Por Linotipio Rodríguez.
Enlace al primer texto de Linotipio: https://linotipia.com/la-cotidianidad-de-un-personaje-de-ficcion-narrada-por-el-mismo/
El mayor obstáculo que tengo para escribir es mi inseguridad. Generalmente, por cada dos líneas que «avanzo», borro una; la otra la modifico tantas veces que termina siendo un cúmulo de letras sin sentido. Tener la muñeca derecha fracturada tampoco es que sea de gran ayuda. Sin embargo, hubo un día en que concebí un texto que en su momento me pareció maravilloso. Todavía tengo esa sensación grabada en mi memoria: me vi a mí mismo como un gran director de orquesta que acomodaba palabras creando una sinfonía literaria magistral, como un médium que transcribía las oraciones que un espíritu virtuoso le dictaba. En fin, como un «escritor de verdad» y no como alguien que repite metáforas clichesudas como las que acabo de utilizar.
Era un sábado en la mañana, yo estaba tomándome el primer café del día cuando sonó mi celular. Escuché sin mucha emoción la voz de Leonardo, mi hermano menor, invitándome a su finca. Me dijo que solo iríamos los dos, puesto que su esposa e hijos preferían quedarse en Bogotá. Traté de inventar alguna excusa, pero él me convenció diciéndome que quizás el hermoso paisaje que se veía desde el estudio de su casa de campo podría inspirarme para crear una buena historia. Además, según él, necesitaba salir más de mi apartamento.
Al medio día me recogió en su camioneta. No pasaron ni cinco minutos cuando descubrí el verdadero motivo del improvisado viaje: papá y mamá habían llamado a Leonardo a pedirle que hablara conmigo porque estaban preocupados por mí. Así que tuve que aguantarme durante las tres horas de camino, con parada a almorzar incluida, los reproches y cuestionamientos de mi hermano menor. Que por qué no me mandaba a revisar la muñeca; que debería conseguirme un trabajo de verdad y no esas clases de medio pelo que daba; que lo de soñar con vivir de las letras estaba muy bien para un quinceañero, pero que ya no. No le eché la madre nada más porque también estaría insultando a mi progenitora y porque, a pesar de su arrogancia, le tengo mucho cariño a Leonardo. Simplemente me limité a mirarlo y a asentir como si le estuviera prestando atención.
Cuando finalmente llegamos, aproveché las últimas horas de sol para contemplar el dichoso paisaje que se veía a través de la ventana del estudio. Realmente era maravilloso. Una montaña cambiaba de verde claro a verde oscuro, y viceversa, a medida que las nubes se desplazan por encima de ella, tapando y destapando la luz del sol. En medio de la montaña, había una pequeña casa que llamó mi atención. Me pregunté quién vivía ahí, cómo era su cotidianidad, qué problemas tenía en su día a día. Estuve parado con los ojos fijos en esa casita hasta que cayó la noche.
Imaginé que en esa humilde construcción habitaba solo el mayor de dos hermanos. Sus padres lo habrían criado, debido a su falta de experiencia, como si fuese un ratón de laboratorio, ensayando en él maneras de educar y aprendiendo muy lentamente de sus errores. Si bien su nacimiento no había sido planeado, y la joven familia estaba en una situación económica precaria, ellos lo amaban. Él, por su parte, jamás los juzgó por sus desaciertos. Su hermano menor habría llegado al mundo tres años después, cuando sus padres tenían las cosas más claras y la cantidad suficiente de dinero para sentirse tranquilos. El haber crecido entre las mismas cuatro paredes no impidió que ambos vástagos tuvieran destinos casi opuestos. Uno verde claro y el otro verde oscuro. El menor de ellos creció para ser exitoso, mientras que el mayor se había aislado en medio de la nada con sus demonios como únicos acompañantes.
Ya tenía el argumento de la historia, así que me senté a escribirla. Golpeaba las teclas lo más rápido que me lo permitía mi torpe mano izquierda. Leonardo me vio tan metido en la pantalla del computador, que no se atrevió a interrumpirme. Escribí uno, dos, tres párrafos. Al fin tenía algo bueno, nada ni nadie me podía parar. O eso creía. El cuarto párrafo me pareció una obra de arte. El quinto me tenía encantado. De repente, todo se volvió oscuridad. No, no me desmayé ni me estaba muriendo. Simplemente se cortó el flujo de energía eléctrica. Se fue la maldita luz.
Llamé a Leonardo, quien me guio hasta el cuarto donde iba a dormir. Entonces, le pedí una vela, lápiz y papel. Él los trajo de mala gana, quizás porque le reclamé el haberme sacado de mi apartamento solo para darme cantaleta y llevarme a ese lugar donde los servicios públicos fallaban en cualquier momento. Después de que se fue Leonardo, me senté en una mesa que había en la habitación y garabateé algunas frases sobre el hermano menor, a quien el hermano mayor describía como un «mocoso arrogante» que ni siquiera se había sentado a pensar en todas las ventajas que había tenido en la carrera de la vida. Mi frustración fue enorme cuando me percaté de que las letras en la hoja eran ilegibles. Llevaba años con la muñeca lesionada y no había aprendido a escribir con la mano izquierda. Golpeé la mesa, furibundo. La llama de la vela bailó un poco por el repentino movimiento antes de volver a la calma. Me quede mirándola hipnotizado, tratando de olvidar toda mi frustración. Me asusté al sentir una mano en mi hombro. Era Leonardo. Me preguntó si estaba bien y fue a traerme un té que había hecho y algo de comer. Entonces caí en la cuenta de que, a pesar de ser un «mocoso arrogante», Leonardo se hacía querer. Ya el cuento no me pareció tan bueno.
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