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La llave de los recuerdos

Por Andrea Baquero

Ya lo había decidido. Ese día, así como otros, desperté de uno de esos sueños sin sentido, no sé cómo llegaba a esos escenarios cargados de orgullo y de rabia, podría haber soñado otras cosas, pero siempre retornaba al mismo sueño. Algunas veces era tan fuerte el momento, que me despertaba llorando con dolor en el pecho. Llevaba años pensando en ella; si yo era feliz, ¿por qué no podía regalarle un poco o, más bien, un montón de eso que yo sentía? La pérdida de mi padre me había regalado una nueva forma de ver el mundo y se me hacía imposible impregnarla de esa belleza. Me preguntaba, ¿por qué actuaba de esa manera? De vez en cuando armaba una tira de recuerdos, pensaba en las veces que quiso abandonarnos, o por lo menos en las veces que lo dijo, o en cuando me contó que no deseaba tener a mi hermano, que se había querido tomar un yodo o algo así, mas no tuvo suficiente coraje para hacerlo.

No sé por dónde empezar. Aunque viví con ella en la misma casa por 32 años, en el fondo creo que no la conozco. Seguro me contó algunas cosas siendo ya adolescente, mientras nos tomábamos un café. Sin embargo, son pocos los detalles que tengo de cómo pudo ser su vida, por lo menos antes de casarse. Mi madre es una persona contradictoria que parece no sentirse a gusto con nada. Quiere salir, pero cuando está fuera, quiere regresar pronto a la casa. Quiere comer, pero se sacia en cuanto le sirven. Quiere viajar, pero ningún lugar le parece interesante. Quiere hacer un almuerzo para todos y al final quiere que se vayan pronto de su casa. Nada la satisface, por eso he llegado a la conclusión de que nada la hace feliz.

La idea de la difícil personalidad de mi madre se formó durante años, mediante una relación llena de tareas y obligaciones a veces banales. La exigencia del resultado en todo era alta, hasta preparar una gelatina tenía un proceso sofisticado que comenzaba calentando el agua a una temperatura precisa, para luego disolver con cuidado el sobre, revolviendo constante y parejo evitando que los pequeños granos se pegaran al borde de la olla. A veces yo fallaba y ni siquiera en esa tarea tan fácil pasaba la prueba. Con el tiempo aprendí a hacer las cosas tan parecido a ella, que era la única que podía cubrirla en sus tareas. Nunca he visto a mis hermanos cocinar, lavar, hacer aseo o servir una cena. 

Siempre pensé que podríamos emplear nuestro tiempo en cosas más interesantes que hacer tanto oficio cada ocho días, los viernes en la tarde, actividad que usualmente duraba un día y medio. Casi nunca podía ir a las fiestas del colegio, ver televisión o descansar un rato, eso estaba reservado para los muchachos. Comprendí que mi madre le daba un espacio excesivo al orden, cuando dejó de ir a recibir mis notas del colegio, prefirió no salir a viajar y, aún más contundente, decidió no visitar a mi hermana en la clínica recién parió su primer hijo, o no cuidar a uno de mis hermanos después de una cirugía importante, porque era posiblemente un viernes, día de hacer aseo.

Debo tener implantada en mi mente una especie de sumisión o de miedo que me ha impedido confrontar el pasado, ese que la lleva a vivir un presente doloroso, donde  lo material no es suficiente para llenar el vacío de un premeditado abandono. Llevo luchando con esto mucho rato, no soy capaz de expresarme, aunque no recuerdo que mis hermanos o mi padre lo hicieran tampoco. Su presencia en nuestras vidas  ha sido, como yo la interpreto, una experiencia de dominio y de control, de amor, pero no desinteresado, el suyo tiene un precio que debe ser pagado con dinero y con entrega a través de los años. Es cierto que a veces pienso solo en mí, al fin y al cabo, yo me liberé de su yugo y encontré en mi esposo y su familia ese terruño que añoraba. Pero ¿qué hay de los demás?, todos planetas distintos de una sola galaxia y esa galaxia vacía, llena de nada.

Ella piensa que estoy bien, pero no es así, extraño sus besos, sus abrazos, sus cuidados. Solo quiero saber que soy como los otros, que no hay algo diferente que me haga merecer menos; solo necesito saber que está ahí, con un mensaje o una llamada. Sin embargo, ella piensa que soy autosuficiente, que tengo una familia perfecta o que soy exitosa, que estoy tan ocupada que no podría contestar el teléfono. Cuando descubrió que no éramos iguales, nos volvimos más distantes, y la distancia duele, duele porque se convierte en un nudo en la garganta lleno de frases que dan vueltas en la cabeza como un monólogo interminable, el cual sueña con llegar a ser un día una conversación.

La vida está llena de regalos. Pueden estar allí en frente, pero no somos capaces de destaparlos. Es posible que para mitigar la sorpresa que nos produce encontrarnos con algo inesperado, prefiramos demorar el momento de abrirlos o no abrirlos nunca. Dicen que lo valioso no es el regalo en sí mismo, sino las manos que lo entregan y es cierto, porque aunque hayan regalos que a veces no nos gustan, preferimos guardarlos por el símbolo que representan. Hay regalos que son nuestros, pero algo nos hace sentir que son ajenos, que no es posible acercarnos o acariciar la posibilidad de tenerlos, que no podemos abrazarlos para cuidarlos. Al no abrirlos,  los regalos se curten, se dañan, se pierden. Mi mayor regalo tenía 60 años, no supe cómo abrirlo, desconocía su valor, no alcancé a disfrutarlo, así que lo perdí, me quedé con la cinta en las manos. 

El sueño

Había tenido que alejarme de ella para encontrarme a mí misma y ahora que me había encontrado, necesitaba recuperarla; esta era mi única oportunidad de salvarla. En la madrugada, sin una cita previa, coincidimos en lugar y espacio, allí estábamos las dos, esta vez sin discutir, simplemente mirándonos. Yo estaba cansada, ella también. Sin embargo, nuestro cansancio era el boleto para ese viaje al pasado. La miré a los ojos, la tomé de la manó y, sin prisa, nos embarcamos.

Durante el camino sonreímos. Le dije: “ya sé madre que no te gusta mucho salir de viaje, pero te prometo que este será diferente”. Pasamos de la vigilia al sueño y del sueño al sueño más profundo, mi sueño.

Ya tenía construido el espacio y por fin se había dado el momento. Dos años atrás, después de una de nuestras conocidas escenas, salí furiosa por una de esas calles que suelo recrear. Después de caminar unas cuadras, llegué a lo que llamo mi versión de la Virgilio Barco, que es una representación de ese gran espacio lleno de libros diseñado por Rogelio Salmona, un arquitecto famoso por el uso del ladrillo en sus edificios. Allí se encontraban miles de historias, era algo así como el archivo de la vida, del destino. Siempre llegaba a ese lugar a repasar mi libro y a buscar el de ella para arrancarle o cambiar esa página rota, ya había hecho un trato con el bibliotecario. “Pero ¿cómo lo iba a encontrar?”, por alguna razón lo habían clasificado en un estante en donde parecía que a todos los libros les hacía falta un dato. Ya había recorrido cientos de veces los pasillos sin una pista, el bibliotecario se divertía al verme, siempre me decía que estaba cerca, que siguiera intentando. Un día, una conexión muy fuerte me llevó a ese estante en el pasillo 74, allí estaba su libro. Lo tomé para espiarlo; intenté con mi llave pero no podía abrirlo, así que me fui donde el bibliotecario y le mostré el libro. Me dijo: “no me mires así, solo ella tiene la  llave para hacerlo”. 

Entre tanto, después del largo viaje con mi madre, habíamos llegado. Por fin, tenía la llave conmigo. A ella le gustó el lugar, me preguntó: 

—¿Dónde estamos?

—En la biblioteca, madre —le contesté. 

 Estaba sorprendida de ver tantos libros. Caminamos unos pocos pasos y le señalé el estante. 

—mira, aquí está el tuyo —le dije.  

Aunque estaba cubierto por el polvo, no pasaba desapercibido, hace unos meses me habían permitido ponerlo en un lugar privilegiado, en uno de los módulos centrales, al alcance de su mano. Su carátula era hermosa, brillante y fuerte. Nos dirigimos hacia él, sus primeras páginas eran suaves; aunque al avanzar se hacían ásperas al tacto, muchas estaban rayadas, arrugadas, rotas. El libro no tenía un prólogo. ella no reconocía su letra, había muchas hojas escritas por otros, testimonios de las veces que prestó su pluma pensando que llenarían su libro de paisajes, de cuentos, de historias desafiantes. Hojas que al final se convirtieron en trazos hirientes y humillantes; los cuales transformaron la luz de una niña admirable, en la sombra de una mujer amarga. Tantos capítulos llenos de vida, tantos otros llenos de aflicción. 

Ana

El capítulo de Ana era intermitente, debió tener más color rosa, pero su infancia pareció muy corta y su adolescencia, así como su juventud, estuvo marcada por infinidad de tareas para mantener organizados, limpios y bien educados no a un hermano mayor, pero sí a tres más pequeños. No fue elección de mi madre abrir esas páginas, seguro hubiese empezado por leer otro capítulo; sin embargo, Ana era para mí una de esas hojas rayadas, escritas en medio de discusiones, diferencias, distancia y dolor. 

Cuando yo era pequeña, Ana fue una segunda madre para mí. Ella representaba todo lo bueno, lo amable y lo hermoso, con un carisma inmenso que aún conserva. No sé por qué mi madre nunca vio eso o lo interpretó de otra manera, el caso es que a Ana le tocó comerse la parte más amarga de ese limón. Eran muchas hojas en donde yo aparecía con Ana, jugando, caminando, acompañándola donde sus amigas o haciendo mis tareas; eran muchas otras yendo hacia el potrero o a la tienda, Ana cargando en una mano una caneca llena de desperdicios o de víveres y con la otra tomándome fuerte para pasar las calles, todo el tiempo felices.

Mi hermana no era solo bonita, estaba llena de talento, era una de las mejores del curso, siempre con buenas calificaciones. Tenía admiradores en todos lados. A veces pienso si mi madre sintió un poco de envidia de eso que ella nunca pudo vivir.

Quise mostrarle a mi madre un episodio que recuerdo vívido. Un día del año 89 mi hermana se alistó para salir a eso de las seis de la tarde con su novio. A mi madre nunca le gustó nada la idea, motivo por el cual antes de salir le ponía todos los trabajos posibles, pero mi hermana lograba cumplirlos. El caso es que mi hermana salió y regresó un poco más tarde de la hora en que debía llegar. Mi madre, como siempre, estaba enojada, molesta con ella, con la vida, con todo. 

—Ana, estoy cansada de que se la pase para arriba y para abajo con su novio, ¿es que no tiene nada más que hacer?, yo no voy a tolerar más esa situación en la casa, así es que decida, deja de salir tanto o váyase allá que la cuiden donde la mamá de él —le recriminó mi madre. 

—Era lo que estaba esperando, claro que me voy, recuerde, madre, que usted es la que me está echando —respondió mi hermana. 

Luego, llamó a su novio y alistó lo único que mi madre le dejó sacar: su ropa. Yo le ayudé a alistar un peine y unos rulos. Ese día, ese lazo que venía fracturado se rompió por completo, ese día Ana se fue.

Estaba a tan solo tres cuadras de la casa y no supimos nada de ella por alrededor de un año. No la pasó bien, su novio era agresivo y celoso, así que le pegaba. Ella no pudo seguir estudiando, se dedicó desde ese día, y hasta hoy, a trabajar y conseguir dinero para su hogar. A pesar de todo, tiene dos hijos hermosos, se mantiene estable y mi cuñado cambió.

Mi padre sufrió demasiado con la ausencia de Ana; así que esa decisión a mi madre le pasó una costosa factura. Fue una época de reclamos, de duras peleas y de desamor. Las cenas dejaron de ser un momento esperado, me rompía el corazón ver a mi papá llorar, comía apenas unos bocados y se iba a acostar. Ana volvió un par de veces, nos ilusionaba tenerla en la casa otra vez. Sin embargo, duraba escasamente un par de meses y se volvía a ir, hasta que un día no volvió más.

Las últimas páginas del capítulo de Ana tenían muchas hojas repetidas con escenas semejantes. Mi madre reclamándole a Ana que la visitara, Ana yendo a saludar a mi madre y mi madre haciéndola entrar, antes de pronunciar la frase “qué pena, no tengo nada que ofrecerle” o no dejándola pasar del portón. Luego, mi madre llorando sintiéndose sola, pensando en aquello que no había estado del todo bien, pensando en lo lejos que siente a sus nietos, a sus hijos y a todos.

María

Dicen que lo que se hereda no se hurta, pero a mi madre le robaron lo más importante: los sueños, las ilusiones, la “esperanza”. 

A veces me pregunto, ¿cómo hubiera sido su destino? Mi madre vivió una infancia de pobreza, pero bien hubiese podido vivir en medio de la opulencia. En el año 1950, mi abuela Cecilia era una mujer pobre, una criada, tenía 25 años, ocho más que el hijo de los dueños de la casa. Seguro se enamoraron o simplemente el tipo se aprovechó de la criada y mi abuela, como muchas otras muchachas, quedó embarazada. Mi madre cuenta que la cuidaban, le compraban joyas, su abuela le tejía vestidos, en fin, la amaban; a mi abuela en cambio no le iba tan bien, seguía siendo la criada y tal vez por ello, en un arrebato de dignidad, mi abuela se marchó con su pequeña hija de dos años de esa casa. 

Mi madre tenía pocas hojas felices en su infancia. La sacaron de una mansión a un rancho en algún lugar a las afueras de la ciudad, mi abuela consiguió un nuevo esposo el cual era muy pobre, tan pobre que se la llevó a vivir de lo poco que daba el campo, un campo que aún no estaba cultivado; así que lo que más consumían eran moras silvestres. Mi madre casi muere de hambre; sin embargo, con el tiempo las cosas mejoraron un poco y empezaron a rodar de predio en predio hasta que se establecieron en un barrio de Bogotá en Fontibón. Mi abuela tuvo otros hijos, siete para ser más precisos, y mi madre comenzó a vivir en un limbo no físico pero sí mental. Su familia opulenta, que la había recibido con amor, no alcanzó o no quiso registrarla; así que nunca tuvo su apellido y el de su nuevo padre, por razones que desconozco, tampoco; ella era una hija natural como llaman a los hijos que tienen solo el apellido de su madre. Quiso estudiar aunque no pudo, cuando estaba en segundo de primaria, los profesores le auguraban un buen futuro, pero la abuela la necesitaba en la casa para que le ayudara en los oficios y cuidara a los hermanos. Eso de ser analfabeta fue un gran peso y su mayor frustración.

Un día de 1964, iba caminando mi madre de 14 años con mi abuela por un sector cercano a donde la abuela había sido empleada doméstica y por casualidad se encontraron con el tío Rafael, hermano de su padre, quien al ver las malas condiciones físicas de mi madre le pidió a la abuela que la dejara ayudar en su casa a su esposa e hijos, petición a la que la abuela accedió. Estando en casa de su tío, su padre fue de visita una sola vez, pero mi madre en ese momento no estaba, así que no se pudieron encontrar.

Las hojas de su adolescencia se escribieron en dos mundos que aún viven en su interior. Un mundo lleno de comodidades a las que de alguna manera pudo acceder, porque siendo tan joven y de algún modo pariente de sus empleadores, tenía un estatus en el que no la veían como criada; y un mundo lleno de necesidades al que iba de vez en cuando a visitar a su familia humilde que la percibía ajena y distante. Sin embargo, ningún mundo era del todo suyo, las comodidades eran prestadas, por un momento podían ponerle vestidos, peinarla y arreglarla como una señorita de la familia y en otras circunstancias debía cambiar esas prendas por un delantal para cocinar, para ordenar todo y atender la visita que llegaba; en el fondo, se sentía poco, se sentía pobre, despreciada. De otro modo cuando estaba en casa de la abuela debía hacer diferentes quehaceres e ir al potrero a ordeñar las vacas, pero en las tardes se olvidaba de su madre y sus hermanos para encontrarse con amigos que consideraba de mejor estrato. 

Dejó de ser una chica de clase y a la vez una criada, días después de la visita de su padre en la casa de su tío Rafael, pues la esposa de su tío le contó que su padre había ido porque quería llevársela a Estados Unidos con él y su familia, mi madre le refirió el comentario a la abuela y ella hizo que se fuera de ese lugar para no volverlos a ver, ni saber de ellos nada, nunca más. 

Retornó a su casa materna en 1969, tenía 19 años, mi abuela la maltrataba por salir de fiesta cada rato. Luego de un corto noviazgo, se casó con mi padre embarazada. Las hojas verdes de su juventud, se secaron muy pronto y se volvieron amarillas, cafés, grises. Su vida lejos de su humilde rancho pasó a estar a unas cuadras en un lote con piso de tierra, sin agua potable, ni luz y rodeada de tela asfáltica. Fueron años muy duros en medio de la pobreza, nunca hizo falta la comida, ni un techo seguro por precario que fuera. Mi madre tuvo un segundo, un tercero, ya casi un cuarto hijo y la gente la cuestionaba, “¡tan pobre y llena de hijos!”. Esa recriminación fue la que la llevó a querer abortar a mi hermano. A mi padre no le importaba el asunto, para eso trabajaba, no le debía una posición a nadie, todo se lo había ganado a pulso. Sin embargo, mi padre era un poco violento, llegaba borracho y rompía toda la losa contra las paredes, mi hermano mayor cuenta con gracia que le trataba de atajar algunos platos. Para mí esa historia era solo un cuento, después de doce años ya había un poco más de dinero y tuve la fortuna de llegar al primer cuarto de paredes de ladrillo y piso de concreto. El padre que yo conocí era un hombre lleno de bondad.

A pesar de todo, el capítulo con mi padre estaba lleno de hojas felices. Mi madre fue una mujer muy amada y lo sabe, mi padre no fue un príncipe, pero sí un caballero que siempre veló por el bienestar de su esposa y de la familia en general; compartieron muchos retos, logrando con esfuerzo y dedicación dar un salto vital para sacarnos de un umbral de pobreza y llevarnos a una clase media, llena de obstáculos, así como de posibilidades.

Mi madre no trabajaba, estaba supeditada al dinero que mi padre le dejaba para el diario. Mi padre compraba todo, la ropa, las cosas de la casa, el mercado. Mi madre debió sentir que lo único suyo era ese piso y esas paredes, ese rancho que se volvió una hermosa casa de tres pisos, “su castillo”, que cuidó y cuida tanto. También sus cinco hijos eran su bien más preciado, no quería que ninguno se fuera de la casa, aunque con sus actitudes logró todo lo contrario. El día en que murió mi padre, las hojas del libro pasaron de grises a negras. Nos hubiéramos quedado en ese capítulo para verlo otra vez antes que se fuera y abrazarlo. Nos quedamos un momento en silencio. 

Pasó en el 2001. Su muerte fue algo inesperado, enfermó de un momento a otro, tenía un problema de salud que desconoció por años y con el estrés de un despido masivo por parte de la industria para la que trabajaba y sumergido en un negocio que no conocía y no andaba bien con una flota Bolivariano, un día sufrió un derrame cerebral que le causó un aneurisma y le dejó media parte del cuerpo paralizado. Duró 25 días hospitalizado, el día que le dieron de alta, lo recogimos con mi madre y uno de mis hermanos en el carro, me dejaron en un lugar donde yo ejercía prácticas de secretariado, me dijo que si tenía dinero para devolverme y yo le dije que sí, le di un beso y me bajé, sería la última vez que hablaría con él; pues al llegar a la casa se sentó en el sofá, le agradó ver que se habían cambiado de lugar unos cuadros, pidió un vaso con agua, se tomó un sorbo y, pasados unos minutos, sufrió un infarto renal. La ambulancia llegó pronto y murió de camino al hospital. 

Las siguientes páginas están marcadas por la incertidumbre económica, espiritual y emocional. Mi madre no sabía qué hacer, no teníamos muchos recursos. Mi padre había comprado un seguro de vida que se empeñaron en no pagar. No teníamos aún derecho a una pensión, faltaba más de un año; mi madre no sabía cómo administrar el poco dinero que teníamos y yo no tenía trabajo, me acababa de graduar de una carrera tecnológica, mis otros hermanos tenían su propio hogar. Mi madre se volvió más independiente y me apoyaba en lo que podía. Yo me había alejado de una iglesia cristiana, lo que consideré un pecado, me sentía culpable de la muerte. Durante un año me refugié en una empresa de cursos de inglés que más parecía una secta, salía a las 6:00am de la casa, llegaba a un lugar a cantar unas canciones muy raras referidas a las ventas, me sentaba frente a una lista de clientes a quienes debía llamar, pero nunca lo hacía; me dedicaba a servir tintos o hacer carteleras, a acompañar a los que sí eran capaces de vender, a hacer puro acto de presencia; cualquier otra cosa que no fuera coger el teléfono, tachaba la lista en señal de haber llamado y regresaba a mi casa a eso de las 9:00 pm, jamás vendí nada. 

Mario

Después de cinco años, ya había pasado esa difícil situación económica pero aún teníamos ciertas necesidades, entonces me acordé de él.

Le dije a mi madre: “¿Cómo pasar por alto esta página?”.

Nunca tuvimos interés en el abuelo pudiente, no había por qué, no hacía falta; mi madre no quería nada suyo, pero no lo juzgaba, solo decía que él era muy joven, “el pobre chico no sabía lo que hacía”, creo que siempre culpó a mi abuela de su desgracia. En el fondo, mi madre, como cualquier hijo, quería por lo menos conocerlo. Yo, desde la adolescencia obstinada con el tema de estudiar arquitectura, había hecho lo posible por iniciar mi pregrado y estaba en segundo semestre, trabajaba en una oficina de abogados y había renunciado; es claro que nadie creía en ese sueño y mi madre nunca me apoyó en intentarlo, pero la verdad, es que no sé si mi sueño era un desafío para ella o le traía algún mal recuerdo. El caso es que un día me dijo: “Creo que su abuelo era arquitecto” y yo me emocioné, me hacía ilusiones con la idea de que a él, a diferencia de otros, le pudiera interesar mi elección. 

Creo que más por mí que por ella, me dediqué por un buen tiempo a buscarlo. Un día, en el directorio de páginas blancas, encontré su nombre, Mario Ronderos, anoté ese teléfono con la idea de llamarlo; pero así como uno tiene una carta y no quiere entregarla, debí guardar por algo más de un año ese dato. ¿Cómo iba a preguntar por él para que me lo pasaran?, y, ¿si al escucharme me colgaba o me rechazaba?, debía prepararme para eso, hasta que llegó el día de la llamada.

Yo fantaseaba con conocerlo porque estaba segura de que tenía una oficina de arquitectos; así que una ayuda en cuanto trabajo me hubiese caído muy bien. También quería que ella lo conociera o, por lo menos, que tuviera una foto, ya que no sabía si era blanco o trigueño, si era una buena o una mala persona, si tenía algo parecido a mis hermanos, a mí o a ella. 

Abrimos juntas esa página, allí estaba yo llamando: no me acordaba bien cómo había sido. La primera vez, llena de nervios, colgué. En una segunda llamada me llené de valentía y hablé. El teléfono timbró un par de veces, me contestó una señora: 

—Buenas tardes. 

—Buenas tardes —respondí—, qué pena la molesto, busco a Mario Ronderos, él es profesor y arquitecto. 

—Mario no está, pero ¿quien le llama? —me dijo ella un poco seria.  

—eh, no sé cómo decirle, es que creo que soy su nieta, pero es un tema complicado, yo no llamo a pedir nada, solo quiero saludarlo.  

La señora enmudeció por un rato (yo me sentí avergonzada), luego se atrevió a decirme su nombre:

—Habla con Maria Teresa, yo soy la esposa de Mario Ronderos, Mario sí era profesor y arquitecto, pero Mario no está hace un año a mi lado, Mario está muerto. 

Le dí las gracias y colgué.

Hasta el día de hoy pienso que me arriesgué tarde a conocerlo, ese día lo encontré y lo perdí al mismo tiempo. 

Dejé a mi madre repasando su libro, no sin antes darle un beso, y me fui.

El bibliotecario

Sí que lo busqué por muchas partes, hasta que lo encontré ahí, en esa biblioteca, sin quejarse por todas las veces que había ido a su estantería a buscar en sus libros cuanta cosa me preguntaba en la vida. Nunca me daba respuestas sencillas, siempre me mandaba a buscar incluso temas que yo pensaba que no necesitaba. Mi relación con él no había sido del todo cordial de mi parte, tengo mi genio y cuando no me dejaba sacar algún libro o no me daba respuestas concretas, me molestaba. 

Cada vez que iba nos quedabamos conversando, él como siempre con sus puntos de vista tan amplios. No es un ser sencillo, lo empecé a comprender hace apenas veintidós años cuando nos volvimos más amigos, más cercanos. Me contó que también fue buen amigo de mi padre. De mi madre es apenas conocido, “ya sabes”, me dijo: “Tiene una difícil personalidad”. De tantas veces que había ido y me había visto llorando, un día me ofreció un trato:

—Ya deja de sufrir tanto, deja de tratar de abrir su libro, igual no tienes la llave. Dile que venga un día a leer, que yo le tengo acá un café para que conversen un rato.

—sabes que llevo tratando de traerla hace varios años y no he sido capaz —respondí. 

—Tráela, cuando ella abra el libro, busca la página, tú sabrás cuál es. Te dejo hacerlo, bórrala, arráncala —replicó. Ese era nuestro trato.

Llegué donde él, estaba sonriendo. 

—¿No vas a ser capaz, cierto? —preguntó.  

—Ya lo sabes, hay mucho en juego —contesté. 

Llegó el día

No era solo una, eran varias páginas. ¿Cómo arrancarlas?, ¿cómo podría simplemente cambiarlas?, ¿y si en el fondo mi madre sí había sido feliz?, no sabía qué era el amor, nunca se lo enseñaron. Debía escoger una sola. De todas, una me parecía el secreto de todo, de su pasado, de su infancia. Esa que dividió su vida en dos mundos. Leí nuevamente: “Cecilia se estaba arreglando para llevarse a su hija de dos años de su casa mientras todos estaban de viaje”. Esa era la página. Estiré la mano para arrancarla. 

En ese momento, pensé que no era tan fácil como él lo planteaba, arrancar una página implicaba cambiar su destino o el mío. Amaba a mi familia, por imperfecta que fuera, amaba a mi esposo, a mis hijos, amaba el camino recorrido con sus ires y venires; claro que sentía aprecio por la herencia del abuelo que no era dinero, pero sí una pasión; sin embargo, no extrañaba su apellido, el de mi padre y mi madre lo había llevado a todas partes con mucho honor. 

¿Qué hubiera sido de mí si mi madre no me hubiera exigido tanto, si posiblemente hacer las cosas con detalle se volvió más una virtud que un defecto? ¿Qué hubiera pasado si el descuido de mi madre no se hubiera convertido en el cuidado de mi hermana a quien amo profundamente? ¿Qué hubiera pasado si me hubieran dado todo lo que yo quería al punto de sentir tanto agradecimiento que para no defraudarlos hubiese preferido seguir sus sueños y no los míos? ¿Qué hubiese pasado si la duda de su amor no me hubiera llevado a ser madre y comprobar que soy capaz de amar a dos hijos de diferente género de la misma forma?

Y, además, ¿qué hubiera implicado para mi madre el no haberse casado con mi padre que era pobre pero era un buen hombre? ¿Si en cambio hubiese conocido a otro que tuviera dinero, pero que igual no le permitiera seguir sus sueños? ¿Si el tener dinero la hubiese convertido en una persona tirana? ¿Qué hubiera pasado si ella, con estudio y dinero, hubiese conseguido su sueño de viajar y al final hubiera decidido conocer el mundo y no tener nunca hijos? Quizás no llegaríamos a existir mis hermanos y yo.

¿Valía la pena dejar todo atrás en busca de su felicidad?

Cerré los ojos, pensé en ella una vez más, recordé mi amor, su amor. Tantos momentos que vivimos juntas; tantas veces que añoré ser como ella y la imité; tantas veces que la vi acostada inmovil ante la ausencia de mi hermana; tantas veces que la vi herida, molesta, extraña. Tantas veces que me tomó de la mano para cuidarme, para guiarme; tantas veces que pareció ser egoísta al alejarme de un peligro. Tantas veces que me abrazó cuando estaba destruida. Tantas otras que me alentó a seguir adelante en medio de las adversidades. Lo que para mí pudiera ser el final, para ella podría ser un nuevo comienzo. 

Respiré profundo, como quien toma aire para lanzarse a un abismo, y llena de miedo, pero decidida, arranqué con fuerza la página. Fue un instante de gloria, de éxtasis, me liberé de mis cargas, me sentí ligera y, como una suave brisa en un día caluroso, me desvanecí. 

El destino

Ya intuía yo, que él no pierde cuando hace un trato, bien me dijo que cada quien tiene las llaves de su libro. 

Ese día, en ese sueño, después de que arranqué la página, se borraron de la mente de mi madre los recuerdos posteriores a cuando cumplió dos años; sin embargo, uno permaneció indeleble en la tinta de ese último viaje, tenía mi rostro grabado en su mente; corrió por todos lados, salió desesperada gritando a buscarme. Cuando encontró al bibliotecario, le preguntó angustiada: 

—¿Dónde está ella?

—tu hija se marchó —contestó él—. Sin embargo, antes de hacerlo, me encomendó que te entregara esta esta hoja. Mírala bien, piensa si quieres volver a tenerla en tu libro o prefieres escribir una nueva historia. 

Despertamos del sueño

Mi madre me cuenta que no lo pensó mucho, pegó nuevamente la página en su libro. No quiso cambiarnos por él ni por su apellido. Aunque un día, en ese profundo viaje que hizo para reorganizar su historia, lo buscó, lo conoció y alcanzó a escribir algunas páginas con el abuelo. 

Aún sigo teniendo sueños y con frecuencia nos encontramos; a ella le encanta ir a todos los lugares que la invito, a pesar de que su sitio preferido es la biblioteca. También vamos a veces con mi hermana los fines de semana. Es más, en ocasiones ellas van solas a leer, a llevarle alfajores y a tomar café con el bibliotecario.

Dedicado a  mi madre, por brindarme el amor posible dentro de sus propios límites. 

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