Por Andrés Felipe Giraldo L.
Desde la filosofía clásica, se podría decir que la definición de política tiene dos grandes vertientes. La primera, concebida por el estagirita Aristóteles (384 a. C – 322 a. C) y la segunda, por el florentino Nicolás Maquiavelo (1469 – 1527). Aunque estamos hablando de la misma palabra y el mismo campo de acción, los dos significados son diametralmente opuestos.
La base de la política para Aristóteles era la ética, que tenía una definición muy concreta, desprovista de subjetividades, en donde el ethos se constituía en la base de la convivencia, partiendo de la base de que la sociedad en su conjunto sabía qué era bueno y qué era malo, fundamentada en principios y valores compartidos. En contraste, para Maquiavelo, la política está más referida al arte de gobernar, en donde se instrumentaliza el poder como un medio y un fin en sí mismo. Acá cabe aclarar que la famosa frase que se le adjudica a Maquiavelo de “el fin justifica los medios” no aparece registrada en ninguna de sus obras, porque además no coincide con su teoría. Es decir, de acuerdo con Maquiavelo, medios y fines vienen siendo lo mismo: Poder para gobernar.
De acuerdo con lo anterior, la diferencia fundamental entre una y otra teoría es clara: La ética. Mientras que para Aristóteles la ética está referida a la construcción personal del bienestar individual, a partir de la búsqueda permanente del justo medio, que no es más que el punto de acción que se descubre entre los vicios y los extremos, para Maquiavelo el único propósito de la política está referido al conjunto de estrategias y métodos que se usan para obtener, mantener y no perder el poder. Y es que mientras Aristóteles le escribía sobre ética a uno de sus hijos, a un niño, Maquiavelo le escribía sobre política a un príncipe en ejercicio con aspiraciones expansionistas. Esto, por supuesto, más allá de nuestros prejuicios, marca una profunda diferencia.
Hecha esta introducción, que no es más que ilustrativa, sin pretensiones académicas (antes de que los académicos me destrocen), quiero enfocarme en el ejercicio de la política en Colombia en donde Aristóteles se convierte en parte fundamental de Maquiavelo ¿Cómo? Es simple: El discurso del bien común, referido a Aristóteles, es usualmente instrumentalizado en las campañas, mientras que el ejercicio del poder se materializa sobre los postulados más maquiavélicos que ha parido la política. Detectarlo es fácil. El político en campaña apela al bien común como estrategia para conseguir votos. Por eso construye obras públicas imaginarias en los barrios marginales, abraza gente, besa niños mocosos y se presenta como adalid del buen comportamiento y las buenas costumbres. Cuando llega al poder, rompe lazos con sus representados y se dedica a ascender en la República (res pública o cosa pública. Ver Platón) con el fin de obtener, mantener y no perder el mayor poder que le sea posible. En otras palabras, en Colombia Aristóteles no es más que una fachada funcional para ejercer el poder de una forma maquiavélica. Y quizá en el mundo, pero para hacer más claro mi punto, me voy a referir a ejemplos concretos.
Juan Manuel Santos, por ejemplo, entró a la política apalancado por su apellido y el poder del diario más importante del país, El Tiempo, del cual su familia era propietaria. Además, ya venía ungido cual príncipe porque es sobrino de Eduardo Santos, Presidente de Colombia de 1938 a 1942. El delfinazgo en Colombia es una práctica común entre gobernantes. Esto es tan evidente que no hay que explicarlo. Por lo anterior, Santos no tuvo que esforzarse mucho para colarse en los gabinetes desde César Gaviria hasta Álvaro Uribe, haciendo un receso estratégico con Ernesto Samper para posar de impoluto. Por eso no tuvo que esforzarse en hacer alguna campaña política anterior ni fingir ser Aristóteles para obtener votos hasta que se lanzó a la Presidencia, que ganó con facilidad en 2010 a un confiado y pésimo estratega político como lo es Antanas Mockus. Así pues, si tuviéramos un Maquiavelo capitalino quizá hubiera recomendado a Santos que hiciera lo que hizo: Esperar agazapado su oportunidad para ser Presidente, haciendo uso de todos los medios disponibles, y aprovechando la inercia de su antecesor en La Casa de Nariño, Álvaro Uribe Vélez, para hacerse al primer cargo del país, aún a sabiendas de que lo iba a traicionar. Santos, en su bien disimulado narcisismo, solo tenía un objetivo y no era la presidencia. Este era solo un medio. Él quería el Premio Nobel de la Paz. Presidentes ha habido muchos en Colombia. Nobeles de paz, ninguno. Esto sí es pasar a la historia. Y lo logró mintiendo descaradamente. En 2014, en su campaña de reelección, le dijo a un desencajado Óscar Iván Zuluaga que jamás un criminal de lesa humanidad legislaría en el Congreso. Por supuesto, mintió y él lo sabía. Pero no pasa nada. Dos años después estaría recibiendo el Nobel de Paz y cuatro años después algunos de los peores criminales de las FARC se vestían de paño y corbata para sentarse en sus curules. Sí, quizás haya sido magnifico por la paz, aunque lo dudo, pero pésimo mensaje para la sociedad.
Por otro lado, su némesis, Álvaro Uribe Vélez, sí tuvo que hacer el recorrido completo por casi todos los cargos de elección popular desde que fue destituido como alcalde de Medellín por el entonces Presidente Belisario Betancur cuando era apenas un veinteañero. El camino de Uribe no fue el del abolengo y los apellidos. Por el contrario, él ascendió de la mano de narcotraficantes, paramilitares, terratenientes y toda suerte de grupos criminales como bien lo documenta múltiple literatura y testimonios que no han trascendido de las hojas a los estrados judiciales porque Uribe acaparó tanto poder, que toda la evidencia en su contra se convirtió en paisaje y libritos de ficción. Porque no es que contra Uribe Vélez no existan pruebas o testimonios. Es que tiene tanto poder que a los testigos misteriosamente se les caen los helicópteros o se le atraviesan a las balas y las pruebas se desaparecen en los organismos de control en las narices de jueces y fiscales. Tan poderoso es Uribe para torcer la justicia, que Colombia es el único país en el mundo en el que la Fiscalía desgasta todo su aparato judicial en la defensa de un imputado. Increíble. Así funciona el poder del poder.
Sin embargo, Uribe ha sido el mejor exponente de la historia de Colombia de la instrumentalización de Aristóteles para gobernar a lo Maquiavelo. Su eufemismo favorito “la seguridad democrática” sirvió para entusiasmar incautos que estaban hartos de los atropellos de esa guerrilla que después Juan Manuel Santos terminó premiando con impunidad y curules en el Congreso. Así pues, Uribe llegó a la Presidencia para vengarse de los presuntos asesinos de su padre. Mientras Santos quería a toda costa el Nobel de la Paz, Uribe quería a toda costa la aniquilación del enemigo, es decir, de la guerrilla. Pero fue tanta su obsesión que terminó implementando una macabra política de estímulos por muertos que acabó masacrando por lo menos a 6402 inocentes, en total estado de indefensión, desarmados y disfrazados para subir las estadísticas de la muerte que debería revisar entre sonoras carcajadas como poseído por el demonio.
En fin, para concluir esta extensa columna, por ahora no me voy a referir a Gustavo Petro en este contexto porque creo que hay que darle tiempo al tiempo. No sería capaz de escribir una columna tan ridícula como “las promesas incumplidas de Petro” a menos de un mes de su posesión. Sin embargo, debo decir que como sociedad debemos estar tremendamente vigilantes, porque Petro un día emociona con un gran discurso, y al otro día está nombrando corruptazos en los más altos cargos del gobierno, un día está ofreciendo vacantes para los doctores del país, y al otro día sale en las pantallas con un tipo como Alfonso Prada y Mauricio Lizcano, cuyos únicos doctorados son en mermelada y repartijas. Así pues, daré el beneficio de la duda al mandatario en el que deposité mi confianza con el voto. Pero estaré vigilante sobre su accionar en este péndulo maldito de la política en Colombia, en el que Aristóteles no es más que la forma de los maquiavélicos para engañar al país.
Para cerrar, sobre políticos como Álex Flórez solo puedo decir que no son maquiávelicos ni aristotélicos. Solo son oportunistas afortunados a quienes pronto se les acabará la suerte cuando se les salga en el vómito de sus borracheras y en las investigaciones de los entes de control. Creo que desperdiciar más de cinco renglones en estos personajes es un despropósito. Poco sabremos de ellos en un tiempo.
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