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Hojas secas, frutos dulces

Por Juan Felipe Blanco Matamoros

El final de la tarde transcurría con normalidad. Después de risas y sobresaltos nuevamente Clemencia había ganado la partida. En la pared sur, el reloj llegó sigiloso hasta sus siete campanadas, que avisaban el inicio de la coreografía que se repetía desde hace un puñado de meses: las sillas, al ser deslizadas, terminaban saltando sobre el piso con ese inconfundible sonido de la madera al rechinar debido al desgaste de los pegatines de felpa, que luego de tantos años y la inevitable suciedad se fueron amalgamando con la estructura de los asientos. Mientras les recogían los vasos y platos, ligeramente teñidos por el uso casi sacramental, Joaquín y Clemencia mantenían con serenidad su puesto en la mesa; se miraban y sonreían al encontrarse ante una frecuente casualidad. Como suele suceder en la vida y en el azar, hacia el final de la partida la pareja no lograba sacar aquel resultado que culminara el juego. Fueron varias rondas de tensión y expectativa, pero las jugaron sin afán. Por último, siguiendo el ritual, les recogieron el tablero de parqués, con el habitual gesto de aprobación de Clemencia. A la postre, su mareo era lo que limitaba la cantidad de veces que se echaban los dados a rodar.

Gloria llegó a la hora acordada, saludó a todos y se cambió a su ropa para la noche. Era una mujer de caderas anchas que en esta temporada fue una ficha fundamental para garantizar la rutina que se quería mantener. Una mujer rústica, pero de mano suave, con una capacidad de persuasión que podía parecer severa por la habilidad que tenía para llevar a cabo su quehacer. Clemencia se despidió con el cariño que siempre le ha caracterizado y, con dificultad, debido a su vértigo, se levantó de la mesa asistida por Gloria, quien le acompañó hasta su cuarto y le ayudó a prepararse para dormir. Joaquín se levantó con un gesto de intachable nobleza y fidelidad, queriendo asistirla, mas fue invadido por el desasosiego de ser ahora sólo un espectador. Con resignación, preocupaciones y dudas, se sentó a cenar la porción que fue reservada para él a esa hora. Esa noche, como la mayoría de las noches, lo acompañó su hija, quien aprendió de él la abnegación.

Desde la alcoba principal, las carcajadas del par de mujeres retumbaron en todo el hogar. De las ocurrencias más banales nacían chistes casuales que distraían y reconfortaban a Clemencia. Chistes premeditados que facilitaban que se tomara su medicación antes de dormir a pesar de su terquedad y rigidez. La hija se despidió de sus padres, salió a la calle y cruzó hacia su casa, pues había tenido el costoso beneficio de vivir frente a ellos la mayor parte de su vida. Una vez en la calle, se volteó para despedirse de nuevo, era parte de la costumbre que se había consolidado, con la sorpresa de que esta vez no encontró a su padre en la ventana del tercer piso mirándola. Simplemente vio la cortina cerrada y la luz aún encendida.

***

Como se volvió tradición en la familia, las reuniones significativas se celebraban en un club campestre a las afueras de la ciudad. Este era un lujo que en los primeros años hubiera sido inimaginable. Sin embargo, gracias a su trabajo arduo, Joaquín logró darse a conocer como un financiero estricto con una gran capacidad de atención a los detalles, esos que se encuentran más allá de la tinta roja y negra de los libros de contabilidad. Dubitativo, como solía ser, pasó noches en vela antes de aceptar tomar el puesto de vicepresidente financiero en una gran banca nacional. Ante la inminencia de la entrada de sus hijos a la universidad, aceptó el empleo y contó con el beneficio de acciones del club campestre. Este se volvió un espacio que fue compartido durante décadas por los distintos integrantes de esta familia que de a pocos se hizo más numerosa. Así, nuestra pareja celebraba sus bodas de diamante a finales de diciembre.

Joaquín se despertó temprano, agarró su bata levantadora y le dio un beso al ondulado cabello de Clemencia, acompañado con su infaltable “Buenos días, mijita”. Cauteloso de no hacer ruido, salió hacia la sala acompañado por Gina, su perra, quien sobreentendía la discreción que ameritaba la precoz hora de la mañana. Leyó la prensa mientras esperaba a que su mujer se levantara y fuera a preparar el desayuno que siempre compartían. Estas eran horas de frases puntuales y deliberadas, donde más allá del interés de saber qué tal noche habían pasado, sólo se hacían precisiones sobre detalles que ambos debían tener en cuenta para llevar el día a día. En un acogedor silencio, se alistaban y ornamentaban acorde a la ocasión. Un silencio cálido que a veces cesaba con la voz de Clemencia, quien mientras se maquillaba con esmero, cantaba para sí estrofas incesantes de Ojos Verdes, canción interpretada por Conchita Piquer. Una vez listos, Joaquín sacó su carro del parqueadero y pacientemente esperaron a que su hija llegara para llevarlos a la celebración. Con la prudencia que suele venir con los años, Joaquín consideraba que un trayecto conocido de memoria a estas alturas del partido sería una travesía innecesaria, debido a su actual coordinación y audición.

Llegaron al club con la puntualidad que tanto disfrutaba Joaquín. Después de la misa con la que agradecieron a Dios, nuevamente fueron los primeros en llegar al salón arreglado para el almuerzo y pudieron darle la bienvenida en la puerta a todos los invitados. Se formó una fila en la que saludaron y tuvieron conversaciones concisas. Se reencontraron con sus hermanos, hijos, sobrinos, nietos y amigos, quienes vinieron de distintas latitudes a celebrar el hecho más significativo de esta familia: el venerado amor de Joaquín y Clemencia, del cual, de una forma u otra, eran todos ellos una grata consecuencia. Al llegar su hijo favorito, aunque ellos negaran dicha preferencia fehacientemente, vieron por primera vez en muchos años a su nieto menor que a duras penas estaba alcanzando la pubertad. Al ver al chico, aprovechando que su esposo y su hijo mantenían una conversación paralela, Clemencia le preguntó con un brillo travieso en los ojos: “Juan, ¿tú conoces el chiste de Tarzán?”. El nieto, entre tímido, extrañado e intrigado, negó con la cabeza. En ese momento, el hijo bajó el volumen de voz, mirando a su madre con una sutil sonrisa. Joaquín tan sólo cerró los ojos y alzó las cejas intentando en vano mantener la conversación. Quienes ya conocían el chiste se acercaron gustosos para poder oírlo de nuevo.

“Imagínate que una mujer se fue al África a conocer a Tarzán”, dijo Clemencia. “Cuando volvió, corrió a donde sus amigas a contarles cómo era el hombre de la selva. Ellas le preguntaban y le preguntaban, y ella les respondía:

—¿Pero cómo era Tarzán?
—¡Oh, su tersa piel morena!
—¿Y su pelo?
—Su pelo… Ay, su pelo suave, ondulado y largo.
—¿Y sus músculos?
—¡Oh, pero qué músculos!
—¿Y sus ojos?
—¡Pero qué ojos! Un candente color azabache.
—¿Y … Y su …?
—¿Su pito? Ah. Como un niño de dos años”.

Incrédulo y confundido, Juan, sin dejar de mirar a su abuela, señaló con su pulgar el tamaño de la uña de su dedo índice:

—¿Así? —preguntó el niño.

—No, así —contestó su abuela, mientras con su mano hacía un gesto a la altura de sus muslos, justo por encima de su rodilla.

Entre las carcajadas a duras penas se escuchó el grito de su esposo diciendo “¡Ay, Clemencia!”, mientras manoteaba con desaprobación para después taparse el rostro evitando mostrar el bochorno, aunque se le escapara una sonrisa cómplice.

Una vez en la mesa, Joaquín golpeó con delicadeza la copa de champaña. Con un gesto lleno de cariño, rechazó la mano de su primogénito quien respetuosamente buscaba asistirlo. Se levantó de la mesa y paseó sus ojos por los asistentes para después fijar sus pupilas en Clemencia, devolviéndole con la mirada lo mismo que ella con su sonrisa le estaba diciendo. Mientras sacaba de su chaqueta un par de papeles, tomó una bocanada de aire que dejó ir de a pocos. Quería poder tener cerca, pero bajo control, la oleada de recuerdos y sus respectivas emociones. Agradecido con la vida, cerró los ojos y frotó con delicadeza los papeles que tenía en la mano. “Mi amor, para todo lo que juntos hemos vivido, son sólo unas pocas palabras”, dijo. Organizó los papeles manteniendo frente de sí una hoja color ocre. Con nerviosismo intentó, sin lograrlo, alisar los profundos pliegues del papel y sus esquinas dobladas. Un nuevo respiro logró tranquilizarlo. “Quiero repetirte estas palabras que por más que siempre las pienso no te las había vuelto a decir, o por lo menos no así; no así exactamente. Son palabras que solamente unos pocos tuvieron la oportunidad de escuchar una tarde como hoy hace seis décadas. Las atesoro cada día más, al ser cada vez más vigentes y más reales… Sólo con mirarte”, leyó, pasó saliva, y se preparó para continuar.

“Sin saber ni cómo, sin saber ni cuándo.
Sólo con mirarte, sólo con pensar
Que si me quisieras, para mí la vida
Serías de dulzuras una eternidad.


Te amé con locura, te quise enseguida
Como nadie nunca podrá ya querer.
Te quise con toda mi sed de ventura,
Con todas mis fuerzas, con todo mi ser”.

Los aplausos y las lágrimas no se hicieron esperar. Recuperando el aliento, Joaquín dejó el papel percudido por el tiempo en la mesa y continuó: “Seguro fue la emoción la que me hizo olvidar ponerle nombre a esto que te voy a leer, pero bueno. Supongo que con el envejecer también maduran las palabras y por eso estas son más poquitas”.

Con la voz entrecortada, sostenía ahora un papel blanco e impoluto. Continuó leyendo:

“Mi primera novia
Mi adorada esposa
Madre de mis hijos
Compañera fiel.


Amor de mi vida
Mi ilusión cumplida
Que Dios te bendiga
Por siempre, mi bien”.

***

La monotonía del tiempo, la quietud y, en su injusta medida, la tendencia a la soledad se volvieron habitantes inevitables e inhóspitos de su hogar. Si bien siempre contaban con su mutua compañía, aquellos visitantes que compartían con ellos las tardes, junto a una taza de café y las infaltables risas, eran cada vez más esporádicos. La navaja del tiempo es cada vez más despiadada a medida que se desliza desde el filo hasta la aguda punta. Y así, sus amistades y conocidos más cercanos también fueron envejeciendo o distanciándose.

Al encontrarse cortos de opciones de cómo se podría esperar el anochecer, Clemencia siempre contaba con la llamada puntual de su hermana Carmen, justo después del almuerzo. Manteniendo la confidencia establecida hace tantas décadas, hablaban sobre los eventos por venir, la muerte de algún conocido y las expectativas del futuro. Una vez colgaban, Clemencia con paciencia solía dedicarse al bordado en punto de cruz. Era un pasatiempo que le ayudaba a conservar las manos ocupadas; pero fundamentalmente mantenía ardiendo la llama de su alma con expectativa y cariño, ya que los frutos de esta actividad eran casi siempre regalos para que sus hijos pudieran cubrir sus mesas de comedor. Por su parte, Joaquín entrecerraba los ojos por encima de las gafas para revisar en Excel su condición financiera, lo que reestablecía en él la tranquilidad de que podrían continuar a flote si nada significativo ocurría. Una vez terminaba con las hojas de cálculo, solía disfrutar junto a su esposa del sol vespertino leyendo textos de historia universal o geografía; recordando tiempos difíciles y anhelando una marea calma para los años por venir.

Aunque gozaban de buena salud, más allá de un par de percances y males reversibles, el óxido inmaterial fue llegando inevitablemente a ellos. Clemencia sufrió de dolencias que parecieron orquestadas por la desdicha, puesto que tenía cataratas y un daño significativo del manguito rotador. Con reticencia, debido a la magnitud del dolor y la turbiedad de su vista, aceptó ser llevada a cirugías tanto oculares como ortopédicas. Un resultado esperable, pero devastador, fue la pérdida de su actividad cotidiana. Su quietud fue convirtiéndose en un reflejo desdibujado de su mente que seguía maquinando por mantenerse activa. Ávida y vivaz, encontró consuelo en los álbumes de fotos familiares. Imágenes e historias invadieron la casa; las visiones de su viaje a Coveñas se llenaron de vitalidad gracias al nivel de detalle que Clemencia conservaba en su memoria. Con su sagaz sentido del humor le recordó a su esposo los pretendientes que sus dos hijas, siendo adolescentes aún, tuvieron en aquel viaje al Golfo de Morrosquillo, y como él salomónicamente permitió que recibieran visitas y cortejos hasta altas horas de la noche: la condición era que sus hijas permanecieran dentro del zaguán, mientras que los muchachos se quedaban sentados en el atrio de la casa; manteniendo la conversación a través del angeo de la puerta. Los atardeceres pasaron, revivieron los campeonatos ecuestres; de los que fueron concursantes a veces galardonados, las veladas en familia alrededor de las armonías de la guitarra de madera fina, instrumento atemporal proveniente del otro lado del Atlántico, que Joaquín compró con el dinero de su primer salario. Vieron fotos de los matrimonios de todos sus hijos y de los días de parque en los que cuidaban a sus nietos. En fin.

Eventualmente, las páginas del álbum se iban volviendo más ligeras, Clemencia las empezó a pasar con desinterés. A sus ojos, estos retratos se estaban volviendo espesos e insípidos recuerdos de lo que fue y no volverá a ser. Su ánimo fue permeado por una atroz desesperanza, el llanto irrumpió en tardes soleadas en las que le expresaba a su esposo la proximidad del fin y la forma en la que él debía proceder cuando esto ocurriera. Los dolores que se propagaban por su cuerpo se volvieron el tema de conversación diario del hogar. Invadido por la preocupación, Joaquín acompañaba a su esposa sentado en la sala procurando mantener una conversación animada, pero que se fue volviendo lacónica y desventurada. En estos ácidos silencios, él se frotaba la frente buscando menguar sus miedos; mientras que su esposa, cabizbaja, mantenía los ojos cerrados y las manos entrelazadas en su regazo, ocasionalmente suspirando o emitiendo quejidos sordos.

Un miércoles de llovizna, la hija llegó a la casa de sus papás de sorpresa, pues había cancelado su agenda por una cita médica que pensó le tomaría toda la tarde. La emoción de la pareja al verla fue evidente. Sacaron chocolates finos y Joaquín osó ofrecerle un trago de crema irlandesa a su hija. Clemencia se excusó un momento, aprovechando la situación para ir al baño y aplicarse el maquillaje que llevaba varios días sin utilizar. Charlaron de temas de actualidad y se rieron como en los viejos tiempos. Sin embargo, a medida que la lluvia arreciaba, la conversación fue perdiendo verticalidad. Sólo se hacían comentarios escuetos alrededor de las dolencias de Clemencia. Frente a esta situación, la hija preocupada y considerando que era más fácil entretener la mirada que hablar, sacó su celular y mostró fotos del matrimonio de uno de sus sobrinos, que había sido celebrado hace menos de un mes. Brevemente vio como estas fotos eran garantes de nuevas sonrisas en su madre, pero sus ojos seguían de un pardo color oliva, no el verde esmeralda que tenía grabado en su memoria.

Ante la granizada que opacaba el cielo, decidió quedarse hasta la hora de la cena.

—Mamita, ¿qué le ayudo a organizar? —preguntó.

—No se preocupe, mija. Ya miro qué tenemos para calentar —contestó velozmente Joaquín mientras se dirigía a la cocina aparentando cotidianidad.

Mientras escuchaba a su papá luchando con los botones del microondas, la hija miró extrañada a su mamá y la encontró presa de las lágrimas.

—Me he vuelto un estorbo, ahora ni siquiera le puedo alistar la comida a su papá —dijo la madre entre sollozos.

La hija tomó entre sus manos la cara de su mamá y mientras le besaba la frente le susurró:

—No pasa nada, mamita. Camine y acompañamos al papá. —Tomándola de la mano la ayudó a incorporarse y fue con ella hasta la mesa del comedor.

La cena pasó con una atmósfera de confusión pero en calma. Sólo hasta que Joaquín iba terminando su té, la hija fue consciente de que no se sentó en su puesto usual al lado izquierdo de su padre, que como Dios mandaba se sentaba en la cabecera. En cambio, estaba al lado derecho de su madre, quien con una ternura y desamparo casi infantil seguía sujetando su mano. Una vez Joaquín terminó de comer, la hija se apresuró a lavar los trastes aprovechando el agua tibia para contener la pena que se apoderaba de ella. Al ver que la lluvia apaciguaba decidió que era hora de irse. De nuevo besó a su madre en el entrecejo y la abrazó hasta que sintió que ella le descolgaba los brazos del cuello. Preocupado por el frío implacable, Joaquín insistió en que se llevara uno de sus abrigos y que “se lo devolvía un día de estos”. Cuando se inclinó para recibir el abrazo de su padre, se asombró al percibir la firmeza con la que la sostuvo; pero se acongojó aún más ante las palabras que le dijo en un volumen confesional: “Muchísimas gracias por todo, mijita. De verdad”.

Al cruzar la calle, entrecerró los ojos para protegerse de la ventisca gélida dejando escapar un par de lágrimas. En ella aún resonaba el eco de esas últimas palabras que le dijo el papito, seguían repitiéndose fonema por fonema. Como el crío que busca seguridad y esperanza, se volteó hacia la ventana del tercer piso anhelando un poco de compañía para sobrellevar la tristeza. Con una fortuna agridulce encontró a su padre corriendo la cortina con la mano izquierda. En ese instante, el tiempo pareció congelarse, lo vio varios años más viejo, con una sonrisa ladeada completamente nueva para ella. La hija levantó la mano para despedirse de nuevo y vio como desde la ventana Joaquín imitaba el movimiento, pero ella intuía que su mensaje era distinto: era añorando que pronto volviera. Al entrar al ascensor de su edificio, su pecho era de plomo macizo. Con su llanto entrecortado intentó recuperar la respiración; pero el aroma de su padre que la impregnaba selló indeleblemente el mísero recuerdo de ese día.

Aprovechando la parcial autonomía de sus hijos universitarios y su independencia laboral, la hija optó por hacerse parte de nuevos planes con sus padres. Empezó a pasar a visitarlos entre semana al llegar del trabajo. También se estipuló que el almuerzo de los domingos se hiciera por fuera como excusa para dar una vuelta por la ciudad, aprovechando el paladar dulcero de su madre. Sin embargo, los inexplicables dolores musculares que migraban por el cuerpo de Clemencia en múltiples ocasiones les imposibilitaron salir de casa. Buscándole explicación a la desgracia, los hijos consensuaron que se debía encontrar certeza sobre el mal que aquejaba a su mamá. Así fue que empezó la gira por distintos especialistas, todos ellos prestigiosos, por supuesto, con la intención de mermar el sufrimiento de la mamita. No obstante, los galenos prensaban sus labios y alzaban sus hombros al escuchar la queja de Clemencia: “Me duele todo”. Ellos, sin más semiología, sin mayor indagatoria, con estas cinco sílabas llegaban al mismo diagnóstico, aseverando que no se tenía cura conocida. A pesar de haberse realizado exámenes hasta el hastío, exámenes “para descartar que no fuera nada más”, todos salieron normales, confirmando la sospecha planteada en la primera consulta.

Al encontrarse ante un aparente suplicio irremediable, el objetivo viró hacia poder robarle instantes de felicidad a la vida. Los hermanos acordaron que buscarían compartir más tiempo con sus papás llevando también a los nietos a visitarlos. La sala recuperó parte del tráfico y la alegría usuales, sobre todo los fines de semana. Con la intención de aligerar la carga, se hizo el esfuerzo de conseguir a alguien que fuera todos los días a ayudarles con la organización y atención de la casa. Para Joaquín fue inconcebible que dentro de su hogar se instauraran tantos cambios hechos desde afuera. Los años lo habían acostumbrado a ser el encargado de tomar las decisiones. Y, al encontrarse en jaque, sus preocupaciones no paraban de crecer y sus dudas se vieron atravesadas por una innombrable impotencia. Una derrota que se tragó en silencio, buscando, como siempre, el bienestar de Clemencia por encima de todo.

Mientras se ingeniaba maneras de lidiar con la agradable pero incómoda cotidianidad, la hija por una casualidad del destino vio que estaban vendiendo tableros de parqués en un semáforo. Recordó los paseos enteros en donde no se levantaban de la mesa al estar jugando y buscándole el quiebre a los demás, por lo que decidió comprar un tablero para poder compartir con sus papás. Las tardes de juego fueron mejor que cualquiera de los bálsamos que habían probado para calmar el dolor de Clemencia. Siempre bendecida por la suerte, disfrutaba de tenderle trampas a su esposo y a su hija, y en especial de ver como caían en ellas. Esto, en combinación con la altísima agileza que tenía para contar los espacios que separaban las fichas y así poder soplarlas, garantizaba traviesas pero cariñosas burlas que con frecuencia venían acompañadas de canciones inventadas en cada ocasión, o de muecas y ademanes que hacían que Joaquín siempre se sonrojara e indignado se mandara la mano al rostro y gritara “Ay, Clemencia ¡Por favor!”, mientras ella seguía riéndose.

A las pocas semanas, Clemencia ya había empezado a poner el tablero encima de la mesa antes de que sonaran las cuatro campanadas previas a las onces. No era sino que llegara alguno de sus familiares para que lo invitara a tomar asiento y empezara el nuevo juego. Si bien era cierto que las tardes habían vuelto a pasar entre risas, los dolores no la habían abandonado, sólo que por momentos encontraban una manera de pasar desapercibidos. Sus hijos estaban desconcertados. En ellos palideció la certeza de lo que hacía sufrir a Clemencia al tener días en los que no encontraba motivos para levantarse de la cama. Debido a sus fluctuantes cambios de ánimo, podrían encontrarse en una misma semana a la mujer recia y divertida que ellos conocían, o a una pálida y corroída versión de su mamá. De esta forma, la destellante seguridad que daba el diagnóstico se esfumaba, ya que no era más que pirita, resurgiendo la incertidumbre en la familia.

Los meses pasaron en un vaivén de alegría y confusión. Los dolores de Clemencia eran cada vez más diversos e inexplicables. Por esto, cuando a Clemencia le dieron fuertes dolores de cabeza que precedieron la aparición de un imbatible mareo, se llegó a creer que era sólo una manifestación más del mal sin nombre. El agobio de que el mundo estuviera permanentemente dándole vueltas jamás se detuvo, no la abandonaba ni siquiera a la hora de dormir e inclusive llegó a despertarse al caerse de la cama. Una vez más, ante la angustia del declive, acudieron al médico. Después de examinarla y verificando lo encontrado en nuevas imágenes cerebrales, el neurólogo halló la explicación del vértigo de Clemencia. Había tenido una embolia cerebral.

En aquel consultorio estéril e innecesariamente amplio, se les explicó a Clemencia, Joaquín y la hija las implicaciones de haber sufrido un ACV. Con la facilidad que dan los años de experticia, el neurólogo explicó de varias maneras, pero siempre falto de tacto, las características de la enfermedad y que no existe forma de poder recuperar lo perdido. Les dijo que una cicatriz en su cerebro generaba el mareo. Intentaba darse a entender hablando sobre un bosque que no vuelve a ser el mismo después de un incendio, sobre el paisaje que se vio transformado teniendo ahora un islote de troncos secos y sin ramas rodeados por la frondosa vegetación. Clemencia asentía, pero lo oía sin escuchar, en lo único que pensaba era en que ahora su vida había cambiado y las cosas jamás volverían a ser como antes.

Quienes creen en los augurios los ven en todas partes. No importaba la forma en la que Carmen intentara animar a su hermana, Clemencia no le veía el sentido a continuar viviendo. A pesar de que sus llamadas fueran más frecuentes, dejó de contestarlas afirmando que su dolor y su mareo se lo impedían. En varias ocasiones rechazó las visitas de sus familiares, únicamente permitía que su hija pasara en las tardes a estar con ella bajo la tajante condición de que no fueran a jugar parqués, pues el mirar las fichas y sus casillas empeoraba su malestar. Las tardes empezaron a pasar en un sepulcral silencio que en ocasiones era interrumpido por los gritos y el llanto inconsolable de Clemencia causados por sus dolores y el hecho de sentirse ajena a la mujer que solía ser. Sin importarle que fuera sacrílego, empezó a pedirle a Dios que se acordara de ella. Eran comentarios que estremecían tanto a Joaquín como a su hija, quienes le refutaban siempre con cariño, aunque a veces con la rabia causada por la angustia más intensa. Eran conversaciones que con frecuencia iban acompañadas por perlas que se deslizaban por sus mejillas. Conversaciones en las que Clemencia replicaba casi sin voz: “Ustedes no saben el dolor que estoy sintiendo, ni siquiera se lo llegan a imaginar. No pueden siquiera entender lo que sufro al tener que estar viva”.

El pasar de los días se hizo más tórpido, como quien lucha por escapar de un lodazal. En una fría tarde de noviembre, Clemencia recibió una llamada de su sobrina quien le dijo que Carmen estaba en cuidados intensivos por un sangrado que los médicos no lograron localizar. Sabiendo de lo catastrófico del mal de Clemencia, se llegó al acuerdo de que la pareja fuera a visitarla el martes en horas de la mañana cuando Carmen estuviera más estable. Sin embargo, el lunes Clemencia recibió la fatídica noticia. No pudieron despedirse. El peso del tiempo aplastó a Clemencia ante la innegable realidad de que ahora era la más anciana de su linaje. Como si fuera poco, llegó la maldita pandemia que alteró la vida de todos.

Aunque hablaban por teléfono con todos sus hijos a diario, insistían en que esta soledad era la vivencia más desgarradora que habían tenido que enfrentar. Joaquín solía decirle a la hija que veía a Clemencia con menos dolores, pero que varias veces al día preguntaba por ella y por qué no había pasado a saludarlos en tanto tiempo. No importaba la cantidad de explicaciones que se les dieran sobre las medidas de cuidado que se debían tomar, las fortuitas visitas en donde les dejaba el mercado del mes eran en extremo dolorosas debido a la tajante prohibición de las expresiones cariño que únicamente empeoraban el desconsuelo.

Haciendo de tripas corazón, y con todo el arsenal de bioseguridad que ameritaba el contexto, la hija decidió pasar una tarde a acompañar a sus papás. Fue muy estricta con las reglas de distanciamiento físico, pues el miedo de que por su culpa pudieran enfermar era intolerable. Conversaron en esquinas opuestas de la sala hasta que Joaquín le dijo a su hija que algo le había ocurrido al equipo de sonido y ya no sonaba. A pesar de sus intentos, la hija no logró arreglarlo, por lo que decidió que ellos mismos podrían armonizar el rato. Fue por la guitarra alemana que hace ya varios años estaba almacenando polvo. Al disponerse a afinarla fue interrumpida por su madre.

—Mijita, ¿de dónde sacó esa guitarra?

—¿Cómo así, mamita? Es la guitarra de siempre del papá —contestó la hija con evidente sorpresa.

—Ah, ya. Pues no la recordaba. Perdóneme. Sumercé sabe que la cabeza no me rige —contestó Clemencia encogiéndose de hombros, pero añadió—: ¿Podría tocar alguna de esas coplas que nos gustan?

Cantaron la música española con la que se crio la hija. Clemencia entonó a la perfección todas las canciones, pero fue en este momento que se hizo evidente que su memoria empezaba a flaquear.

En un parpadeo, a Joaquín se le desmoronó lo que siempre fue su mayor temor, pues existe más desolación en la inminencia del olvido que en el manto de la muerte. En medio de la preocupación, en múltiples ocasiones le preguntaba a sus hijos por qué los médicos no lograban que Clemencia recuperara su alegría y lucidez. Ahora eran sus hijos los que alzaban los hombros y arqueaban las cejas; ya que cada uno, a su manera, fue acogiendo la dolorosa realidad, la indomable realidad que Joaquín se obstinaba en negar.

Sin embargo, ya no hubo cabida a la duda cuando Clemencia se empezó a despertar desorientada a altas horas de la madrugada y diciendo que tenía que ir al mercado, lo que conllevó a múltiples caídas. Los hijos se vieron en la necesidad de contratar una enfermera para que la acompañara de noche. En este contexto, Joaquín se vio forzado a empezar a dormir en otra habitación, siendo un trueque injusto que terminó pagando contrariado. Si bien se sintió desterrado en su propio hogar, encontró la tranquilidad de que habría alguien que supiera qué hacer si algo les llegaba a suceder. Los dos aprendieron a regañadientes que se perdió la intimidad en el hogar; ahora estaban siempre acompañados. Se contó con la grata sorpresa de que al estabilizar los hábitos de la cotidianidad, ya no reinaba la incertidumbre. Clemencia ignoraba a qué horas llegaba Gloria, aunque Joaquín empezaba a preguntar por ella si se retrasaba más de cinco minutos. Él sabía, muy a su pesar, que era la única que podía convencer a su esposa de que era hora de acostarse y de tomarse sus medicamentos que garantizaban una buena noche de descanso.

Poco a poco fueron acostumbrándose a la nueva rutina. Inundado por la preocupación, Joaquín empezó a perder la precisión con la que antes llevaba los gastos del hogar. En un gesto de sensatez, le solicitó ayuda con la contabilidad a su hijo del medio; cuestión que en un par de meses este terminó haciéndose cargo de administrar la pensión y los gastos recurrentes de sus papás. Su ansiedad terminó siendo lo único en lo que Joaquín llegaba a ocuparse. Por lo disruptivo que era el malestar, y queriendo asegurarse que todo estuviera bien, llamaba a su hija para preguntarle a qué horas iría a visitarlos y qué estaba haciendo. Podían llegar a tener la misma conversación varias veces en una hora, en donde la hija, con una impasible paciencia y cariño, le explicaba nuevamente a su papá cómo sería el proceder, que se encontraba trabajando y por qué las cosas marchaban bien, pese a todo. Joaquín se tranquilizaba, ignorando cuantas veces la había llamado y omitiendo que ya habían tenido esa conversación.

Mientras tanto, Clemencia a veces se quejaba de dolores, pero los olvidaba sin reparo. Eso sí, el llanto no volvió a ser lo que quebraba el silencio. En esas tardes empezó una etapa de tranquilidad inadvertida, beneficio tal vez de haber olvidado el sufrimiento. Volvieron las tardes de parqués y carcajadas. Además, Clemencia tarareaba canciones, posiblemente inventadas, cuando no estaba frente al tablero. A veces, tenía momentos de vanidad o aburrimiento en los que se sorprendía a sí misma con su reflejo en el espejo de mano y exclamaba: “¡Joder, cómo tengo el cabello de blanco!”. Mas ya no se disgustaba con respecto a su apariencia, sino que arqueaba las cejas y empezaba a hacer muecas o expresiones sardónicas, que luego le hacía entre risas a Joaquín cuando le parecían divertidas o irreverentes, con la única intención de sacarle sonrisas. Su esposo, que en su momento se dejaba escandalizar, con el tiempo le fue imposible no contagiarse de la inconfundible y arrolladora felicidad de Clemencia. Así empezaron unas singulares competencias del que hiciera las caras más estrambóticas, del que se ingeniara el comentario más divertido sin llegar a ser vulgar, del que inventara la canción más peculiar, del que pudiera imitar mejor los sonidos de distintos animales. En el ambiente reinaba la jovialidad, esa que suelen tener los niños.

Algunas variaciones de estos juegos también solían jugarlos con sus nietos. Llegaban a pasarse tardes enteras entre carcajadas, además de una que otra competencia de quien pudiera aplaudir más duro. A los oídos de Clemencia, era obvio que era ella y se empecinaba en demostrarlo. Podría durar tres cuartos de hora aplaudiendo, a menos que entre el aturdimiento Joaquín le dijera con un volumen mayor del que quería utilizar “¡Ay, mijita, pare ya, por favor!”, lo que evidentemente la molestaba. No obstante, le respondía con dulzura: “Ay, papito, no se disguste conmigo, téngame clemencia, ¿sí?”

Al ver restaurada la picardía usual en la mamita, la hija dichosa los acompañaba e inclusive incentivaba esta forma aniñada de pasar el rato. No tardó en darse cuenta de que su mamá creía que estaba en medio de un juego infantil con su hermana Carmen, en vez de con ella. Aprendió a aceptar que su madre tuviera este falso reconocimiento. Más allá de ser un signo de que la enfermedad avanzaba, era evidencia irremediable y contundente del amor que Clemencia sentía por Carmen, y la forma en la que ahora este cariño envolvía a su hija. Podría no recordar que la hubiera parido, mas no se marchitó en sus entrañas la flor de haberla amado.

Puede que haya sido suerte, es probable que Joaquín también estuviera empezando a olvidar, o tal vez fue el simple hecho de que Clemencia pudiera disfrutar despreocupadamente de la cotidianidad; sea como fuese, las múltiples preocupaciones y miedos mermaron en él. Los arrebatos donde se cuestionaba el futuro y lo que estaba pasando se hicieron más esporádicos. Las conversaciones que tenía a solas con su esposa fueron de nuevo serenas y despreocupadas, aunque con tendencia a la circularidad, siendo una situación que Joaquín aprendió a sortear con una preciosa indiferencia que por momentos rayaba en lo estoico por lo impertérrito que podría ser. Abnegado por el amor, repetía las veces que fuera necesario a su esposa las explicaciones de un tema que en su momento se dio por sentado. Así mismo, si bien seguía llamando varias veces en una tarde a su hija, después de un tiempo era con la única intención de preguntarle por cómo estaba ella, desearle un buen día y repetirle insaciablemente cuanto la quería. Y con el mismo cariño, su hija le siguió contestando aprovechando también cada oportunidad para ratificar el infinito amor que sentía por él.

El ocaso de la vida puede ser un terreno pedregoso o por completo árido. A pesar de los achaques que dejaron sus respectivas cicatrices, verlos ahora es por completo reconfortante. Al irse perdiendo las palabras, los conceptos e inclusive la genealogía, se hace evidente que persiste sólo lo que ha sido siempre irrefutable: el amor que se juraron, aunque ya no recuerden muy bien hace cuanto. Para cualquiera de sus hijos o nietos, pasar la tarde con ellos es una oportunidad de poder despejarse y descansar de la arrolladora realidad del mundo. Compartir en aquella vetusta pero impecable sala de estar se convirtió en la oportunidad de sentarse a descansar en un bosque con muchas ramas secas y peladas, pero en el que se dan los frutos más dulces.

Si bien camina cada vez más encorvada y olvida su día a día, ya no camina como si la tierra la llamara. El no recordar en qué día o en qué mes se está se fue volviendo una bendición. Todas las tardes, cuando llegan a verlos, Clemencia siente que han pasado meses desde la última vez que vio a sus familiares, por lo que a la hora de las sagradas onces se llena del más genuino orgullo al volver a oír en qué están trabajando y se emociona cuando le cuentan cuáles son los planes que se tienen para la tarde, los planes que son parte del ritual de disfrutar la compañía de los abuelitos.

Es difícil no creer en lo mágico y elemental que puede ser el amor. Aunque sé que mi abuelita ya no me ubica, parece que de alguna forma sí me reconoce. Sin dudarlo, me pide que me siente a su lado para poder consentirme la mano y preguntarme con el más genuino interés por cómo estoy y a qué me dedico. Y si por casualidad alguien le llega a mencionar que soy su nieto, me mira extrañada pero dichosa y siempre dice: “¡No lo puedo creer, qué alegría saber que somos familia! Porque sí te quiero mucho, pero no sabía que eras mi nieto… Papito, ¿usted por qué no me lo había dicho?” Sin lograr evitar sentirse confundido, mi abuelo sacude la cabeza y con su inmemorable sonrisa nos dice: “Pues yo no sé, mijita, pero sin duda es así”. 

*Imagen: Luis Eduardo Mojica Ospina.

Instagram: @lemojicao5

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