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El Camilo

Por Juan Carlos López Salgado

—Sí, López, habla Adriana. Lo extrañé. Anoche estuve viendo las luces de Navidad del parque de la 93 y me acordé de cuando fuimos una vez a parchar por allá, nos tomamos unas cervezas y hablamos carreta un buen rato. Marica, también me acordé de las veces que no le cumplí las citas y lo dejé plantado esperándome, y de que en ese entonces no le paré bolas, qué embarrada. Lo extraño, López, quiero verlo.

Yo quedé de una sola pieza. En pleno calor de Ricaurte sentí escalofríos al escuchar eso de ella, de Adriana, a quien varias veces le dije que me gustaba muchísimo y quien me respondía con tal neutralidad que yo no sabía si era correspondido o no.

 Después de sentir eso, de inmediato pensé que la vida a veces es muy malparida con uno, pues Adriana con esa llamada al celular apareció casi un año y medio después desde la última vez que hablamos; justo cuando yo estaba iniciando una relación buena y amorosa de convivencia con Yulihet. Vida hijueputa, y yo con lo fácil que soy. Bien sueltico de piernitas que me hizo mi Dios. Pailas.

 La llamada no duró mucho, apenas lo que dura la conversación de un saludo y de “actualización de datos”. Le conté que estaba viviendo en Mosquera con Yulihet, que tenía un perrito llamado Rufo, que le había bajado resto a la rumba y a la vagancia, y que andaba sano. Pero nada de eso sirvió para que nos abstuviéramos de citarnos para vernos. Quedamos de hablar después y que cuadrábamos para tomarnos un cafecito.

El mundo otra vez se me había vuelto cuadritos con esa llamada. Yo andaba enamorado de Yulihet e iniciando una convivencia con todas las implicaciones que eso tenía. Empezamos a vivir en el segundo piso de una casa que estaba en obra gris; apenas se habían iniciado las obras de instalación de acabados de los baños y las habitaciones no tenían puertas. Estábamos iniciando con Yulihet de ceros, pero con toda la buena energía y actitud de echar para adelante. Para arriba, papá.

Además, yo estaba juicioso, me estaba alejando de todos los factores que me hacían incurrir en la bebida y en la parranda, es decir, le estaba dando la espalda a los vampiros de la fiesta. Aunque les soy sincero: los extrañaba, y aún hoy en día los extraño.

 Y cuando estaba pasando por ese buen momento en mi vida junto a Yulihet, preciso entró esa llamada. Días después, con Adriana nos hablamos por celular en las típicas fechas de diciembre: el 24 y el 31. En enero del 2008 nos vimos en Bogotá y hablamos carreta, la energía positiva y sexual fluía entre ambos. De febrero a diciembre fue una completa locura. Volvió a jugar la ruleta de mi vida, sin saber en qué número iba a caer, sin saber si iba caer en rojo, en negro o en verde. Y mientras giró, viví en una ambigüedad, viví en dos mundos al mismo tiempo; no puedo decidir si me gustó o no, si me pareció bueno o malo, lo único cierto es que lo viví y que por ahora solamente les voy a decir que la vida es muy hijueputa con uno a veces.

 Por eso, por esa malparidez de la vida, es que a veces le pido a Dios o a las energías del universo que me den la oportunidad de regresar a la época de la escuela y del colegio. Mis días de estudio en la primaria y en el bachillerato fueron muy felices. La vida siempre se portó bien en esa época, obviamente también hubo momentos malos, difíciles, pero sólo siento alegría al recordar esa parte de mi historia, en especial todo lo que viví en el Colegio Externado Nacional Camilo Torres de Bogotá, en el Camilo, con mis hermanas y hermanos de la vida. En la actualidad, afortunadamente, aún me comunico con algunos de ellos, sobre todo con el viejo Edwin, mi parcero.

Al Camilo llegué a estudiar en 1989, a cursar séptimo o, como también se le conocía, segundo grado de bachillerato. En febrero de ese año, era severo nerdo, qué loca. Me asignaron el curso 703. Mi llegada al Camilo fue por casualidades de la vida y porque definitivamente la cabra tira pal’ monte. Vengan les cuento.

Resulta que en diciembre de 1988 la vida me dio la oportunidad de escoger para estudiar mi bachillerato entre un colegio gomelo ubicado al norte de Bogotá, del cual mejor me reservo el nombre para no tener inconvenientes con entes religioso-académicos, y el Camilo Torres. Para poder escoger bien, un ángel que llegó a nuestra vidas —a la de mi mamá, a la de mi hermana y a la mía— me llevó a los dos colegios para que los conociera. Y como el ñero es ñero y el mono es mono, aunque se vista de seda, a mí me tramó más el Camilo.

Alguien podría pensar que ese buen ángel era tremendo irresponsable al dejarle esa decisión a un joven de 12 años, pero precisamente eso era lo especial de ese personaje, para mí el mejor, el verdadero Jefe de Jefes, pura decencia y respeto a los demás era lo que le sobraba. 

Me acuerdo cuando llegué con el buen ángel a la entrada del Camilo en la carrera 7ª con calle 32 y miré hacia lo profundo y a la parte de arriba del colegio. Vi los tres primeros patios para el descanso o el recreo, y alrededor de estos la estructura de hierro y cemento que soportaba los salones de clases.

“Huyyy, qué chimba, esta vaina es re grande”, pensé de inmediato.

Una vez nos permitieron ingresar, caminamos por el colegio durante unos veinte minutos. Más arriba y alejados de la carrera séptima, vi el cuarto y el quinto patio —sí, patios, como en las cárceles—. Y después del quinto se veían los cerros orientales, verdes, hermosos, imponentes. De una me enamoré del Camilo.

El tal colegio gomelo, dizque campestre, en ese momento me valió una mierda, y de una, sin pensarlo, sin mente como muchas veces le toca a uno en la vida, le dije al buen ángel que quería estudiar en el Camilo Torres.

Él me dijo que lo pensara bien, me explicó los aspectos buenos y malos de cada colegio. Me aclaró muy bien el tema de la clase social y económica a la cual pertenecían los estudiantes de cada uno de estos. Me dijo que en uno iría hasta el apartamento por mí un bus privado que me llevaría al colegio y me traería de regreso, y que en el otro me tocaría coger buseta, transporte público, de ida y de vuelta. Que en uno enseñaban muy bien inglés, pues era bilingüe, y que en el otro no tanto. Que uno era privado y el otro era público. Que en uno los compañeros iban a ser hijos de “gente de bien” y que en el otro eran hijos de gente honrada y decente, pero no de “gente de bien”. Y lo más áspero de todo, que uno era masculino y el otro era mixto. Y a la vos de hembritas, de una vámonos pa’ donde están las nenas, qué hijuemadres.

El colegio gomelito norteño apenas desde la segunda década del siglo XXI se volvió mixto; ósea, en 1988 era de puras antenas, naaaa, qué mamera. La cumbia de bachillerato era mejor bailarla con hembritas. Además, la primaria la había hecho en una escuela pública y con compañeritas. Primero de bachillerato también lo estudié en un colegio mixto, en el cual una noviecita de solo picos me dijo una vez que yo era “muy frío”, refiriéndose a mis besos que al parecer en esa época no eran muy apasionados ni excitantes. Y como yo quería mejorar mi técnica para besar, mejor con compañeras del colegio que con manes. “Recuerden que jala más pelo de cuca que guaya de camión”.

Y nos fuimos pal’ Camilo. Llegué al colegio en febrero de 1989 con una imagen de puro nerdo, con cara de ratón de biblioteca, gafufo cuatro ojos y peinado por la mitad, cabezón y bien “cofla”, ósea flaco, parecía una colombina. Además, mi pinta o mi “outfit” no me ayudaba mucho para cambiar esa imagen: uniforme y zapatos nuevos, con las medidas y usos reglamentarios. Maleta o morral Totto, marca que en esa época apenas estaba empezando en el mercado bogotano, pero que ya tenía su buena fama. En fin, severo nerdo a primera vista de todos.

En esa época, a mis 12 años, no me consideraba nerdo ni vago, era lo suficientemente inteligente para estudiar lo que me correspondía y me gustaba botarle buena energía a ciertas materias como geografía, historia, sociales, relaciones humanas y, por supuesto, comportamiento sexual. Ya me sabía las capitales de los países americanos, europeos y de los principales países asiáticos. Eran de mi pleno conocimiento los nombres de los océanos y de los mares de América, así como los nombres de sus principales ríos. De la cordillera de los Andes me sabía todo su recorrido de sur a norte, desde Tierra del Fuego en la Argentina hasta el occidente de Venezuela, pasando por Colombia en donde se divide en tres Cordilleras, la Occidental, la Central y la Oriental. 

Tenía muy claros los conceptos de esclavitud, colonialismo, libertad, revolución, vasallo, rey, pobre, rico, artesano, burgués. Sabía de la existencia de civilizaciones antiguas como la egipcia, griega, romana; del sistema feudal, de la revolución francesa e industrial; de la primera y segunda guerras mundiales, de la guerra fría; de la guerrilla colombiana y del narcotráfico de Pablito y demás capos que de vez en cuando me sorprendía en Bogotá con sus bombazos. También sabía que lo enseñado en religión católica era una completa y pura mentira.

Hacía debidamente mis tareas y tenía buenas calificaciones, como el mejicano de la mochila azul, pero al igual que lo dice en la canción Pedrito Fernández, mis calificaciones empezaron a ser bajas desde una tarde de mayo de 1989, en la cual las energías del cosmos se organizaron de tal manera que a la profesora Martha Lucia, nuestra directora de curso, le dio por cambiarnos de puestos y me ordenó que me sentara al lado de Hugo, pues a ella le surgió la gran idea de hacer dúos de estudiantes, uno con buenas y otro con malas calificaciones para que el uno apoyara al otro. Y así fue, yo apoyé a Hugito a mejorar sus notas y él me ayudó a cambiar mi imagen de nerdo, de tal manera conocí el mundo como verdaderamente

era. A partir de esa tarde dejé de ver la vida como se la hacen ver a uno desde la familia, con buenas costumbres, decencia y obediencia total. Desde ese momento todo ese orden y buena crianza se fueron para el carajo.

Ese cambio de puesto fue mi punto de partida a un viaje que, hasta el momento de escribir estas palabras, no ha terminado. Fue un punto de quiebre en mi vida, pues de niño fui estudiante juicioso, me gustaba ir a la escuela y hacer las tareas. En toda la primaria, de 1983 a 1987, y en primero de bachillerato, que lo estudié en 1988 en el Colegio María del Socorro, nunca le di dolores de cabeza a mi mamá por cuestiones académicas. Al contrario, la tenía acostumbrada a que, por mi buena conducta y excelentes notas, ocupaba los primeros puestos del curso e izaba bandera constantemente. Qué orgullo de “pelao”, hasta le decían a mi mamá que yo tenía pinta de que iba a ser sacerdote. La chimba, menos mal que no fue así, qué boleta.     

Como ya les dije, el primer año de bachillerato o sexto grado, lo estudié en el Colegio María del Socorro. Era privado, pero tenía un convenio con la Secretaría de Educación de Bogotá mediante el cual recibían estudiantes de escuelas distritales públicas. 

Ese colegio quedaba en el barrio la Estrada, cerca de la Avenida Rojas con calle sesenta y pico, más o menos. Era una casa esquinera grande de tres pisos, ocupaba casi la mitad de una manzana. Aún me acuerdo del nombre de la rectora y dueña en el año 1988, la señora Rafaela, quien ya en esa época era una señora mayor y buena gente. Yo estudiaba en la jornada de la tarde, de 12:30 pm hasta las 6:00 p.m., hora en la cual de una panadería que estaba al frente salía el olor a pan recién horneado que parecía al aroma del croissant con queso, y era inevitable comprarse uno o dos de esos panes que en realidad sólo eran pan rollo sin queso, pero que por lo frescos y calienticos sabían a media luna francesa.

Como el colegio quedaba en un barrio normal de Bogotá, de casas de familia con antejardines en el primer piso, caminábamos con algunos compañeros de cuadra en cuadra buscando brevas maduras de los árboles. Algunas personas se molestaban y prácticamente uno se las robaba; en otras casas se asomaban por la ventana, pero no nos decían nada, pues apenas éramos pelados de 11 años buscando brevas frescas para comer después de 5 horas de estudio, todo relax.

Pero no sólo buscábamos comida a la salida de clases del María del Socorro. Una vez compramos media botella de aguardiente Cristal, el de la licorera del departamento de Caldas, y nos la tomamos como entre 8 compañeros. Ninguno se emborrachó, apenas quedamos entonados y hasta ahí llegó la bebeta, puesto que ya no teníamos plata para comprar más trago. Ese día tocó volver a la casa caminando, ya que la plata para la buseta fue para la media de guaro.

Así pasábamos las tardes después del colegio, caminando con los compañeros en búsqueda de la buseta para volver a la casa o caminando hasta la casa para poder comprar algo con la plata del transporte y satisfacer algún antojo de empanada, de pastel de yuca, de un helado; o comprar alguna pendejada que estuviera de moda, como un yoyo, una coca, un trompo.

Son muchos los lugares que me devuelven a ese pasado feliz, siempre que paso por sitios como la Avenida Rojas, el Jardín Botánico o la calle 68 de inmediato siento nostalgia por esa época. Objetos hay muchos que me conectan de inmediato con esos recuerdos, como los cuadernos de los que aún conservo un par por ahí en la casa y que Yulihet quiere botar para no seguir acumulando chiquero; como las fotos ya viejas en papel, que se tomaban en cámaras que necesitaban rollos fotográficos para 12, 24 o 36 fotos y tocaba llevarlos a Foto Japón para mandarlos a revelar, lo cual duraba de uno a dos días. De esos rollos siempre salían mal varias fotos. Muchas cosas y lugares que me conectan con esos “años maravillosos”, sí, como en la serie de televisión de finales de los ochentas protagonizada por el personaje Kevin Arnold, ambientada en los años sesenta y con una banda sonora espectacular.   

De los años 1988 a 1994, en los que estudié el bachillerato en los colegios María del Socorro en 1988 y Externado Nacional Camilo Torres de 1989 a 1994, aún conservo una clase objetos que prácticamente me teletransporta a esa maravillosa y feliz época de mi vida: los casetes grabables de audio, que se reproducían en las grabadoras y en los equipos de sonido de varias marcas famosas de tecnología de ese entonces, como SONY, AIWA, PANASONIC Y KENWOOD, esas Japonesas, y una de las “yunaites”: la General Electric.

Lo bacano de esos casetes era que, para uno de estudiante de colegio sin plata e hijo de familia obrera, le permitían grabar la música que uno no podía darse el lujo de comprar en original.Y se grababa la música de diferentes fuentes, de las emisoras de radio, lo cual implicaba que al inicio, en la mitad o al final de la canción también quedara grabada la voz del locutor o “DJ” de la emisora y las propagandas o anuncios comerciales que patrocinaban los programas de radio. Otra forma de grabar la música era de casete a casete en los equipos de sonido que tenían dos caseteras, y una de estas tenía la opción para grabar.

También se podía grabar música de los acetatos o discos en vinilo al casete. Esta opción era a veces algo complicada, pues los discos usualmente eran costosos; pero a veces uno era de buenas y aparecía un amigo, un familiar o un vecino que compraba un disco y de una se le pedía prestado para grabarlo. Esto era toda una ritualidad, ya que lo primero que decía el propietario del disco cuando se le pedía prestado era: “Pero no me lo vaya a rayar”. A veces eran tantos los celos con los discos, que el propietario mejor pedía el casete y le grababa a uno el disco en el equipo de su casa.

Era muy raro que los discos se prestaran, yo por lo menos era así, ni por el putas soltaba un disco a cualquier huevón por ahí, de malas; recuerden que aparte del amor que uno les tenía, los discos se dañaban fácilmente. Ni se diga los celos con los CDs, esa vuelta era peor: los CDs ni a las novias uno se los prestaba, a menos que uno estuviera muy llevado o tragado de la nena; además, a veces esas hembritas no los devolvían, iban a parar en manos de sus hermanos o de algún otro novio, entonces pailas, mejor era no prestar los “Compact Disc”.

En los casetes grabé mucha música. Inicié con rock, en especial del género glam que estuvo muy de moda porque era comercial. A mí me tramaban y me siguen tramando muchos grupos gringos como Bon Jovi, Poison, Motley Crue y el número uno para mí: Guns N Roses, los gunners, los pistoleros de la costa oeste de los Estados Unidos.

Después incursioné en géneros de rock algo más pesados: heavy metal, thrash metal, speed metal y hard rock con bandas como Metallica, Iron Maiden, Black Sabbath, Deep Purple, Slayer y Megadeth. Toda esa música metálica —como decían las mamás— me encantaba, era la escapatoria a tanto caos en mi vida familiar. Toda la música que escuchaba en esa época era la única compañía que tenía en la soledad que vivía cuando no estaba en el colegio o cuando no estaba con los compinches de estudio, la música era la savia que me curaba las huellas que dejaban en mi alma y en mi corazón las muendas que mi mamá me daba. En esa época qué Bienestar Familiar ni qué mierdas, palo y cable para aprender cómo era la vida.

 Cuando ya empezó el gusto por la parranda, por la rumbita con los parceros del colegio, me puse a grabar salsa de Nueva York, de la Fania All-Star. Esa salsa la bailábamos como puros pandilleros ñeros de Bogotá, quizás influenciados por los compañeros y compañeras del Camilo que vivían en barrios ásperos de la capital como Las Cruces, Los Laches, Girardot, El Dorado y Kennedy City. Las nenas se movían muy bacano, se veían bien ñeritas, pero muy hermosas, muy sexys, muy pa’ las que sea, llave. Los pies casi no se levantaban del piso, o muy poco, las manos de la pareja se juntaban y los brazos se movían al ritmo del sonido de algún instrumento en particular, las caderas más bien tenían poco movimiento, pues éramos 100% rolos. Aunque a veces las movíamos, porque nos embelesaba la salsa de la Fania y era un movimiento inevitable.

 También grababa merengues y vallenatos. Obvio, las canciones románticas de esos géneros y las baladas power rockeras no faltaban en las fiestas, pues con ellas uno al bailar aprovechaba para besarse con la novia o goce de turno; a veces también se aprovechaban esas canciones para el mani-culi-teteo, qué rico, qué buenos tiempos que definitivamente ya no volverán.

Fue en el Camilo donde más grabé música. Algunos coleccionistas cobraban y otros por simple amor a la melodía no pedían plata por prestar los casetes y vinilos originales o por grabarle a uno los casetes. Tuve la fortuna de que Edwin se hizo amigo de un man, creo que se llamaba Mauricio, que era Dj y melómano, quien le prestó mucha música original que Edwin grababa en su casa en el equipo de sonido marca AIWA y de paso yo aprovechaba para que me grabara mis casetes.

 Además de la música, otros temas de la vida eran cotidianos en el Camilo: los primeros amores, la ropa, los grupos de amigos o combos; las salidas académicas en las cuales pasaban muchas cosas chéveres, como bailar en los pasillos de los buses que nos llevaban al lugar que íbamos a conocer, la mamadera de gallo en las piscinas y disimular ante los profes que no estábamos mareados por el guaro que encaletábamos. Qué risa, qué destrabe tan áspero todas esas historias, que ya muchas de estas estoy seguro de que se me olvidaron.

 Son muchas vivencias que en este momento quisiera contarles, pero por ahora, y en homenaje a cada uno de mis compinches del Camilo, voy a recordarlos a ellos y a ellas, en orden de aparición en mi vida, y según lo que aún me acuerdo:

El viejo “Cuellar”: ya olvidé su nombre, creo que era Oscar, pero su apodo sí lo recuerdo bien. Cuellar fue el “nickname” de un personaje malo de la novela-serie de televisión llamada “Amar y Vivir”. Cuellar, mi amigo, era severa caspa, tenía cara de maloso. Fuimos parceros los primeros meses de segundo de bachillerato, junto con Felipe. En el recreo nos gustaba saltar del borde de un muro a las ventanas de uno de los bloques que hacían parte de los edificios del Colegio, y en uno de esos saltos Cuellar no se pudo sujetar de la maya que protegía los vidrios de las ventanas y cayó al piso, de una se jodió una pierna y pa’ la enfermería. La cagada es que a Felipe y a mí nos dio susto y lo dejamos ahí tirado todo repaila. Mala vaina, qué pena con Cuellitar.

 Felipe: Era como de familia paisa, alto, flaco, ojiverde, mono y crespo. Me acuerdo bien del hombre porque aparece en un par de fotos de esa época y porque se enamoró de un hembrita que fue novia mía. Y ella como estaba tragada de mí, pues prefirió a este pechito, a Salgado. Sí, Salgado en esa época, sin el López. Felipe era buena persona, en esos primeros meses de 1989 fuimos buenos amigos.

Edwin: Casi nadie. El parcero del alma, el hermano que no tuve, pero que el cosmos me dio la oportunidad de conocer y que fuera mi hermano de la vida desde 1989 hasta la fecha. Hoy en día ya no parchamos tanto, pues por tener cada uno sus obligaciones, ya no queda tiempo pa’ la vagancia ni para vivir buenos momentos como los que compartimos en el colegio, en la época de la universidad y cuando empezamos a ganar plata trabajando cada uno en su profesión.

Con este loco nos pasaron muchas cosas. Quisiera que se pudieran meter en mi cabeza para que vieran en mis recuerdos todos los momentos de felicidad, de extrema ebriedad, de fumadas de marihuana, de paseos echando dedo, en bus y en avión, de rumbas, de momentos tristes, muy tristes, con el alma, las vísceras y el corazón vueltos mierda, de locura, de desenfreno, de exceso, de escases. Muchas experiencias, demasiadas, buenas y malas, que nos sirvieron para salir adelante en esta locura llamada vida.

Se me olvidó cómo fue que lo conocí o por qué empezamos a hablar en el Camilo, de pronto por la música. Recuerdo que cuando empecé a hablar con Edwin, nos gustaban muchas cosas en común: el rock, la rebeldía, el importaculismo al orden establecido, los video juegos o maquinitas que después de clases nos gustaba ir a jugar al Gimnasio Mental de la calle 24 con séptima y en el centro comercial Terraza Pasteur que quedaba al frente.

Edwin siempre fue muy pilo, re inteligente, a lo bien, ese man era un duro para física, matemáticas, cálculo, sistemas, informática y dibujo técnico, aunque era medio brocha o malo para los trazados y la estética de los trabajos o planchas, y como yo era bien pulido en la presentación de los trabajos, entonces intercambiábamos los talentos, el man le ponía el coco al asunto y yo hacía los trazados sin manchones, todo me quedaba bien pulidito, impecable. Así obteníamos buenas calificaciones.

Esos trabajos en grupo creo que fue lo que más unió. Como él vivía solo, porque el papá trabajaba lejos de Bogotá, las tareas o los trabajos del colegio los hacíamos en su casa en la mañana y al medio día salíamos corriendo a coger la buseta para ir al Camilo, siempre de afanes para no llegar tarde y así evitar que nos cerraran las puertas del colegio y ganarnos un problema disciplinario porque le hacían a uno la respectiva anotación en el anecdotario de disciplina, y por repetir las llegadas tarde llamaban a los papás y eso sí que era todo un chicharrón.  Entonces era mejor salir de la casa corriendo a coger la buseta y cuando nos bajábamos del transporte en la carrera 7ª con calle 30, también corra en pura que nos cerraban las puertas del Camilo y paila.

A la vez que hacíamos los trabajos en la casa de Edwin, escuchábamos música a todo timbal, al 100% del volumen, a lo que daba el SONY o el AIWA. Sonaba Soda Stereo, Kraken, Poison, Bon Jovi, Def Leppard, Tesla, Skid Row y sus majestades Guns N Roses y Metallica, uf, qué energía tan brava, meras buenas vibras para seguir adelante en ese caos de la locura de la vida adolescente.

Después, me acuerdo de que cuando empecé a hablar con Huguito por causa del cambio de puesto ordenado por la Profesora Martha Lucia, él me presentó a su combo de amigos con quienes venía estudiando desde primero de bachillerato. Ellos me dijeron que podía salir con ellos en los descansos e inicié a volverme parte, poco a poco, de ese combo, y como seguía al mismo tiempo con la amistad con Edwin, en una ocasión les pregunté a Hugo y a sus amigos si Edwin podía acompañarnos en los descansos, los manes dijeron que sí, que de una, y ahí sí fue que se armó la chúpame el culo. Qué combo más áspero que se formó.

Hugo: De él ya les conté que fue el despertar en mi vida y por quien conocí al combo con quienes aprendí que compartir los días en gallada, con amigos, era mucho mejor que andar solo como una hueva.

Huguito era severo diablo, una cáspita que levantaba lindas hembritas con su buena parla y su risa en medio de las palabras. Andaba siempre bien vestido e imponía en el salón las modas en la vestimenta. Si un día llegaba con la camisa por fuera del pantalón, de inmediato todos hacíamos lo mismo. Si debajo de la camisa blanca usaba otra camisa en cuello en V, al día siguiente todos vestíamos igual. Si llegaba con un pantalón ancho de botas, al día siguiente todos vestíamos un pantalón igual. Qué bacano, y el que no hiciera lo mismo, pues paila, era la boleta del combo.

Julio: Julito era parte del combo de Hugo. Al principio pensé que Hugo era el duro de ahí, pero después me di cuenta de que el mero mero era Julio. El hombre en esa época era gordito, peli liso de color medio negro medio castaño y era severo gomelito, se le notaba en la forma o acento al hablar y en la marca de la ropa, de la maleta y de los útiles escolares que usaba. Le gustaban las camisas tipo polo de la marca TENNIS con su logo de dos raquetas de tenis cruzadas, que hoy en día aún existe. El hombre era el que imponía la moda gomela en el salón 703.

Julito también era tremendo pilo, muy inteligente ese parcero. Desde entonces se le notaba que era muy ordenado en todas sus cosas, inclusive en lo financiero. En esa época, en lugar de tirarse la plata en maricadas y pendejadas, por ejemplo en las maquinitas como Edwin y yo, Julito prefería comprar dólares. Tremendo “bisnesman”.

 Que no jugara maquinitas en la calle era entendible, ya que tenía su propio NINTENDO, el del juego del Duck Hunt, y ya cuando nos volvimos parceros Edwin, Julito y yo, nos invitaba a jugar en la casa de él en las mañanas antes de ir al Camilo. Y otra vez la misma vuelta, salga corriendo a coger la buseta para no llegar tarde y quedarnos por fuera del colegio, pero ya no éramos dos los que corríamos sino tres. 

Después de un par de años Julito y Edwin se volvieron más parceros entre ellos, la vida los empezó a conectar más en temas políticos, filosóficos y económicos que poco me llamaban la atención, pues lo que realmente me gustaba era pasarla bien con todos las y los parceros, fueran o no del combo de Julito. Mi amistad con Edwin siempre estuvo fuerte y muy cercana, parceros 100%, mientras que mi amistad con Julito en segundo, tercero y cuarto de bachillerato fue chévere, pero no tan cercana como entre él y Edwin. Julito para el trago no fue vago como Edwin y yo, sin embargo, nos acompañó a varias parrandas en las que se pegó sus buenas borracheras, conoció hembritas y la pasó bueno. Julito: en la buena, parcero, por siempre.

Edwin, Julio y Hugo, fueron en tercero y cuarto de bachillerato como una especie de mi primer círculo más cercano de amigos. En ese mismo combo que lideraba Julio, también estaban:

Pulido: Tenía el nombre igual a uno de los anteriores tres parceros, pero lo llamábamos más por su apellido. Era alto y muy buena persona, buena papa como decíamos en ese entonces, y era la llavería del siguiente amigo.

William: Wily era bien pintoso. Julio le puso de apodo Pluto, por lo perrín que era. Prestaba la casa de los papás, que quedaba por los lados de la avenida carrera 68 con calle avenida Primero de Mayo, para hacer fiestas los sábados en la tarde. Le poníamos a las ventanas de la casa bolsas para la basura de color negro y así simulábamos que era de noche. En esas rumbas bebíamos aguardiente Nectar Rojo y licores baratos como Coco Chévere y Ron Rumbero. Además, fumábamos cigarrillos doble filtro marca PARLIAMENT. Bailábamos merengue, tecno merengue, salsa, por ejemplo todo el disco Cielo de Tambores del Grupo Niche, y las baladas power americanas con las que nos besábamos con la novia o goce del momento.

Una tarde de estudio, finalizando segundo de bachillerato, íbamos con todo ese combo caminando por un pasillo del Camilo y nos encontramos de frente a la profe Martha Lucia, quien en voz alta y mirando a Julito dijo: “Julio, qué grupo has formado, qué grupito”.

En el salón 703 había otro combo que lideraba Alexander, el eterno némesis de Julito, la rivalidad entre ellos primero fue por tener las mejores cosas materiales, y después de unos años fue por el amor que tuvieron por una misma mujer. En el combo de Alex, si la memoria no me falla, estaban:

 Alexander: el líder de su combo. La familia tenía buen billete. En una época la llevamos bien y me invitó un par de veces a la finca que la familia tenía en Carmen de Apicalá. También fuimos con el combo de él de paseo de excursión o de despedida de bachillerato a San Andrés Isla en el año 1994. El hombre era pinta y tenía buen feeling con las hembritas, conquistaba a las más buenas del colegio; quizás, decían algunos, era por el tema del billete. También decían que él era muy picado o creído. El caso es que fue buen amigo conmigo en la época que tuvimos la oportunidad de compartir. Recuerden que él era rival de Julito, pero a mí me gustaba llevarla bien con todos y todas, aunque obviamente tenía más confianza, más parcería, con unos que con otros.

Juanito: Simplemente era una gonorrea, super re casposo, grosero, boqui suelto, sin escrúpulos para hablar, y el muy peye me puso de apodo dizque “teta rica”, malparido, ja, ja. Hoy en día nos hablamos de vez en cuando, me llama al celular para pedirme asesoría en asuntos jurídicos.

Carlos: Le decíamos naranjito, por el parecido de su apellido y físico con la mascota del mundial de fútbol de España de 1982. Otro amigo buena papa. En la casa de él también parchábamos, pero en combo y con las nenas.

Oscar: Alias Peluca. No sé quién putas le puso ese apodo, pero a ese loco ninguno lo llamábamos por el nombre. Era flaco, más o menos alto, con pelo liso y con peinado en forma de totuma, quizás ese fue el origen de su apodo.

Gregorio: Tenía pinta de ser el más adulto de todos, pero era de nuestra misma edad, en promedio de 12 a 14 años, o de pronto nos superaba por un par de años. Le gustaba jugar microfútbol, fue su pasión en el colegio y era excelente micrero.

También en el 703 había combos pequeños de mujeres, que a su vez parchaban más con alguno de los combos de manes, entre ellas también había sus rivalidades, y de quienes me acuerdo en este momento son:

Claudia: Era la más dura de las hembritas, le gustaba el micro y lo jugaba en recocha con nosotros. Al principio parecía otro mansito del curso, pero a medida que fue creciendo, se fue volviendo una de las mamacitas, no del curso, sino del colegio. Edwin, Julito y yo nos enamoramos al tiempo de ella, casi que nos volvemos enemigos entre nosotros. Ella no se cuadró con ninguno de los tres, pero siempre nos quiso mucho como amigos.

 Deysi: También llegó nueva al curso, no recuerdo si fue en el 703 o en el 803, el caso es que venía o era de Barranquilla, tenía el cabello mono y crespo, lo usaba cortico. De una congenió con nosotros y se volvió parcera de Claudia. Yo la fui más con Deysi que con Claudia, pero éramos buenos amigos entre los tres. De Deysi siempre recordaré que fue la primera mujer a quien le toqué una tética, qué rico. Obviamente nos cuadramos y fuimos muy parceros, incluso después del colegio y hoy en día aún hablamos.

 Las gemelas: Andrea y Eliana. Eran super inteligentes y muy juiciosas, hijas de la profesora de Biología. Eran muy amables y bonitas. Yo me enamoré de Eliana y nunca fui capaz de decírselo, la verdad porque yo era muy caspa, muy gamín y me daba pena expresarle mis sentimientos, pues ellas eran muy sanas y me daba cagada que uno fuera a ser bien ñero con ella. Entonces por eso preferí callar, y, además, obviamente una nena tan pila, juiciosa y bonita qué se iba a fijar en una lacra como Salgado.

 Nancy: Buena persona. Hoy en día me acuerdo de ella porque escribe en el grupo de WhatsApp. Fue parcera de Deysi y Claudia. Recuerdo que era juiciosa en el colegio y que me trataba amablemente.

También había personajes sueltos en el salón, es decir, eran y no eran parte de algún combo en particular, pero la iban bien con todos o con nadie, me acuerdo de:

 Crema: Así le decíamos a Iván. Crema por ser el diminutivo de cremallera, les dejaré la inquietud de por qué le decíamos así al Ivancho. Este parcero también era buena persona, decente pero muy casposo en su humor el cual era fino, delicado, pero contundente. Fuimos bien parceros con crema y Juanito, los tres juntos éramos qué gonorreas.

 Mao: Fue tremenda celebridad en el Camilo. Era amigo de todo el mundo en el colegio y fue el tumba locas del momento. A mí jugando micro me hizo zancadilla por la espalda, por lo cual caí al piso de frente y me partí el brazo izquierdo y de una pa’ la enfermería y después para el Hospital San Ignacio, y tome mi enyesada del brazo. En una fiesta en la casa de Wily, estábamos pogeando con Rocket de Def Leppard y sin culpa le di severo golpe con el yeso a Gregorio en la cabeza, hasta ahí le llegó el pogo.

En honor a la verdad, declaro que Mao me metió esa zancadilla porque previamente yo le había pegado severa patada por la espalda. Entonces, el que las hace se las aguanta.    

En cuarto de bachillerato, en 1991, el combo de Julito y el de Alexander se fusionaron en uno sólo para temas de rumba y actividades varias de recocha, para pasarla bueno en la vida. De tal manera se armó un grupo del putas. A las fiestas iba más gente, todos amantes del baile y de los besos, la mamadera de gallo en el salón se incrementó y los profesores llevaron del bulto con tanta friega, pobres cuchos, yo creo que más de uno se enloqueció. Por supuesto que las rencillas entre combos seguían, pero por temas de pasarla bueno, se ignoraban esas diferencias, aunque nunca terminaron.

Y también se incrementó la vagancia por mi parte y con ella la tomata de pola, de aguardiente y la fumadera de peche (cigarrillo marca Piel Roja sin filtro) y de Marlboro rojo, qué paila, ¿o qué rico?, sabrá la respuesta Dios o el Diablo.   

 Además de ser parcero con cada uno de los integrantes del combo de Julito, yo fui buen amigo por temporadas con varios de quienes acabo de hablarles. Con Naranjito, con Peluca, con Pulido, con Juanito, con Crema y con Alexander. Y siempre mi mejor amigo fue Edwin.  De esa época a ellos son a quienes recuerdo en este momento. Con estas maravillas estudié de segundo a cuarto de bachillerato, de los años 1989 a 1991, en los cursos 703, 803 y 903 respectivamente.

Por tanta vagancia en el año 1991 perdí cuarto de bachillerato y me dieron la oportunidad de repetir ese grado en el Camilo en 1992. Ahí conocí a Carvajal, buen parcero, le gustaba tocar guitarra y me enseñó. Quinto y sexto de bachillerato lo estudié en otro curso y con otro combo bien duro. El tema ahí fue más denso, más oscuro, más áspero. Con este otro combo viví muchas cosas nuevas y también fueron buenos parceros. Después les contaré algo más de cada uno de ellos.

 Todo lo que viví en el Camilo fue muy importante y sigue significando mucho en mi vida. A cada uno de los y de las amigas del colegio de quienes les hablé aún los recuerdo como si ayer hubiese salido de clases y nos hubiésemos despedido al frente del colegio en la carrera 7ª con calle 32. A cada uno de ellos los quise y los sigo queriendo mucho, demasiado, como si fueran mis hermanos de sangre, aunque fueron mis hermanos de la vida. Las y los amo, gracias por hacerme tan feliz.

 Y también gracias por no hacerme sentir la malparidez de la existencia que he vivido en muchas ocasiones. Esa sensación de que la vida te la monta y te ofrece las cosas que tú querías y necesitabas cuando ya pa qué, pues ya no las puedes disfrutar. Esa joda e inquina de la vida con uno, como aquel día de velitas del 2007 cuando le contesté a Adriana el celular y siguió diciéndome: 

 —Lo extraño, López, quiero verlo. Marica, en serio lo he pensado últimamente. Cómo estás, donde estás trabajando. Cuéntame todo lo que ha pasado en tu vida todo este tiempo que no nos hemos hablado. Cuándo nos vemos, tomamos algo, un café, una pola o un guaro, ja, ja, ja. De verdad, Juan, veámonos pronto. 

 Y sí, obviamente nos vimos, no en lo que quedaba del 2007, pero sí en el 2008, de enero a diciembre. Mmm, si yo les contara. Que video tan hijueputa.

* Fotografía aportada por el autor.

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