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La imposibilidad de ser y de estar en todas partes

Por Diana Marcela Mendoza

Me siento como una gigante al lado de mi papá, que duerme sedado en una cama de hospital. A sus 76 años, sus pulmones no han logrado recuperarse de una neumonía que comenzó hace dos semanas después de una gripa.

Levanto la cabeza para mirar los números en las pantallas que me hablan en un idioma que no comprendo.  Un concierto de sonidos de un color grisáceo se escucha alrededor en forma de pitos y soplidos. A veces se escuchan también los pasos de médicos y enfermeras en el pasillo.

No veo a mi papá desde hace casi dos años, y ahora lo miro aterrada sin saber si volveré a escuchar su voz una vez más. Mis hermanas me contaron que, mientras yo venía en el avión, tuvo una fuerte crisis respiratoria y tuvieron que sedarlo para intentar una recuperación menos angustiosa.

Anoche caí rendida de cansancio al llegar del aeropuerto y dormí sin interrupciones hasta esta mañana muy temprano. Los días precedentes a mi viaje fueron un suplicio, pues no solo tuve que organizarme en mi trabajo para viajar a Cartagena, sino que también tuve que organizar la estadía de mi hija menor durante mi ausencia, ya que mi hija mayor estaba en Ottawa y regresaría en un par de días.

Estoy pensando en ellas mientras me lavo las manos en la entrada de cuidados intensivos con un jabón que huele a hospital. Me quedo en la entrada como detenida en el tiempo mientras espero que regrese mi mamá, quien fue a intentar decirle que vine a verlo, para que no se sorprenda tanto.

—Está muy dormido y no sé si me entendió bien, pero entra, yo voy a estar acá afuera esperando.

Camino hacia él mirando de reojo las habitaciones en mi camino. Varios cubículos grandes, con caras tristes y preocupadas acompañan mis pasos hacia el cubículo de mi papá, ubicado más o menos en la mitad del área.

Al pararme a su lado me siento triste y me pesa el corazón. Tomo su mano y la acerco a mi boca para darle un beso. En medio de la tristeza me da felicidad estar aquí a su lado. 

 Lo veo abrir brevemente los ojos, y le digo:

—No hables, papito, vine a verte. No hables… te amo.

Mi viejo sonríe, y sus ojos se cierran suavemente bajo la máscara de oxígeno.

Cuatro enfermeras entran en la habitación, y yo seco mis lágrimas con la mano que tengo libre. Las enfermeras se mueven con naturalidad alrededor de mi papá, sonriéndome cuando nuestras miradas se cruzan. Una de ellas me dice que es hora de darle una medicina, pero como está sedado, hay que esperar a que se despierte.

Mi papá abre de nuevo los ojos y me mira con los párpados muy abiertos.

—¿Y las niñas? —dice con un esfuerzo que me impresiona.

—Están bien, papito. Se quedaron en Montreal, pero yo vine a darte mucho amor.

Cierra de nuevo los ojos mientras le hablo, e inevitablemente, empiezo a llorar otra vez.

La enfermera que aún está en la habitación me regala una sonrisa triste mientras toma nota de los signos vitales en la pantalla.

—Ya pronto debería despertarse y podrás hablar mejor con él. Toda la semana ha estado hablando y opinando sobre su tratamiento y todo —dice, sonriendo, con la expresión de quien acaba de recordar algo— ¡A él se le olvida que aquí él es el paciente y no el doctor! —dice mientras anota la temperatura que acaba de tomarle—. Aquí lo estamos cuidando bien, todo el mundo, los enfermeros y sus colegas también. 

Le sonrío y le doy las gracias mientras sale de la habitación.

Las visitas terminan en media hora, así que mi mamá viene a decirme que mis hermanas quisieran ver a mi papá antes de que comience la restricción de visitas.

—Dame cinco minutos, mamita, ya bajo.

—¿Papito? —Me acerco un poco, con la esperanza de que me escuche— Ya me tengo que ir, pero mañana vengo.

Abre los ojos bien grandes e intenta decirme algo.

—No hables, nos vemos mañana.

Sus ojos me miran y me dicen varias palabras de amor que entiendo perfectamente. Cierra los ojos, y veo que una lágrima se escapa a un ladito de su cara.

—Descansa, papito. Te amo. Nos vemos mañana.

De regreso a la casa, escucho la voz de mi mamá contándonos que el médico dice que los exámenes que le hicieron a mi papá muestran que se está mejorando, así que probablemente van a quitarle los sedantes mañana para ver cómo reacciona su cuerpo.

En mi cabeza hay una gran nube y mis pensamientos se mezclan con voces que suenan a diferentes volúmenes y velocidades.

“No entiendo qué demonios hago en Canadá, cuando debería estar aquí con mi familia… Pero mi familia también son mis hijas, que están bien en Montreal. Pero me estoy perdiendo todos los eventos importantes de todo el mundo… de mis sobrinas y sobrinos… que crecen y no estoy ahí… y mis amigos… nunca veo a mis amigos… pero al mismo tiempo, me gusta mi trabajo en Montreal… pero mis papás envejecen, y no estoy aquí…”.

Mi último pensamiento se queda grabado en mi cabeza, y de repente me doy cuenta de que llegamos a donde mis papás.

—Chao, hermanitas, nos vemos mañana.

Entro al edificio y sigo a mi mamá, que camina delante de mí, diciéndome que está muy feliz de que esté aquí con ella.

—Yo también, mamita. Te he extrañado muchísimo. 

Me voy a acostar porque estoy muy cansada. Llegué la noche anterior a las 9, después de haber tomado mi primer avión en Montreal a las 9:45 de la mañana. Estuve esperando casi seis horas en el aeropuerto de Panamá antes de tomar el avión que me llevó a mi hermosa Cartagena.

“Cómo he extrañado mi ciudad…” pienso antes de cerrar los ojos.

Los colores de Cartagena nunca cambian, ese color entre amarillo y naranja del atardecer me hace pensar en los paseos en carro que hacíamos en familia por la Avenida Santander, viendo por un lado las murallas y los colores de las casas del centro y por el otro la belleza del mar inmenso mientras se tragaba el sol un poco antes de las seis de la tarde.

Con los ojos cerrados, pienso en mi papá y deseo escucharlo hablar. Quiero verlo decirme, con voz cómplice, que soy su hija favorita y reírse en voz alta si una de mis hermanas lo escucha.

—Lo mismo me dijiste ayer —probablemente diría alguna de ellas.

Entonces veo su cara y lo escucho reír fuerte antes de decir:

—Ustedes son todas mis favoritas.

Me concentro en esa imagen y me pesa el corazón al escuchar su voz en mi cabeza.

Con los ojos fijos en el techo, veo las luces de la ciudad que se reflejan en la oscuridad y el sonido de las sombras se mezcla con mi risa de niña que se revuelca acostada sobre el brazo de mi papá y que mira divertida una garra implacable que se acerca para atacar mi panza destapada en un ataque de cosquillas anhelado y divertido. Lo veo reírse a carcajadas mientras me retuerzo de la risa y le digo destapándome de nuevo la panza: “¡Otra vez!”, mientras él prepara “la máquina” desde arriba y mis ojos se llenan de luces y risas al verla descender.

Cierro los ojos, y su imagen aparece en mi mente, contándonos a mí y a mis hermanas la historia de Nabucodonosor Andreopoti, un hombre cuya cabeza se iba haciendo más pequeña cada vez que comía chocolate, hasta que llegó a ser del tamaño de un alfiler.

Nunca nos contó una historia como si fuera de mentiras. Sus argumentos y los giros que tomaban los personajes nos hacían dudar de lo que era verdadero y nos hacían pensar todo lo mágico que había en el mundo.

Vivíamos en esa época en un ambiente incierto y lleno de miedo, en el que veíamos pasar por televisión las noticias de cientos de muertos causados por la guerra entre los cárteles del narcotráfico, policías asesinados por sicarios y un psicópata ordenando poner bombas en lugares públicos para que el Gobierno lo escuchara y por quien se ofrecían mil millones de pesos por cualquier información que permitiera su captura.

Pero mi papá nos hacía viajar por un mundo en el que un piojo llamado Piotr kaj Piojic y una hormiga llamada Hormigogic Pic Caj nos llevaban a lugares imposibles, haciéndonos pensar que no todo estaba tan mal.

Recuerdo que, en medio de esa época tan incierta, también pasábamos por un periodo de racionamiento de luz. Entonces él sacaba un colchón a la sala, donde hacía menos calor, y ahí nos tirábamos en calzones a hacer cuentas regresivas infinitas, con la esperanza de que la luz regresara cuando el conteo llegara a cero.

—¡Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cerooooo! Cero nueve, cero ocho, cero siete, cero seis, cero cinco, cero cuatro, cero tres, cero dos, cero uno, ¡cero cerooooo! Cero cero nueve, cero cero ocho…

Y así hasta que alguien se cansaba de contar o hasta que, por la magia del conteo, llegaba la luz. Esto nos producía una alegría inmensa que celebrábamos con aplausos, al igual que nuestros vecinos.

Los días que siguen mi papá está más despierto y podemos hablar un poco. El pronóstico es bueno y probablemente lo darán de alta el día antes de mi regreso a Montreal. Lo veo cansado y de mal humor, aunque más resignado y obediente de lo que pensé que estaría.

Le tenemos paciencia y solo queremos que esté mejor. Que pronto le den de alta y pueda seguir siendo el rey de la casa.

Ha pasado más de una semana y estoy sentada a su lado mientras duerme escuchando música clásica. Estoy silenciosa para evitar que pase como cuando éramos niñas o adolescentes y nos regañaba porque arruinábamos sus sesiones de música clásica a todo volumen con nuestros juegos o ruidos, luego su arrepentimiento por regañarnos se transformaba en un paseo a Discos Cartagena a comprar CDs de Bon Jovi, Korn, Molotov, Alejandro Sanz o cualquier otro cantante que nos gustara. 

Mi cabeza ha sido un remolino de emociones estos días. No dejo de pensar en el pasado y en el futuro. Estoy cansada y siento que no tengo control de nada.

Estoy ansiosa por irme y ansiosa por quedarme. Una parte de mí se quedó en Montreal y me atrae como un imán de fuerza industrial. Mi hija pequeña ya está en casa con su hermana, pero los primeros días de mi viaje se quedó en casa de una amiga de la familia que tiene una hija de su edad. La cuidaron bien, pero ella y la amiguita casi siempre tienen diferencias. Esta vez no fue la excepción. Mi hija está triste porque la amiga la ignoró varias veces mientras estuvo allá, pues no lograron ponerse de acuerdo en las actividades que iban a hacer juntas. Hablé con ella antes de que su hermana llegara de viaje y me dijo en voz baja:

 —Me haces falta.  —Yo la reconforté recordándole que su hermana llegaba al día siguiente, que ya pronto iba a estar en la casa.

—Además el tiempo vuela y ya pasó más de una semana. Ya pronto voy a estar allá dándote amorcito.

Estoy agotadísima y quisiera estar en todas partes. Quiero abrazar a mi chiquita y decirle que no tendrá que pasar nunca más por esa situación, y abrazar a mi Mariana, mi adulta chiquita, y decirle que su abuelo está mejor y que yo estoy bien.

Siento que estos días también han sido duros para ellas y han tenido que lidiar, además, con el hecho de que yo no estoy ahí. Tengo un gran nudo en la garganta y mi ansiedad está fuera de control. Es tan complicado vivir lejos de la familia.

Mi vuelo sale el sábado y los médicos dicen que probablemente mi papá saldrá del hospital el viernes. Así que intento ayudar lo más que puedo a mi mamá a adecuar la casa para el regreso de mi papá, que necesitará un tanque de oxígeno y un caminador por algún tiempo, ya que después de más de 20 días acostado le costará caminar al principio.

Mi papá es fuerte y no es la primera vez que pasa por una enfermedad grave. Tengo toda mi fe y mis fuerzas puestas en su recuperación. Efectivamente, el viernes le dieron de alta y pude pasar una noche más cerca de él, acompañando a mi mamá, que se ve agotada y triste. Cómo quisiera quedarme aquí un par de meses con ellos, pero en Montreal me esperan mis hijas, mi trabajo y mi vida. Así que debo regresar.

Llegó el sábado y aquí voy, sentada en el avión, con esa sensación de no pertenecer a ninguna parte y de tener el corazón esparcido en una línea curva de casi 4000 km, entre Montreal y Cartagena. Una línea en la que ningún pedazo está completo ni en el inicio ni en el final. Aquí voy con la esperanza de que mi papá me dure muchos años y que sepa siempre que mi amor por él es más que infinito, y que cuando tuve su mano entre mis manos durante estos días pensaba en los días en que era él quien me tomaba de la mano mientras caminábamos por la playa viendo el atardecer desde la Avenida Santander.

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