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Bowie, Neruda, Botero y un amor que no fue

Por Catalina Torres

Después de contarle, emocionado, que conoció al maestro Fernando Botero en persona, le dijo a la vista de todos, «¡te quiero, Angelita!». Y ella no pudo evitar que le brotara una gran sonrisa y le brillaran los ojos. Pero todo esto no fue más que una ilusión que se desvanecería amargamente a los pocos días. 

Con motivo de su cumpleaños, y además de haberle regalado los pases para ver la inauguración de la exposición de Fernando Botero en el Museo del Prado, Ángela aprovechó que las emociones seguían a flor de piel para hacer una videollamada, no solo para felicitar a Roberto, sino además para confesarle que sus sentimientos por él seguían intactos, al igual que un año y medio atrás, cuando comenzaron su relación. Sin embargo, la respuesta de Roberto fue bastante fría y lacónica. Le dijo que no podía corresponderle y que «canalizara sus sentimientos de otra manera», palabras que la devastaron por completo y que recordaría con posterioridad.

Ella todavía no podía creer que se le hubiera olvidado tan pronto esa estremecedora pasión y locura de la noche que decidieron dejar de ser amigos para convertirse en pareja. Ese día,  Ángela estaba de afán para ir a presentarse a su nuevo trabajo en un bar que había conseguido por intermedio de una amiga aquella semana. A la hora del almuerzo, se encontró con Roberto y Javier en la universidad, quienes le estaban ayudando a terminar su proyecto de tesis. La agenda original de Ángela ese día era trabajar en su tesis alrededor del mediodía, luego ir al bar a eso de las cinco y, más tarde en la noche, encontrarse con su amigo de Chicago J.D., que hacía mucho tiempo no veía, que andaba de visita por Londres y con el cual tenían puestas las esperanzas de algo más. 

La cofradía de la tesis, entre risa y risa, se empezó a extender más de la cuenta, hasta que surgió un cambio de planes:

—Muchachos, les agradezco un montón por la ayuda, yo sabía que podía contar con ustedes para desatorarme de este asunto. Ustedes son muy inteligentes, definitivamente, y eso era lo que necesitaba. Bueno, me encantó verlos como siempre, pero me tengo que ir a trabajar—dijo Ángela.

—No, Angie, tú sabes que para nosotros es con todo gusto —respondió Javier.

—¡Claro que sí!, y eso, ¿a dónde tienes que ir? ¿Conseguiste otro trabajo?se mostró curioso Roberto.

—Sí, es en un bar que queda en el centro. ¿Se acuerdan que les conté de Jessica? Ella me invitó a una visita a la fábrica de cervezas y luego ellos me engancharon para trabajar en el bar. Son muy buena gente comentó Ángela.

—Órale, ¿y qué tal está ese bar? preguntó Javier.

—Sí, ¿es muy caro? le siguió Roberto.

—Buee…sí están un poco caras las cervezas. Alrededor de diez pounds cada una. Por eso no les dije si querían ir o no. Pero, pues si les llama la atención y me acompañan… propuso Ángela.

—¡Sí, qué rico, vamos! respondieron animados Javier y Roberto.

Se fueron en el metro a eso de las cuatro de la tarde y casi no encuentran la dirección del lugar, pues estaba en un callejón bastante escondido. Ángela, en efecto, atendió a sus amigos durante toda la noche y ellos, muy amables, le colaboraron esta vez como clientes del bar. Ella bien sabía que les gustaba tomarse sus cervecitas. Cuando entregó turno a eso de las diez, los tres amigos decidieron ir por unas polas más baratas al Spar. Llamaron a Gustavo, otro amigo, para que se uniera al grupo y se dirigieron todos al apartamento de Roberto. En ese momento, J.D. le escribió a Ángela: «hey, gorgeous, are you coming tonight?», pero ella amablemente se excusó y canceló su compromiso. La cofradía de la tesis siguió su jodedera, ya con bastantes cervezas encima, riendo mientras miraban videos graciosos de YouTube. No se sabía con claridad qué hora era, pero, primero Javier y luego Gustavo, se despidieron para regresar cada uno a sus casas. 

Ángela y Roberto se quedaron solos esa madrugada en el sofá, un poco entonados, aún viendo videos musicales en YouTube. Las risas cada vez eran más suaves. Roberto le estaba contando una anécdota vieja de una conquista —tema muy habitual entre el grupo de amigos— y luego le soltó sin ninguna timidez: «Las otras son pequeñas, pero tú eres mi gran presa». Ángela abrió los ojos con asombro, mientras se llevaba la mano al pecho con un gesto de sorpresa. Luego, con algo de pena, le respondió riendo: «Gracias por lo que me toca», tomándose el comentario en broma. Y para bajarle la tensión a la situación, pero con maliciosa coquetería, puso la canción «Malas Intenciones», de Héroes del Silencio. La espuma de la situación seguía creciendo: Ángela puso su cabeza en el hombro de Roberto, quien se acomodó para hacerle campo. Enlazaron sus dedos meñiques y quedaron en silencio. Ella pensó que el momento era ahora o nunca. Se volteó y le dio un beso, y ya no se detuvieron. 

Roberto le sugirió ir al cuarto. Le desabrochó el brasier con rapidez y ella reaccionó sorprendida. En su cabeza, Ángela todavía no creía que estuvieran ellos dos, juntos y desnudos. Se recostaron, él la abrazó mirándola con ternura y le dijo «te quiero mucho, chiquita». Ella supo que nunca había sentido tanto amor en toda su vida. Mientras estaba amaneciendo y escuchaban a David Bowie, Roberto le dijo con una gran sonrisa: «Soy muy feliz», lo que iluminó con mayor fuerza sus ojos. 

Esos tres meses en que Roberto estuvo en Londres por su pasantía se fueron volando. Ángela nunca se había sentido más enamorada que durante ese tiempo. Conversaba feliz con sus compañeros del bar o con algunos clientes sobre su novio, presumiendo lo inteligente y tierno que era y lo feliz que estaba ella. Roberto la llamaba durante el trabajo diciéndole que tenía ganas de dejar todo tirado para correr a sus brazos y ella le respondía con voz dulce al teléfono, algo inusual en ella por lo general. 

Una noche, cerca de la fecha en que él debía viajar a Madrid, le mostró un libro:

—Ven, quiero mostrarte algo —le habló con voz suave. 

—¿Sí, qué es? —Ángela lo miraba.

—Lee esto, querida —dijo Roberto señalándole la hoja del pesado libro.

<<Si tú me olvidas

Quiero que sepas

una cosa.

Tú sabes cómo es esto:

si miro

la luna de cristal, la rama roja

del lento otoño en mi ventana,

si toco

junto al fuego

la impalpable ceniza

o el arrugado cuerpo de la leña,

todo me lleva a ti…>>.

—¿Me regalas la hoja?  —preguntó Ángela.

—No, yo cuido mucho mis libros —primero titubeó él— hmm, bueno, está bien, quédate con ella. —Y Ángela arrancó la hoja del poemario de Neruda. La conservó por mucho tiempo en medio de un cuaderno.

Poco tiempo después, Ángela tuvo que dejar el trabajo del bar por un accidente donde se fracturó el pie. Su querida amiga Emilia, entonces, le ayudó a conseguir un trabajo de oficina en la empresa donde estaba vinculada y con ello se pudo recuperar. 

Roberto viajó al día siguiente que ella inició en el nuevo trabajo. Ángela preparó el desayuno esa mañana, y en medio de la melancolía, dejó quemar las tostadas y el huevo. 

—Yo sé que tu plan original era venir por poco tiempo, y yo lo tenía muy claro, pero al mismo tiempo no quiero que te vayas —sollozaba ella.

—Tranquila, es solo pan y huevo, eso no es grave. Quiero que me prometas una cosa: que vas a hacer todo lo posible por ser feliz —le dijo Roberto mirándola a los ojos.

En medio de un copioso aguacero, ella decidió acompañarlo hasta el aeropuerto de Gatwick, donde salía su vuelo. Lo abrazó con fuerza antes de pasar por Migración, repitiéndole lo mucho que lo quería. En el bus de regreso a Londres, no paraba de llorar. Llamó a Jessica para desahogarse, pero su amiga le dijo que ya tenía una cita con otro caballero.

Los primeros días se comunicaban casi a diario. Una noche, mientras estaban en videollamada, regresó de Texas uno de los roommates de Ángela, Vicente, quien también era amigo muy cercano de Roberto. Los vio conversando muy animadamente en el computador y antes de que se generara cualquier chisme, Ángela se atrevió a contarle que ellos habían pasado de ser amigos a novios. A Vicente esa noticia le causó gracia y asombro a la vez. Jamás se hubiera imaginado a Angie de novia de su «compadre Rober». 

Tampoco Gustavo, a quien la noticia del noviazgo le pareció medio en broma, y les cuestionó qué pasaría en cuanto Roberto se marcharse a hacer su doctorado a España; ni mucho menos su mejor amiga Emilia, quien no podía comprender qué le había visto Ángela a un hombre tan poco agraciado como Roberto. Además, Emilia creía que ellos en realidad no tenían mucho en común, dado que ‘Angelita’ venía de una familia acomodada de Colombia, mientras que Roberto era originario de un peligroso barrio en las periferias de la Ciudad de México. 

Pasados los días, y con su primer sueldo de oficina, Ángela se apresuró a comprar un pasaje barato con destino a Madrid para la siguiente fecha de las vacaciones, que coincidiría con el cumpleaños de ambos en el mes de enero. En Madrid, tenía que tomar un tren fuera del perímetro urbano, pues la universidad donde estudiaba Roberto quedaba en un municipio aledaño. Cuando se bajó del tren, lanzó su maleta a un lado, pasando por alto la seguridad de su equipaje, corrió y se abalanzó a los brazos de Roberto, pero este la recibió sin mucha emoción. A decir verdad, con aire indiferente.

Él rentaba una habitación en una unidad donde se alojaban varios estudiantes. Tras unas horas de haber llegado, planearon qué lugares visitarían durante las vacaciones. No lograban ponerse de acuerdo, porque Ángela quería ver los sitios más emblemáticos de Madrid y Barcelona, mientras que Roberto quería adentrarse en los pueblitos escondidos de los que poco se sabía. Sin embargo, la discusión se tornó agria cuando él repitió la frase «deberías hacer lo que te haga más feliz» sugiriendo en el fondo que cada uno visitara por su cuenta los sitios que más deseara. Esas palabras empezaron a sonar como excusa para alejarla de su lado:

—Entonces, ¿tú no querías que yo viniera a verte? —le preguntó preocupada Ángela. 

—¡No, no es eso! Pero me parece que estás siendo un poco codependiente, ¿no crees? —le respondió Roberto, también con voz de angustia. Ángela empezó a llorar. 

—¡¿Que soy qué?! —respondió exaltada Ángela.

—¿Hay algo de lo que estoy diciendo que te esté haciendo daño? —La miró asustado Roberto, con la sensación de que todo se le estaba saliendo de las manos.

—Me estás dando a entender que fue mala idea que yo llegara —sollozó Ángela. 

—-Creo que me estoy enredando mucho, lo mejor por ahora es que nos vayamos a descansar—sugirió Roberto apenado. Esa noche ella se fue a un hostal a dormir y en la cama no pudo dejar de llorar hasta bien entrada la noche.

Pasado el rifirrafe, visitaron muy contentos el Museo del Prado, la plaza Cibeles, la Puerta de Alcalá, el palacio de La Moncloa, El Corte Inglés del centro y muchos otros sitios famosos de Madrid, y pueblos de los alrededores. Varios días después, unos amigos invitaron a Roberto a visitar un viñedo en Navarra donde ellos trabajaban. El problema fue que él viajó por su cuenta y se perdió por cuatro días sin siquiera hacer esfuerzo alguno por comunicarse, dejando a Ángela sola en Madrid. Al no conocer a nadie, ella no sabía qué hacer y la angustia se apoderó de su ser. Además, poco pudo salir a explorar por el mal tiempo en la capital en aquellas fechas. 

El disgusto entre ambos fue inevitable. Y, por si fuera poco, una mañana Roberto salió muy apresurado a la biblioteca a recoger unos libros, dejando su computadora encendida. Asomándose a esta, y quizás en busca de respuestas al comportamiento evasivo de su amado, Ángela descubrió unos correos que él se intercambiaba seguido con una chica que también conocía de épocas de antaño en Londres: Nury Raquel. La recordaba bien porque tanto ella como Emilia no veían con buenos ojos a Nury Raquel por ser algo vulgar, almorzar a costa del dinero de sus otras amigas y, en especial, porque cuando se fue de Londres, le escribió una carta de despedida a las discotecas en las que se la pasaba de miércoles a sábado. En esos mensajes, Roberto contaba anécdotas de su vida diaria que ella anhelaba escucharle, pero que a Nury sí le contaba con gracia y detalle. Al leer esos correos, ella estalló de ira, tristeza y decepción. Por supuesto, la situación entre ellos empeoró. Ángela decidió terminar la relación y volver a Londres de inmediato. 

No obstante, alrededor de mes y medio después, retomaron el contacto por Whatsapp y videollamada, probablemente porque algo del sentimiento entre ambos aún quedaba en el aire. La conversación comenzó de manera cordial, intercambiando opiniones sobre las noticias de las protestas en Colombia:

—Yo en verdad te quiero, Angelita. Pero no puedo estar ahí para ti —tecleaba Roberto con desesperación.

—¡Y yo te quiero más! No sabes cómo anhelo volver a besarte, volver a estar contigo. Pero yo veía que me estabas evitando y eso me hacía sentir terriblemente sola —escribía Ángela con lágrimas en los ojos.

—Perdóname, no quise hacerte daño.

—Está bien. Pero creo que igual podemos dejar las cosas en buenos términos…seguir hablando, no sé. Podemos seguir siendo amigos, creo yo —sugirió Ángela.

—-Claro que sí, Angelita. Yo no quiero perder contacto contigo. Por esa forma que tienes de enriquecer mi vida como solo tú lo sabes hacer —le contestó esperanzado Roberto. 

Emilia se daba cuenta de que en horas de oficina Angie chateaba con Roberto «en plan de amigos» y le insistió que dejara de hacerlo, por temor a que él la hiciera seguir sufriendo, dándole esperanzas. En los breaks del café, Ángela le confesó que se arrepintió de no haberse ido aquella noche a encontrarse con J.D., a quien visualizaba más como su «futuro esposo» que a Roberto, y de hecho, de esa manera se refería a J.D. cada vez que lo mencionaba. Emilia ya hasta había visto su foto y se sabía su nombre de memoria, de tanto que su amiga lo nombraba, y le daba ánimos para que se enfocara más en él que en el ingrato que la hizo sufrir en España.

Al poco tiempo de regresar de Madrid, sus compañeros de apartamento también se encargaron de consolarla. Además de Vicente, Ángela vivía con otra estudiante rusa, llamada Irina. Irina hablaba bien el español y por eso se hizo amiga del círculo de latinos y españoles de sus compañeros de piso. Le gustaban mucho los bailes latinos y de vez en cuando halaba a Angie con ella a los nightclubs de salsa y bachata de Elephant & Castle, el vecindario donde todos vivían. Una noche, aceptó la invitación de Vicente e Irina para salir de fiesta y, como era habitual, todos se fueron en plan de conquista. Esa noche, Ángela se fue con otro estudiante latino para tener sexo. En casa del joven, ella recordó la mirada profunda de Roberto aquella noche que sonaba Bowie de fondo. Empezó a llorar y le dijo al muchacho que no podía hacer nada. A la mañana siguiente, el muchacho quiso intentarlo de nuevo, pero Ángela se negó y le dijo que quería regresar a su casa de inmediato, no sin antes disculparse por el mal rato.

Durante un año entero, y por intervalos, Ángela vivió hundida en el viejo sofá café de su apartamento. La primera vez se pasó la tarde-noche entera llorando a todo pulmón al son de vallenatos de Diomedes Díaz y Kaleth Morales. Vicente la estaba escuchando desde su cuarto, y apenado por su amiga, le mandó un mensaje: «¿No quieres ir al Sainsbury’s por unas birras?». No se sentaron a hablar en la tienda porque ya sabían que al despachador no le caían bien los latinos y los atendía de mala manera, así que se fueron a conversar y a tomarse las cervezas en la terraza del apartamento.

—Yo no quería dejarlo, pero me estaba doliendo mucho su indiferencia. Por eso tomé la decisión de apartarme —le contaba Ángela melancólicamente, con los ojos hinchados.

—Joder, Angelita, en verdad fuiste muy valiente por tomar esa decisión —la elogió Vicente con tono de seriedad—. Total que…, cuando los hombres actuamos así es porque en realidad no estamos enamorados o porque somos unos hijo’putas.

La segunda vez que Ángela permaneció apesadumbrada en el viejo sofá café, Irina llegaba del trabajo y con su particular cara sonriente e ingenua la invitó a bailar a uno de los nightclubs cercanos. Especialmente ahora que sabía que su amiga estaba deprimida por el desdén de Roberto.

Y la tercera vez, Jessica le habló al teléfono para invitarla a pasar el fin de semana donde unos amigos gringos que recién habían abierto una pizzería frente a la playa en Poole, Dorset.  Ángela pensó que sería una buena idea para el fin de semana largo en vez de seguir hundida en el sofá llorando a Roberto, que a esas alturas ni daba señales de dónde se encontraba ese verano. Tomaron el tren hasta Bournemouth, y en el Travel Interchange tomaron un bus hasta Poole. Esos días se hospedaron en la casa de los norteamericanos.

La ruta entre dicha casa y la pizzería era un poco distante, así que uno de los anfitriones, que era el bartender y socio del local, se ofreció llevar a las invitadas en su motocicleta de ida y vuelta. Cuando fue el turno de Ángela, ella se dejó llevar por el espíritu de aventura: 

—Te voy a llevar despacio y con cuidado, a la misma velocidad que a mi mejor amigo, Caleb. Ese pobre cobarde siempre se acojona porque dice que yo manejo demasiado rápido —comentaba graciosamente el norteamericano.

—¿Ah, sí? Jajajaja. Pero sabes qué, a mí sí me gustaría saber la velocidad real que haces cuando manejas solo. ¡A ver, tú dale! —lo retaba emocionada Ángela.

—Jajajaja, ¿en serio?, bueno. Entonces agárrate duro y confía en mí. Y, por favor, no te vayas a inclinar en el sentido opuesto al que voy manejando, porque me haces perder el equilibrio, ¿estamos claros? 

—¡Como tú digas! ¡Vámonos!

Al llegar a la pizzería, aunque Ángela ingenuamente seguía disfrutando el momento, el gringo se dio cuenta lo mucho que ella le gustaba y se decidió a coquetearle durante el resto de ese fin de semana de cocteles, pizza, playa y música. 

Al final del lunes festivo se fueron a la cama, lo cual, pensó ella, sería una excelente manera de no recordar que un año atrás Roberto y ella estaban juntos. Y de hecho lo fue, porque Ángela entonces reflexionó que quizás lo que ella extrañaba de su expareja cuando hacían el amor no era el sexo como tal, pues con el gringo de la motocicleta el sexo fue más salvaje y desenfrenado. Lo que ella más echaba de menos era la manera como Roberto la miraba que la hacía sentir tan especial y el mundo de sentimientos que le brotaban al estar con él.

Después de ese fin de semana, Ángela se la pasaba entre Londres y Poole saliendo con el gringo de la motocicleta por el resto del verano. Sin embargo, una noche de finales de agosto, cuando estaban con Gustavo en el gimnasio, conversando acerca del gringo, recibió un inesperado mensaje de Roberto por WhatsApp: «Hola Angelita, ¿cómo has estado? ¡Cuánto tiempo! Aquí volviendo de mis vacaciones de verano. Extraño hablar contigo, espero que estés contenta con tus amigos allá en Londres». Ángela se quedó helada y volteó a ver a Gustavo:

—- ¡Marica, es Roberto! ¡Me acaba de escribir! ¿Por qué tiene que aparecer justo ahorita que estoy viendo al gringo? ¡Ay, ya no sé qué pensar! —Se mostró ansiosa Ángela.

— ¡Mira no más! —chasqueó con la boca Gustavo—. Qué te puedo decir, Angelita…no le hagas caso. Es que el ‘Rober’ al final la hizo mal contigo, eso no se hace. El ‘Rober’ es más de estar entre sus libros —reflexionó. 

Pero Ángela se quedó pensando que quizás él o Vicente le debieron contar algo a su amigo sobre las anécdotas con el gringo de la motocicleta que ella les presumió emocionada ese verano, sobre lo atractivo que era y porque seguramente pensó que con él podía olvidar a su exnovio. 

Roberto, por su parte, había vuelto de una excursión de senderismo por los Pirineos con algunos compañeros de su clase. Extrañaba hablarle, ya que no conversaban desde abril, luego de una fuerte discusión y de la semana que se perdió sin responderle a su pregunta. 

Ese abril, y luego de dos semanas en que chatearon sin parar hasta la madrugada, ella se dio cuenta de que sí era posible que siguieran en contacto, y no como él se excusaba, que las ocupaciones del doctorado no le dejaban tiempo. Entonces, un lunes Angelita le contó a Irina sus planes de declararle su amor a Roberto y pedirle que regresaran. Le dejó el mensaje en su WhatsApp. Pero Roberto no respondió sino hasta el martes siguiente, con actitud de que nada había pasado y sugiriéndole que si «ya se había calmado». Durante la semana que transcurrió, Roberto no hallaba la manera de decirle a Ángela, sin hacerle daño, que no volvería con ella, porque sabía que las cosas ya no iban a funcionar. No obstante, a Ángela esa espera la llenó de rabia y ansiedad. Golpeaba a puños la pared del pasillo del apartamento gritando «¡Maldito imbécil!», casi hasta descascarar el yeso de la pared. Y en las noches Irina le preguntaba si él le había contestado ya, a lo que Angie con ojos llorosos le respondía que no. 

Luego vino una fuerte discusión por la impaciencia de Roberto ante la aparente dejadez de Ángela respecto a su tesis de maestría y su falta de cuidado con el accidente del pie. Quizás no entendía que entre el estrés por la universidad, la lesión de su pie, la falta de dinero y la tirante relación que tenían, Ángela estaba sumida en una profunda depresión. Decidieron mutuamente descansar el uno del otro y dejar de hablar un tiempo.

Ya en agosto, volvieron a hablar por videollamada más animados y se contaron lo que habían hecho cada uno en el verano. En otra ocasión se entusiasmaron planeando un viaje juntos a los Balcanes. Y durante un viaje corto que Roberto hizo a Francia en octubre, se escribieron casi a diario, al punto que esos días, Ángela le confesó a Vicente durante una reunión de amigos en el apartamento: «Ahora sí estoy segura de que él es el definitivo». Pero nuevamente los mensajes volvieron a ser cada vez más esporádicos. Incluso para tratar de reavivar la conversación, una tarde de noviembre, al volver de la biblioteca, Ángela le mandó un mensaje contándole que lo había recordado al ver un libro sobre Castilla la Mancha. Roberto le contestó con un escueto «¡Ah, mira! En efecto, esa zona es muy bonita». 

El último día del año fue la primera etapa de la batalla final. Roberto presumió en sus redes sociales el balance exitoso del año, que aparte de sus estudios, incluía a un nuevo amor. Vicente leyó esto y se lo comentó en voz alta a Ángela, quien no pudo evitar sentirse mal. De hecho, ella recuerda haber soñado a Roberto con una nueva novia alguna vez que se quedó a dormir en casa de Emilia. Y ese mensaje confirmó su intuición. 

Esa noche, para celebrar el año nuevo, Ángela y sus roommates quedaron con otros amigos para ir a una fiesta organizada al aire libre cerca del Río Támesis, después de los fuegos artificiales de la medianoche. Roberto tenía una cena en Madrid con su nueva novia y los amigos, y después se iría a una fiesta en el centro histórico pasada la medianoche. Ángela, aunque trataba de disimular su dolor, no se pudo contener y se tomó todo el alcohol que le ofrecieron en la noche hasta quedar dormida bajo un árbol. Una pareja de conocidos de sus amigos la levantaron y se la llevaron en un taxi a su casa. Roberto, por su parte, se puso a coquetear con otra chica durante la cena, a la vista de su novia, quien furiosa le reclamó por su comportamiento y le terminó esa madrugada, no sin antes darle a entender que ella sabía bien que él aún no había superado a Ángela.

La segunda etapa ocurrió un par de días después. Roberto le escribió a Ángela por WhatsApp para disculparse por presumir públicamente a su nueva —ahora— exnovia. Le dijo que tenía claro que lo había hecho con la intención de hacerle daño. Ángela se quedó atónita. Y empezó a sincerarse sobre sus sentimientos, preguntándole si no le bastaba con todo el daño que le estaba causando, como para todavía querer vengarse por haber tomado ella la iniciativa de terminar la relación debido a la indiferencia de él. Le dijo que por favor no siguiera el mal ejemplo de Vicente y Gustavo respecto de las mujeres y que dejara de comportarse como un «maldito imbécil». Roberto, al tiempo, le confesó que la razón porque quizás la había ignorado era que pensaba que en Madrid conocería al verdadero amor de su vida, en vez de darse cuenta de que lo tenía en frente suyo, que tal vez sí era Ángela. Al final, la conversación bajó de nivel a los habituales buenos términos entre ambos. 

Los siguientes días volvieron a hablarse con frecuencia. Ángela le contó que pronto iba a viajar a Madrid porque su embajada le había regalado unos pases para ver al mismísimo Fernando Botero en una inauguración de sus obras en el Museo del Prado, y que si quería ir con ella para celebrar los cumpleaños de ambos. Roberto aceptó encantado y, en retorno, le regaló un álbum de David Bowie. Esta vez, él sí estaba considerando regresar con Ángela. En El Prado, frente a sus demás amigos, Roberto le dijo emocionado que haber conocido a Botero por cuenta de ella había sido el mejor regalo de cumpleaños y le dijo que la quería. Ángela regresó muy feliz a Londres a los dos días, cuando le hizo la videollamada que acabó con sus ilusiones. 

Sin dejar de recordar los sucesos de aquella lejana noche que se sentía apenas como ayer, y al colgar la videollamada, Ángela, con los ojos llorosos, no podía creer que todos esos maravillosos momentos hayan podido ser fingidos, con el único fin de llevársela a la cama. Lamentó mucho no haberle dado otro curso a la historia de esos días, de haberse ido quizás con J.D., que sin duda era un hombre más serio, y con el cual seguramente ya a estas alturas habrían organizado una relación más estable, como tanto le insistía a Emilia.

A raíz de las constantes desilusiones que ella sufrió con su expareja, acudió a una psicóloga para superar el trauma. Una tarde, después de terminar la sesión con la profesional, Ángela descubrió otra serie de mensajes entre Roberto y Nury Raquel en las redes sociales. De nuevo sintió rabia hasta llegar al hartazgo y decidió terminar con toda la situación mediante un corto mensaje al correo electrónico:

–Ya no confío en ti, ya ni siquiera puedo ser tu amiga. Te deseo todo lo mejor para tu vida.

Lo bloqueó del chat, correo y demás medios. Aplicó lo que pronto se enteraría que los psicólogos llaman «contacto cero». Esta fue la tercera y última estocada en la batalla final de una relación que siempre funcionó mal. Meses después, Vicente le contó a Angelita sobre una conversación que tuvo con Roberto, donde él le confesó que «nadie sabe lo que tiene hasta que lo tiene perdido» y que la extrañaba mucho. Ella le pidió el favor de no volver a hablarle sobre él.

Han pasado muchos años en que el contacto cero no funcionó en absoluto para olvidarme de él. Le he escrito infinidad de textos en mis cuadernos, un artículo y esta historia, en parte real y en parte ficcionada. Le dediqué toda una lista de reproducción para recriminarle su desamor. Compré el poemario de Neruda para recuperar esa página que finalmente había quemado. Hasta tuve que inventarme a Ángela para enmascarar en esta historia la fallida relación que tuve con esta persona, de la que me enamoré profundamente y sólo hasta hace poco siento que terminé de perdonarlo y dejar de culparme por mis propios sentimientos. Sólo ahora puedo decir que estoy en paz conmigo misma y lista para seguir adelante. En el amor, en la vida o en lo que venga.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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