tierras. Estos ejércitos privados, que hoy mantienen la guerra, no son más que los sirvientes de señores feudales que acaparan el país a diario apropiándose de lo público, y posando ante las cámaras para criticar cualquier esfuerzo que se haga por la paz.

Sin embargo, la paz no es un esfuerzo ante el cual se pueda claudicar. El proceso de paz con las FARC demostró que el costo de una negociación es alto, que hay que tragarse sapos incomibles, y que la dosis de impunidad necesaria para mermar la guerra es repulsiva, si tenemos en cuenta que a los criminales también hay que verles como actores políticos dignos de ser escuchados, cuyas demandas también tienen un espacio en la agenda nacional, aunque su crueldad opaque cualquier idea que tenga un matiz de razón y realidad , porque nadie puede construir patria derramando la sangre de civiles inocentes en nombre de una revolución nostálgica que ya nadie cree, porque hasta las guerrillas se aburguesaron en ese juego de tronos en el que se metieron para también obtener su propio nicho de poder, inequidad y opresión. Pero alguna luz brilló en esa coyuntura, alguna vez el Hospital Militar Central de Bogotá dejó de recibir heridos a diario porque la intensidad de la violencia mermó mientras se avanzaba en los acuerdos de La Habana que, aunque bastante imperfectos, nos dieron una luz de esperanza de que este país sí podría ser mejor, menos violento, más fraterno, con seis puntos de los que ya nadie se acuerda, porque naufragaron en la mezquindad de esos que siguen vendiendo la venganza como única solución posible para una guerra que va de venganza en venganza hasta el último muerto, porque el dolor de las víctimas nunca va a ceder, y porque de una víctima a un victimario solo hay un disparo de diferencia.

Así pues, duele que esos mismos que durante el gobierno de Juan Manuel Santos se le jugaron contra todo y contra todos por la paz, en ese proceso de negociación imposible con las FARC, que al final terminó dando un respiro a tanta muerte, hoy se atraviesen como vacas muertas y se empeñen en atacar ferozmente los esfuerzos que hace el actual gobierno, como si ellos la hubieran tenido fácil o como si no hubieran cometido errores. Porque es innegable, por ejemplo, que esas curules que le dieron a las FARC en el Congreso, con total impunidad y sin un solo voto, minó la credibilidad en el proceso. Pero muchos comprendimos, a pesar de la indignación, que era el precio a pagar por no vencer a una guerrilla que se formó dentro de un pasado revolucionario y un presente narcotraficante, pero que igual, tuvo tanta fuerza que no había otra forma de pararla que desmovilizándola. Porque el que prometió acabarla en cuatro años, no pudo hacerlo en ocho, y a cambio de eso nos dejó la estela de sangre de 6402 personas masacradas engañadas, amarradas y en total estado de indefensión, asesinadas a sangre fría por un Ejército incapaz de derrotarlos militarmente, pero necesitados de darle resultados a ese Calígula criollo que contaba muertos como si de carámbolas de billar se tratara, solo para hacerle creer a la gente que de verdad estaba ganando una guerra, mientras pudría moralmente a la milicia, que perdió cualquier principio ético aniquilando inocentes para llevarle el tributo a ese emperador maldito, que llenó al país de luto en nombre de una tal seguridad democrática, que no fue más que la seguridad de los ricos a costa de la sangre de los pobres.

La paz es mucho más difícil lograr que la guerra, sobre todo en un país como Colombia, que ha forjado sus liderazgos sobre olas de sangre sobre las que han navegado políticos prometiendo vencer al otro en una guerra fratricida, en donde el soldado le ha tenido que disparar al guerrillero que es su hermano, y al lado del paramilitar, un amigo que quizás creció con él en la escuela. La guerra en Colombia no es entre desconocidos, sino entre un pueblo que depende de los dueños del país, quienes los mantienen peleando entre sí por sus propios intereses. Mientras los campesinos se disparan unos a otros, los terratenientes, banqueros y políticos se reparten al país en los cócteles de las grandes haciendas y los clubes que les pertenecen. En Colombia no hay lucha de clases porque los ricos muy hábilmente han sabido dividir a los pobres entre los nuestros y los de ellos, y hacen matar a sus pobres contra los de ellos, sin poner una gota de sangre, hasta que se les revienta la burbuja de bienestar que les protege y salen entonces a culpar al Estado, del que también son dueños, porque suelen apropiarse de los bienes que son de todos a través de la corrupción, que se ha institucionalizado tanto, que ya hace parte de la cotidianidad de la gestión pública.

La paz es una quimera porque Colombia se ha hecho alrededor de la guerra y nadie ataca las causas fundamentales del conflicto que nos carcome. El trabajador, cada vez más precarizado, un día suelta las herramientas para coger un fusil, porque el hambre de la familia no entiende de principios y los valores no pagan las facturas. La gente se cansa de mendigar por la salud con las que se enriquecen los empresarios para construir condominios y campos de golf, mientras el pueblo se muere rogando por atención. Salen los tecnócratas, esos miserables que todo lo cuantifican, a decir que la cobertura de la salud es impecable, porque todo el mundo está asegurado, pero muy pocos reciben la atención que requieren para mantener un mínimo de bienestar.

La guerra en Colombia es la hija del resentimiento social, que se incuba porque unos pocos viven con unos tremendos privilegios mientras que las mayorías no tienen ni siquiera un mínimo de derechos. Y a esos biempensantes, que se creen progresistas hasta que les tocan los privilegios, les duele cuando el pueblo alza la voz, porque según ellos tienen que protestar caminando por los andenes y sin hacer ruido, para que sus Mercedes puedan hacer uso de las calles por las que transitan a sus confortables oficinas de ejecutivos, mientras el trabajador razo ruega para llegar dignamente a final de mes.

Ningún esfuerzo por la paz en Colombia es banal. Ningún intento por sentar a dos contrarios a hablar sobre sus dieferencias será en vano. Todo proceso que lleve a que un ciudadano suelte un fusil para que coja un cuaderno o una pala, habrá valido la pena. Cada asesinato que se le ahorre a esta guerra será una luz de esperanza para un país mejor, porque no se les puede pedir a las víctimas que ignoren a sus muertos mientras los perpetradores de los grandes crímenes se siguen enriqueciendo impunemente con la sangre de su gente, esa gente a la que despojan, desplazan y asesinan, porque tienen el poder para hacerlo y nadie les puede detener. Por supuesto que en Colombia hay resentimiento porque hay injusticias. Y hay injusticias porque el sistema es tremendamente injusto, diseñado para que los que más tienen más acaparen, para que los que más delinquen más impunes sean, para que las tres ramas del poder público favorezcan a una élite repugnante que se ha lucrado de esa misma guerra, que no quieren acabar, porque les conviene que se acabe.

Por eso para las élites que dominan los grandes medios les resulta funcional seguir obstaculizando los esfuerzos por una paz duradera a punta de mentiras y desinformación. Ya lo hicieron en 2016 movilizando a la población contra el plebiscito por la paz a punta de mentiras sacando a votar a la gente “berraca”, como lo dijera el arquitecto de todo este desmadre, o eligiendo al homúnculo de la guerra en 2018, que tiró por la borda los enclenques logros de cuatro años de negociación, porque el títere del terror se dedicó a sabotear unos acuerdos que perdieron credibilidad e impulso, devolviéndonos a otro ciclo de esta guerra inevitable, que algún día se tiene que acabar.

Por eso hay que insistir con constancia y sin descanso en esos nuevos procesos que reverdecen como las flores en las ranuras del pavimento. Por eso hay que creer que algunos sí quieren la paz, identificarlos y brindar los caminos de acercamiento para poder avanzar cada día en que haya un muerto menos. Por eso hay gente juiciosa recorriendo los campos y las veredas de las zonas más confllictivas para tender esos puentes con las comunidades que han sido tan golpeadas por la violencia y tan ignoradas por el Estado. La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Está en la Constitución y hay que proceder en consecuencia. Las semillas de paz se están sembrando en el campo ante la resistencia de la oposición y el escepticismo de los biempensantes. Pero ahí hay un gobierno en ejercicio, unas Fuerzas Militares protegiendo a la población civil, y miles de personas construyendo paz, arriesgando sus propias vidas.

Los gendarmes de la guerra le tienen pánico a la paz. Ven amenazados sus privilegios y su poder porque la gente en paz piensa mejor y exige con mayor vehemencia sus derechos. Esos que celebran cada bomba fingiendo una preocupación que no les nace, son los que están detrás de esa misma bomba, porque lo único que saben hacer es la guerra, el único terreno que conocen es la violencia y su única debilidad es que un día ya nadie les cargue los fusiles, esos con los que se han apropiado del país.

La paz total no es un fracaso. La paz total es el anhelo de toda una nación que no quiere tener más dueños. La paz total es una siembra larga de una cosecha demorada, pero cierta, que ahora se está sembrando en rincones a los que el Estado jamás había llegado sino era para dar bala. No vamos a claudicar en estos esfuerzos por la resistencia de unos o la envidia de otros. Comprendimos los sacrificios que hizo el gobierno Santos para alcanzar los acuerdos con las FARC y el valor inmenso de los seis puntos que se acordaron, que en realidad, apuntan a las causas estructurales del conflicto. Por esto seguiremos luchando, aunque se opongan esos mismos que lograron esos acuerdos, quienes ahora quieren sacar réditos atacando a la paz total porque ahora no se pueden lucrar políticamente de sus logros, oportunistas de ocasión, presidenciables en nombre de la paz.

La única guerra que vale la pena en Colombia es la guerra que está dando el Presidente por alcanzar la paz. Que se burlen o que tergiversen los esfuerzos, esos mismos que le lavan la cara a los paramilitares en nombre de la imagen corporativa de las bananeras, que sacaron su producto sobre la sangre de los trabajadores sindicalizados, no puede mermar el interés en avanzar hasta el cansancio de lo que le queda a este gobierno, para que el gobierno que venga, siga sobre los mismos rieles, y no mande todo al traste como lo hizo Duque con Santos. Acá hay un compromiso ineludible de país. La paz es un beneficio para todos y la guerra para unos pocos. Esas mayorías se deben hacer sentir en las urnas porque no podemos seguir de retroceso en retroceso y de guerra en guerra.

El pueblo tiene que tomar la conciencia de su propio bienestar y apostarle a la paz que jamás será un fracaso. La paz es la única victoria posible en una guerra sin vencedores. Por eso la paz total debe ser un mantra con el que nos levantemos a diario para cimentarla sobre la justicia social y la fraternidad nacional. Respaldar a la paz total es respaldar el bienestar común, porque a un país en paz solo le queda progresar. Pero no a todos les conviene ese progreso. Algunos prefieren seguir manteniendo al pueblo esclavizado y a las instituciones a su pies. Esos son los amos de la guerra. Y a esos hay que derrotar.

*Fotografía tomada del Diario del Norte.

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