Por Juan Carlos López Salgado
El 26 de noviembre de 1996, a las 4 de la tarde, fueron convocados estudiantes de diferentes universidades capitalinas a una reunión en uno de los salones del primer piso del edificio de Economía de la Universidad Nacional, ubicado cerca a la entrada de la calle 26 de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. La reunión fue para prepararlos en un oficio, que más parecía un arte, con el fin de que trabajaran en la temporada de diciembre de ese año.
Ella llegó tarde, a las 4:20 pm. Pensó mil veces si golpear o no la puerta del salón, hasta que por fin se animó y golpeó: toc, toc, toc. Él, sin pensarlo, se levantó de su puesto y se lanzó a abrir la puerta; apenas la movió unos centímetros y ahí pudo verla a los ojos. Desde ese momento ella, a sus 19 años, y él, a sus 20 años, quedaron por primera vez plena y absolutamente enamorados.
El 31 de diciembre de 1998, ella le dijo a él que ese año había sido el mejor de su vida, pues fue muy feliz con él porque lo amaba mucho, demasiado. Él, después de escuchar eso, pensó y sintió que la amaba más que a su propia vida y que siempre quería estar con ella.
Ambos soñaban y querían estar por siempre juntos para amarse y ser felices, además querían viajar por todo el mundo y así disfrutar la vida juntos, tal y como lo hicieron en julio de 1999 al viajar en bus desde Bogotá al Parque Tayrona en Santa Marta. Ella viajó sin permiso de su mamá ni de su papá. Apenas le avisó a su mamá llamándola a la casa desde un teléfono fijo público de monedas, unos minutos antes de que partiera el bus de la empresa Berlinas del Fonce de la Terminal del Salitre con destino al mar caribe, previa travesía por casi media Colombia.
Ella se animó a viajar a último momento cuando él, en la ventanilla de esa empresa de transporte intermunicipal, compró su tiquete y le volvió a preguntar: “¿Seguro no te ánimas? Aguanta que vayas, vamos de una”. Ella le volvió a responder que no, que sin permiso de los papás, sin plata y sin ropa para cambiarse no iba a ninguna parte. Que había ido al terminal a acompañarlo al bus, aprovechando que la hermana de él los había llevado en el cucarrón y después la dejaría en la casa. Él le respondió que bueno, que entendía, pero que la iba a extrañar mucho y aún más porque ambos habían planeado el viaje para ir los dos, pero que todo bien, que lástima que ella no podía ir.
Después de esas palabras, se abrazaron y se besaron sin separarse un milímetro, como si fuera el último beso que se iban a dar. Por fin se soltaron y se apartaron un par de pasos, ya alistándose para tomar cada quien su camino, pero se quedaron mirándose tan profundamente que las energías de amor que salían de sus ojos se cruzaron y entrelazaron tan pero tan fuerte que no se pudieron separar y por fin ella dijo: “Listo, mejor sí voy, compremos mi tiquete, no puedo dejarte en este momento”, y él le dijo “yo tampoco”.
En enero de 2002 ella y él se dijeron “adiós, que te vaya bien, ya es tiempo de alejarnos”. Él se puso muy triste y quedó absolutamente embriagado de dolor por el despecho de haberla perdido. ¿Ella? Quizás también, o quizás no.
En el año 2030, él y ella por casualidad de las fuerzas del cosmos se encontraron en un aeropuerto que no quedaba en Colombia. Pero no se saludaron de inmediato, pues no fue fácil que se reconocieran después de 28 años. Y lo único que se dijeron al mismo tiempo, antes de que se abrazaran fuertemente, y como si nunca se hubieran separado, fue: “hola, te …”.
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