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Aquel ser divino

Por Juan Carlos López Salgado.
Enlace al texto anterior de Juan Carlos: https://linotipia.com/desperte-y-aun-estaba-borracho/

De la vagancia, quizás los recuerdos de las risas y abrazos entre los amigos y amigas es lo único que se conserva como algo positivo, pues definitivamente del exceso de alcohol no queda nada bueno. Y a pesar de eso, la parranda para quienes la necesitamos como heroína en el cuerpo sólo es posible que pare por unos pocos días. Por eso precisamente me despidieron del trabajo y me juré dejar la fiesta. 

No hubo tiempo de masticar la echada del camello, la vida siguió. Las deudas se debían pagar, aunque no eran importantes: sólo deudas de tarjetas de crédito por compras en restaurantes, bares, discotecas y pagos de noches en moteles. Y obviamente, mentí, la fiesta no paró, tocaba celebrar la echada y para eso los parceros son buenos, con ellos se celebra hasta la tapada de un hueco. Ya no me acuerdo de esa fiesta, pero seguro nos bebimos hasta el agua del florero, como siempre.

De lo que sí me acuerdo, y perfectamente, es que ninguno de los tantos abogados que coordiné en esa empresa se acordó de mí después de que me sacaron: ni siquiera una llamada, así fuera para averiguar el chisme o por lo menos para reprocharme la estupidez que había cometido.

Pero antes, cuando era el director jurídico, ¡ay, vida hijueputa!, ¿dónde te pongo?, ¿qué quieres comer?, ¿qué quieres beber?, ¿qué quieres hueler?, ¿qué puta te quieres comer?, y después de esas invitaciones, me decían: “Dr. López, por favor no me asigne sólo huesito, de vez en cuando asígneme pura carnita, ja, ja, ja”. Es decir, no me asigne chicharrones, asígneme casos fáciles y de cuantías altas. Pura jerga de leguleyos.

Eso también es lo malo de la parranda, en la vagancia se conocen muchas personas que solamente están con uno por interés; pero a la hora 20, en el momento difícil, no se ven ni por las curvas. Así de malos somos los humanos.

De ese grupo de abogados había uno que era una locura. Qué se iba uno a imaginar que aquel profesional de las ciencias jurídicas, que llegó a la empresa tan bien recomendado, con su traje de corbata y “chupa a la moda”, resultaría ser tremenda gonorrea. Todo un profesional de las ciencias del entretenimiento.

El día que lo conocí, después de que un gerente gomelito lo elogiara por su experiencia profesional al momento de su presentación en la oficina, me saludó y, una vez entró en confianza, me dijo:

—Ala, mi doctor, en ese acuario sólo hay bacalao, nada de sardinitas, qué jartera. 

 Refiriéndose al grupo de mujeres del callcenter que estaba detrás de una pared de vidrio al frente de mi oficina. Le respondí:

—La subienda es a las 6 pm, cuando llega el turno de noche. Ese es otro cantar de los cantares. —El “man” se cagó de la risa y de una se relajó.

—Doc, cuando me dijeron que usted era el director jurídico y lo vi a lo lejos, me pareció muy acartonado, como muy psico rígido, pero ahora creo que usted es de los míos.

 —¿Y cómo es ser de los suyos?

—Pues usted sabe, mi doctor, las hembritas, la rumbita, pasarla bueno, ¿me entiende? —me respondió mirando hacia el “acuario”. 

—Noooo, doc, sólo camello. Además, ese combo del callcenter es un peligro, la rumba con ellas es muy “heavy”. Eso lo mejor es evitar problemas, la nómina no se toca.

—Definitivamente usted es un psico rígido, ja, ja. ¿Y hasta qué hora trabaja? Mejor dicho, cuando salga me avisa. Voy a estar en el centro comercial Granahorrar. Me llama. Lo invito a tomar algo y de una vez me cuenta cómo es la movida acá.

Así fue, lo llamé como a las 6 de la tarde. Me dijo que ya no estaba en el Granahorrar, que me esperaba en la carrera 15 con calle 76. Llegué a esa dirección y ahí estaba el personaje con su corbata fina bien puesta y su mirada con risa de guasón. Después de saludarnos, me propuso:

—Camine, bajemos por la 76 y lo invito a un café o a una cervecita en un lugar que conozco, no hay mucho ruido ahí, es perfecto para hablar, y me cuenta cómo es que usted asigna los casos. Pues, si no le incomoda hablar sobre el tema.

—No se preocupe, doc, no hay ningún problema, lo tomo como una inducción, así lo manejo con todos los abogados externos cuando inician, todo bien. Además, usted está muy bien recomendado y de parte mía la intención es que todo el tema le quede claro.

 —Mi doctor, ya no estamos en la oficina, más bien relájese.

Terminó su risa de guasón y entramos a un sitio que apenas tenía un aviso que decía “Café”. En toda la esquina del segundo piso del edificio, mientras revisaba la fachada antes de entrar, alcancé a ver un aviso pequeño de letras de neón que decía “VIDEO”.

Cruzamos la puerta y subimos por la escalera que daba acceso al segundo piso, no había bombillos, sólo unas líneas fluorescentes que marcaban los bordes de los escalones. Se me hizo extraña tanta oscuridad. Al terminar de subir la escalera, había una puerta de madera pintada de color blanco; de fondo se escuchaban voces, risas y música, aunque eran apenas murmullos.

Me pareció raro que ese abogado tan recomendado en la empresa me llevara a un sitio así, pero qué hijueputas, yo ya había estado en peores y “con las mejores familias capitalinas”, como diría mi abuelita. El “prestigioso abogado”, antes de golpear la puerta, me preguntó:

—Mi doctor, ¿usted es todo terreno? Porque me parece que usted es como medio morrongo, medio buñuelo.

Antes de responderle me quedé pensando: “Si este viejo marica supiera los carnavales que soy capaz de armar, viejo huevón”. Sin embargo, le dije: 

—Sí, todo bien, no hay lío. 

Él golpeó la puerta y al otro lado una voz de hombre preguntó:

—¿quién es?  

—El abogado. 

Una hora más tarde, yo estaba encerrado en el baño de ese chochal metiéndome el perico que una puta me servía sobre sus tetas. Lo demás que pasó después de que nos abrieron la puerta de color blanco, hasta las tres de la mañana que salimos de ese sitio, es reserva del sumario. Por ahora ya es suficiente diversión.

Retomando el tema relacionado con lo malos que somos los humanos, pues así es. Cuando uno está pasando por un buen momento económico, de jerarquía o en el cual se tiene algo de poder, todo el mundo es una maravilla; pero tan pronto te echan como a un perro callejero del trabajo por ebrio, la gente simplemente desaparece. Nadie le da la mano al ahogado.

Afortunadamente, no todo el mundo es un asco. Y, gracias a Dios, en medio de tanta gente pecueca, he dado con algunas personas que se han portado muy bien conmigo, tanto mujeres como hombres, sin importar su orientación sexual.

Aparte de mi mamá, a quien simplemente amo, que me dio la vida, palo, cable y cuero a la lata, pero que para mí es la “namber one”, y de mi hermana a quien adoro con todo mi ser, mi alma y mis fuerzas; la primera persona que me acuerdo que haya sido un buen ser humano conmigo fue mi profesora de danzas en primero de primaria, en la escuela distrital o pública que se llamaba Concentración Escolar Nicolas Copérnico, en el Barrio San Marcos, localidad de Engativá de Bogotá, D.C. Ya no me acuerdo del nombre de ella, era chocoana, se sentía una buena energía cuando dictaba la clase, se le notaba que le gustaba la música de su región y que le encantaban sus bailes típicos.

Ella nos trataba muy bien y creo que se llenaba de mucha paciencia al ver lo mal y sin ritmo que bailábamos, pues éramos unos “rolitos” y “rolitas” de 6 años que nunca habíamos escuchado, y menos bailado, los ritmos de la costa pacífica colombiana. Pero, por lo menos a mí, esa música me llegó sin pedir permiso a las vísceras, a la cadera cuasi inmóvil, a los brazos y piernas; de una sentí que algo se me metió en la cabeza, en el alma, y me hizo muy feliz, aun más cuando empecé a aprender a bailarla. Hoy en día puedo decir que sentí que el diablo se metió en los más profundo de mi ser y se manifestó por el gusto que inicié a tener por el baile y por las mujeres. Sí, está bien, en esa época por las niñas. Sentir que se me había metido ese diablo me encantó.

La profe de danzas nos enseñó a bailar el currulao, el mapalé y la contradanza chocoana. Y como me gustaba tanto la música y bailarla con las niñas, entonces despertó el bailarín Juan Carlos Salgado. Sí, en esa época, 1982, solamente Salgado, sin el López, pero esa es otra historia en la cual mi mamá demostró lo guerrera que fue —y que sigue siendo— luchando por sus hijos, frenteando hasta ganar una guerra por un apellido.

Ese pequeño bailarín se destacó entre sus compañeros por danzar bien y quedó seleccionado por la profe entre el grupo de danzas del salón, el cual, después de varios ensayos y prácticas, ganó concursos culturales en la escuela; luego ganó concursos de danzas en otras escuelas cercanas, lo que le dio derecho a participar en un concurso distrital.

El concurso de danzas entre escuelas distritales fue en un coliseo al sur de Bogotá, me parece que cerca a Corabastos. Nos llevaron en un bus de transporte público de los que llamaban “dietéticos”, por estar pintados por fuera con color amarillo y unas rayas blancas. O quizás les decían así porque quienes los usábamos éramos los pobres que nos tocaba hacer dieta a la brava o a la fuerza, y el presupuesto a nuestros padres sólo les alcanzaba para que usáramos esos buses baratos.

El bus lo pagó la escuela ese día, allí nos recogieron temprano, nos llevaron al coliseo donde concursamos y nos regresaron al medio día. Gratis. ¡Huy, qué chévere, gratis! Además nos dieron refrigerios y nos entregaron camisetas y útiles escolares también gratis. ¡Qué felicidad!, sólo pensaba en la hora de llegar a la casa y mostrarles a mi mamá y a mi hermana todas esas cosas que me habían regalado por bailar, por hacer algo que me hacía muy feliz.

Pero lo que más me gustó de ese día del concurso de danzas fue sentir que iba a un lugar desconocido, que descubriría otra parte de la ciudad y a otras personas. Es decir, era mi primer viaje. Me senté al lado de la ventana y desde que arrancó el bus no dejé de mirar a la calle a través del vidrio. No me perdí de nada, todo lo observé: las casas, los carros, las personas que iban caminando y las que iban amontonadas en los otros buses, las avenidas de varios carriles como la Boyacá y la calle 26, los perros callejeros y los que iban con sus dueños, las bicicletas, las motos; a lo lejos los edificios altos del centro y, si miraba más para arriba, los cerros y, otro poquito más arriba, una casita blanca en la cima de Monserrate. Creo que desde ahí me nació el amor y la fascinación por viajar.

No recuerdo si ganamos o no, pero creo que nos fue bien porque me acuerdo gratamente de esa participación y porque después de ese concurso, en los recreos, los compañeros del salón me gastaron por unos días las papás “chorreadas” que costaban un peso, tres papas pastusas con buen guiso u hogao. Fue todo un logro para mí, pues me gastaban por haber hecho algo que me había atrapado para nunca soltarme: bailar. Y al momento de bailar, sentía que lo gozaba y que era muy feliz. Gracias, profe de danzas, por haberme enseñado ese don, por haber traído alegría a mi vida. Ojalá nos podamos ver en el cielo para armar una buena fiesta chocoana.

Entre ese grupo de personas “buena papa”, está alguien muy especial e importante en mi vida, alguien con muchas virtudes y obviamente con muchos, muchísimos, demasiados, defectos. Una persona que conocí, vea usted, gracias a la vagancia. Qué cosas tiene esta vida, ¿cierto?

Tuve contacto con dicho ser en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, específicamente en el edificio Rogelio Salmona, aproximadamente en el año 2006, cuando estudié la Especialización en Derecho del Trabajo. Llegaba a clases a las 6 de la tarde y me sentaba en los puestos de atrás del salón para que los profesores no me vieran durmiendo y para que los compañeros de clase no notaran que andaba enguayabado, especialmente los lunes después de dos o tres días de carnaval. Claro está que eso no pasaba todo el tiempo, pero sí ocurría seguido. 

Y resulta que al ser del que estamos hablando también le gustaba sentarse en los puestos de atrás del salón para también evitar que los profes la vieran durmiendo, ya que en ocasiones llegaba a clases con mucho sueño. No por vagar, sino porque camellaba lejos de la Nacho y vivía fuera de Bogotá, entonces tenía unas jornadas muy pesadas. Además, tenía su propio “bisnes” en la casa.

El caso es que empezamos a coincidir en sentarnos en la parte de atrás del salón y así fue como comenzamos a hablar y a conocernos. Yo ingresaba a la Universidad por la puerta de la calle 26, o avenida El Dorado. Por ese acceso se ubicaban los puestos de los vendedores ambulantes que vendían “chucherías” o comestibles de “paqueticos”; siempre compraba dos paquetes de platanitos verdes con sal, dos colombinas rojas de sabor fresa, de la marca Bom Bom Boom, y mentas.

Todo lo compartía en el salón con el ser en cuestión y con una compañera que tenía severo culazo, ella se sentaba en un puesto adelante del mío y cuando se agachaba a recoger algo del piso, se le bajaba el pantalón por la parte de atrás y se le veía la “Y mágica” de los hilos que usaba. “Qué rico”, como dice un parcero. Sí, lo sé, tengo claro que estoy hablando de un ser muy especial en mi vida y que al mismo tiempo estoy hablando de las preciosas nalgas de una mujer diferente, seamos francos, así es la vida. Quizás muchas personas en este momento han dejado de leer este texto, y al respecto les recuerdo a quienes siguen acá: solamente me gustan dos tipos de mujeres, las nacionales y las extranjeras, sabias palabras de Don Jediondo.

Y si bien es cierto que no fui un gigoló ni el “tumbalocas del barrio” o el man más pinta, afortunadamente “yo también tenía lo mío” y a veces lograba tener “sex appeal” para las “beibis”. Cuando sentía que con una nena ya empezábamos a flirtear, se me alborotaban las piernitas, las neuronas, las hormonas y le daba parejo al coqueteo hasta que coronaba esa vuelta, iba firme para adelante; sin afán, pero con paso seguro. A veces me enamoraba o se enamoraban de mí y a veces no.

Cuando las hembritas no me copiaban, no pasaba nada, todo bien, agua que no has de beber déjala correr. Nada más harto y aburrido que un “man” no entienda que una mujer no se lo quiere comer y que siga insistiendo; porque eso sí, cuando una nena no se lo quiere comer, ahí no insista. Las mujeres también deciden si se culean un man o no, así de simple. 

Todo esto hace parte de la libertad sexual del ser humano, libertad que considero nos ha sido coartada de diferentes maneras desde la política, la ciencia, la religión y la moral, entre otros. Pero a pesar de eso, creo que cada uno de los humanos vivimos y experimentamos la sexualidad de múltiples maneras, buenas y malas, así muchos y muchas sean de lo más morrongos y solapados al respecto. No soy quien para filosofar o dictaminar parámetros de tal comportamiento, pero opino que mientras no se engañe ni dañe a una persona, mientras se tenga suficiente capacidad mental  y emocional de tomar la decisión de tener un encuentro sexual plenamente consensuado, la libertad sexual no se debería reprimir. En fin, que cada quien haga lo que a bien tenga sobre el tema, pues a mí muy poco o nada me interesa la vida privada de los demás.     

Regresando al ser divino que se sentaba conmigo atrás del salón, en ocasiones no hacía las tareas, por lo que se las pedía prestadas a los nerdos buena gente del curso para copiarlas y yo aprovechaba para que me las prestara, pues hacer tareas a veces me parecía muy aburridor o en ocasiones no había tiempo, no olviden que a mí me gusta trabajar, alcohólico pero juicioso y responsable en el trabajo. Mierda, lástima que la cagué así en la empresa de la que me echaron, pero pues ni modos, paila.

Resultamos siendo amigos con ese ser y descubrimos que teníamos muchos gustos e ideas en común. Entre estas, una que me tramó resto, no queríamos ser papás: “Noooo, qué mamera tan hijueputa esa huevonada de tener hijos”, decíamos ambos, “además, para qué traer más gente a este planeta sobrepoblado y contaminado”. “Mejor estar solos que mal acompañados”, sentenciábamos al mismo tiempo.

Pasaron los días de estudio y a la par nuestra amistad se incrementó tanto que ella me prestaba el teléfono del trabajo para llamar a mi novia de esa época, con quien no nos podíamos ver muy seguido por problemas de cómo decirlo… Sí, por problemas de “papeles”, de documentos. Después de hablar con mi novia, le devolvía el celular al ser divino y le contaba todos los rollos que me pasaban con ella. Se sorprendía por las historias y me decía: “Huy qué gonorrea es usted, Juan, ojalá no me vaya a meter en problemas por prestarle el celular de la empresa para que llame a esa nena, qué malparido”.

Por esas y otras cosas de las que hablábamos en confianza, empezamos a salir a rumbear, ella iba a mis fiestas y viceversa. Y por causa de un parrando de esos, terminamos tirando o “haciendo el amor” en el apartamento de mi mamá, donde yo vivía.

Sí, resultó que ese ser divino es una mujer que conocí por causa de la fiesta, de la parranda, del guayabo, del desenfreno y de la “borrada de casete” por consumir alcohol en extremo exceso. Aquel día que amanecimos con Yulihet en el apartamento de mi querida madre fue un domingo de media maratón en Bogotá. El sábado anterior, yo la invité a un parrando que organizó mi parcero del alma Edwin. El plan era ir en “chiva bailable” a La Calera y rumbear en un sitio que se llamaba Compostela. 

El punto de encuentro fue Maloka. Como a las 10 de la noche nos subimos al bus y Edwin le dio a cada uno de sus invitados una caja de un litro de aguardiente Néctar. O sea, Yuli tenía un litro de guaro y yo otro. Además, Edwin nos encimó una cajita de un cuarto de guaro a cada uno. Y pues obvio, antes de que arrancara la chiva iniciamos a tomarnos todo ese guarito.

Empezamos a beber en forma y ahí fue cuando Yulihet comprobó que todas las historias de mi vida que le había contado no eran pura mierda, todo era cierto. No sé qué fue lo que pasó, pero creo al darse cuenta de que yo no había sido mentiroso con ella como que le tramó, le gustó eso de mí, que yo era franco con ella. Y a mí también me tramó, y mucho, que ella no me sacó el cuatro letras al verificar como era yo: ni más ni menos que un borracho buena gente, que tenía muchos errores, pero que no le fregaba ni le dañaba a nadie la vida.

Esa chiva no alcanzó a llegar al parque de la 93 y ya Edwin, Yulihet y yo estábamos muy prendidos, bien entonados, bien mareados, por culpa del néctar de caña de azúcar que cada uno bebía de su propia caja de litro y que bajábamos o pasábamos con cerveza al clima y con humo de cigarrillo mentolado marca Kool Light.

Cuando pasamos por el, en esa época, famoso mirador de La Calera o mirador de la Paloma, que era una paloma de la paz que estaba pintada en una piedra grande, ya era total la embriaguez. En la entrada de Compostela no me querían dejar ingresar porque se me notaba la borrachera, pero para ese tipo de problemas, como para otros, a veces hay “cincuenta mil soluciones”. Una vez sobornados los tipos de seguridad, para adentro y a bailar como tía solterona que no se pierde una sola pieza.

Entre los invitados de Edwin estaba una amiga de él con quien en una época habíamos tenido un rollo de amoríos furtivos, es decir, una sola y total “pichadera”. Como ya estaba enfiestado, tan pronto la vi le caí de una. Ella enseguida me dijo: 

—Hola, Juan k, ¿ya ebrio tan temprano? Si esta vuelta apenas comienza. ¿Y esa nena qué?, ¿es su novia?

—No, nada, es una parcera de la universidad, con quien estamos haciendo una especialización. Es bien bacana, bien guerrera.

—Huy, marica, pero la emborrachó temprano. Es que esa hueva del Edwin cómo es que le va dar a cada uno de los que vienen en la chiva un litro de aguardiente, muy exagerado.

—Mamacita, usted sabe cómo es ese man, además anda todo contento. ¿Usted sabe por qué anda así de feliz ese loco?

—Ni idea, Juan k, hace resto que no hablamos bien con Edwin. Apenas me llamó ayer a invitarme, pero sí tengo ganas de averiguarme el chisme.

—Eso, de una, si sabe algo me cuenta, porque a mí tampoco me ha dicho nada. ¿Oiga, ricurita, venga, y pa’ donde pegamos ahorita?

—No paila, Juank, usted ya está muy pasado de tragos, además cómo va a dejar a esa nena tirada y así toda paila que está.

—Sí, cagada. Venga, entonces cuándo nos vemos y salimos; nos tomamos algo, hacemos algo.

—No, Juank, graves, ando con un mansito que me está tramando resto y pues ahí vamos.

—Huyyyy, no jodás, ¿en serio?, ¿está acá?, ¿dónde?, para conocer a mi rival.

—Nooooo, qué lo iba a traer, con lo pasados que son usted y Edwin, nooo para nada, no quiero que vaya a pensar mal de mí, pues yo soy una santa, ja ja.

—Ah, parcera. ¿Entonces sale del comercio para caballero? Qué embarrada, sumercé sabe que me gusta mucho, en serio. Hace unos días la extrañé resto, qué embarrada que la vaina no se dio entre nosotros, me gustas mucho, me trama demasiado estar contigo. Pero pues bacano, en la buena.

En ese momento anunciaron en el sitio de la rumba que empezaba la hora Smirnoff y empezaron a repartir vodka a la lata. Uno se acercaba a donde estaban las mercaderistas, abría la boca, ponía la cabeza hacia arriba y ellas le descargaban a uno vodkita, pero con ganas, oiga. Definitivamente muy pasados.

De regreso a Maloka en la chiva, me acuerdo de muy pocos cosas, apenas de unos fogonazos: como cuando pasamos por el CAI de la policía de La Calera, el que queda adelante del mirador, adelante de la paloma de la paz. Y cómo no acordarme de ese CAI, si siempre esa casita de la policía me hace pensar en la Paolita. ¿Qué será de la vida de Paolita?, de “risitas”. Siempre con una sonrisa en su cara. De ojitos lindos en los cuales navegaba feliz y a veces furioso. Me sumergía en ellos tan profundamente que me olvidaba de este mundo de porquería.

También me acuerdo de que, en la chiva, bajando de La Calera al Distrito Capital, nos estábamos besando con Yulihet, la verdad, nos estábamos tocando hasta el alma, el típico mani-culi-teteo en público, qué arrechera tan tenaz. Y de lo último que me acuerdo de esa madrugada de domingo, previa a la media maratón de Bogotá, es del destello de las luces del taxi que abordé para ir al apartamento de mi mamá Betty Lu.

“Qué sed tan brava, esta cabeza me da vueltas, me duele mucho y no me deja levantarme. Mierda, ¿dónde estoy? Qué loca, estoy en mi cuarto, ja ja. ¿Ay, marica, y Yulihet? No me acuerdo de nada. ¿Será que nos besamos? ¿Cómo haría para irse a Funza a esa hora? Ah, qué cagada con esa nena”.

El guayabo no me dejaba levantarme de la cama y ya iniciaba la pensadera negativa de siempre que estaba en plena resaca: “¿Qué hice anoche? ¿Boté la plata? ¿Y las gafas? ¿Cuánto dinero me gastaría? ¿Será que peleé con alguien? ¡Mierda!, ¿y la billetera? ¿Y Yulihet donde estará, será que la llamo? ¿Pero qué hora es? ¿Y será que boté el celular?”.

No podía ni moverme para cambiar de posición en la cama y el sol ya me pegaba en la cara, qué agonía, qué cruda tan tenaz. “¿Y cómo llegué anoche acá? ¿Y Edwin para donde habrá pegado?”. Toda esa pensadera paró de un solo tajo cuando sentí que algo se movía en la cama: “¿O será por la borrachera que aún tengo?”.

El movimiento en la cama seguía y saqué fuerzas de donde no había para poder girarme y ver qué era. Cuando por fin pude girar la cabeza, nos cruzamos la mirada adivinen con quién… Pues con Yulihet.

Ella estaba sin cucos, apenas tenía puesta una pequeña camiseta blanca, más bien como un “top”. Yo estaba sin calzoncillos, sin camisa, sin nada de ropa. Y entonces en ese momento empezó otra pensadera. “¿Será que lo hicimos o no? ¿Con o sin condón? ¿Será que sí se me paró o no? Qué hueva, no me acuerdo de nada”.

“Hola, buenos días”, le dije a Yulihet, y continué:  “¿Y tú qué haces en mi cama sin cucos?”. A ella le dio risa, se apenó y de una se tapó con las cobijas. Ninguno de los dos nos acordábamos de si lo habíamos hecho o no, lo único que teníamos claro era que ahí estábamos sin ropa y como con ganas de tirar, de “hacer el amor”, guiño guiño. Le dije que ya entrados en gastos que si se animaba. Ella se encogió de hombros y me fui encima de ella. Y hasta el sol de hoy, ya después de casi 20 años, Yulihet y yo seguimos amaneciendo en la misma cama, a veces sin cucos y sin calzoncillos puestos.

Volviendo a ese domingo, por fin nos levantamos de la cama, ambos con tremenda resaca. Ya no teníamos únicamente la confianza de amigos, sino de algo más. Nos pusimos a mamar gallo recordando los detalles de la rumba en la chiva y en Compostela, solo risa recordando las bobadas que decíamos y hacíamos todos en plena borrachera.

“La pasamos bueno, lo único malo de las fiestas es que se acaban, deberían ser eternas”. Le dije eso a Yulihet mirando la cancha de fútbol que está frente al apartamento y a la vez los cerros orientales de la capital, sintiendo profundamente el deseo y las ganas de seguir enfiestado; pero Yulihet no se iba a poner a tomar conmigo a esa hora del día, eso estaba claro porque ya me había dicho que se tenía que ir para la casa.

En ese momento me quedé como pasmado mirando el cielo que estaba encima de los cerros, pensando en los vampiros de la fiesta que ya sabían que iba a llegar otra tarde de domingo en la cual nos íbamos a quedar solos, añorando reunirnos para no sentirnos tristes y deprimidos, deseando estar juntos para chupar la sangre que es la fiesta para nosotros y que la necesitamos para no morir; para no recordar lo malo del pasado, del presente y del futuro. Necesitamos de la fiesta para no sentir este dolor en el corazón y en la mente, se añora la fiesta para no sentirse solo; para reír, beber y divertirse.

“Vampiros de la fiesta, ¿dónde están?, ¿por qué nos abandonamos siempre los domingos en la tarde? Por favor no me dejen solo en este momento que ya es medio día de domingo, se los ruego, vengan por mí para que me lleven a cualquier sitio donde pueda olvidar y dejar de sentir este dolor en el alma, en el corazón, en mi mente. Por favor acuérdense de mí”. Pero ninguno de ellos o de ellas apareció ni llamó.

Solamente surgió la voz de Yulihet que me devolvió a la sala del apartamento cuando me dijo: 

—¿Me va a llevar a la casa? 

—Nooo, con este guayabo tan tenaz no soy capaz de manejar. Además, por la media maratón, la calle 53 y la carrera 60 están cerradas, graves.

—Entonces acompáñeme a tomar un taxi o una buseta que me acerque a la calle 13 o al portal de la 80. 

—No, mami, así no le salgo ni a la esquina. Mejor quédate, todo bien, pedimos algo para almorzar, descansamos un rato y más tarde te llevo, hágale, relájese.

—No, me tengo que ir ya. Mañana trabajo y estudio, además debo atender el negocio. Acompáñeme, no sea mierda, la verdad es que no sé por donde pasan los buses y menos con esas calles cerradas. 

—Parcera, todo bien, la verdad aún estoy todo prendo y este dolor de cabeza me tiene mal, y está haciendo un sol muy hijueputa, no, definitivamente no salgo. Quédate, todo bien, venga descansemos y te llevo más tarde.

—Que no, mejor dicho, me voy ya. ¿Me va acompañar así sea hasta la calle 53? 

—Que está cerrada. La única es ir hasta la calle 26, pero ni por el putas voy hasta allá con esta maluquera, quédate porfa.

 —No, me tengo que ir, entonces yo arranco ya, todo bien, chao. —Cerró la puerta y se fue.

Se hubiera esperado un rato, de verdad yo la iba a llevar hasta Funza, pero no a esa hora. Ni modos. Y en ese momento me entró de una la tristeza, el dolor, la amargura, la ansiedad y la depresión por estar otra vez enguayabado y solo un domingo en la tarde.

*Ilustración: Nicolás Giraldo Vargas.

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