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La montaña de oro

Por Clara Patricia Giraldo

El camino era corto, pero la carretera, llena de huecos y montículos, lo hacía eterno.

—Debí haberme venido en la camioneta —murmuró con un dejo de enfado, ya que su lujoso convertible estaba sufriendo las consecuencias del abandono de la vía. El entorno era hipnotizante por la belleza del paisaje y los miles de tonos de verdes de la vegetación que cambiaban con el golpe de la luz que danzaba con la brisa. El hombre, abstraído en sus pensamientos que uno a uno venían en orden y se repetían como un ciclo ritual del que no se puede escapar, no notaba la exuberancia de la escena que parecía una cápsula finita que lo encerraba en la irrealidad.

—Siempre lo he logrado y esta vez no va a ser la excepción. Que no es ético, que no es moral…bla, bla, bla. Así es el mundo y al que no le gusta que se baje . —Soltó una carcajada casi fingida, que terminó en una mueca amarga cuando sintió en su garganta el fogonazo de las agrieras que le causaban la ansiedad de siempre querer más.

Finalmente llegó.

El lugar estaba solitario y frente a él se hallaba una puerta de madera, caída y soportada solo por un palo, entre un descuidado bosque que impedía la entrada al predio en carro, seguida por una vieja cerca de alambres de púas oxidados.

«Qué es este mierdero…» pensaba, mientras trataba de mover la vieja puerta para poder entrar sin que le cayera encima.

—Quién diría que el oro viene en un empaque tan ordinario —dijo y rio celebrando su «ingenioso buen humor», del que hacía gala constantemente, y el que su madre, doña Estella, solía celebrar con escandalosas carcajadas que eran seguidas por las de la decena de empleados que laboraban en su oficina.

«Es que cada que mijito abre la boca nadie puede contener la risa» decía doña Estella con una voz empalagosa. «¿Qué será lo que tiene Gabrielito que cae tan en gracia a todos siempre?»

«Que es el jefe» pensaba para sus adentros Vanesa, la asistente de doña Estella.  Reía socarronamente y a la fuerza. «Qué más da reírse de cada estupidez del gorilón, si en la oscuridad de la noche viene cena, regalo…y bueh… el miserable que se retuerce como un gusano en mi vientre».

Después de unos minutos de tratar de entrar por la puerta, y sin haberla podido mover siquiera, decidió pasar por debajo de la cerca.

—¡Me lleva la re putísima madre! —vociferó furioso, pues su finísimo suéter de merino quedó enganchado en una púa de la cerca, abriéndole un hueco en la espalda. Se arrastró hasta el interior de la propiedad.  «Me volví mierda» pensó. Intentaba pararse, y estando de rodillas  apoyó las manos para impulsarse hacia arriba, pero notó en el suelo unas líneas y filamentos como mármol que se internaban en el bosque.

—¡No jodás!,  ¡no jodás!,¡esta debe ser la veta! —Y clavó los ojos en el suelo como si quisiera traspasar el piso para ver más abajo. Se puso lentamente de pie,  sin erguir el cuerpo, y empezó a caminar muy agachado, siguiendo las líneas  y adentrándose  en el bosque.

—Conque sí existía la dichosa veta. Ay, Luchito, error haberle contado al más vivo de todos lo que tenías entre manos. Dos whiskies y caes redondito, cantas como canario.

 Lo invadía una mezcla de excitación y náusea. Estaba robándole el negocio a su «mejor amigo» y sabía que las consecuencias podrían ser  peligrosas, aunque también sabía que si se la jugaba así de sucio, era porque él podía ser el peor. O eso creía…

Después de un tiempo, no sabía cuánto, un par de horas quizás, de estar agachado siguiendo los filamentos que serpenteaban por entre la vegetación espesa y entrelazada, sintió sus piernas entumecidas y decidió sentarse en una roca al lado de un hilo de agua que por allí pasaba, sin dejar de mirar las líneas en la tierra, como vigilando que no se las robaran.

—¡Agua! —Sin pensar se abalanzó hacia la pequeña corriente que lucía cristalina y de la cual salía un sonido suave, como un canto delicado y femenino, pero continuo y sin pausa. —¡Qué tal!, el charco suena como hembrita que gime —dijo y rio, llevándose sus manos encocadas con agua a la boca.

—¡¿Quién es usted?! —gritó con los ojos desorbitados al ver salir detrás de un árbol a un escuálido hombrecillo, de tez grisácea, con un extraño traje de color sepia oscuro, cabello liso y muy negro que caía en la cara y casi tapaba sus ojos muy pequeños y hundidos en las cuencas.

—Ha bebido usted de esa agua, señor. Ahora puedo ver su forma y sus ojos han adquirido el poder de ver el mundo mágico que obedece a los sentimientos y acciones que emanan de tan altísimos seres —le respondió el hombrecillo.

—Solo esto me faltaba, un basuquero en pleno viaje— murmuró entre dientes con disgusto—. Soy Gabriel Diaz y estoy buscando al dueño de este predio —dijo, dirigiéndose al hombrecillo con su tono de prepotencia y arrogancia, con el que pretendía siempre intimidar a sus interlocutores incómodos.

—Sé quién es, mi señor. —La respuesta generó una pequeña sonrisa y una gran satisfacción al inmenso ego de Gabriel.

—Hasta el salvaje más viajao de este horrible bosque me reconoció, ja—dijo para sus adentros, tomando una postura de rey en su trono. Enseguida asumió la actitud piadosa y benevolente con la que siempre posaba cuando iba a hacer campaña política:

—Estoy buscando al dueño de este predio, muchacho. Quisiera poderle colaborar comprando este muladar al pobre hombre. Sé que anda como endeudado y con ganas de mandar a su hijo a la ciudad a estudiar. De verdad, ayudar me alimenta el alma y tan pronto vi la oportunidad de hacerlo, vine corriendo. —Y enseguida sintió un olor nauseabundo al tiempo que veía como el hombrecillo se le acercaba, casi hasta abrazarlo.

«Este tipo huele asqueroso» pensó, alejándose disimuladamente. 

—¡De verdad que es usted un genio!— le dijo el extraño hombre volviéndose a pegar a él con risa chillona. Lo tomó de la mano y lo condujo a una pequeña casita que estaba en un claro en la mitad del bosque. Salía humo por un tubo al lado de la casa.

—¡Ahí está el hombre! —exclamó Gabriel  con regocijo infantil.

A medida que se iban acercando, salían del bosque hombrecitos y mujercitas de tamaño pequeño,  vestidos con ropas de colores alegres, caminando a pequeños saltos. Lo miraban y tímidamente volvían a ocultarse detrás de los árboles.

—Qué personas tan raras…puro mal de vereda. Eso les pasa por aparearse entre ellos… aunque las hembritas aguantan. —Y rio disimuladamente, evitando ser oído.

Golpeó la puerta discretamente. Nada… volvió a golpear con más fuerza.

—¡Buenas! —gritó con algo de impaciencia, y sintió de nuevo el nauseabundo olor.

—¡Voy! —respondieron desde el interior y se oyeron pasos de pies arrastrándose lentamente.

Al abrirse la puerta, se asomó un hombre anciano, de prominente joroba acompañado de una pequeña mujer de cara saludable y vestida de colores, quien se escudaba detrás del hombre. Pese a la humildad del lugar el aroma a flores y la tenue luz cálida lo atrajeron.

—Don Eladio, buenos días —saludó Gabriel volviendo a sentir el mal olor, ya notando que venía de su boca.

—Buenos días, señor —respondió Eladio dejando un agradable aroma en el ambiente.

—¿Tienes un chicle? —dijo en secreto al hombrecillo que lo acompañaba— mi aliento apesta.

—Lo que sale de su boca viene de sus entrañas, señor. No de sus palabras —le respondió él, mirándolo con devoción. —Todo lo que sale de sus sentimientos me revitaliza —dijo con palabras melosas, escudándose también detrás de Gabriel para no tener contacto con el anciano. Gabriel lo miró con desconcierto, tratando de descifrar lo que le había querido decir. Había conocido personas lambonas, pero este era otro nivel.

—Quisiera hablar con usted unas palabras, señor. Déjeme poder ayudar hoy a alguien que lo necesita —dijo Gabriel con voz llorona.

—Estoy algo ocupado, patrón —le respondió el anciano con algo de intranquilidad. —En realidad, hace unos minutos me llegó otra visita  ofreciéndome su ayuda también, y la verdad, no entiendo.

—¡¿Otra visita?! —gritó con enojo, calmándose en seguida para no ser descubierto y, con sonrisa nerviosa, entró sin ser invitado.

Había en el rincón de la habitación una estufa de leña encendida y al lado una mesa con dos sillas. Al costado de la que estaba de espaldas, había otro hombrecillo muy parecido al que lo acompañaba, casi que abrazando a un hombre que allí estaba sentado.

—Buenos días, señores —saludó Gabriel, mirando al hombre que estaba en la silla y a su acompañante, tratando de encubrir su mal aliento. Los hombrecillos se miraron riendo y tomándose de gancho empezaron a danzar en círculos. Gabriel trató de entender la escena extraña, pero finalmente la ignoró. Su atención estaba fija en aquel hombre misterioso.

—Buenos días, señor  —respondió el hombre dándose la vuelta.  

«¡Mierda, mierda! Ahora qué hago». Era su «amigo» Luis Castro. Luchito.

—Al fin llegaste, Gabo —dijo, mirándolo fijamente con sonrisa retadora y expidiendo con sus palabras un fuerte y nauseabundo olor.

Inmediatamente, y tratando de pensar rápido, Gabriel tomó una actitud de enfado. Hizo una señal a Luis para que se le acercara:

—Siempre me va tocar rescatarte de tus embarradas —le dijo en secreto y lo invitó con la mano a salir de la casa.

Luis, con su gesto sonriente y cínico, salió detrás de él seguido por los dos hombrecillos extraños, quienes se pegaban a ellos como si de eso dependiera su vida…

—Qué haces aquí, Lucho. Te vi salir y te seguí. De verdad que no soportaría que le pasara algo a mi gran amigo — dijo conmovido. Los hombrecillos reían a carcajadas como celebrando la fetidez que salía de su boca. Lucho rio ruidosamente alborotando cada vez más a los hombrecillos que ahora bailaban y saltaban alrededor de ellos.

—Que te compre quien no te conozca —recitó Luchito—. Sabía que llegarías a mi rescate…Idiota, si te conté de este negocio era porque te necesitaba hoy aquí. Y aquí estás. —Y volvió a reír escandalosamente.

—Me caigo yo y nos caemos todos, mi querido Luchito. Deja de tratar de ponerme en evidencia ante esos zarrapastrosos. Me estás haciendo quedar en ridículo y se están burlando de mí…Ajá, ¿tú los trajiste, verdad?.

Luis lo miró extrañado. «Definitivamente a este todo lo que brille lo enloquece» pensó algo inquieto.

¿A quién ? —preguntó y siguió riendo—. Sé cómo invocarte, mi amigo, eres tan predecible —le dijo muy cerca a su rostro, provocando una arcada con su aliento asqueroso, y con los hombrecillos tratando de meter sus narices entre las dos caras.

«Lucho se está tomando muy a pecho lo de “untarse de pueblo” con estos dos vagabundos, qué asco. Pero bueno, parece que son de los que se subieron al bus del “todo vale”… para algo han de servir luego» pensó.

—Bueno. Al grano. ¿Qué te traes ahora? —dijo Gabriel, ya con impaciencia.

—Hermano, esta montaña está llena de oro. Este negocio tiene que ir sí o sí, y al viejo ya le ofrecieron plata por esta tierra. Tenemos que superar esa oferta y rápidamente hacerlo firmar la escritura a favor de nuestra sociedad. Le ofrecieron $3.000 millones ya, me contó Moya —dijo Luis con un gesto afanado. 

—¿Moya el prestamista? —preguntó con atención Gabriel. 

—El mismo, y está dispuesto a prestarnos $3.200 millones, pero necesita garantías, y  tú tienes esas garantías —dijo hundiendo el dedo en el pecho de Gabriel. 

—¿Tu pretendes que yo exponga todo mi capital?, no estás ni tibio…—le replicó mirándolo fijamente. 

—A ver, amigo, lo que tu tienes más lo que yo tengo. Pero bueh, no eres mi única opción. —Y se fue. 

—¡Espera!. cuál es el interés del préstamo y para pagar en cuánto tiempo.

Luis rió para sus adentros. Sabía exactamente cómo manejar la codicia de Gabriel.

—Voy a llamar a Moya —dijo sin voltearse.

Volvieron junto con los hombrecillos a la casa del anciano.

—A ver, don Eladio. Venimos a ser justos con usted. No soportamos como Ibarra quiere abusar de su bondad, y estamos dispuestos a pagarle $200 millones más por su tierra. ¿Qué opina? —dijo Luis, produciendo más arcadas de asco a Gabriel con su aliento.

—Déjamelo a mí —le susurró al oído a Luis, y se llevó al anciano discretamente a la habitación contigua, mientras la pequeña mujercita que acompaña al viejo se oculta detrás de la pared, esquivando la morbosa mirada de Gabriel.

—Por favor déjeme solo con don Eladio —dijo Gabriel al hombrecillo que lo acompañaba.

—Ese hombrecito no se puede apartar de usted, señor.  Vive de su esencia, de lo que usted emana con sus pensamientos y sobrevive por sus acciones. En cambio, la mujercita que me sigue no sobrevive a usted. Se extinguirá sin remedio — dijo pausadamente el anciano. 

Gabriel conocía muy bien el arte de seducir miserables y aceptó que el hombrecillo lo acompañara, aunque dentro de todos esos «halagos» que había recibido del anciano, no entendía lo de la mujercita.

—Así es, don Eladio, cuando dios le da a uno una misión solo uno puede verla. Los otros son ciegos a las necesidades de los pobres. A mí estos pobres hombres me conmueven, y mientras yo sea alcalde, voy a hacer lo posible por sacarlos de su miseria —dijo Gabriel. De su boca salían babas de color verde y  un olor fétido, haciendo que el hombrecillo se arrimara hasta recostarse en él.

 —Definitivamente es usted admirable —le dijo el hombrecillo con cara de devoción y queriendo recoger las horripilantes babas.

«No espero nada de estos puercos y aun así logran sorprenderme» pensó y sonrió con toda su cara, para disimular.

—A ver, buen hombre, mi amigo y yo estamos hartos de los miserables explotadores que quieren pagar una miseria por las tierras de los pobres campesinos. Por eso estamos decididos a defender sus intereses y nos vamos a echar la carga de pagarle a usted lo justo y más por esta improductiva tierra —murmuró tratando de tapar su fétido aliento.

—Señor, es que yo quisiera morir aquí. No quiero irme a ninguna parte, este es mi hogar. Amo este bosque y lo que lo habita. Al igual que la mujercita que usted mira con lascivia, ninguno de estos seres sobreviviría a su amigo o a usted. La magia no sobrevive ni a la corrupción ni a la codicia. Deje en paz a la montaña y a sus seres, señor. Están acabando hasta con su mismo hábitat y el de sus familias; ni ustedes van a salir bien librados de semejante depredación  —dijo el anciano, con voz cansada y protegiendo a la pequeña mujer que lo seguía por todas partes.  

Gabriel lo miró muy desconcertado. Le estaba diciendo corrupto en su cara como si hubiese leído desde siempre sus intenciones y con un tono de haberlo dado por hecho desde el principio.  Como ya estaba acostumbrado a recibir insultos de sus detractores, y como tal tomó las palabras de Eladio, inmediatamente cambió su tono paternal y con uno muy intimidante le dijo:

—Viejo, no creo que su hijo lo quiera encontrar en una zanja con la jeta llena de tierra. Si piensa que me conoce, no tiene idea de qué soy capaz.  —Y se dio vuelta para fingir salir de la habitación, pero con la certeza de que el anciano iba a acceder.

— Está bien, patrón. $3.500  millones por la montaña, pero yo me quedo con la casa —dijo con voz muy queda, dejando un aroma a flores y árboles en el ambiente. Era encantador y mágico su hablar, pero Gabriel debía mostrarse malvado y muy amenazante; no podía perder esta compra y tenía que pensar rápido. Igual, esa suma no era ni la centésima parte de lo que había en oro en esa montaña, pero aun así su capital, junto con el de Lucho, no llegaba a tanto.

 Salió de la habitación y se dirigió a Luis.

—Lucho, llama a Moya. Yo mientras tanto llamo a mi madre; necesitamos también su casa para completar la garantía del préstamo. Son $300 millones más, y la casa se la queda el viejo. Me tocó a las malas, el viejo sabe lo que tiene. —Inmediatamente tomó su móvil y le indicó a su madre lo que debía hacer cuando el prestamista pasara por la oficina.

No había pasado una hora, tiempo que para la ansiedad de los dos hombres era una eternidad, cuando divisaron por la ventana a un hombre que Gabriel veía seguido de una decena de hombrecillos vestidos y caracterizados como los que los acompañaban.

—Viene escoltado hasta los dientes —murmuró Gabriel a Lucho, quien buscó con la mirada algún escolta entre la espesa vegetación sin lograr ver nada. 

—No veo más que al hombre. Dónde se escondieron los que lo acompañan —dijo Luis, un poco intimidado.

Gabriel, señalando al vacío, refunfuñó impaciente:

—Idiota, no me dirá que esos tipos son monaguillos. —Y se miraron sin que ninguno lograra entender qué parte no entendía el otro.

—Buenos días —se oyó un grito muy grave y seguro desde la puerta.

—Buenos días, doctor Moya —respondieron los dos hombres con total sumisión ante el hombre. Luis, tratando de ver si alguien lo seguía, como había dicho Gabriel, advirtió que venía completamente solo, mientras Gabriel, algo confundido, veía como todos los hombrecillos se saludaban y danzaban alrededor de ellos.

—Se conocen. Esto no me huele bien… —Pero parado encima de tanto oro, no era momento para olfatear, ni oír, ni ver… Era ya, o la oportunidad de su vida se esfumaría.

—Traigo todos los documentos. Me los facilitó su hermosa madre, Gabriel. Los de ella y los de ustedes dos —les dijo Moya, expeliendo el aliento más nauseabundo que Gabriel había olido, tomando asiento en la pequeña mesa e invitando a arrimar un butaco que había en un rincón para que cupieran los tres—. La casa de su madre, como bien sabe, tiene las escrituras enredadas por el origen del dinero con que se adquirió. Como fue un soborno del constructor del condominio, si no se da mordida al de la oficina de impuestos, ya no será de su madre. Así que es una garantía muy frágil, pero la acepto —dijo con sonrisa cínica—. Las demás garantías son tan débiles como esa. Todas dependen de que a ninguno de los funcionarios de control les dé por ser honestos, y no voy a arriesgar mi dinero. Nunca se sabe, y sus periodos como alcalde y concejal, ya casi terminan —les sentenció, dejándolos sumidos en afán y angustia —.Yo les propongo que me paguen seis cuotas adelantadas con lo del soborno del contratista del puesto de salud, que se abonarán al final del plazo, y que pongan esta montaña como garantía también. Que quede pignorada a mi nombre y que quede una cláusula en el documento, que si hay un atraso de cuatro meses en las cuotas, automáticamente pasa a ser mía. Ustedes dirán…

Quedaron en silencio por unos segundos. Gabriel se paró de la silla e invitó a Luis a salir de la casa:

—Ya volvemos —dijo. 

—Tómense su tiempo —respondió Moya, mientras miraba al anciano, quien se sentó a su lado.

—Ni te pregunto —dijo Moya a Eladio con sonrisa divertida, mientras los hombrecillos saludaban a la mujercita como si se conocieran de siempre.

—Qué puedes esperar de la estupidez de un tipo que se roba los recursos de las vías para  comprarse un lujoso convertible… —Y rieron silenciosamente.

Al cabo de unos minutos, entraron los dos hombres, y tratando de verse seguros, dijeron a Moya que necesitaban tiempo para decidir, pues tenían que consultar con sus abogados.

—Pueden tomarse el tiempo que quieran, lo que no les garantizo es que tenga la oferta en pie, y que Ibarra no les tome la delantera. —Esta respuesta generó pánico y ansiedad en los hombres, quienes volvieron a salir afanados.

—Bueno, aceptamos todo, excepto la cláusula final —dijo Gabriel, mientras entraban nuevamente.

 —Entonces dejemos así —les dijo Moya, haciendo el ademán de recoger los documentos para irse. 

—Aunque, pensándolo bien, en este negocio esa cláusula no tiene importancia —dijo Luis, mientras volvían a tomar asiento.

Luego de haber firmado todos los documentos, Gabriel y Luis salieron de la casa rodeados por los dos hombrecillos que los acompañaban siempre, quienes miraron a Moya como cuando un preso ve la libertad. 

Eladio y Moya se sentaron cerca a la lumbre de la estufa y, sirviendo bebida de una olleta, dijo Moya:

—Gracias, Elohí, rey de las hadas. Estos dos ya estaban buscando nuestra montaña sagrada para sacarle el oro que la soporta. Habría sido nuestro fin. Los pude convencer de que el oro estaba en tu montaña del bosque, a los muy idiotas el bosque no les importa para nada, y no se dan cuenta que su destrucción es el fin de ellos. En cuatro meses, ya no te molestarán más —dijo riendo Mayerastu, rey de los malhechos, como descargando de sus hombros un peso muy grande —. Aún no entiendo la mente de un ser que a cambio de cosas materiales destruye su hábitat. A veces me cuesta tratar de ser uno de ellos. Me siento el más absurdo de todos los seres que compartimos este planeta y, lo peor, dependemos de la voluntad de estos. Si siguen destruyendo todo, nuestra capacidad de restaurar no va a ser suficiente para salvar esto —dijo muy ofuscado, mientras sus hombrecillos y las mujercitas del bosque se unían alrededor de sus líderes. 

—Tú debes cuidar que no nos extingan, y por más de que tus hombrecillos les muestran la fetidez que causan, su necedad les nubla lo evidente. Ningún ser mágico sobrevive a un mundo construido con trampas y engaños, y el mundo se está quedando sin magia —replicó Elohí con tristeza profunda— ¿No verán que sin magia solo hay cosas, y que las cosas sin magia solo causan vacío? 

— esperemos que algún día la magia los seduzca y las cosas estén al servicio de esta. Mientras tanto, debemos actuar.

—Así es, Mayeratsu. Sé que tu trabajo y el de tu séquito es agotador, y agradezco cuanto has podido evitar la extinción de las hadas del bosque. Ya de hecho hay muchos de ellos ayudando a restaurar, pero aún la estupidez abunda.

—Algún día seré como Moya, Lucho. —dijo Gabriel manejando con mucho cuidado su convertible de vuelta al pueblo.— Frío, calculador… millonario…Lucho, quién te dijo lo del oro en esa montaña —preguntó Gabriel mirándolo con angustia.

—Pues Mooya…

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