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Hoy no habrá cuento

Por Francisco Javier Méndez

Aplastó la colilla del cigarrillo contra el cenicero. Era el quinto o el sexto que se fumaba esa noche. Tenía un montón de ideas inconexas desparramadas en el documento de Word. Se había prometido no acostarse hasta no tener un cuento escrito o, al menos, el esqueleto de un cuento. Sin embargo, ya eran las once de la noche y no había hecho mayor cosa. En sus audífonos sonaban «Las cuatro estaciones» de Vivaldi. Aunque no era muy fanático de la denominada música clásica, había sucumbido al cliché de acudir a ella para inspirarse. Pero Vivaldi no lo inspiraba. La verdad, es que nada lo inspiraba; su inspiración era como un carro varado que él tenía que empujar para que llegara a algún lado. Siempre había sido así.

Miró el celular con la esperanza de encontrar un mensaje de Estefanía. No lo encontró. Lo más probable es que estuviera dormida. Trató de concentrarse de nuevo en su texto. Pensó en que nunca en su vida había tenido un trance como el que se supone que tienen los escritores, donde solo importa la historia que se está contando y nada más. Donde se siente la necesidad de escribir, de expresar algo. Él no sentía la necesidad de escribir. Es más, tenía que obligarse a escribir, así como tenía que obligarse a abandonar la cama, a leer, a trabajar, a ver una película, a salir con sus amigos, en resumen, a vivir. Lo único a lo que no tenía que obligarse era a fumar. Y a imaginar. Siempre estaba imaginando cosas, lo cual en teoría debería ayudarle a cumplir su sueño de ser escritor, pero su cerebro solo le soltaba descripciones y escenas sueltas, espontaneas, sin ningún orden. La incapacidad de hacer algo coherente de esa masa amorfa de pensamientos era lo que lo le impedía avanzar.

Cuando sonaron las notas finales de la música de Vivaldi, se preguntó por qué se torturaba así. Al fin y al cabo, le estaba yendo relativamente bien dictando clases particulares de inglés. ¿De dónde había sacado la idea de que podía llegar a ser un escritor decente? Quizás de los elogios de sus familiares a los textos que redactaba en el colegio, o quizás de las sonrisas que le dedicaban sus compañeras de curso cuando les regalaba poemas de su autoría. No tenía una respuesta. Solo se había convencido de que tenía talento para las letras. También se había convencido de que era lo único para lo que tenía talento. Un talento que no lo había llevado a ninguna parte.

Miró el celular nuevamente y Estefanía nada que aparecía. Encendió otro cigarrillo. Se atormentó un rato recordando la discusión que habían tenido esa tarde producto de un show de celos que él le hizo. Era un celoso compulsivo y lo sabía. También sabía el porqué: se sentía menos que los demás, se veía a sí mismo como un treintón fracasado. En el fondo, sabía que era precisamente por esto último que escribía, para sentirse menos fracasado, para sentir que podía hacer algo que los demás no, para buscar una autoaprobación que no llegaba. Le pareció un motivo vulgar, así fuera el único verdadero: escribía para subirse un poco la autoestima.

Se le ocurrió que podía ofrecerle a alguna facultad de literatura una cátedra sobre cómo fracasa un escritor, tomándose a sí mismo como ejemplo. Las lecturas obligatorias serían sus cuentos, los cuales criticaría sin piedad, como siempre lo hacía. Cayó en la cuenta de que vivía en un mundo donde se afirmaba que el fracaso podía ser el mejor maestro, pero donde nadie quería que un fracasado le diera clases. De repente, su teléfono empezó a sonar, sacándolo de sus cavilaciones. Era Estefanía. Discutió con ella durante un par de horas y colgó.

Volvió a la pantalla de su computador. Escribió un renglón que borró al instante. La sensación de que alguien lo miraba lo obligó a darse media vuelta. Y entonces los vio: eran su yo de niño y su yo de adolescente. Ambos tenían una expresión de desaprobación en sus rostros. Se sintió culpable con su yo de niño, ya que lo había decepcionado. No era ni la mitad de lo que él había soñado que sería. Buscó a quién culpar y lo encontró. Se llenó de rabia con su yo de adolescente, y le dijo: «A mí no me mires así, que fuiste tú el que se puso a perder el tiempo en güevonadas». Sacudió la cabeza, estaba delirando, hablando solo. Ya había sido suficiente por esa noche. Tecleó «Hoy no habrá cuento» y encendió el cigarrillo de la rendición.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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