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El cambio

Por Andrés Felipe Giraldo L.

Al inicio de esta semana participé en una clase de Constitución Política de Colombia a la que muy amablemente me invitó una profesora de la Universidad del Valle para hablar sobre mis columnas, lo que le agradezco entrañablemente, porque amo la docencia. En la conversación, una estudiante me hizo una pregunta que me suelen hacer con frecuencia y para la que no tengo una respuesta concreta pero sí una noción clara. Me preguntó que qué se puede hacer para cambiar la situación en Colombia, para que realmente podamos vivir en paz, para que cese la violencia. Es una pregunta muy compleja porque no tiene una respuesta única, porque no hay una solución mágica, porque es la pregunta que ronda a Colombia desde que se constituyó como República e incluso desde mucho antes, porque si algo ha marcado la historia del país es la violencia, en todas las épocas, desde diversos actores y por múltiples razones.

Mi reflexión, cada vez que me hacen esta pregunta, es básica, cándida y hasta ingenua. Pero estoy convencido de que indefectiblemente es un punto de partida. Siempre he considerado que el problema de violencia en Colombia es cultural y estructural. La violencia se ha incorporado en la cultura de Colombia como una forma natural de tramitar los conflictos, desde los más cotidianos y simples hasta los que están arraigados en las problemáticas profundas y endémicas de nuestra sociedad como la desigualdad social, la inequidad económica y la injusticia, entre muchos otros. Considero, además, que es evidente que el establecimiento, comandado por unas élites tradicionales, hábiles y restrictivas, que han sostenido un estatus quo casi inamovible durante dos siglos y que han perpetuado unas condiciones de exclusión, discriminación y opresión en contra de la base de una mayoría de colombianos pobres, desposeídos, vulnerables y manipulables; es responsable en gran medida de esa violencia, porque si no la propician como mecanismo de sometimiento y represión para mantener su posición y sus privilegios, la justifican para aquellos que quieren arrebatarles esos privilegios por la vía de la fuerza y la acción violenta.

A la violencia, como pilar del malestar general que padece Colombia en el transcurso de su historia, se suma otro mal que resulta ser complementario y simbiótico de esta forma agresiva e intransigente para tramitar los conflictos. Hablo de la corrupción. La corrupción en Colombia es tan estructural, cultural e histórica como la violencia, porque está instalada en el sistema con base en la noción colonial de que existen ciudadanos de primera, segunda y tercera clase. Los españoles establecieron un sistema invasor y colonizador en el cual se sabían superiores a los pueblos invadidos, y con base en ello se creían con el derecho de relegarlos, someterlos, oprimirlos y dominarlos de maneras disuasivas y violentas, porque era la mejor forma de minar la voluntad, la dignidad y la resistencia del conquistado y así ponerles a su servicio. Así esta sensación de superioridad de unos humanos sobre otros se arraigó de manera natural, como si fuera parte de un orden establecido justo y necesario, soportado además sobre unos preceptos religiosos hábilmente manipulados desde el catolicismo para instalar la convicción de que este orden social no solo era natural sino divino. Así pues, en América Latina en general y en Colombia en particular, se edificaron sociedades con unas minorías dominantes plagadas de privilegios y unas mayorías dominadas carentes de derechos. Para el caso de Colombia, esta concepción de la sociedad elitista y excluyente se afianzó después de muchas guerras civiles, conspiraciones y conflictos durante el siglo XIX, que desembocaron hacia el final del mismo en la redacción, aprobación y promulgación de la Constitución de 1886, de corte profundamente conservador, confesional y centralista, que desconocía la diversidad étnica y cultural de la nación y que se inclinó hacia una noción eurocentrista y homogeneizante de la ciudadanía y del ciudadano, pero solo en el papel, mientras que en la realidad seguía manteniendo las diferencias sociales con base en los privilegios por un lado y en la exclusión y la discriminación por el otro.

Sin embargo, la corrupción no solo se afianzó como parte de la organización social heredada de la colonia, sino que encontró un terreno fértil dentro de una cultura a la que se le fueron degradando los valores y los principios, cuando los ciudadanos percibieron que la manera más expedita para ascender en la pirámide social y así acceder a esos privilegios de pocos, tenía que ver con la posición económica. Este fenómeno tiene muchas más aristas y es complejo de explicar en pocos renglones, pero lo puedo resumir en que en gran parte de la sociedad se perdió la noción del trabajo, el mérito y el sacrificio honesto y denodado como medios legítimos para alcanzar objetivos y metas, sino que se optó por otros medios turbios, rápidos y fáciles, lo que han llamado “la cultura del atajo”, que no es más que la corrupción desde las bases para poder obtener los mismos privilegios que durante siglos han tenido las élites y hacerse parte de estas. De esta manera la violencia y la corrupción se convirtieron en los brazos largos del ascenso social en Colombia y al mismo tiempo corroyeron la percepción de lo ético y lo moral, instalando en el imaginario popular la cultura del “vivo”, del “avispado”, que obtiene privilegios, bienestar y reconocimiento a través de su posición económica, sin importar cómo obtuvo el dinero para llegar hasta allá.

Como un tercer elemento a tener en cuenta en este esquema, articulada a la violencia y a la corrupción, la política aparece como el vehículo más apropiado para poner a las instituciones al servicio de la impunidad. En Colombia la política ha sido el medio más efectivo para que la institucionalidad se ponga al servicio de la corrupción estructural, porque muchos políticos, a nivel local, regional y nacional, han sido hábiles para usar la violencia y la corrupción para apropiarse del Estado. Algunos lo han hecho con base en esta cultura del dinero fácil, otros a través del fortalecimiento del régimen de privilegios que han usufructuado desde siempre por hacer parte de las élites. Los políticos son sagaces para usarse mutuamente y mantener la tensión entre la violencia y la corrupción. Con la primera infunden miedo, con la segunda se apoderan de las instituciones y por ende del Estado.

Con toda esta explicación, que puede resultar confusa e insuficiente así presentada por las limitaciones propias de una columna de opinión y el tiempo disponible de una clase, mi respuesta a la estudiante que me preguntó sobre qué se puede hacer cambiar la realidad de Colombia, y organizando un poco más mis ideas después de la respuesta inicial que le di pero en el mismo sentido, es que hay que ser consciente sobre los ejes en los que se mueve el poder en Colombia (violencia, corrupción y política) y una vez comprendidas estas dinámicas, salirse de ese redil para hacer, desde la órbita personal, las cosas de una manera diferente. Esta es la única solución que está al alcance de nuestras manos y que depende íntegramente de nosotros, sin representaciones, sin delegados, sin remitir la responsabilidad a nadie más. Y hay que ser consciente de que el precio será alto. Ir en contra de la corriente que se ha establecido como las formas de hacer y de actuar dominantes, puede conllevar tremendas privaciones y sacrificios. En Colombia ser honesto le puede ocasionar a uno ser relegado y excluido, porque esto puede atentar contra los intereses del poder y por lo tanto el honesto se convierte un ser indeseable en algunos círculos. En Colombia ser pacífico lo puede convertir a uno en un ser expuesto, débil y vulnerable, porque las balas son capaces de silenciar cualquier disenso o deseo de revolución. Pero es el riesgo que hay que tomar, es la lucha que hay que emprender. Es la única manera en que se puede irradiar el cambio, con el ejemplo. Con el ejemplo se fortalece la autoridad moral y con ello la capacidad para incidir en la comunidad en primera instancia y en la sociedad por extensión. Es una cuestión de coherencia. Es necesario ser coherente con el discurso, trascender las buenas intenciones y actuar en la cotidianidad en consecuencia con lo que se pregona. Porque lo que han hecho la mayoría de los políticos es usar el discurso del engaño, ser pulcros en el discurso y turbios en sus actos. Esto le hace un daño irreparable a la sociedad.

En resumen, la revolución que yo propongo es íntima y personal, es la reconciliación cotidiana con el espejo, saber que estamos haciendo lo correcto y aceptando que tenemos que asumir las consecuencias de esta lucha por más desventajas que esto nos signifique. Este es el gran aporte que le podemos hacer a la paz, a la reconciliación, a la verdad y a la construcción de una sociedad más justa.

Ser mansos no significa ser mensos y las herramientas de nuestra lucha están en la Constitución de 1991 que enterró la Constitución de 1886 que se niega a irse y que viene en forma de reaccionarios, conservadores y tiranos. Pero allí, en la Constitución del 91, están garantizados los derechos y las libertades que la realidad no nos garantiza. Pero hay que sacar esa Constitución del papel para ponerla en la realidad, hay que vivirla y darle vida, hacerla valer y luchar porque lo que allí está consagrado se respete. Esa es lucha que yo propongo, la lucha de todos los días por comportarnos de manera honesta y pacífica. Esta es la única lucha que percibo a la mano de cada una y sobre la que no hay excusas para no proceder, porque depende de cada uno. Esa es mi respuesta para Marisol. Y este es mi agradecimiento para Claudia por haberme invitado a su clase.

 

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